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Budapest, 1944
Había pasado mucha agua bajo el puente desde los tormentosos acontecimientos que precipitaron el divorcio. Durante los últimos diez años Hanna y Bora levantaron un muro con la piedra del silencio y la argamasa del rencor. No habían vuelto a verse desde el día en que salieron de los tribunales, cada uno por su lado, con la sentencia del juez bajo el brazo. Sin embargo, después de tanto tiempo de fingida indiferencia, una vez más, Hanna y Bora volvían a cruzar juntos el viejo Puente de las Cadenas que unía Buda con Pest.
En el pasado, durante los días felices, todos los domingos al atardecer emprendían el largo regreso desde la casa de campo hacia la ciudad. Tibor, el chofer de la familia, conducía en silencio el Mercedes azul como el Danubio. En aquellas épocas lejanas, el matrimonio iba plácidamente recostado en el asiento trasero, aislado por el vidrio que dividía la cabina. Ella apoyaba la cabeza sobre el hombro de él. El pelo de Hanna se precipitaba como un torrente de cobre sobre la solapa del traje claro de Bora. Rodeada por el brazo protector de su esposo, la mujer canturreaba una canción mientras al otro lado del puente surgían las cúpulas del Bastión de los Pescadores recortadas contra el cielo rojizo del crepúsculo.
El amplio baúl del coche no alcanzaba para guardar los utensilios de pintor que Bora siempre llevaba consigo: bastidores, telas, maletines repletos de óleos, pinceles, el caballete de viaje y la banqueta plegable. Al regreso venían aún más cargados que a la ida: los cazadores que establecían coto en los bosques de la familia solían regalarle varias codornices, un par de cervatillos y algunas pieles de zorro. Cada vez que iban al campo, Tibor colocaba sobre la tapa del baúl un cofre de madera lustrada sujeto con cintos de cuero y hebillas de bronce para repartir la carga entre ambos. Aquellas sencillas ofrendas, semejantes a los motivos de las porcelanas que adornaban las cocinas de los campesinos, eran una metáfora de la abundancia y la felicidad.
Ahora las cosas eran bien diferentes. Viajaban separados, sin mirarse ni dirigirse la palabra. Era el viaje más difícil que les tocaba emprender. Esta vez Hanna no iba junto a Bora en el asiento purpúreo sino escondida en el baúl, debajo del cofre junto a los animales muertos, cubierta por las pieles y los bastidores. No estaba sola; doblado como un contorsionista también viajaba Andris, su marido en segundas nupcias.
Tibor conducía impávido como si desconociera la situación. Bora, en cambio, mal podía disimular los nervios. Una y otra vez se secaba el sudor de la frente con un pañuelo que ocultaba entre la concavidad de la mano y la manga del saco, como un mago de vodevil. En el bolsillo interior de la chaqueta guardaba una pistola FN belga calibre 7,65; cada tanto llevaba la mano al bolsillo y acariciaba el mango de madera bruñido como si quisiera asegurarse de que aún estaba en su lugar.
Bora era un excelente tirador; así lo había demostrado como teniente de la reserva durante la Primera Guerra. Sin embargo, no hacía falta una gran puntería para dispararse en la sien. Aunque sabía que no debía confiarse demasiado de la eficacia de las balas: de hecho, todavía tenía una alojada en el cráneo como recuerdo de la batalla de Kobarid. No había tocado ningún punto vital pero por temporadas le producía unas jaquecas insoportables. Esta vez no podía permitirse la torpeza de fallar si era descubierto.
Bora nunca pensó que los alemanes habrían de ocupar Budapest como si se tratara de una ciudad enemiga: Hungría se había amoldado a los designios de Alemania sin discutir demasiado. Aquí y allá podían verse los tanques, las patrullas, los puestos de vigilancia y los camiones de asalto colmados de soldados con uniforme nazi. La Operación Margarethe había hecho de Budapest un coto cerrado. Cazaban judíos del mismo modo que los cazadores atrapaban aves, ciervos y zorros en los bosques de la hacienda de Bora.
