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Desde la primera conversación puede anticiparse todo lo que ocurrirá entre un hombre y una mujer. Ambos sabrán qué los atrae y qué los rechaza. Advertirán los resquicios del espíritu donde puede anidar el amor, la indiferencia o, incluso, más tarde, el odio. En la primera charla se verán las coincidencias y las diferencias más elementales: la condición social, las creencias, la fe religiosa, las tradiciones, las rebeliones contra el dogma familiar e, incluso, podrá mirarse más allá del follaje y la hojarasca del árbol genealógico.
Todo aparece claramente expuesto en el primer encuentro. Los rasgos, las expresiones, los gestos, los leves matices en el color de los ojos, las bellezas y las fealdades, los pequeños defectos físicos, las concavidades y las convexidades de la anatomía, el talle, el modo de sonreír, de mirar, de afirmar y de negar; se sospecharán las virtudes, las miserias y los vicios; quedará en evidencia aquello que, con el correr del tiempo, determinará el nacimiento, el cenit, el ocaso e, incluso, el fin de una relación entre un hombre y una mujer. Todo esto se ve con claridad meridiana en la primera conversación. Uno, o acaso ambos, pueden cerrar los ojos y decidir clausurar ese examen preliminar. Pero como en una bola de cristal, ya se ha visto lo que habrá de suceder.
El otro nunca engaña; es uno quien decide engañarse a sí mismo y construye al otro a su imagen y semejanza. Este engaño puede durar un instante, un tiempo más o menos extenso o, acaso, toda una vida. Pero cuando el amor desaparece o, por la razón que fuere, el vínculo entre un hombre y una mujer se disuelve, ninguno de los dos podrá declararse la víctima de un engaño.
Igual que las obras arquitectónicas, los matrimonios muestran desde el principio las pequeñas fisuras por donde sobrevendrá el colapso. Son fallas de construcción, defectos en los materiales que no se han aglutinado desde el origen. Se las podrá disimular con yeso y con pintura. Pero siempre volverán a aparecer, cada vez con mayor profundidad. Las primeras palabras, los gestos tempranos, las frases formales y las más sinceras, las impresiones iniciales, los motivos de las sonrisas y las risas, las causas de las pequeñas indignaciones son los planos maestros de una relación. En ellos quedará determinado el emplazamiento de las vigas que sostendrán la relación y los puntos críticos que habrán de ceder antes del derrumbe. Los motivos del fracaso de un matrimonio siempre están expuestos a todas luces en la primera conversación. Hanna y Bora no fueron la excepción.
Desde aquella charla inaugural en los jardines del Hotel Gellért, ambos lo supieron todo. Bora supo que ese pelo rojo podía componerse con tres pigmentos. Hanna comprendió que los ojos transparentes de Bora guardaban el silencio y la nobleza de los perros siberianos. Él supo que atrapar la voluntad de Hanna no le sería tan fácil como capturar los colores en una paleta. Y que tampoco se conformaría con contemplarla como se contempla una pintura. Ella, con temor y fascinación, quería aproximarse, extender su mano a ese perro lobo, bello y peligroso, que no ladraba. Pero que podía morder letalmente.
Ajena a lo que sucedía alrededor, Hanna inclinaba hacia adelante el torso delgado como el tallo de un girasol. Su cuerpo seguía los movimientos de Bora como si él fuese el sol. Los codos apoyados sobre las piernas cruzadas y el modo en que acercaba la cara a la de él le conferían una actitud desenfadada y algo provocadora. Bora, en cambio, estaba reclinado sobre el respaldo con los brazos cruzados sobre el pecho. Ella estaba en posición de ataque y él, de defensa. Todo era parte de un imperceptible juego de seducción.
En medio de risas y frases de circunstancia, ambos advirtieron que provenían de mundos diferentes. Bora era el hijo de un Vítez y aunque no creyeran en los títulos nobiliarios ni en la sangre azul, los dos supieron que sendos árboles genealógicos pertenecían a bosques muy lejanos. Se puede aborrecer a la humanidad, pero es imposible desertar de la especie. Lo mismo sucede con la familia: no hay forma de quitarse la sangre y permanecer con vida. Hanna era judía. El padre era menos religioso que la madre: ella observaba el Shabbat; el padre no: solo guardaba ayuno en Yom Kippur. Hanna, en cambio, no hacía ni lo uno ni lo otro. Pero a su modo, se sentía más judía que sus padres.
—Existe una sola manera de ser judío y es obedeciendo la ley —solía reconvenirla su madre.
—Obedezco la ley —porfiaba Hanna desde pequeña—, a mi modo.
—La ley no la decide cada quien, es la ley de Moisés.
—Obedezco a la ley de Moisés de acuerdo con la única manera que tengo de entender: la mía. Es decir —insistía—, a mi modo.
Aunque jamás lo hubiese admitido, tenía una manera ciertamente paulista de concebir el judaísmo.
