31
El intercambio de mujeres fue casi un operativo comando. Bora dispuso cada movimiento con la resolución del teniente que había sido. Ordenó a Helen, el ama de llaves, que se ocupara de reunir al personal doméstico en la cocina con una excusa cualquiera. Tibor, por su parte, montó una guardia en la puerta de la casa para anticiparse a la circunstancial llegada de alguna visita imprevista. No esperaban a nadie ese día, pero el mayor Müller solía aparecer sin anunciarse.
Bora y Marga fueron al atelier y mientras ella vigilaba las ventanas vecinas que daban al jardín, Bora entró en el taller. Con un enorme esfuerzo, consiguió mover el pesado aparador que ocultaba la tapa de madera del sótano. Luego introdujo los dedos entre dos listones e intentó levantar la cubierta. Él solo no podía. No tenía previsto ese retraso. Recorrió el taller con la mirada buscando algo que sirviera de cuña. Marga, desde la puerta, miraba inquieta cómo Bora luchaba sin éxito contra la claraboya. Comprendió cuál era la dificultad, de modo que caminó hacia el pequeño desván donde guardaban las herramientas de jardinería, tomó la vara para desmalezar y en el momento en que estaba por alcanzársela a Bora, escuchó una voz que le decía imperativa:
—¡No lo haga!
Marga sintió que el corazón se le detuvo. Un hombre salido de la nada caminaba raudo hacia ella. Tardó en comprender lo evidente: era el casero que hacía las tareas de jardinería. No debía estar ahí; de hecho, Bora lo había mandado de compras con una extensa lista como para que se entretuviera un buen rato.
—¿La puedo ayudar? —dijo con la amabilidad habitual—. Yo lo haré, no es necesario que se ensucie las manos. No termina uno de arrancar las malezas y vuelven a crecer con más fuerza.
Marga, quien de vez en cuando se ocupaba de arreglar el jardín, le dijo que ella lo haría. En ese momento Bora salió del atelier. Debía mantener alejado al casero para que no notara los movimientos en el interior. Intentando disimular la sorpresa, le preguntó si ya había hecho las compras que le encargó.
—Sí, claro, está todo en el cuarto de herramientas. ¿Le traigo algo?
—No, no —se apuró a atajarlo Bora, a la vez que intentaba pensar con velocidad.
—En realidad, sí. Necesito los pinceles —se corrigió Bora, con un gesto de súbita urgencia.
—¿Qué pinceles? —preguntó el casero.
—Los pinceles que le encargué junto con los óleos.
—¿Qué óleos?
Entonces el casero metió la mano en uno de los tantos bolsillos del pantalón de fajina y extrajo la lista. La repasó, negó con la cabeza y se la dio a Bora.
—Pero qué tonto, ¿cómo pude olvidarme de anotar lo más importante?
—No es ningún problema, si quiere puedo ir ahora mismo.
—Me haría un enorme favor.
Antes de volver a salir, le preguntó a Marga si de verdad no precisaba ayuda con las malezas. Ella negó con una sonrisa impaciente. Solo entonces, el casero salió del jardín.
Otra vez solo en el atelier, Bora introdujo la barra de metal entre las maderas, hizo palanca y finalmente consiguió levantar la tapa. Allí abajo, con gesto desesperado, estaban Hanna y Andris quienes, por primera vez en meses, volvían a ver una cara diferente de la de ellos mismos. La luz natural que llegaba atenuada hasta el sótano los encandiló. Pero las lágrimas que de pronto les anegaron los ojos no fueron únicamente producto de la claridad.
Bora corrió a buscar la escalera que descansaba contra una estantería y la deslizó hacia abajo. Hanna y Andris se fundieron en un abrazo más prolongado de lo que aconsejaba la cautela. Ella se despidió con un emotivo «hasta pronto» y por fin emprendió el ascenso. Entonces Bora cambió posición con Marga; él tomó la guardia en la puerta que daba al jardín y ella entró en el atelier. Las manos de ambas mujeres se enlazaron y con un leve impulso, Marga ayudó a subir a Hanna. Por primera vez sus cuerpos establecieron contacto. Hanna, como una niña, se echó a los brazos de Marga. Contra su voluntad, rompió en un llanto compuesto de diversos elementos. Por una parte, se dejó llevar por el instinto gregario, la primitiva atracción de la manada que mantiene unidos a sus miembros entre sí; por otra, un sentimiento de gratitud infinita que no cabía en ninguna palabra.
