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Bora no puso su firma en el frente sino en el revés de la tela del retrato de Roderich Müller. No era una pintura de la que pudiera sentirse orgulloso. ¿Cómo explicar que ese cuadro no significaba una muestra de adhesión sino que, al contrario, había sido un acto de resistencia, un artilugio para proteger la vida de dos familias? Muchas veces la posteridad necesita de explicaciones que no siempre se conocen. Las obras suelen ser más resistentes y duraderas que sus autores. Por esa razón, Bora dejó muy claramente expresada su opinión. El retrato era una sentencia lapidaria sobre el militar del ejército de ocupación.

Bora había retratado a la perfección el espíritu grotesco que caracterizaba al mayor. Estaba despojado de cualquier intención caricaturesca: se veía tal cual era. El autor intervino en la obra con su neutralidad. Bora dejó que Roderich Müller modelara de la forma que él considerara más fiel a su carácter. Era una pose épica en cuya intención de grandeza se exponían todas sus miserias y, sobre todo, su insignificancia. La mirada pretendía perderse en la infinitud de algún sueño heroico, pero se notaba, a las claras, que sus ojos estaban fijos en una pared cercana confiriendo a la expresión una evidente cortedad de miras. La mano derecha cruzada sobre el pecho intentaba el gesto de quien brinda su corazón; sin embargo, sus dedos finos y pálidos señalaban con petulancia las medallas que adornaban el uniforme. Era un cuadro que una persona con dignidad jamás exhibiría en una pared. Pero cuando el mayor vio la obra terminada, no pudo disimular una euforia infantil. Ahí estaba él, en todo su esplendor, extendiendo las fronteras de su ego, completamente sordo a los llamados del pudor.

—Oh, mi querido embajador. No tengo palabras. Es el retrato más maravilloso que he visto.

El militar no se refería, claro, a las cualidades del artista sino a las infinitas beldades del modelo. Se contemplaba en aquel espejo perfecto de la arrogancia. Era, exactamente, el retrato del engreimiento como nadie había logrado plasmarlo en una obra de arte. De hecho, el título que había pensado Bora para la obra era Soberbia con uniforme de gala.

Arriba, Bora y Marga festejaron la muda victoria sobre Roderich Müller. Abajo, Hanna y Andris, que habían escuchado la calurosa despedida del mayor, comprendieron que también ellos habían ganado su batalla íntima y secreta. Pudieron resistir el fuego enemigo resguardados por una extraña armadura forjada con la fundición del pecado y la fe. A pesar de la ocupación alemana y del encierro al que estaban obligados Hanna y Andris, en la casa, desde los profundos cimientos hasta lo más alto del pararrayos, se respiraba un aire de victoria y liberación.

Sin embargo, Marga no podía evitar un inconfesable sentimiento de culpabilidad. Había estado muy cerca de delatar a Hanna y Andris. De hecho, si no lo hizo fue porque el súbito desmayo se lo impidió. ¿Había estado verdaderamente dispuesta a pronunciar ante el mayor Müller aquel discurso que balbuceó mientras se desvanecía, o se trató de un desvarío producto de la fiebre? Quizá, pensaba para sí, ella no era distinta de los delatores que proliferaban por esos días. Al fin y al cabo, Hanna siempre había sido su más odiada rival. En el fondo de su corazón, Marga estaba segura de que la había querido más que a ella. ¿Acaso no tenía suficientes razones para delatarla? Cada vez que pensaba en aquel episodio, sentía una espina atravesada en la garganta. Marga no podía soportar sola el peso de la culpa. Varias veces había albergado la idea de confesarse en la iglesia. Pero sabía que no podía poner en conocimiento de un cura semejante secreto que, además, involucraba a su esposo. Muchos miembros de la Iglesia húngara eran activos colaboracionistas de los alemanes. De modo que cada vez que pensaba en cumplir con el sacramento, no conseguía sino hundir más profundo el filo de la culpa: se sentía doblemente delatora.