El ser humano es proclive a confundir la realidad con sus propios anhelos. Eso fue, precisamente, lo que les había ocurrido a Hanna, a su esposo Andris y a tantos otros judíos. A pesar de la tenaza legal, cada vez más opresiva, jamás imaginaron que podían ser deportados a un infierno en el que muchos se resistían a creer, pero del que nadie regresaba. ¿Dónde quedaba aquel averno? ¿Qué forma tenía? ¿Qué sucedía con los que descendían? ¿Existía realmente? Eran preguntas que Hanna ni siquiera había podido formularse. Y ahora, mientras jadeaba en la penumbra de un baúl para evitar los vahos de los animales muertos y las emanaciones de la trementina, rezaba para que no fueran descubiertos por las patrullas alemanas.
Eran muy pocos aquellos que, como Bora Persay, eran capaces de semejantes actos de filantropía. Andris no solo era el marido de Hanna sino, además, el peor enemigo de Bora: el hombre con quien su mujer lo había traicionado mientras estaban casados.
Cada vez que pasaban por un puesto de control, a Bora se le cubría la frente con un rocío de sudor gélido. El auto debía detenerse de acuerdo con las indicaciones de los carteles de alerta. Bora Persay era un personaje destacado en Budapest. Su apellido pertenecía a la más rancia aristocracia y formaba parte del árbol genealógico patricio, cuyas raíces se hundían en lo más profundo de la historia húngara. Junto al caño de la pistola, en el fondo del bolsillo interior de la casaca, llevaba su tarjeta personal:
Bora Persay
Ancien Député
Ex Ministre en Qualité de Commissaire
des Biens Nationaux Hongrois A L’étranger
Ex Ministre Plénipotentiaire en Turquie
En realidad, la foja de servicios de Bora no cabía en una pequeña tarjeta. Sin embargo, bajo la ocupación alemana no existían títulos ni honores que valieran. De hecho, el primer ministro, el mismo que había aceptado todas y cada una de las exigencias del Führer, había sido arrestado por las tropas ocupantes.
El Mercedes Benz 770 azul era un arma de doble filo: demasiado señorial para levantar sospechas y excesivamente vistoso para pasar inadvertido. En los sucesivos puestos de control, los soldados se cuadraban ante el paso del auto alemán con identificación diplomática conducido por un chofer de librea. El garboso personaje que viajaba en el asiento trasero vestía un impecable traje veraniego algo extemporáneo para el cuadro bélico que presentaba la ciudad. Aquel aire frívolo, ajeno a las circunstancias, lo eximía de sospechas frente a los ojos vigilantes de los alemanes.
Habían pasado sin sobresaltos todos los controles; nadie los detuvo desde el camino serpenteante que surcaba los bosques y praderas hasta la entrada de Pest ni, luego, al avanzar por la avenida Andrássy. Faltaba poco. Ingresaron sin problemas en el puente. Cuando llegaron a la orilla de Buda, muy cerca de la casa, los detuvo el centinela del puesto de control. Tibor frenó con la mayor suavidad. El soldado dio una vuelta entera alrededor del coche, examinó las placas, oteó hacia el interior y se inclinó frente a la ventanilla de Bora.
—¿Qué trae en el auto?
—Vengo del campo. Traigo algunas piezas de caza y…
—¿Armas? —lo interrumpió el centinela.
—No —mintió Bora mientras el corazón retumbaba contra el mango de la pistola que llevaba en el bolsillo interior—, no me dedico a la caza. Son regalos de los hombres que cazan en mi finca.
—Identificación —volvió a interrumpir el soldado de mala manera.
Bora descorrió el vidrio que separaba el asiento trasero de la butaca del chofer y pidió a Tibor la documentación del auto que guardaba en la guantera del tablero. Tuvo el impulso de exhibir su tarjeta personal pero temió que pudiera parecer un acto de presunción innecesario. El soldado cotejó las cédulas del auto con la placas y asintió. Estaba a punto de devolverle los papeles cuando volvió a dirigir la mirada hacia la caja de madera sujeta sobre la cola del coche.
—¿Puede abrir el cofre, por favor?
