25

Era una mañana gris, destemplada. Una garúa fina, semejante a la niebla, confería a la escena un dramatismo teatral. Un pequeño grupo de hombres formaba un breve círculo en el claro abierto en medio de un bosque de abetos perteneciente a una de las fincas de los Persay. Andris Lasker tenía la prerrogativa de elegir la espada. Sin embargo, decidió ceder la ventaja. El dentista desconocía las virtudes o los defectos de los floretes exhibidos por los padrinos. En cambio, sabía de los honorables principios de Bora; al declinar la elección, evitaba poner en evidencia su impericia y se aseguraba de que el retador respondiera la gentileza resignando la mejor espada. Así lo hizo: Bora dejó para Andris el florete que hubiese querido para él.

Además de los padrinos, había cinco testigos: dos de cada una de las partes y uno imparcial. El abogado y amigo de la familia Lasker, que oficiaba de padrino, hacía esfuerzos por ocultar su preocupación e intentaba transmitir confianza a su ahijado dándole palmadas en los hombros. Conocedor de la jurisprudencia, en un momento se alejó con su contraparte y le recordó que la justicia podía condenar a quien diera muerte a otro en un duelo, que no era necesario ni prudente llevar el lance más allá de la primera sangre.

—Lo sé y me gustaría que así fuera —dijo el padrino de Bora—, pero para mi ahijado el honor está por delante de las leyes.

Andris no levantaba la mirada del suelo. Entregado a su suerte, quería que el duelo diera inicio cuanto antes y, en consecuencia, terminara lo más pronto posible. Miraba la arena de aquel silvestre coliseo entre los árboles y sentía lo que debía experimentar un cristiano antes de ser arrojado a los leones. El barro bajo las suelas de las botas era una macabra metáfora de su destino. Bora, mientras tanto, ensayaba algunas figuras blandiendo la espada en el aire. Lo hacía con tanta elegancia que parecían pasos de una coreografía. Andris, resignado, disfrutaba en su fuero íntimo de la exhibición que ofrecía Bora, como si con aquel espectáculo le estuviese dedicando una suerte de última voluntad. La función llegó a su fin cuando los padrinos ocuparon el centro de la escena y llamaron a los contendientes y a los testigos. El padrino de Andris leyó el código de honor y, luego, el de Bora expuso los términos del lance:

—Señores, el duelo es a muerte —concluyó.

Un silencio cerrado se impuso por un momento, hasta que se quebró bajo el primer cruce de las espadas.

Bora miraba el centro de los ojos de Andris como si quisiera ver cuál era el secreto que se escondía detrás de las pupilas dilatadas por el miedo. En lo profundo de los ojos de Andris, Bora descubrió todo lo que debe percibir un esgrimista: supo que su oponente estaba entregado como un cordero; que la muerte anidaba en su interior y lo impulsaba hacia la punta de su espada; que aquellos ojos no podían ver un mañana; que ya su conciencia era puro pasado. Y en ese pasado vio el rostro de Hanna. Un rapto de furia contenida hizo la primera aparición.

Bora podía matarlo de una sola estocada; pero no iba a darle el gusto de terminar tan pronto. En un movimiento veloz, invisible, el retador cortó limpio un mechón de pelo que caía sobre los ojos de Andris. El dentista no entendió lo sucedido hasta que se llevó la mano a la frente y vio el puñado de pelos en el barro. Los testigos de Bora se miraron entre sí y sonrieron. El padrino de Andris lanzó una mirada de protesta a su contraparte. No había sido una estocada honorable. Bora se alejó unos pasos para permitir que su contendiente pudiera reponerse.

Como un animal acorralado, Lasker se lanzó al ataque con unas zancadas largas y torpes, blandiendo la espada como si fuese un elemento contundente. Bora dio un paso al costado, giró media vuelta y vio cómo su oponente terminó abrazado a un árbol que detuvo su carrera. En esa posición, el desafiante podía haber atravesado el torso de su enemigo y dejarlo clavado en el abeto como a un Cristo. Pero se limitó a rasgar la tela de la parte posterior de la camisa dejando la espalda descubierta. Cuando Andris consiguió girar sobre sus talones y reubicarse, Bora repitió el movimiento y esta vez hizo volar todos los botones de la camisa. El pecho palpitante de Andris quedó desnudo.