Una noche, durante la cena, Marga decidió confesarse con quien en verdad correspondía. Inspiró profundamente como si el coraje fuese un elemento constitutivo del aire y le contó todo a Bora. Lo hizo en medio de una crisis de llanto. Reprodujo el breve parlamento que no había podido pronunciar frente al oficial nazi a causa del desvanecimiento. Su marido dejó que hablara y terminara de desahogarse.

Cuando Marga quedó en silencio con la cara oculta entre las manos, Bora se incorporó, caminó hacia el otro extremo de la mesa, se arrodilló junto a ella y, como un niño, apoyó la cabeza sobre el regazo de su esposa. No tenía la actitud de quien dispensa una disculpa, sino, al contrario, era él quien parecía pedir perdón. Nadie había elegido esa situación. Era aquella una circunstancia demencial que escapaba a todo cálculo de la vida cotidiana, excedía lo soportable y tornaba imposible el funcionamiento normal de una casa. En rigor, nada podía escapar al gigantesco sinsentido de la guerra. El mundo había enloquecido. No podía acusarse a Bora de haber iniciado la guerra; pero él, en su fuero íntimo, cargaba con la culpa de haber dejado que la guerra entrara en la casa. Había sido injusto con su esposa. Primero la había arrancado del campo para llevarla a la ciudad y ahora la sometía a convivir con un pasado del que ella nada quería saber.

—Mi amor… —le dijo Bora a Marga; hacía muchos años que no le decía de esa forma.

Pensó una larga explicación que pudiera devolver a su esposa la tranquilidad perdida, pero solo pudo repetir aquellas mismas breves palabras:

—Mi amor…

Así, de rodillas junto a ella, con esa pequeña frase le dijo todo lo que tenía para decirle, todo lo que ella quería escuchar. Esas dos palabras eran un pedido de perdón, una aceptación de disculpas, un llamado a la cordura y, sobre todo, una reafirmación sincera de aquello que los mantenía unidos.

Ambos estaban lastimados. Marga era consciente del dolor que Hanna había causado a Bora; por más que él no hablara de aquella vieja herida, sabía cuánto lo había hecho sufrir. Secretamente, Marga odiaba a Hanna. La aborrecía no solo por haber lastimado a Bora sino, principalmente, porque era dueña de semejante capacidad de daño sobre su marido. Pero también comprendía que aquella traición no era un asunto clausurado para Bora. La vieja cicatriz estaba mal curada y Marga podía darse cuenta cada vez que volvía a supurar. El enigma de la traición sobrevolaba como un ave negra sobre su matrimonio. A Marga no le importaba entender qué había llevado a Hanna a engañar a Bora. Pero sabía que él vivía con ese dolor; no el de la infidelidad, sino el que le provocaba el repetido interrogante que aún permanecía sin respuesta: «¿por qué?».

Marga creía que si Bora develaba el enigma, podría cerrar al fin aquel capítulo. Tal vez había llegado el momento de aclarar todo.

—Hanna te debe una explicación. Quizá el destino la trajo aquí para reparar el daño que te ha hecho.

Bora levantó la cabeza del regazo de su esposa y la miró con los ojos llenos de intriga.

—Preferiría que no habláramos de ella. Me resulta embarazoso.

—¿Acaso debo recordarte que está viviendo en esta misma casa? ¿Qué podría ser más embarazoso?

Bora no terminaba de entender qué intentaba decirle Marga. Se incorporó, se sentó en una silla junto a ella y guardó silencio para que desarrollara la idea.

—Propongo cambiar papeles con Hanna durante un día. Yo permaneceré un día y una noche en el sótano y ella vivirá en la casa durante ese mismo período. Nadie notará el cambio.

Bora miró a Marga como si se hubiese vuelto loca. Era una frase breve que contenía, sin embargo, una compleja trama de ideas que la mujer fue desgranando una por una.