—Por supuesto —dijo Bora con tono sereno al tiempo que descendía del auto.
Se tomó su tiempo. Destrabó las hebillas y, morosamente, hizo correr las tiras de cuero por las presillas; primero una, luego la otra. Abrió la tapa de madera y se hizo a un lado para que el centinela inspeccionara el interior. Más abajo, en el baúl del auto, Hanna y Andris habían podido escuchar las órdenes en alemán que profería el soldado. El cofre de madera estaba asegurado a una rejilla metálica que transmitía perfectamente los sonidos y las vibraciones al interior del baúl. Podían sentir el recorrido de la mano del soldado mientras examinaba el contenido de la caja. Hanna distinguió, incluso, el roce áspero de un anillo. Imaginó la alianza de casamiento, conjeturó la cara de la esposa del centinela y la de sus hijos, rubios y pequeños, que lo esperaban en algún pueblo de Alemania. Necesitaba otorgarle cualidades humanas como el amor a la familia, la piedad, la justicia y la razón. Sabía, sin embargo, que en cuanto el soldado abriera la tapa y los descubriera, los acribillaría sin vacilar. Era el procedimiento.
El soldado levantó los bastidores, miró los paisajes campestres sin distraerse en los detalles pictóricos, extrajo la banqueta plegable y luego abrió los maletines de madera que contenían los óleos y los pinceles.
—Puede cerrarlo —dijo el soldado.
Bora obedeció. Con la misma parsimonia bajó la tapa de madera, volvió a pasar las cintas de cuero por las presillas y finalmente trabó las hebillas.
—¿Puedo seguir mi camino? —preguntó Bora con una sonrisa serena.
El centinela, al ver las gotas de sudor que cubrían la frente del hombre, inquirió:
—Me dijo que traía unas presas de caza…
—Sí, en el baúl.
—Ábralo, por favor.
—Si, claro —dijo Bora, al tiempo que llevaba la mano derecha al interior del saco en cuyo bolsillo guardaba la pistola. Accionó el martillo y calculó el trayecto del brazo para pegarse un tiro certero antes de dejar esa tarea al soldado. Ya habían errado el disparo una vez. Bora no podía permitir que fallaran nuevamente.
En el mismo momento en que iba a extraer el arma, atronó otra voz en alemán.
—¡Pero si es el embajador Persay! —dijo un oficial que había salido del puesto y se dirigía hacia Bora con la mano tendida.
Más pálido que su traje blanco, Bora soltó la pistola, la dejó caer al fondo del bolsillo y estrechó la diestra del mayor del ejército.
—¿No me recuerda? Turquía, 1926… —agregó el militar.
Entonces el húngaro, en medio de la conmoción, a solo un par de segundos de haber podido quitarse la vida, recobró la vista y la memoria que, por cierto, se le habían nublado por completo.
—Müller, el mayor Roderich Müller —titubeó Bora.
El oficial alemán resultó ser el agregado militar de la Embajada alemana en Turquía cuando él era embajador en Estambul. Las estrechas relaciones políticas y militares entre Hungría y Alemania los reunieron en más de una oportunidad en una u otra sede diplomática. El mundo es más pequeño que la providencia. Sin soltar la mano de Bora, el oficial, dirigiéndose al centinela, dijo:
—Soldado, está en presencia del mejor pintor de Hungría.
El vigía ignoraba si correspondía cuadrarse ante tan inusual título. De modo que permaneció en silencio con la vista al frente y la certeza de que la requisa había concluido. Bora le dio la bienvenida a su país con una sonrisa tan amplia como forzada, entró en el auto y antes de ordenar a Tibor que prosiguiera la marcha, volvió a meter la mano en el bolsillo interior del saco. Sintió la empuñadura áspera de la pistola y en un movimiento rápido extrajo la tarjeta.
—Venga a verme cuando quiera, mayor Müller.
—No le quepa duda; así lo haré. Cuídese —le dijo, y el pedido se pareció más a una advertencia que a una mera formalidad.
Roderich Müller sabía que la esposa del embajador a la que había conocido en Estambul —recordaba incluso que se llamaba Hanna— era judía.