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Hanna y Bora, cada uno por su lado, recordaban los años en Estambul como los más felices de su matrimonio. La residencia de la Embajada estaba en el lugar más maravilloso de la ciudad. Era una antigua construcción inglesa de madera distribuida en tres plantas. El dormitorio principal, ubicado en el segundo piso, tenía un balcón desde donde se veían los cinco minaretes de la mezquita de Sultanahmet. Frente a ella aparecía la cúpula imponente de la catedral de Santa Sofía. Protegidos por el Cristo Pantocrátor desde la salida del sol y por Alá a partir del anochecer, Hanna y Bora tenían la convicción de que su matrimonio se extendía mucho más allá de las breves fronteras de este mundo. Despertaban al alba con los primeros cantos de los imanes. Recordaban los desayunos frente al mar, las caminatas a lo largo de la costa y los paseos en barco desde el lado europeo hasta la orilla asiática de la ciudad a través del Bósforo.
Durante las mañanas y parte de la tarde, Bora se dedicaba al trabajo diplomático. En la hora mágica, cuando atardecía y el sol se proyectaba oblicuo, el embajador cargaba al hombro el caballete de viaje y buscaba un lugar a plein air para pintar los paisajes turcos. Muchos viandantes se detenían con sorpresa alrededor del atril. La pintura era una actividad infrecuente, reñida incluso con las tradiciones musulmanas. A pesar de los vientos republicanos y europeístas que soplaban por aquellos tiempos, en ciertos sectores turcos todavía la representación era vista como una ofensa a los principios del islam. Bora, que entendía perfectamente el turco, fijaba sus ojos de extranjero sobre el lienzo y no contestaba ninguna de las reconvenciones que, con mayor o menor elocuencia, le dedicaban al paso. Jamás estos pequeños incidentes pasaron a mayores; de hecho, quienes se detenían a observar no podían menos que admirarse del talento del artista que no solo parecía venido del extranjero, sino, a juzgar por su anacrónico caballete de viaje, de otra época.
Fue durante aquellos días cuando conoció a quien por entonces era el agregado militar de Alemania en Turquía, el mayor Roderich Müller. En varias ocasiones compartió encuentros diplomáticos con él y otros representantes de diversos países. Nunca habían tenido una reunión a solas. El embajador Persay no reparó demasiado en el alemán. En una de las recepciones que ofreció Bora en su residencia, el agregado militar quedó impresionado ante los cuadros que decoraban las paredes del caserón victoriano. Bora estaba habituado a recibir elogios. El mayor, que no acostumbraba ofrecerlos, no ahorró loas a la obra del anfitrión. Roderich Müller, amante de la pintura, jamás olvidó aquellos cuadros. El embajador de Hungría nunca más recordó al militar hasta el providencial encuentro, muchos años después, en el puesto de control de Budapest. En cambio Hanna sí lo recordaba y no precisamente con agrado. En aquella misma recepción, habían mantenido un diálogo tan breve como destemplado.
—¿Cómo es su apellido, señora Persay?
Hanna se lo quedó mirando con estupor y con su mejor sonrisa le contestó:
—Persay.
—Oh, me refiero a su apellido de soltera.
—Sucede que soy casada.
En ese momento se acercó Bora, que había escuchado el diálogo, y para distender la conversación, terció:
—Tal vez no los había presentado. Ella es mi esposa, Hanna Gretz. —Y agregó con una sonrisa amable—: Hanna Gretz Persay —dijo esto y luego Bora prosiguió con su tarea de anfitrión.
Cuando Hanna y el mayor volvieron a quedarse solos, el agregado militar retomó su pequeño interrogatorio:
—Gretz es un apellido judío, ¿verdad?
Hanna se dio media vuelta sin contestarle y caminó hacia donde estaba su marido.
Roderich Müller nunca olvidaría las pinturas de Bora ni el desplante de su mujer.
Al cambiar el gobierno húngaro, Bora fue relevado de la misión diplomática turca y el matrimonio volvió a Budapest. Coincidió con la decisión de Turquía de trasladar la capital a la ciudad de Ankara. La idílica temporada en Estambul contrastaba con el aire que empezaba a respirarse en Hungría. Aquel desprecio que Hanna había recibido de parte del agregado militar alemán fue un anticipo de lo que sucedía en su propio país.
De pronto, ser judío tenía un peso y una dimensión diferentes. Podía percibir que mucha gente se dirigía a ella como si formara parte de una secta insidiosa o participara de una conspiración inconfesable. A medida que se tornaba más denso el clima en torno de los judíos, los miembros de la colectividad, hasta entonces completamente integrados a la sociedad, comenzaron a replegarse sobre su círculo. El país se fragmentó en diferentes facciones artificialmente creadas. Desde el gobierno y a través de los numerosos dispositivos del Estado se estableció una línea divisoria que llegó a fracturar incluso los lazos familiares. De aquel meridiano invisible no escapó siquiera el viejo caserón frente al Danubio; sin que sus habitantes lo advirtieran, el lento proceso de destrucción comenzó a abrir resquebrajaduras en la imperturbable casa Persay. La oposición de ambas familias al casamiento de Hanna con Bora de pronto cobró una nueva significación.
