18
El Vítez y su esposa dejaron la vieja casa familiar para que la habitaran Hanna y Bora. La razón declarada era la de cumplir el anhelo de pasar el último tramo de sus vidas en el campo. Pero en realidad era el modo de hacerles sentir a fuerza de aislamiento el desacuerdo con la boda. No iban a concederle a Hanna la gracia de considerarla parte de la familia. Los padres de Bora dejaron la casa como si se hubiese convertido en un leprosario. Se mudaron de un día para otro con la urgencia de quien abandona un barco antes de que se hunda. Bora había transformado la decepción y la tristeza en hostilidad. Decidió contestar el silencio con silencio.
El padre de ella sostenía la misma posición intransigente que el Vítez Persay. Pero la madre, frente al hecho consumado, no iba a oponerse a la felicidad de Hanna. Cuanto más cerrada era la actitud de su marido tanto más se acercaba ella a su hija. Llegó a sentir un cariño auténtico y profundo por aquel hombre que quería y cuidaba a Hanna más que su propio padre. Intentaba convencerse de que los rasgos de Bora contenían la indudable simiente de algún antepasado judío: la nariz aguileña y los ojos claros eran para ella las huellas de un ancestro esquenazi. Se consolaba, además, con la idea de que sus nietos serían tan judíos como el vientre del que habrían de nacer.
—Merecería ser judío —solía decirle la madre de Hanna a Bora, como si le regalara el mayor de los elogios.
Bora sonreía y contestaba:
—Digamos que pude haber pertenecido a esa secta de judíos que decidió ir detrás del rabino Yeshua.
La madre de Hanna nunca llegó a comprender que su hija jamás había renunciado al judaísmo ni Bora había abjurado del protestantismo. Al contrario, los sentimientos y las convicciones religiosas de ambos se habían acrecentado.
Pese a la debacle familiar que significó el casamiento, Hanna y Bora eran felices. Es decir, Hanna era feliz con Bora y Bora con Hanna. Sin embargo, ella sentía que había algo en la casa, una fuerza ancestral, un espíritu sombrío: no era bienvenida. Percibía con claridad que, igual que su familia política, el viejo caserón de Buda también la rechazaba.
Bora impugnaba estas ideas de su esposa con una actitud entre escéptica e indulgente. Cada vez que su marido intentaba convencerla de que la casa era simplemente eso, una casa, sentía que la trataba como si estuviera loca. Por otra parte, nada más alejado de Hanna que las supercherías. Era una mujer sensata, racional. Por esa misma causa, experimentaba un zozobra difícil de explicar por vía de la razón cada vez que la casa le hacía sentir su rechazo. Llegó a temer que el viejo caserón pudiera matarla. Las mayores locuras suelen protagonizarlas los sensatos. La gente racional es aquella que puede adecuarse con mayor facilidad a las circunstancias reales y concretas. La realidad nunca ha sido sensata. La historia de la humanidad demuestra que el devenir no es el río manso en el que se bañaba Heráclito, sino, al contrario, un torrente traicionero, excesivo, que suele salirse de madre y arrasar con todo cuanto se interpone en su paso. Aquellos que viven en mundos de ensueño, los que tienen los pies despegados de la tierra, suelen ver desde las alturas los desastres que se avecinan y no solo tienen mayores chances de sobrevivir, sino que, aunque no se los tome en serio, advierten a los demás. Los juiciosos, afincados en tierra firme, se aferran a esa realidad desmadrada y sin siquiera darse cuenta, terminan siendo arrastrados por ella. La cordura, paradójicamente, en ocasiones nubla la razón.
Hanna, siempre con los pies sobre la tierra, no podía entender qué sucedía entre ella y la casa. Al principio, atribuyó esa sensación angustiosa a la novedad de habitar un hogar diferente de aquel en el que había vivido desde el día en que nació. Tal vez, se tranquilizaba a sí misma, aquella extrañeza habría de ceder con el tiempo. Pero a medida que pasaban los días, lejos de morigerarse, se acentuaba cada vez más. Pronto dejó de ser una mera impresión anímica; Hanna descubrió con temor que sus percepciones no se generaban dentro, sino fuera de ella. Concretamente, en la casa.
Poco a poco, aquel sentimiento expulsivo comenzó a traducirse en hechos concretos. Una de las primeras y más elocuentes manifestaciones fue que la puerta de entrada de la casa se resistía a abrirse cada vez que llegaba Hanna. A veces el tambor de la cerradura se trababa e impedía que girara la llave. Otras, la madera se hinchaba y le resultaba imposible separar la puerta del marco. Por una u otra razón siempre debía llamar para que le abrieran. Solo le sucedía a ella. Ni Bora ni el personal doméstico tenían dificultad alguna para entrar en la casa. Cuando comentaba esto con su esposo, él se reía y agitaba la mano delante de la cara como si quisiera aventar los fantasmas de su esposa. Intentaba convencerla de que la copia de la llave estaba defectuosa. Cuando Hanna le recordaba que ya había cambiado la llave con él, entonces Bora le decía que ella tenía varias habilidades pero ninguna para abrir puertas. Aunque pudiera parecerle una tontería, había mucha gente que compartía con ella el mismo problema: simplemente era un poco torpe con las puertas.
La única que tomaba en serio las preocupaciones de Hanna era Helen, el ama de llaves; al escuchar sus palabras bajaba la cabeza y permanecía en silencio. Helen sintió una enorme simpatía por Hanna desde el primer momento en que la vio. Guardaba para con ella una actitud maternal y siempre tenía una sonrisa a flor de labios. El cariño era recíproco; para Hanna, la vieja ama de llaves era una suerte de aliada en aquel ámbito hostil en el que se estaba convirtiendo la casa. Hanna percibía que Helen creía en sus impresiones, aunque por entonces no sentía la familiaridad suficiente para hablarlo con ella.
