6

El amanecer era una conjetura en el reloj de Andris. Hanna y su marido habían conocido las interminables noches del invierno nórdico durante un viaje de negocios a Suecia, donde la bóveda del cielo tenía el color cerrado de la angustia. Pero había cielo. En aquel pequeño subsuelo no existía el día ni la noche, no llegaba la luz del sol, el canto de los pájaros, ni otras voces que no fuesen las propias. Era como permanecer en estado de latencia dentro de una crisálida incierta, sin saber si algún día habrían de renacer.

Durante aquella primera noche, Hanna no había podido pegar un ojo. Andris, en cambio, durmió con un sueño tan profundo, oscuro y compacto que experimentó la sensación de haber muerto. Pero al despertar no sintió que hubiese resucitado. Fue como pasar de una muerte a otra sin que quedara registro alguno en su memoria: ni sueños ni pesadillas ni pensamientos. Una ausencia absoluta. No encontraba razón para levantarse ni para seguir acostado. Se negaba a entregarse a un ocio inerte, a la mera contemplación de ese inframundo diminuto e intrascendente. No podía ir más allá de los diez pasos que separaban la cama de la pared más lejana. No tenía en qué trabajar ni motivo para descansar. Era un cadáver en vigilia.

Andris sintió que el mundo podía prescindir de él. Preso en ese Hades invisible, dejó de ocupar un lugar en el tiempo, en el espacio y en la memoria de quienes vivían en la superficie. Sin descendencia ni pasado ni presente ni futuro, desterrado del mundo de los vivos, no había cobijo para él en el corazón de ningún otro ser humano. Siempre tuvo dudas sobre el amor de su esposa; pero desde que había descendido a las entrañas de la casa del exmarido de Hanna se consideraba el ser más despreciable del universo. Se sentía humillado. Cuanto mayor era la generosidad, la filantropía y la protección que le brindaba su anfitrión, tanto más pequeño y miserable se percibía Andris frente al espejo de su conciencia.

De acuerdo con el criterio de los padres de Hanna, Andris era el marido perfecto. De igual forma, Hanna era la esposa ideal según la opinión de la familia de Andris. Consideraciones que, ciertamente, compartían los propios consortes. Aunque por momentos Andris no lo advirtiera, ella lo amaba de la forma más noble en que una esposa puede amar a su marido. Él la quería con desesperación, de una manera sufriente. Toda demostración de cariño le resultaba exigua en comparación con el amor que él le prodigaba. Andris siempre había vivido bajo la enorme sombra que proyectaba Bora sobre su matrimonio; sabía lo que había significado el hijo del Vítez Persay en la vida de Hanna y tenía la certeza de que ella jamás lo había querido a él con la pasión con la que había amado a Bora. Lo alemanes habían invadido Hungría, pero Bora había ocupado por completo la voluntad, el espíritu y la razón de Andris. Le resultaba intolerable que un enemigo lo protegiera de otro enemigo. Con un agravante: las armas de su contendiente íntimo eran las de la compasión y la generosidad. Contra ese arsenal, Andris no tenía forma de defenderse.

Hanna y Andris se conocían desde la infancia. Sus familias tenían una amistad tan estrecha, que ellos, de niños, creían ser primos. Cuando crecieron les costó comprender que, en verdad, no eran parientes. Aquel descubrimiento significó para Andris un enorme alivio: pudo confesarse a sí mismo que el amor que le profesaba a Hanna no era el que se siente por un familiar. Estaba enamorado de ella desde que tenía memoria. No podía concebir el concepto del amor por fuera de la imagen de Hanna. A ella, en cambio, la embargó una tristeza inconsolable al enterarse de que no los unía ningún lazo de sangre. Era la pena genuina de quien pierde a un pariente cercano. Para Hanna, la ruptura de aquel lazo alteró la distancia que los mantenía cerca pero cautamente separados. A partir de ese momento el amor de Andris se desató con euforia: la festejaba con torpeza, de la manera desbordada y tumultuosa con que los perros se abalanzan ante la llegada del amo. Ella lo llamaba al orden con afecto y firmeza. Andris, igual que los perros, entendió que para conservar su cariño tenía que guardar cierto espacio y, fundamentalmente, obedecer. Hanna debió reemplazar el lazo roto del parentesco por el bozal de la amistad. Con el tiempo, él aprendió a templar sus sentimientos, a disimularlos, a sufrir siempre con una sonrisa en los labios. Por su parte, ella jamás se aprovechó de la posición de inferioridad de Andris ni alimentó en vano sus ilusiones. Era una amiga incondicional; la persona en la que él más podía confiar.

Seis meses y un día después de su duodécimo cumpleaños, Hanna se convirtió en naará. Por fin era una mujer. Luego de los festejos, ella y la madre quedaron a solas en la sala. Sentadas en el sillón frente al ventanal, madre e hija mantuvieron la primera charla de mujer a mujer. Después de un largo prólogo, la madre le dijo a Hanna que su destino ya tenía nombre: Andris. Ambas familias estaban de acuerdo en ese punto. Le habló con la voz clara y severa con la que debieron pronunciarse los oráculos de la antigüedad. Cuando terminó de hablar la madre, Hanna asintió. No fue sin embargo un gesto de acuerdo. Sencillamente le comunicó en silencio que había comprendido. Frente a la voz del oráculo se puede mostrar disconformidad e incluso enojo. Pero no hay forma de escapar de la sentencia del destino. Hanna no dijo una sola palabra.