Hanna, poco a poco y forzada por las circunstancias, fue restableciendo las viejas amistades de su infancia que creía perdidas para siempre. Ante la brutal y creciente segregación, los judíos, incluso aquellos que por diferentes motivos estaban distanciados entre sí, tomaban una natural actitud de protección colectiva. De hecho, en un encuentro emotivo propiciado por la madre, Hanna y su padre finalmente se reconciliaron.
Por aquellos días tuvo lugar un hecho que habría de suceder más tarde o más temprano. Los hilos invisibles que manejan el destino de las personas a veces quedan en evidencia, y lo que parece obra del Gran Demiurgo se convierte en la función de un mal titiritero. No existen los encuentros casuales. Las leyes de la política son similares a las de la física. A toda acción corresponde una reacción. Dos cuerpos no caben en un mismo espacio. Empujados por las circunstancias, acorralados, expulsados de diferentes ámbitos, a medida que se los segregaba, los judíos se reagrupaban.
El reencuentro de Hanna con sus viejas amistades, las reuniones de las familias, condujeron a que todos los torrentes se encauzaran hacia el mismo río. En ese decurso, Hanna y Andris volvieron a encontrarse luego de muchos años en casa de una amiga en común. Ella conservaba el mismo afecto por su amigo de la infancia. Se abrazaron como dos náufragos en una isla desierta; eran involuntarios actores de una misma tragedia que se avecinaba y muchos no querían ver. Quizá el propio Bora se resistía a creer que la historia volvería a encaminarse hacia un nuevo drama. Es poco frecuente soñar dos veces la misma pesadilla. Pero sucede.
Hanna no creyó necesario contar a Bora su reencuentro con Andris; hubiese significado otorgarle una importancia que, suponía por entonces, no tenía. Había un universo de recuerdos, de gente en común y de tradiciones de las que Bora no participaba y que, acaso con razón, Hanna suponía que a su marido ni siquiera le interesaba conocer. Estas reuniones en casa de amigos comunes empezaron a hacerse cada vez más frecuentes. Ella no solo se reencontró con su antiguo ambiente social, sino también con sus propias raíces judías.
El judaísmo no está hecho con la dura roca de las Tablas de la Ley. Hay algo más primario, elemental e intangible como el color del borscht, las dulces canciones de cuna en idish, el perfume del krein sobre el guefilte fish, la huella indeleble de las persecuciones grabadas en la memoria de las generaciones. Eran impresiones que Hanna no podía —y hasta entonces no necesitaba— compartir con Bora. Ella reencontró en Andris los elementos perdidos de su propia biografía. Y a medida que se iba cerrando el círculo sobre los judíos, más se replegaba Hanna sobre su historia personal.
Sin que pudieran notarlo al principio, Hanna y Bora comenzaron a distanciarse. No fue un movimiento abrupto, aunque tampoco progresivo. En rigor, no tenía que ver con la lógica del espacio, sino, antes, con la del tiempo. La percepción del pasado y del futuro poco a poco erosionó el presente que parecía perfecto. Por esa razón, en un comienzo, el alejamiento fue imperceptible para ambos. No hubo discusiones ni problemas; no estuvo en duda el amor, ni se presentó el menor atisbo de malestar en la convivencia. A pesar de que pensaban de manera semejante, eran esencialmente distintos. Nunca lo habían notado. Tal vez jamás hubiesen percibido las diferencias de no haber sido por las extrañas circunstancias que atravesaba el mundo. Él no llevaba en la sangre ni en la memoria el austero alivio del pan ácimo. Ella, en algún lugar, conservaba el hambre y la sed del desierto; sabía que la matzá quita el hambre pero aumenta la sed. Bora tenía sangre azul y una bala alojada en la cabeza. Los linajes y las tragedias de uno y otro eran diferentes. Ambos sabían qué era la vida e ignoraban qué era la muerte, aunque la visión que tenían sobre una y otra era diametralmente opuesta. En circunstancias normales, ningún matrimonio se detiene en estas sutilezas existenciales. Sin embargo, la guerra convierte esas evanescentes diferencias en un abismo insondable. La vida y la muerte dejan de ser especulaciones de la razón para transformarse en un dilema urgente, inmediato, desesperado. La vida pasa a ser un cristal frágil y la muerte una posibilidad cercana. Sin que pudieran percibirlo, Hanna y Bora habían quedado separados por la línea invisible que dividía el mundo y atravesaba, también, la casa Persay.
Las personas nunca cambian; cambian las circunstancias. Y esa variación es la que modifica las relaciones entre las personas. Las guerras y las convulsiones sociales producen cataclismos semejantes a los movimientos telúricos: de pronto la tierra se abre en dos y determina quiénes quedan a uno y otro lado del abismo. Entonces Hanna y Bora fueron arrojados uno a cada lado del precipicio. Ella volvió a la pequeña isla del pasado. La misma en la que vivía Andris.