El acto de Marga excedía la filantropía e iba mucho más allá de la generosidad con la que albergaba a la exesposa del marido en su casa. Es natural esperar ayuda y protección de un amigo. Pero ellas, ambas lo sabían, eran enemigas. Aquel apretado abrazo entre rivales era un testimonio íntimo de la resistencia con la que el común de la gente se sublevaba a la división que se había instalado en la sociedad y en el mundo. Marga la separó suavemente y le dijo:
—Tenemos poco tiempo.
Luego le explicó que debían cambiar la ropa entre ellas por si alguien la veía salir. Bora cerró la puerta que estaba entornada y entonces ambas mujeres se desnudaron. La urgencia era más fuerte que el pudor, pese a lo cual, no pudieron evitar la curiosidad. Se examinaron mutuamente de soslayo. Hanna se detuvo en los senos enormes y redondos de Marga, en sus muslos turgentes y las pantorrillas fuertes de campesina. Hanna estaba mucho más flaca y pálida que cuando había llegado a la casa. No presentaba, sin embargo, un aspecto enfermizo; al contrario, había algo escultórico en su complexión: tenía la firmeza y la blancura del mármol. Marga se sorprendió por la figura juvenil de Hanna: todavía era dueña de un cuerpo adolescente. Por razones diferentes, ambas creyeron entender qué había visto Bora en cada una de ellas. Hanna se hizo un sencillo rodete y se cubrió el pelo con un pañuelo que traía Marga.
Con las ropas cambiadas, las mujeres se despidieron y esta vez fue Hanna la que ayudó a Marga a afirmarse en la escalera. Cuando Marga llegó al subsuelo, Bora entró en el atelier, volvió a colocar la cubierta de madera en el piso y sin mirar hacia abajo corrió el pesado aparador que tapaba la puerta-trampa.
Ahora eran Hanna y Bora quienes, después de tanto tiempo, volvían a estar frente a frente. Contuvieron un mutuo impulso de abrazarse y se saludaron con una formalidad impostada. No había tiempo para cortesías. Bora se asomó al jardín, se aseguró de que no hubiese ningún movimiento y entonces ambos salieron del atelier.
Hanna miró el sol hasta cegarse, se llenó los pulmones con el aire tibio y perfumado del parque y, embriagada de aromas y destellos, tuvo que tomarse del brazo de Bora para mantener el equilibrio. Quería atesorar todas las sensaciones para compartirlas con Andris cuando regresara al día siguiente. Atravesaron el jardín por el sendero de grava y luego de pasar por la galería entraron en el salón. Hanna intentaba detenerse a cada paso como si viera el mundo exterior por primera vez. Bora la conducía casi a la rastra para evitar la exposición. Desde la cocina llegaron las voces del personal reunido en torno de Helen, la vieja ama de llaves. Como si en verdad estuviera ebria y no comprendiera el riesgo, Hanna frenó con la punta de los zapatos para escuchar la conversación. De pronto, la voz humana le resultó el sonido más sublime, como si aquel diálogo trivial de las domésticas fuese el área de una ópera celestial. Para Bora, en cambio, la proximidad del personal era una amenaza cierta.
Estaban por alcanzar la escalera cuando una de las mucamas entró en el salón y se atravesó delante de ellos. Bora intentó disimular el sobresalto. La mujer, de acuerdo con las normas de la casa que impartía Helen, bajó la cabeza en señal de respeto, murmuró un saludo inaudible sin levantar la vista del suelo y siguió su camino. Ya fuera porque Hanna llevaba puesta la ropa de Marga, ya porque no resultaba verosímil que el dueño de casa estuviera del brazo con otra mujer en plena sala o por ambas razones, la empleada no advirtió la sustitución.
Este inesperado percance hizo que Bora alumbrara una certeza: Hanna era invisible. Estaba fuera de las expectativas del personal la posibilidad de que otra mujer que no fuese Marga pudiese pasearse por la casa. De hecho, la doméstica que se cruzó con ellos la había mirado y, contra la más dura evidencia, creyó que era Marga. Bora apuró el paso arrastrando a Hanna escaleras arriba hasta ingresar en la zona de exclusión que Helen había establecido.
