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Durante la cena Marga había adivinado en el silencio de Bora el preanuncio de una de aquellas noticias que nadie quiere recibir. Envuelto en una nube oscura, casi no probó bocado. El pequeño Béla miraba cómo su padre hacía girar el tenedor entre sus dedos. No se atrevía siquiera a mirar a su hijo. Bora se debatía entre dos abismos: por un lado, necesitaba liberarse de aquel secreto que ya no cabía en su pecho; por otro, sentía que no lo asistía el derecho de arruinarle la vida a su familia. Pero también era consciente de que si su esposa se enteraba por otro medio de quién era el mecenas, cosa que habría de suceder más tarde o más temprano, nunca se lo perdonaría. Marga se apuró a darle de comer a su hijo, luego levantó la mesa, liberó a Béla de la silla alta, lo alzó en brazos y lo acostó. Cuando bajó, Bora fumaba una pipa frente a la salamandra:

—Muy bien —dijo ella, estoy preparada. Te escucho.

Bora asintió y agradeció a Marga con la mirada que lo ayudara a liberarse de ese secreto. Entonces le contó todo. Fue crudo, no ahorró detalles. Marga lo escuchaba sin aliento. Si tomaban la decisión que les dictaba la conciencia, debían volver a cero. No acababan de sobreponerse a una tempestad y los sacudía un terremoto. Habían perdido todo lo que tenían del otro lado del océano y ahora, con un hijo a cuestas y en un país lejano, volverían a quedarse con las manos vacías. Todo el esfuerzo por construir un futuro quedaría sepultado bajo un aluvión de barro venido del pasado.

Marga permaneció en silencio. Pensaba. Asentía y negaba como si estuviera manteniendo una dura discusión consigo misma. Por fin, arribó a un veredicto. Pero no era el momento para darlo a conocer. Decidió aplazar el fallo hasta el día siguiente:

—No es hora para tomar decisiones. La noche no contribuye a pensar con claridad. Vámonos a dormir. Mañana será otro día.

Sin embargo, Marga le dio a Bora una pista sobre cuál sería el rumbo de la causa.

—Mañana, al alba, haremos lo que hay que hacer. Iremos a casa de Roderich Müller y despejaremos todas las dudas —completó Marga.

Entonces Bora sintió que una mano invisible le ponía una soga al cuello.

Marga durmió con el sueño de los justos. Bora, en cambio, se mantuvo en una insoportable duermevela. Con paso vacilante, transitaba la frontera incierta entre el sueño y la vigilia. Por momentos caía en una ciénaga pesadillesca; cuanto más se esforzaba por salir, más se hundía en un sueño negro y espeso. Se le aparecía la cara barbada del mayor Müller, las fotografías que había visto en la casa y la ocupación alemana de Budapest. De pronto, retornaban Hanna y Andris, de quienes no había vuelto a tener noticias luego de que huyeran con Gustaf Olsson. En su visión, desesperados, extendían los brazos hacia Bora implorando que no los abandonara. Desde la bruma, el mayor Müller arrojaba al matrimonio a las llamas del infierno de Brueghel. Entonces Bora, como sacudido por una descarga eléctrica, volvía a cruzar el límite hacia la vigilia. Pero lejos de poder aventar los fantasmas de las pesadillas, aquellas mismas imágenes se traducían en pensamientos perfectamente lúcidos y claros.

Bora recomponía la sucesión temporal de los hechos y se preguntaba si Hanna y Andris habrían podido escapar de Hungría, si había hecho bien en dejarlos en manos de Olsson, si estaban vivos o muertos. Suponiendo que hubiesen salido de Hungría, ¿dónde estarían viviendo, en qué condiciones? Bora no quería pensar siquiera en la posibilidad de que hubieran sido capturados por los nazis.

Mientras transitaba aquel oscuro desfiladero hacia el amanecer, no podía evitar flagelarse con la idea de que Hanna y Andris hubiesen sido deportados a Auschwitz como tantos cientos de miles de judíos húngaros. De hecho, según pudo saberse luego del fin de la guerra, de los ochocientos mil judíos que vivían en Hungría, solo habían sobrevivido doscientos mil. Cualquiera de las representaciones del infierno que se habían pintado desde la Edad Media hasta entonces no alcanzaba a expresar el horror de los campos de exterminio.