A las dificultades de Hanna para entrar en la casa se iban agregando episodios que, a simple vista, no eran más que pequeños trastornos domésticos, meras coincidencias incómodas. Solía suceder que al ingresar en la sala con la intención de sentarse a leer frente al hogar, el fuego se apagaba como si se quedara súbitamente sin oxígeno. Esto ocurría cuando estaba sola. Bastaba que hubiese alguien más en el recinto para que los leños ardieran normalmente.
Las demás manifestaciones ni siquiera eran dignas de mención: puertas y ventanas que se cerraban cuando ella estaba en el jardín, de tal suerte que siempre quedaba fuera de la casa y debía golpear para que alguien le abriera. También podía ocurrir que objetos más o menos contundentes cayeran a su paso desde anaqueles y bibliotecas; no llegaban a lastimarla pero cada vez caían más cerca de Hanna. Siempre había explicaciones, claro: corrientes de aire, la vibración de las tablas del piso al contacto de los tacos, maderas que se dilataban y cerraduras que no funcionaban bien. Nada de lo que ella misma no pudiera convencerse. Hasta que sucedió algo que le hizo ver que la casa no estaba dispuesta a aceptarla.
Una noche, luego de la cena, mientras Bora leía en su estudio, Hanna, como de costumbre, se sentó frente al secrétaire del dormitorio para escribir en su cuaderno de notas. Desde algún lugar que no podía precisar, entraba un hilo de aire helado. Cuando se acercó al ventanal para comprobar que estuviera bien cerrado, Hanna creyó ver un leve movimiento en la cortina. Descorrió un poco el dosel para verificar si había quedado un resquicio en la claraboya. Se paró en puntas de pies para tomarse de una de las borlas que remataba la cinta, pero tampoco así alcanzaba el extremo de la cadena. Acercó un taburete, se subió encima de él e introdujo el torso entre el telón de pana, la cortina ligera y la cinta que las mantenía unidas. La base muelle de la peana cedió un poco bajo el peso de Hanna e hizo que perdiera el equilibrio. Quiso dar un paso para bajar antes de caerse, pero la cinta se le enredó alrededor de la garganta. De pronto, el cortinado y el taburete se convirtieron en un cadalso perfecto. Al trastabillar, la peana se tumbó y Hanna quedó colgada del cuello. Sintió que los ojos se le saltaban de las órbitas. Quiso gritar pero no pudo. Intentó sin suerte tomarse de la cuerda para sostenerse con las manos. Hanna había perdido la vista a causa de la compresión de las arterias y no podía respirar.
No la atormentaba especialmente la idea de morir, sino la de irse de este mundo de una manera tan banal. Además, pensaba, todos creerían que habría tomado la decisión de quitarse la vida o, peor aún, al no encontrar una carta de suicidio, tal vez culparían a Bora de su muerte. Su corazón tamborileó irregular y luego se detuvo.
Como un ángel caído del Cielo, Helen entró de pronto en el cuarto sin llamar a la puerta. Al ver aquel cuadro aterrador, el ama de llaves lanzó un alarido agudo y ensordecedor, al tiempo que corría en auxilio de Hanna, cuya cara estaba completamente azul. El grito alertó a Bora y al resto del personal. Helen no conseguía descolgarla pero al menos, al sostener el peso del cuerpo, aliviaba la presión de la soga. Cuando Bora llegó al dormitorio y vio la escena, tomó la espada que decoraba una de las paredes y con una sola lanzada cortó la cinta. Hanna cayó pesadamente sobre los brazos de su esposo. Estaba muerta. Como tantas veces lo había hecho durante la guerra, casi nunca con éxito, Bora la tendió sobre el piso boca arriba y cruzando ambas manos sobre el tórax de su esposa le dio tres golpes breves, secos. Fueron suficientes para que Hanna recuperara la respiración, el pulso y, por fin, el color.
Algunos días después, ya repuesta, Hanna le contó a Bora la sucesión de acontecimientos que precipitaron el accidente. A medida que recomponía en la memoria los detalles del episodio, descubría que en el relato no había nada que escapara a una sencilla cadena de causas y efectos desgraciados pero perfectamente lógicos. Salvo uno: la llegada providencial de Helen. No se produjo nada que pudiera haberle llamado la atención: ningún ruido ni pedido de auxilio o indicio directo ni indirecto. Tiempo después, el ama de llaves le contó a Hanna que aquella noche dormía profundamente cuando una pesadilla la despertó. Había soñado lo mismo que estaba sucediendo en ese preciso instante en el dormitorio del matrimonio. Saltó de la cama, subió las escaleras como una exhalación y entró en el cuarto sin perder tiempo. Allí, frente a sus ojos, tenía lugar la escena que acababa de ver en sueños.
Luego de aquel episodio, Hanna no volvió a tener ningún otro incidente. De pronto la cerradura de la entrada principal dejó de trabarse, las puertas y ventanas que daban al jardín nunca más se cerraron inesperadamente y los objetos de la casa volvieron a su inerte existencia. Pero Hanna había comprendido perfectamente el mensaje.
A pesar de la tregua, sabía que ella y la casa Persay no estaban en paz. No imaginaba por entonces que el viejo caserón de Buda sería apenas el primer escollo que habría de desembocar en el divorcio.