No bien entraron en el cuarto, Hanna se lanzó sobre la cama y se echó boca abajo como si quisiera fundirse con el colchón. Luego giró sobre su eje, abrió los brazos y se quedó mirando el techo con los brazos abiertos. Reconoció en el cielo raso todas y cada una de las marcas que vio cada noche al acostarse y cada mañana al levantarse cuando fue la dueña de casa. A pesar de que el cuarto había sido pintado, aún podía descubrir las irregularidades de las molduras, los pequeños defectos en el encuentro curvo que unía las paredes con el techo, las pequeñas manchas de humedad que brotaban una y otra vez atravesando el yeso, la pintura y el tiempo.
Recordaba la felicidad que le provocaba dormir y despertarse en aquel que había sido su cuarto. No guardaba ningún sentimiento de rencor hacia la casa; incluso se atrevió a contemplar el barral del cortinado y la soga que estuvo a punto de terminar con su vida. No pudo dejar de establecer un nexo entre aquel lejano episodio y el reciente intento de suicidio de Andris. Sin embargo, no se dejó ganar por pensamientos oscuros. Se dijo que eran dos hechos completamente inconexos que, por cierto, respondían a causas diferentes. Desde que el subsuelo les había dado cobijo y protección, Hanna se había reconciliado definitivamente con la casa y estaba convencida de que la casa también estaba en paz con ella.
Todo esto pensaba Hanna cuando entró en el cuarto Helen con una bandeja. Traía un desayuno humeante: una tetera, pan recién salido del horno, manteca y dulce de cerezas. Todo lo que le gustaba a ella. Hanna se levantó de la cama y con una sonrisa de felicidad corrió hasta el ama de llaves. Ella se apuró a dejar la bandeja sobre el secrétaire y se estrecharon ambas manos. Entonces Hanna la acercó y dejó que la abrazara.
—Mi pequeña Hanna… —dijo con voz dulce Helen mientras le acariciaba el pelo rojo con el revés de la mano. Iba a seguir hablando, pero al verla tan delgada, pálida y agotada, el corazón se le oprimió y debió contener un acceso de llanto que disfrazó con una sonrisa.
Helen conservaba intacto el cariño por Hanna. Guardaba un gran afecto y lealtad hacia Marga, pero nunca sintió por la segunda esposa de Bora el amor maternal que le despertó aquella niña de aspecto frágil desde el lejano día que la conoció.
—No has cambiado nada, mi pequeñita.
—Tú tampoco, Helen, querida; estás igual que siempre.
Ambas decían la verdad. No eran frases de cortesía. La edad de Helen era una conjetura que no se compadecía con su apariencia. Bora asistía a aquel reencuentro no sin extrañeza y cierta incomodidad. Helen tenía adoración por Bora; había permanecido más tiempo con él que su propia madre. De hecho, ella lo había criado. ¿Cómo podía perdonarle a Hanna lo que le había hecho a él? Helen mostraba mayor comprensión hacia Hanna que hacia él. No entendía el porqué de esa disculpa tácita. ¿Acaso lo consideraba el culpable de la traición de Hanna? Helen trataba a la exesposa de Bora con la dulzura con la que se le habla a una niña que necesitara consuelo; le pidió que se recostara y como en los viejos tiempos le sirvió el desayuno en la cama. Antes de retirarse del cuarto, Helen le lanzó una mirada severa a Bora como advirtiéndole que no hiciera ni dijera nada impropio. Aún de pie en el vano de la puerta, el ama de llaves susurró a Hanna:
—Cualquier cosa que necesites, mi pequeña, yo estaré cerca.
Hanna asintió con la boca llena de pan y felicidad.
Bora, sentado en el sillón giratorio del secrétaire, la miraba con una mezcla de ternura y lejana familiaridad. Daba gusto verla comer con ganas, disfrutando del té caliente y el colchón mullido.
—No te preocupes —le dijo Hanna a Bora—, no voy a pasarme todo el día en la cama. Solo necesito acomodar un poco los huesos.