En un rapto de clarividencia, Bora alumbró una idea: ese hombre que se hacía llamar Kessel, pero que sin lugar a dudas era el mayor Müller, debía saber cuál había sido la suerte de Hanna y de su esposo. De hecho, su trabajo en cada visita a casa de los Persay era averiguar si el matrimonio judío se ocultaba en la residencia. Si Andris y su esposa habían sido descubiertos y deportados, Roderich Müller no solo no podía ignorarlo; él mismo debió haber ordenado la deportación. Ese pensamiento trajo algo de paz a su espíritu: tal vez lo perdieran todo, pero, al menos, podría conocer el destino de Hanna y Andris.

Bora se levantó en silencio para no despertar a Marga, buscó en un cajón de la cómoda una pistola Ballester-Molina, la cargó y la dejó preparada y oculta debajo de la ropa que habría de ponerse al día siguiente. Volvió a acostarse y por fin se durmió.

Bora y Marga terminaron de desayunar y dejaron al pequeño Béla al cuidado de una vecina que vivía en una quinta lindera. Béla solía jugar con los hijos de ella como si fueran los hermanos que no tenía.

Los Persay estaban resueltos a conocer toda la verdad y afrontar las consecuencias. Sin decir nada a su esposa, Bora guardó la pistola cargada en el bolsillo interior del saco claro. Puso en marcha la vieja Chevrolet, dejó que calentara el motor y, mientras tanto, calculó cada palabra, cada acto; no iba a pedir explicaciones ni respuestas; con el derecho que lo asistía, iba exigirle al tal Kessel que confesara quién era en realidad y si había enviado a la muerte a Hanna y a Andris.

No había un camino que uniera la chacra en la que vivían los Persay con la casa del alemán. En rigor, aquella construcción normanda parecía estratégicamente aislada del mundo. Para acceder a ella era forzoso salirse del camino, cruzar el muro natural de cerros remontando el cauce de un río seco, atravesar una pradera y entonces sí, empalmar un sendero que conducía a la entrada de la propiedad. Unos nubarrones densos amenazaban precipitarse torrencialmente desde las cumbres.

Bora debía decidir rápidamente si cruzaban antes de la tormenta o aplazaban la visita hasta que escampara. Una lluvia fuerte al otro lado de las sierras convertiría el empedrado liso y natural que formaba el lecho seco en un rápido caudaloso que arrastraría la camioneta río abajo. Bora oteó hacia el cielo, olió el aire como un perro y puso primera.

La vieja Chevrolet ascendía con la obcecación de una mula. A medida que subía, la camioneta se bamboleaba, los elásticos rechinaban y Marga debía sujetarse fuertemente de la manija del tablero. Cuando alcanzaron el cauce pedregoso del río, los encandiló un resplandor y el estruendo de un trueno sonó muy cerca de ellos. Un rayo había caído a sus espaldas. El viento golpeaba contra el parabrisas plano, vertical como la vela de un barco, y dificultaba el avance. Unas gotas de lluvia que sonaban como pedradas sobre el techo formaron de pronto una pesada cortina de agua. Estaban a mitad de camino entre los cerros. Marga, que conocía mejor que Bora los secretos del clima en el campo, le dijo a su esposo que acelerara: la tormenta estaba detrás de ellos; debían adelantarse y cruzar antes de que comenzara a llover en las sierras que estaban al frente. Si la tormenta alcanzaba la parte alta del cauce seco por el que avanzaban, rápidamente el río se convertiría en una trampa mortal.

Bora pisaba el pedal del acelerador hasta el fondo, pero solo conseguía que el motor entregara más fuerza que velocidad. Ambos pudieron ver cómo las nubes avanzaban en la misma dirección que ellos, los sobrepasaban y se ubicaban de frente. Entonces, descubrieron con terror que una masa de agua terrosa, alta y coronada por una cresta de espuma dorada avanzaba justo hacia la camioneta con la fuerza de una catarata.

Bora aceleró, giró el volante hacia la derecha, bajó el cambio y tomó la empinada pendiente de la orilla para salir de la cuenca por la que venía el aluvión. Las ruedas giraron sin conseguir agarrarse al suelo y el motor carraspeó como si fuera a quedarse sin aliento. Bora puso la primera, administró la tracción con el embrague y el acelerador, hasta lograr que los neumáticos mordieran las piedras.

El agua era un dragón encrespado que avanzaba con la boca llena de espuma y devoraba todo a su paso. Sintieron que el monstruo de barro tocaba con su aleta lateral el paragolpes trasero. La camioneta giró y en el instante en que estaba por ser arrastrada por la corriente, con las últimas fuerzas del motor, alcanzó la orilla firme y alta donde el agua ya no llegaba. Detrás de ellos, pasaba un alud que había arrancado árboles enteros y rocas que rodaban entre el lodo.