—¿Cuánto tiempo puede permanecer alguien encerrado en un sótano sin ver nada más que una misma cara día tras día? No podemos seguir actuando como si no estuvieran ahí abajo.

—Es la única forma de no levantar sospechas. Sería muy riesgoso que se notaran movimientos extraños en la casa. Así lo planeamos desde el principio y nadie ha descubierto nada. Ni siquiera Müller con sus mal disimuladas requisas.

—¿Realmente tenemos que pensar que él no sabe nada?

—¡Claro que no sabe nada! —Se molestó Bora, como si quisiera convencerse a sí mismo.

Marga bajó la cabeza y se llamó a silencio. No era momento para iniciar una discusión.

—No los hemos visto desde el día en que bajaron. Ni siquiera sabemos cómo están, si necesitan algo, si están vivos o muertos. Es inhumano fingir que no existen.

—De eso se trata exactamente. Es la mejor forma de protegerlos: continuar con nuestra vida cotidiana como si no existieran.

—A eso los estamos condenando: a la inexistencia. ¿Cuál es la diferencia entre la inexistencia y la muerte?

—¿Y qué cambiaría un día en la vida de alguien? —se exaltó Bora.

—En esas circunstancias, un día es una vida.

—Si los descubrieran, no solo morirían ellos. También nos matarían a nosotros.

—¿Cuánto tiempo se puede soportar encerrado? ¿Cuánto tiempo se puede vivir con una duda? Un día y una noche. Ese es el tiempo que Hanna tendrá para volver a ver el cielo, para mirar otra cara y escuchar otras voces. Un día y una noche para reencontrarse con el mundo y volver a respirar un poco de aire libre antes de volver a sumergirse. Un día y una noche será el tiempo que tendrás para que, de una vez, te quite el puñal del corazón y te explique el porqué de la traición.

Bora sintió un dolor en el pecho y un latido en falso como si realmente el puñal estuviera ahí, entre la cuarta y la quinta costilla del costado izquierdo. Pudo percibir con claridad que la herida todavía permanecía abierta y sangrante como el primer día.

Bora agachó la cabeza y asintió. Marga, como tantas otras veces, tenía razón. En lo que a él concernía, sí valía la pena arriesgar la vida con la esperanza de quitarse ese peso de encima. Bora había combatido en la guerra, había visto la muerte cara a cara y tenía una bala alojada en el cráneo. Podía dar fe de que una mujer era capaz de causar más daño y dolor que una bala de 9mm. Por otra parte, era consciente de que detrás de términos como patria y libertad se ocultaban otros menos heroicos: negocios y dinero. Si había puesto en riesgo la vida por intereses ajenos, por el destino de unos pocos hombres a quienes ni siquiera conocía, ¿cómo no iba a arriesgarla para terminar de una vez con la larga batalla que se libraba dentro de su alma? Él tenía verdaderas razones. Pero Marga ¿qué motivos podía tener para exponerse de ese modo? Como si hubiese leído la pregunta en los ojos de Bora, Marga le respondió antes de que él hablara.

—No puedo verte sufrir. No puedo —dijo con la voz quebrada.

¿Existen razones más poderosas que el amor y que el odio? Precisamente esa era la duda que tenía Bora: ¿Marga obraba por amor hacia él o por odio hacia Hanna? El amor, al menos en términos ideales, está dirigido a la felicidad del ser amado; el odio, en cambio, está destinado a la destrucción propia de quien lo ejerce. Era fundamental para Bora saber qué sentimiento primaba en la decisión de su esposa para que la jugada, de por sí arriesgada, pudiera tener éxito.

—¿Por qué lo harías?

—Porque te amo y odio que esa mujer te haya lastimado.

A veces, las respuestas más claras suelen ser las más oscuras.

Bora asintió y volvió a sentir esa puntada en el costado. De pronto surgió, vívido e intacto, el recuerdo del momento en que descubrió la traición de Hanna. Estaba resuelto a conocer la verdad.