Bora vivió convencido de que por sus venas corría sangre azul hasta el día en que, siendo un niño, accidentalmente se cortó con un juguete de hojalata. Se quedó observando el río de sangre que brotaba desde la hendidura en la muñeca mientras la madre corría como loca hacia él para detener la hemorragia antes de que se desangrara. Miraba la sangre roja, absorto e incrédulo, hasta que se desvaneció. Cuando recobró el conocimiento se dio cuenta de que había perdido para siempre la posibilidad de seguir creyendo en aquel mundo ilusorio en el que vivían sus padres. Creció renegando de la nobleza en la cual, a su pesar, había forjado su espíritu. Hablaba como un noble, procedía como un noble, blandía el florete como un noble, se apellidaba como un noble, estudiaba con los hijos de otros nobles y pretendía no ser noble de la manera en que los nobles se rebelan contra el linaje. Estaba convencido, incluso, de que debían abolirse los títulos de nobleza. Pero lo hacía con la filantropía propia que exige la nobleza.
De hecho, Hanna, en aquella primera charla, no podía dejar de sentir que Bora se dirigía hacia ella como si se compadeciera de su condición plebeya. La manera de sentarse, de reclinarse y de poner distancia era una forma de establecer jerarquías. Del mismo modo, Bora percibía que ella le dispensaba el respeto que los judíos menos ortodoxos conceden a los gentiles. Había en el judaísmo de Hanna cierta aristocracia —finalmente descendía del árbol genealógico de Abraham— comparable a la nobleza de Bora. En esta mutua gracia que se concedían comenzó a construirse el nido donde habría de incubar el amor. Pero esa afinidad se edificaba sobre las diferencias: ella era judía de la misma forma en que él era noble; Bora era gentil de igual manera en que Hanna era plebeya.
Fue aquel el inicio de una relación entre un noble de tradición protestante y una judía. Y en estas divergencias podían advertirse las pequeñas grietas por donde habría de escribirse el comienzo de la tragedia.
En esta primera charla no hubo una sola palabra discordante ni un mínimo gesto de rispidez; al contrario, fue una conversación amable en la que, incluso, podían advertirse las estrategias de seducción de cada uno. No hablaron de religión ni de asuntos de familia. Y sin embargo, ambos supieron que la religión habría de ser un problema entre ambas familias. Si Hanna le hubiese podido hablar con la razón, habría prevenido a Bora citando el versículo del Taanít que rezaba: «Joven, alza tus ojos y mira a la que elegirás para ti: no dirijas tus ojos hacia la belleza, sino hacia la familia». Pero ya en aquella primera charla, habían comenzado a perder la razón.
Desde ese día decidieron establecer una relación de amistad. Hablaron de pintura. Ambos eran jóvenes, pero Hanna, además, ejercía la juventud con vigor. Bora, en cambio, tenía un modo más adulto de ver las cosas. Ella participaba, aunque más no fuera como una entusiasta espectadora, de las nuevas tendencias que venían a profanar las tradiciones de la pintura clásica. Él no era un simple admirador del arte, sino una temprana promesa que despertaba los más cálidos elogios de su maestro. Se mostraba menos apasionado respecto de la ideas; su pasión era pintar. Respetaba a los nuevos artistas que descomponían la figura y el color hasta hacerlos estallar en mil pedazos. Pero Bora prefería continuar el camino de sus predecesores.
—No tengo un espíritu parricida —le dijo a Hanna.
Fue una frase dura. Innecesaria. Mucho tiempo después supieron que aquella sentencia implicaba una temprana acusación, una ofensa por entonces inaudible. Ella suspiró profundamente y luego dibujó una sonrisa de circunstancia.
Ambos dejaron asentado su punto de vista. No discutieron. De hecho, se negaron a admitir para sí que aquella diferencia, en apariencia insignificante, habría de ser la fisura por la cual habrían de filtrarse las futuras discordias.
Se gustaron mutuamente. Quedaron enteramente fascinados. Por momentos se hacían largos silencios que eran besos, apasionados besos in mente en los que no participaban sus cuerpos. Besos in péctore que aceleraban sus corazones pero en los que no intervenían los labios. Besos in cogitans que confundían el entendimiento sin que sus bocas entraran en contacto. La belleza encandila, embriaga. El versículo del Taanít proseguía: «La gracia es engañosa y la belleza es vana».
Envueltos en el humo opiáceo de aquella vana belleza, ambos deseaban que aquel momento se eternizara. Pero el encuentro había llegado a su fin. Desde la puerta que daba a la galería salió el grupo de hombres conversando animadamente. Los ojos de Bora se encontraron con la mirada severa del padre. Junto a él venía Jacob Gretz, quien dedicó una sonrisa incómoda al Vítez Persay como si quisiera disculparse por el atrevimiento de su hija.
Bora besó la mano de Hanna a la antigua usanza y le suplicó que volvieran a verse la semana próxima. Ella asintió con una sonrisa. Le divertían aquellas formas algo anacrónicas. Bora fue al encuentro del padre mientras Jacob Gretz iba hacia donde estaba su hija. Cuando ambos hombres se cruzaron, el joven hizo una inclinación de cabeza que no fue correspondida. Ni siquiera le devolvió la mirada. Los primeros párrafos de la tragedia ya estaban escritos mientras aparecían en escena los otros personajes.