37
Unquillo, Córdoba, 1945
La perplejidad luego de la bomba que destruyó la vieja casa Persay se prolongó en Bora mucho tiempo después de la llegada a la Argentina. De hecho, no recordaba más que pequeños destellos del cruce del océano en barco, la llegada a Buenos Aires y el viaje en tren hasta Unquillo, un pequeño pueblo entre las sierras en la provincia de Córdoba. Llegaron con las mismas cosas que pudieron rescatar dentro de la sábana. Alguien, Bora no recordaba quién, se había apiadado de ellos y les regaló una maleta bastante gastada, para no tener que cargar con el bochornoso atado. No tenían nada más que eso.
El antiguo palacete de Buda, las propiedades en Pest, los viñedos, los sembradíos, los animales, los campos con sus ríos y sus bosques, las cuentas bancarias, el Mercedes azul, las bibliotecas con sus libros, los cuadros familiares, los que había pintado Bora, los muebles, las joyas de Marga, las cremas, las plantas de la finca con las que las fabricaba, la finca, todo, en fin, había sido destruido o incautado. Lo único que pudieron salvar Bora y Marga fueron sus propias vidas. Y por muy poco.
Bora no tenía ni una moneda en los bolsillos. Sin embargo, la aristocracia no era algo que pudiera caber en una billetera que, por cierto, tampoco tenía. Llevaba la prosapia en el semblante, en el modo de mirar, de fumar y de expresarse. Bora Persay jamás había experimentado el sentimiento de la pobreza. Le era tan ajena que ni siquiera supo verla cuando debió convivir con ella. Marga, que la conocía de sobra, reconoció de inmediato la cara de esa vieja e indeseable compañera. Ella, al menos, sabía sobrellevarla.
Aun sin un cobre, Bora estaba convencido de que nada había cambiado. Para él la falta de dinero era un hecho pasajero e intrascendente, como cuando, en el pasado, por alguna razón administrativa no le era posible retirar efectivo del banco. Podía esperar un día, un fin de semana; podía ir a la guerra y vivir como el más pobre de los soldados, pasar hambre, frío y penurias. No percibía la falta de dinero como un hecho trágico ni definitivo. Él era rico aunque no tuviese una sola moneda. No era esta una metáfora de dudoso gusto como aquellas que miden la riqueza en amigos, amor o salud. No. Él estaba convencido de que era rico, económicamente rico, subjetiva y objetivamente rico. La riqueza era inherente a su persona. Tenía cara de hombre rico, actitudes de hombre rico, pensamientos de hombre rico; solo existía un pequeño detalle, un hecho menor e intrascendente: no tenía dinero. Pero eso no tenía ninguna importancia.
Todavía aturdido por la explosión, Bora ignoraba por completo cómo y por qué habían ido a parar primero a Buenos Aires y luego a Córdoba. Si le hubiesen dicho que habían sido despedidos hasta el otro hemisferio a causa de la explosión, lo hubiese creído. En realidad, todo fue una silenciosa gestión de Marga. En la desesperación, una tarde dejó a su esposo en el miserable hotel en el que se hospedaban en Buenos Aires a poco de bajar del barco, y averiguó cómo llegar a la Embajada de Hungría. Idea que Bora, con entero sentido común, jamás habría aprobado: Hungría estaba gobernada por aquellos que los habían obligado a escaparse. No solo no habrían de ofrecerles nada, sino, al contrario, corrían el riesgo de que los consideraran disidentes y tomaran alguna represalia. Las mujeres suelen pensar con una intuición superior a la inteligencia. Marga necesitaba conversar con alguien que hablara su mismo idioma. Y que fuera mujer. Cuando se anunció en la Embajada, al ser reconocida inmediatamente como húngara, le ofrecieron una entrevista con el secretario del embajador.
Mientras esperaba en la recepción, se acercó a una empleada administrativa que encorvaba la espalda en un escritorio y se ocultaba detrás de unos anteojos inmensos. En un susurro, Marga le preguntó si hablaba húngaro. La mujer miró a izquierda y derecha como si quisiera comprobar que realmente se dirigía a ella, se aseguró de que no hubiera nadie más en el recinto y asintió con la cabeza. Marga supo de inmediato que esa tímida joven de lentes era la persona que buscaba. En tono confidencial, le explicó sin ambages cuál era su situación. La empleada comprendió perfectamente. En silencio, casi en puntas de pie, caminó hasta el escritorio, tomó papel y pluma y anotó el nombre de ella y el de Bora.
—Déjeme un número de teléfono, yo me comunicaré con usted —murmuró la empleada.