—Por supuesto. Puedes hacer lo que te plazca. ¿Quieres que te prepare un baño caliente de sales y espuma para cuando termines de desayunar? —preguntó Bora, adivinando cuál sería la reacción de Hanna, sobre todo después de tanto tiempo de tener que asearse con agua fría.
Hanna debió morderse los labios para no gritar con todas sus fuerzas «¡Sí!». Se limitó a asentir con la cabeza con una expresión de euforia infantil.
—¿Qué más puedo pedir? —dijo, como si Bora le hubiese revelado una verdad insondable. La respuesta a la vieja pregunta filosófica era tan sencilla; ¿qué es la felicidad?: una taza de té, pan con dulce de cerezas, agua caliente y un baño de sales y espuma. Sin embargo, Bora tomó la frase al pie de la letra y contestó:
—¿Qué más? Bueno, libros, música; en fin, conoces la biblioteca y la colección de discos.
Era tal la alegría de Hanna que, se dijo, si tenía que morir al día siguiente lo aceptaría con alegría. Sin embargo, la sonrisa que llevaba dibujada en la cara le duró hasta que recordó a Andris. Mientras ella disfrutaba de ese momento de dicha, él continuaba en el sótano sin una cama digna ni la posibilidad de darse un baño caliente. Se sintió profundamente egoísta. Bora percibió el cambio en la expresión y pudo adivinar en qué estaba pensando Hanna.
El dueño de casa se incorporó, caminó hasta el baño y se dispuso a llenar la bañera. Esparció las sales en la base de la superficie enlozada y dejó caer un hilo de líquido jabonoso para hacer espuma debajo del chorro de agua. Al rato volvió al cuarto. Hanna había terminado de desayunar y permanecía tendida en la cama, ahora con un gesto algo sombrío. Bora retiró la bandeja. Hanna se incorporó, caminó hacia el ventanal y abrió las cortinas para ver la ciudad.
—¡No! —La detuvo Bora, a la vez que volvía el cortinado a su lugar—. Alguien podría verte. Hay otras ventanas enfrente.
Hanna quedó con la mano tiesa y temblorosa. Era cierto.
—Luego subiremos al altillo. Desde la claraboya del ático podrás ver la ciudad sin problema. Hasta allí arriba no llegan miradas indiscretas.
Hanna asintió y caminó hacia el baño. Antes de cerrar la puerta le dijo a Bora en un suspiro:
—Daría todo lo que tengo por salir a la calle y caminar, pasear, ver el río desde el puente…
Aquella frase no era una mera expresión. Ella y su marido eran ricos, tal vez tanto como Bora y Marga. Sin embargo, todo ese dinero, que ciertamente estaba a buen resguardo en un banco suizo, no valía nada. Los alemanes les habían confiscado sus bienes en Hungría, pero en Suiza guardaban moneda en efectivo, bonos y títulos por mayor valor que las propiedades, obras de arte y joyas que tenían en Budapest.
Hanna se encerró en el baño. Al ver la bañera humeante y el espejo empañado recuperó la alegría. Entró en el agua muy lentamente; hacía tanto tiempo que no tenía contacto con el agua caliente, que debía acostumbrarse al ardor. Cuando al fin pudo tenderse en la bañera, miró en derredor y se conmovió al pensar que Bora había dispuesto todo para ella. Ese hombre al que había lastimado tanto ahora la trataba como tal vez no se merecía. Sumergida entre la espuma, recordaba los días felices en la casa Persay que, una vez más, volvía a abrirle las puertas.
Bora permanecía sentado en el sillón giratorio del secrétaire. Un pensamiento del cual no podía deshacerse se había instalado en la cabeza de Bora desde que se toparon en la sala con la sirvienta. Luego, el comentario de Hanna antes de entrar en el baño reforzó su loca ocurrencia. Cuando su exesposa por fin salió del baño envuelta en toallas, Bora le dio la espalda y se dispuso a dejarla sola en el cuarto para que se cambiara.
—Puedes elegir la ropa que quieras del ropero de Marga —dijo Bora señalando el placard. Antes de retirarse hacia el escritorio, se detuvo y, sin mirarla, agregó:
—Ponte un vestido elegante. Es un día precioso. Vamos a salir de paseo.