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Cuando Bora volvió del frente de batalla fue recibido como un héroe. A la consagración en París se sumó su destacada participación en la batalla de Kobarid. Ambos hechos habrían de significar el reconocimiento de sus compatriotas. Los ojos de la prensa, los críticos y los políticos se posaron sobre su atrayente persona. Era joven y talentoso. Representaba dignamente a su patria en el exterior como artista y, fronteras adentro, era un héroe de guerra.
No había terminado de desempacar y ya tenía propuestas para exponer en las galerías más importantes de la ciudad; los periódicos le dedicaban páginas enteras y los representantes del gobierno y de la oposición lo tentaban con cargos y candidaturas. Bora no se encandiló pero tampoco iba a dejar pasar las oportunidades que se le presentaban.
Antes de tomar cualquier decisión debía reencontrarse con Hanna. Ella era la razón más poderosa que había tenido para regresar, primero de París; luego, de la muerte. Podían instalarse en Francia con Hanna. Pero quería que sus hijos se criaran en Hungría.
Bora se había despedido de una adolescente y se reencontró con una mujer. Hanna vio llegar a un hombre adulto y aplomado con la cabeza envuelta en un vendaje. Fue un reencuentro diferente del que imaginaban. Suponían que, a pesar de la distancia física, nunca se habían separado. De hecho, no había pasado un solo día en el que no se hubieran escrito, en el que no pensaran el uno en el otro. Pero cuando por fin estuvieron frente a frente no supieron qué hacer ni qué decir. Así como el organismo rechaza el agua luego de haber padecido la sed extrema, la primera reacción fue de cautela. Bora no podía dejar de contemplar las facciones de Hanna en silencio como si quisiera reconstruir la imagen que había perdido en la memoria. Era mucho más hermosa de lo que la recordaba. No podía darse cuenta de si tenía el pelo más corto o más largo, aunque estaba seguro de que llevaba un peinado distinto. Hanna se perdió en la hondura de aquellos ojos de perro siberiano. No podía dejar de mirar hacia el fondo de ese abismo celeste como si buscara bajo las aguas de un lago profundo algo que se le hubiera caído. Buscaba cuánto había quedado de ella en él antes de la partida.
Demoraron el contacto físico. Postergaron el abrazo tanto como pudieron. Sabían que había tiempo. Toda la vida. Antes debían reconocerse. No el uno al otro, sino el uno en el otro. Recuperar la parte de sí que se habían legado en custodia mutuamente. Necesitaban comprobar cuánto había cuidado uno la parte que el otro se había llevado. Debían recuperar los fragmentos rotos durante el momento de la separación. Fue un trabajo lento, silencioso, reparador. Entonces sí, cuando volvieron a sentirse completos, íntegros, se fundieron en un abrazo. Hanna rompió a llorar. Era un llanto triste, desconsolado. Sabía que ese abrazo no habría de durar para siempre, porque aunque fuesen a estar juntos el resto de sus vidas, sus vidas no eran nada comparadas con la eternidad. Lloraba porque ese amor era mucho más extenso que lo que ellos, en el breve tiempo y en el ínfimo espacio de los mortales, podían abarcar. Lloraba porque sabía que el amor habría de sobrevivirlos y, sin ellos, quedaría condenado a errar para siempre como un alma en pena. Lloraba porque, en el fondo de su alma, sabía que habrían de separarse. Igual que en el mundo de la física, cuando el amor supera el volumen de quien lo contiene, termina por desbordar y destruir todo a su paso. Ni siquiera los consolaba el hecho de saber que el amor de uno era correspondido por el otro en la misma proporción.
Hanna comprendía el sufrimiento de Andris porque él la amaba con la misma intensidad con que ella lo quería a Bora. Por entonces, Andris ni siquiera tenía el consuelo del amor recíproco.
Bora y Hanna hubiesen preferido no casarse nunca. No había contrato nupcial que pudiese traducir en términos jurídicos lo que ni siquiera alcanzaban a nombrar las palabras. Ningún juez, por más elevado que fuese el estrado, podía estar a la altura de ellos; no de ella ni de él, sino de aquello que los unía. Por encima, tal vez y solo tal vez, estaba Dios. Pero no era posible que se casaran por Iglesia ni, menos aún, en una sinagoga. Fue una boda triste, sin bendiciones. No tuvieron la bendición de sus familias ni la de un sacerdote.
La boda tuvo lugar entre las cuatro paredes de un juzgado en un trámite administrativo despojado de toda emotividad. El juez, un hombre adusto que no levantaba la vista del bibliorato, leyó un protocolo y, por fin, formuló a los contrayentes las preguntas de rigor. El requerimiento de los votos maritales sonaba en boca del juez con un tono admonitorio, como si fuese una interpelación destinada a saber si estaban realmente seguros de lo que estaban por hacer. E incluso, luego de que ambos dieran el sí, el magistrado los examinó por encima del marco de los anteojos como si guardara algún reparo. Aquella ceremonia podía haber sido un casamiento o una audiencia de divorcio.
A espaldas de los novios estaban ambas familias; de un lado de la sala se agrupaba la familia de él y, separados por el pasillo central que dividía las hileras de bancos, la de ella. No solo no se habían mezclado, sino que se hubiera dicho que estaban enfrentados. Si el Vítez Persay y Jacob Gretz alguna vez tuvieron una relación cercana a la amistad, en aquella ocasión se enfrentaban como dos generales enemigos. Se reprochaban en silencio haber sido incapaces de disuadir a sus hijos de tan peregrina ocurrencia. No se dirigieron una sola mirada durante toda la ceremonia. Apenas intercambiaron un frío apretón de manos y unas pocas palabras de cortesía. Bora y Hanna no veían la hora de que terminara, de una vez, ese suplicio.