Marga tomó la tarjeta del hotel en el que se alojaban y se la entregó. La muchacha la guardó en un bolsillo del discreto traje sastre que llevaba.
—Ahora retírese y no mencione su nombre a nadie más —le dijo en secreto.
Marga se dirigía a la salida cuando se cruzó con el empleado que la había recibido. El hombre le hizo saber que el secretario del embajador la estaba esperando.
—Oh, debo pedirle mil disculpas, pero se me ha hecho tarde. Volveré mañana si no tiene inconvenientes.
El empleado la miró con extrañeza al ver cómo apuraba el paso hacia la calle.
Al día siguiente, tocaron a la puerta de la habitación del hotel en el que se alojaban Bora y Marga. Ella se apresuró a abrir antes de que lo hiciera su esposo quien, abstraído en la lectura como estaba, ni siquiera había atinado a levantar la vista del libro. De mala manera, con fastidio, la dueña del hotel le dijo que tenía una llamada telefónica. Debía bajar a la recepción y hablar desde el único aparato que había. Marga corrió escaleras abajo y tomó el tubo de baquelita negro como quien se aferra a la última esperanza. Era la empleada de la Embajada.
—Por favor, necesito que esta misma tarde, a las siete en punto, me espere en Plaza San Martín, junto al monumento —dijo apurada, como si temiera que la pudieran escuchar y colgó.
Sosteniendo el tubo, Marga memorizaba: «siete de la tarde, Plaza San Martín, monumento».
Sin decir nada a Bora, Marga salió del hotel una hora antes y preguntó cómo llegar a la plaza. No terminaba de acostumbrarse a las distancias de Buenos Aires y no podía gastar los escasos ahorros en el tranvía. Caminó a paso firme de Constitución a Retiro y llegó al monumento cinco minutos antes de la hora. En ese preciso momento vio a la empleada de la Embajada con el mismo traje sastre que llevaba el día anterior. Marga salió a su encuentro. La mujer abrió la cartera, extrajo un sobre grande de papel madera y se lo dio. Marga lo tomó y comprobó que era más pesado de lo que suponía.
—No lo abra ahora. Regrese al hotel. En el sobre encontrará todo lo que necesita. No vuelva a la Embajada ni comente nuestro encuentro con nadie.
Marga estaba por agradecerle aún no sabía exactamente qué, cuando la mujer le dijo.
—Pertenezco a una organización que ayuda a los húngaros disidentes en la Argentina; obviamente, sin el conocimiento de la Embajada. Es importante que el embajador Persay, por el momento, no sepa nada de esto —dijo estas palabras, oteó a uno y otro lado y se fue por donde había llegado.
Marga volvió al hotel. Cuando Bora bajó al patio a fumar un habano como todas las noches, la mujer, sola en el cuarto, abrió el sobre y desplegó el contenido en la superficie gastada de la mesa: había un manojo de llaves, dos pasajes a Unquillo, Córdoba, las indicaciones para llegar a una chacra llamada «Dos Luceros», quinientos pesos y un documento que decía en castellano:
Mediante el presente, se autoriza al matrimonio conformado por el Sr. Bora Persay y la Sra. Marga de Persay a residir en la finca Dos Luceros, ubicada en la parcela 156 de la localidad de Unquillo. Asimismo, se autoriza a las personas antes mencionadas a hacer uso de las instalaciones y usufructuar el huerto y la granja. Por su parte, los moradores se comprometen a conservar el buen estado de la propiedad, producir las mejoras necesarias en la finca y la vivienda, y mantener productivos el huerto y la granja. Este permiso de usufructo se mantendrá hasta el momento en que el propietario de la finca dé por finalizado el convenio.
En el lugar de la firma había un impreso en el que se leía: «Finca Dos Luceros S. A.» No había nombre propio alguno.
Marga apenas si podía comprender algunas palabras sueltas. Bajó al patio y le mostró la nota a su marido. Bora, que era un buen diplomático, hablaba el castellano con algunas dificultades pero lo podía comprender y leer perfectamente. Se lo tradujo en voz alta a Marga y cuando finalizó, sonrió, lo plegó, se lo devolvió a su mujer y continuó fumando como si nada.
—¿Entonces? —preguntó Marga llena de intriga.
—Entonces nada. Ese papel no tiene ningún valor legal.
Marga superó el abatimiento con un súbito arrebato de indignación. Tomó a Bora del brazo y le dijo:
—No me importa si ese papel tiene o no valor legal. Los pasajes sí los tienen, el dinero es dinero real y las llaves suenan como llaves. Nos vamos.
Bora dio otra calada al cigarro y mientras expelía el humo le dijo:
—Como quieras. Me da igual.