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Faltaba media hora para el inicio de la inauguración. El jacqué alquilado de Bora parecía cortado a medida. En realidad, no era difícil que la ropa le quedara perfecta; tenía las proporciones del Uomo vitruviano. Fumaba acodado en el balcón de la habitación del hotel mientras el sol se ocultaba detrás de las copas frondosas de los árboles de la Plaza San Martín. Intentaba no pensar. Se resistía a formularse las preguntas cuyas respuestas tal vez no quisiera conocer. ¿O sí las sabía?

¿Cuánto tiempo puede vivir un hombre sin atreverse a mirar dentro de sí? Bora se había retratado varias veces a sí mismo. Aquellos autorretratos que le devolvían su propia imagen invertida le revelaban una expresión que no podía ver en el espejo. Sentía un inconfesable e infantil terror por esos cuadros. Jamás se hubiese atrevido a colgarlos. De hecho, los guardaba con la tela contra la pared, como si se sometiera a una eterna penitencia. Bora veía en los autorretratos lo que se negaba a mirar cuando volvía la mirada sobre sí. ¿Cuántos años puede una persona desconocer aquello que siempre supo y nunca quiso admitir?

Bora, en lo más profundo de su alma, sabía que era una noche crucial. La noche más importante de su vida. Pero mientras sostenía el cigarro entre los dedos con la vista perdida en el reloj de la Torre de los Ingleses, quería convencerse a sí mismo de que tenía la mente en blanco. Igual que un hombre con los ojos vendados frente al pelotón de fusilamiento, sabía todo aunque no pudiera verlo.

Marga permanecía de pie dentro del cuarto. No quería sentarse; temía que se le arrugara el vestido. Estaba deslumbrante. Era perfectamente consciente de que su función en Buenos Aires era impedir que Bora huyera antes de tiempo. En efecto, había adivinado el pensamiento de su esposo. En ese preciso instante, Bora estaba considerando seriamente la posibilidad de cambiarse, abandonar la habitación y volver a Córdoba antes de que vinieran a buscarlos para ir a la galería. Estaba por quitarse el moño de un tirón, cuando llamaron a la puerta.

—Los espera un auto; por favor, los acompaño —dijo el botones.

Bora obedeció como si aquel muchachito de librea fuera el portador de la palabra de Dios.

Mientras avanzaban a lo largo del pasillo alfombrado hacia el ascensor, Marga se ubicó detrás de su esposo como un guardia que quisiera impedir que huyera. Guiado por el botones y escoltado por su mujer, Bora caminaba como un reo hacia el cadalso.

En la entrada los esperaba un Mercedes Benz negro con un chofer de uniforme que los recibió de pie junto a la puerta trasera abierta. Por primera vez en mucho tiempo, Bora volvió a ser el embajador Persay. Era un diplomático que partía hacia una misión desconocida. Se decía que no había razón para dejarse ganar por el pánico. Había estado en la guerra, tenía una bala en la cabeza; fue representante en el parlamento. Un hombre fogueado como él no podía sentirse inquieto por el hecho simple y banal de ir a un vernissage.

Intuía, sin embargo, que por primera vez era el único soldado de una guerra íntima y propia, que debía pelear por su destino. Por otra parte, la bala que lo aquejaba y de la cual necesitaba liberarse no era la que tenía en el cráneo, sino la que tenía alojada en el alma desde hacía tanto tiempo.

Avanzaban por una ciudad encendida, alegre, pérfida e indiferente a los asuntos pendientes del viejo mundo. Y aquella sensación de alocada juventud que irradiaban las calles atestadas de gente aligeraba un poco el incierto pesar de Bora.

El Mercedes se detuvo frente a una entrada pequeña y oscura. Era un acceso de servicio. El chofer descendió del auto, dio la vuelta y abrió la puerta trasera. Sin comprender, primero descendió Bora y luego Marga, ayudada por su esposo. De pronto se sintió infinitamente estúpido. Vestidos de etiqueta, habían gastado sus últimos ahorros para que los hicieran entrar por la puerta trasera como si fuesen el personal de limpieza. ¿Qué mente perversa había ideado aquel número patético? ¿Para eso habían viajado desde Córdoba dejando al pequeño Béla al cuidado de una familia vecina? Todo esto pensaba Bora, al tiempo que era virtualmente arriado por el chofer.

Aturdidos, avanzaban por un pasillo oscuro. Alguien, a quien no alcanzaban a distinguir, se había sumado al chofer y, literalmente, los empujaban a lo largo de aquel corredor sombrío y helado. De pronto, los obligaron a subir unos escalones y se detuvieron en una suerte de tarima de madera semejante a un cadalso. A pesar de que la oscuridad era absoluta, pudieron notar que el chofer se había retirado. En su lugar, habían quedado otras dos personas que los retenían, uno a cada lado.

En ese momento se descorrió un telón que tenían delante y una luz brutal los encegueció. Entonces, frente a ellos estalló un aplauso estruendoso, multitudinario y prolongado. Descubrieron que estaban en un escenario. Abajo, un centenar de hombres y mujeres vestidos de gala aplaudían de pie. Cuando se acostumbraron a la luz, Bora y Marga pudieron distinguir quién era el pintor, el verdadero protagonista de la muestra. En la pared principal de la galería, ambientada como un teatro, había un enorme afiche que reproducía, en escala gigante, un autorretrato y, debajo, la firma del artista que surcaba el muro de extremo a extremo: Bora Persay.

Solo entonces el pintor homenajeado miró a quien estaba a su diestra. El reflector iluminó a la mujer de pelo rojo que aún conservaba los mismos destellos del sol tibio en los jardines del Hotel Gellért en la lejana Budapest. Junto a Hanna, de pie y sin dejar de aplaudir, estaba Andris, flaco y desgarbado como siempre, el traje parecía varios números mayor que su delgado talle. Entonces el esposo de Hanna se dirigió hacia donde estaba Bora y lo estrechó en un abrazo apretado y prolongado como la distancia que separaba la Argentina de Hungría.

—Gracias —le susurró Andris entre lágrimas.

—Gracias —contestó Bora con la voz quebrada.

Eran, pese a todo, dos hombres enfrentados. Esa convicción íntima e impronunciable hacía más emotiva la escena. Con ese abrazo declaraban una tregua. Acaso perpetua, pero tregua al fin. El abrazo de los dos hombres era una proeza de esas dos mujeres que asistían a su silenciosa hazaña. Como si no hubiese público, los cuatro se fundieron finalmente en un solo lazo hecho de brazos y recuerdos que disolvió para siempre el arriba y el abajo que los había mantenido separadamente unidos durante tanto tiempo.

En las paredes estaban todas las pinturas que Hanna y Andris le habían comprado a Bora en secreto desde que llegaron a la Argentina. De inmediato comprendieron quiénes eran los dueños de la casa de Unquillo y los anónimos mecenas.