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Luego de la desaparición de Roderich Müller no volvió a presentarse el abogado del supuesto mecenas. Bora y Marga vivían en una suerte de limbo existencial: ignoraban quién era el propietario de la casa que habitaban y se resistían a usar el escaso dinero que aún les quedaba hasta no conocer su procedencia. Bora nunca dejó de pintar, con la esperanza de conseguir nuevos clientes. Marga debía sostener la economía de la casa, como cuando llegaron al país. Ambos daban por hecho que el incógnito benefactor era el oficial nazi y que tras su repentina huida, tampoco volverían a tener noticias del doctor Peralta.

Una mañana, mientras preparaba el almuerzo, Marga vio al otro lado de la ventana la inconfundible figura del abogado. Igual que el primer día, el hombre avanzaba por el camino de grava abrazado al portafolios marrón y gastado en el que solía traer el dinero. Antes de que llegara a la casa, la mujer corrió a su encuentro. Temía que Bora lo descubriera y descargara en él la furia contenida que guardaba hacia su representado. Sabía que su esposo no lo dejaría ir sin que le dijera dónde estaba Roderich Müller.

Marga se quitó el delantal, salió de la casa y alcanzó a atajar al visitante antes de que llamara a la puerta.

—No puede llegar así como así, de la nada, aparecerse un día y desaparecer el siguiente. ¿Quién es usted? No tiene derecho a tratarnos como si fuéramos… —Marga, con su castellano elemental, intentaba sin suerte buscar las palabras apropiadas.

—No comprendo —dijo el abogado, refiriéndose a la ininteligible pronunciación de la mujer y a su actitud inesperadamente hostil.

—¡Por favor, váyase de esta casa y no vuelva más! —dijo Marga en un grito ahogado para que su esposo no la escuchara.

—Muy bien, así lo haré si lo desea, pero debo cumplir en informar al embajador Persay…

—Estimado señor, usted debe informarme no una, sino varias cosas —interrumpió Bora, que apareció desde el atelier empuñando la pistola—. Por favor, Marga, déjanos solos —dijo a su esposa en húngaro.

La mujer bajó la mirada, fue hasta donde estaba el pequeño Béla, lo alzó en brazos y entró en la casa.

El abogado, que había visto el calibre del arma, estaba pálido como un papel.

—Le pido que se calme, por favor. Solo debo entregarle un sobre y me iré.

—Usted no irá a ninguna parte —dijo Bora—, por favor, entre —invitó al visitante, señalando con el caño de la Ballester-Molina hacia el atelier.

—No puede obligarme… —dijo el doctor Peralta, con el portafolio delante del pecho como si se tratara de un escudo.

—Fíjese cómo sí puedo —interrumpió el anfitrión, al tiempo que amartillaba la pistola.

Ambos se encaminaron hacia el taller.

—Tenemos mucho que hablar —murmuró el pintor una vez dentro, mientras a sus espaldas cerraba la puerta.

—Por favor, siéntese.

—He estado sentado muchas horas, necesito estirar las piernas.

—Siéntese si no quiere estirarlas para siempre. Se lo suplico.

Entonces sí, con la puerta trabada y el visitante hecho un ovillo hundido en el sillón, Bora dejó el arma sobre una repisa lejana y se sentó frente a él.

—¿Quién es usted?

—Peralta, el doctor Ignacio Peralta, abogado.

—¿Quién lo envía?

—No lo sé, ya se lo he dicho el primer día que estuve aquí.

—¿Conoce a Roderich Müller?

El visitante hizo un gesto de sorpresa.

—Le repito la pregunta, ¿conoce a Roderich Müller?

—No.

—Mayor del ejército alemán…

—No, no.

—Agregado militar en Turquía…

—No, no lo conozco.

—¿Conoce a Rodolfo Kessel?

—Mire, le suplico que me deje ir. Entiendo que usted ha debido conocer mucha gente alrededor del mundo. En lo que a mí concierne, nunca he ido más allá de Montevideo…

—Por favor, le ruego me conteste lo que le pregunto. ¿Conoce a Rodolfo Kessel?

—No.

—¡Entonces, ¿quién lo envía?!

—¡No lo sé! Solo hago mi trabajo. Me dieron un sobre para usted. Me pagan por eso y no sé quién es el cliente. Créame que no me resulta agradable venir hasta aquí.

El abogado, envuelto en sudor, se despegó el portafolios del pecho, lo apoyó sobre los muslos, liberó las hebillas, lo abrió, extrajo un sobre y se lo extendió a Bora.

—No puedo seguir aceptando dinero sin saber de quién es.

El abogado lo miró con sorpresa:

—No me parece que sea dinero.

Era cierto, exaltado como estaba, Bora no había notado que era un sobre muy delgado, pequeño y liviano. El pintor, sorprendido, lo tomó y entonces el visitante aprovechó para incorporarse rápidamente y apuró el paso hacía la puerta.

—Ya he cumplido, buenos días.

—Usted no va a ninguna parte —dijo Bora y obstruyó la puerta con el cuerpo—, siéntese.

El doctor Peralta obedeció. Como un perro amaestrado, hundió sus cuartos traseros en el sillón.

Bora tomó un plumín del tablero y lo usó como un cortaplumas para rasgar el sobre. Adentro había dos pasajes a Buenos Aires a nombre de él y de su esposa, dos reservas en el Plaza Hotel y dos invitaciones a la galería de Arte Viau, sin ninguna especificación más que la indicación de la vestimenta: «Etiqueta».

Bora interrogó al abogado con la mirada. El doctor Peralta se encogió de hombros. Ambos entendieron que no tenían nada más que hablar. Todas las respuestas que buscaba Bora estaban en el contenido del sobre. Si de verdad quería conocerlas, debía empezar a empacar. El tren a Buenos Aires partía a la madrugada del día siguiente.