En ese preciso instante, se escuchó el sonido de un motor que se acercaba. Los padrinos y los testigos desviaron la mirada en dirección al camino que delimitaba el monte. Los duelistas permanecieron quietos. Andris no estaba en condiciones de escuchar nada. Bora, en cambio, reconoció de inmediato ese sonido. Imperceptiblemente alterado, se dijo que tal vez debía matar a Andris en ese momento. Estaba por clavar la punta del florete entre las dos costillas que conducen al corazón cuando un auto frenó en medio del sendero a unos cincuenta metros del claro entre los árboles. Llovía.

Los padrinos detuvieron el lance y todos, salvo Bora, dirigieron la mirada hacia el coche. Desde la puerta del conductor descendió un chofer con uniforme. El hombre dio la vuelta por delante del capot, desplegó un paraguas, abrió la puerta trasera y ayudó a bajar a quien venía en el asiento del pasajero.

Como si se tratara de una ensoñación previa a la muerte, Andris vio cómo Hanna hundía los tacos en el barro mientras se acercaba bajo la lluvia. Un paso más atrás, sosteniendo el paraguas, venía Tibor, el chofer de los Persay. Padrinos y testigos observaban absortos la imprevista llegada de la mujer. No hizo falta que nadie forzara la imaginación para deducir que era ella la causante de aquella reunión de honor. Hanna se detuvo junto a los testigos y, sin más, dijo:

—No quiero interrumpir; por favor, prosigan.

Los padrinos guardaron silencio y solo cuando obtuvieron la conformidad de los duelistas determinaron que continuara el lance. Hanna se abstuvo de hacer comentarios o gestos. Pero se horrorizó in péctore al ver el calamitoso estado de Andris. El dentista no comprendía a qué había ido Hanna. Bora, en cambio, lo entendió de inmediato. Debía matar a su oponente antes de que se le enfriara la sangre. Andris se sintió avergonzado frente a la mirada de Hanna.

El aspecto del odontólogo era lamentable: la ropa hecha jirones y el pelo enmarañado por el paso de la espada le conferían la apariencia de un mendigo. Bora, en cambio, lucía impecable: perfectamente peinado hacia atrás, la camisa metida dentro del pantalón, las botas inmunes al barro, la mirada clara y la expresión compuesta lo hacían ver como un príncipe. Sin embargo, a los ojos de Hanna, Andris era un Cristo y Bora, su verdugo. Y por lo visto, el victimario estaba dispuesto a hacer pasar a su mártir por todas las estaciones del via crucis.

Sin mirar a su esposa, Bora se lanzó sobre Andris. Por un lado, lo impulsaba el ansia de verlo muerto; por otro, quería extender el escarnio para que todos lo vieran humillado antes de que le llegara la hora. Una vez más, Bora debió contenerse para no matarlo. En lugar de hundirle la espada, con un breve movimiento de la mano, le marcó en la frente un perfecto signo de interrogación. La pregunta que el dentista no podía leer estaba dirigida a Hanna. Aquel signo habría de durar menos en la piel de Andris que en el alma de Bora. Hanna entendió perfectamente el mensaje. Miró a su esposo con un gesto de indignación y desprecio infinitos. Estaba escribiendo con sangre en el cuerpo del amigo de su infancia la más cruel de las cartas que un hombre puede dedicar a una mujer. Por primera vez, Bora sintió que Hanna odiaba a alguien. Él era el depositario de aquel sentimiento que, le constaba, ella jamás había experimentado hasta entonces. Un balde de vergüenza cayó de pronto sobre la espléndida humanidad de Bora. Miraba a su oponente con la súbita piedad que acababa de contagiarle su esposa. Solo entonces, Bora comprendió que cuanto más honda era la humillación que le provocaba a Andris, más se agigantaba el odontólogo frente a los ojos de Hanna.

Al principio Bora pensó que su esposa había llegado para salvarle la vida a Andris; descubrió luego que, en realidad, estaba ahí para salvar los rescoldos de honor que aún le quedaban a él.

La herida que le acababa de provocar al amigo de su esposa había quedado borroneada por la sangre y la lluvia. Bora detuvo la mirada en la frente de Andris y se sintió el más miserable de los hombres: por aquellos días, hordas de salvajes marcaban las casas y las tiendas de los judíos. El signo de interrogación que sangraba entre las cejas de Andris ahora se dirigía a Bora. Herido por su propia espada, derrotado, bajó los brazos y dejó caer el florete sobre el barro. Sin atreverse a pronunciar palabra ni a mirar a los presentes, se dio media vuelta y se alejó bajo la lluvia por el sendero.

Hanna había conseguido salvar la vida de Andris y la dignidad de quien aún era su esposo. En su marcha sin rumbo aparente, acaso Bora no percibió que sus pies lo estaban llevando hacia el fin del camino que atravesaba el bosque: la casa de Marga.