Llovía torrencialmente cuando, por fin, llegaron hasta la entrada de la propiedad de aquel hombre que se hacía llamar Rodolfo Kessel.

Bora se sorprendió de que los perros no ladraran ni salieran a su encuentro. Tal vez, el hombre los había puesto a resguardo en el galpón del fondo. Cuando avanzaron por el sendero, tampoco vieron el Ford Woody debajo del alero. Era extraño que hubiese salido sin dejar a los perros al cuidado de la entrada.

Bora golpeó las manos para anunciarse. No escucharon ninguna respuesta. Tal vez el ruido de la lluvia y el del río que sonaba amplificado entre los cerros no le permitieran oír. Empapados, Bora y Marga corrieron hasta la casa y se refugiaron debajo de la galería. Las puertas, las ventanas y las celosías que daban al corredor estaban aseguradas con cadenas y candados. Rodearon la propiedad y en todo el perímetro se encontraron con el mismo cuadro: todas las aberturas cerradas. Bora corrió hacia el galpón que estaba en el otro extremo e intentó mirar a través de un resquicio entre las maderas. No llegaba a distinguir nada. Vio que las puertas no estaban aseguradas. Empujó levemente una de las hojas. Las bisagras chirriaron; en ese momento pudo escuchar un resuello, un murmullo como de voces en sordina. Cuando la puerta dejó de moverse, también cesó el rumor. Alguien se ocultaba ahí adentro.

Bora hizo señas a su esposa, que se había quedado en la galería de la casa, para que no se moviera de su lugar. Extrajo el arma del bolsillo, abrió la puerta con el codo y se quedó quieto para facilitar la retirada de quien pudiera estar en el interior. En el mismo momento en el que se volvió a mover el portón, se oyó un alarido agudo y luego un gruñido. El viento terminó de abrir la puerta. Entonces quien estaba adentro salió y, enfurecido, se abalanzó sobre Bora.

Fueron dos disparos a corta distancia. Se desplomó pesadamente sobre un charco formado por la lluvia. Un hilo de sangre que salía desde la boca se mezcló con el agua. Marga, desde la galería de la casa principal, miraba aterrada sin comprender. Bora guardó la pistola en el bolsillo y se aseguró de que no se moviera. Era un jabalí que había quedado atrapado en el galpón. Acorralado, hambriento y aterrado, el animal pudo haber matado a Bora. El hombre asomó la cabeza empapada hacia el interior y entonces comprobó que estaba completamente vacío.

Bora volvió hacia donde estaba Marga y golpeó una y otra vez la puerta principal ubicada en el centro de la galería. No contestaba nadie. Los candados, cerrados desde afuera, indicaban que la casa estaba deshabitada. La lluvia comenzó a amainar. Hubo algo más de claridad. Bora tomó otra vez la pistola, le pidió a Marga que se alejara, retrocedió unos pasos y disparó sobre el candado, que se desintegró. La puerta clausurada era la misma por la que el alemán lo había invitado a pasar a la casa en su anterior visita. La bala había dañado también el picaporte.

Bora no tuvo que hacer demasiados esfuerzos para que cediera la cerradura. Adentro estaba todo en penumbras. Cuando se acostumbraron a la oscuridad, Marga y Bora pudieron comprobar que la casa estaba vacía. No había absolutamente nada. Solo se advertían las aureolas claras en las paredes en los lugares donde antes había muebles.

Bora caminó hasta la pared donde había visto las fotos colgadas. Aún permanecían los clavos, pero no se veían las marcas rectangulares que debían haber dejado los cuadros con las fotografías. Resultaba evidente que habían sido colgados hacía poco tiempo, que todo aquello no era más que una escenografía mal montada. Bora fue hasta la despensa bajo la escalera en la que el dueño de casa guardaba los cuadros. Nada; el pequeño cuarto estaba vacío. Bora ya no albergaba ninguna duda de que el hombre que vivía en esa casa era el mayor Müller. Al ser descubierto había huido como una rata.

Bora se lamentaba de que no hubiera dejado nada que pudiera probarle a su esposa que en esa casa, en efecto, se escondía el oficial nazi.

—Pensarás que me he vuelto completamente loco, pero puedo jurarte que…

—No es necesario que jures nada. Está todo muy claro —lo interrumpió Marga, ciertamente aliviada.

—¿Y ahora…? —balbuceó Bora, girando sobre su eje, como si buscara aunque más no fuera un pequeño indicio.

—Y ahora regresamos a la casa. Comeremos jabalí durante un buen tiempo —sentenció Marga, mientras caminaba hacia la presa inesperada.