No hacía falta que Andris expresara el amor que sentía por Hanna. Todo el tiempo se lo declaraba al mirarla, al hablarle, al callar. Incluso, cuando pasaban semanas sin verse, el amor de Andris quedaba en el aire como el perfume de un incienso empalagoso y persistente. Ambas familias podían advertir los sentimientos de Andris hacia Hanna. Pero ignoraban qué pensaba ella.

—Hanna no está enamorada de Andris —le reprochó la madre de él a la de ella.

—Tal vez no ahora. Pero lo querrá —profetizó la madre de Hanna.

—No quiero que mi hijo sufra —se quejó la madre de Andris del modo en que se lamentan las madres judías.

—Si sufre no será a causa de mi hija. Ella lo querrá —insistió con la seguridad de una pitonisa.

A pesar de que todos ignoraban qué pensaba Hanna, nada parecía interponerse en el camino hacia la boda. Ambos obedecían al destino escrito por las familias, por las tradiciones y, en cierta medida, por el afecto.

Los padres de Hanna y los de Andris compartían amistad y negocios. Jacob Gretz era un rico financista y arrendatario de campos en los que criaba animales. El padre de Andris era un dentista próspero. Para muchos, el oficio de odontólogo era un arte menor en comparación con la profesión médica. En una reunión, alguien alguna vez se atrevió a sugerir que el padre de Andris era un médico frustrado. El hombre sonrió dejando ver una boca reluciente, blanca y perfumada; sin mostrarse agraviado, expuso con la claridad de un profesor:

—Los seres humanos tienen un solo corazón; cuando comienza a fallar, por lo general y para desgracia de los cardiólogos, se detiene para siempre más temprano que tarde. El negocio se acaba rápidamente. Los urólogos y proctólogos, por ejemplo, también tienen un solo órgano al que dedicarse. Los oculistas, por obvias razones, duplican su mercado. Además, cuando se deteriora un ojo, el otro, en la mayor parte de los casos, corre la misma suerte. Los dentistas, en cambio, contamos con treinta y dos piezas dentarias, además de las veinte que cambian los niños; de modo que, en toda su vida, un ser humano ha tenido cincuenta y dos dientes.

»La ciudad de Budapest tiene un millón doscientos mil habitantes, es decir, hay más de sesenta y dos millones de piezas dentarias. Me hubiese conformado con tener el 0,01 por ciento de los habitantes de la ciudad. Pero he tenido la fortuna de llegar a atender al 0,4. Esto significa ocuparse de cerca de doscientos cincuenta mil dientes. El tratamiento de un diente cuesta unas 20 coronas. En promedio, una persona debe arreglarse tres dientes de leche durante su infancia y seis durante su adultez. A 20 coronas por tratamiento, cada paciente representa 180 coronas en toda su vida. Si calculamos cuatro mil ochocientos pacientes a razón de 180 coronas cada uno, la cuenta alcanza la nada despreciable cifra de 864 000 coronas.

»De manera que yo podría vivir sin sobresaltos hasta los trescientos cuarenta años. Pero no tendría tanta paciencia para soportar a mi esposa que, de seguro, me sobreviviría. En resumen: que los médicos se queden con su reputación y yo con mi colección de dientes picados. Si tuviese que elegir entre el dinero y el prestigio, no dudaría en quedarme con el primero. El prestigio es uno de los bienes más baratos y fáciles de comprar.

Concluida la exposición, el señor Lasker abandonó la sonrisa, cerró la boca reluciente y dejó la sala casi en penumbras.

El padre de Andris era una suerte de ratón de los dientes de alto vuelo. El dinero que el dentista ganaba con cada intervención dental lo confiaba a la sabia administración de Jacob Gretz para que él lo invirtiera y multiplicara en títulos, bonos, papeles y propiedades. En su extensa relación, el padre de Andris y el de Hanna jamás tuvieron una diferencia. El acuerdo matrimonial entre ambas familias era un contrato tácito, una suerte de fusión sanguínea y comercial que resguardaba la descendencia y la herencia. Por otra parte, Andris no solo tenía condiciones naturales para heredar el oficio de dentista; a diferencia del padre, que había sido un autodidacta, el hijo era un buen estudiante con un promisorio porvenir profesional.

Alguna vez le confesó a Hanna, lleno de orgullo y con gesto épico:

—Mi ambición es quedarme, al menos, con la cuarta parte de los dientes del Imperio austrohúngaro.

—Un Napoleón de los dientes —murmuró Hanna.

Hanna era una muchacha impetuosa, carismática y vital, capaz de tomar las riendas de la casa y ocuparse de la familia. Aquella rebeldía de juventud era, a juicio de la madre, una muestra de carácter que, con el tiempo, habría de encauzarse hacia la firmeza necesaria para ser una buena madre y esposa.

—Las mujeres fuertes crían hijos fuertes. Las mujeres demasiado sumisas no son buenas madres —solía decir la madre de Hanna, tal vez aludiendo a la idea que tenía de su propia fortaleza.

Andris era feliz ante la sola idea de aquel porvenir junto a Hanna. Ella, por su parte, aceptaba ese destino como el orden natural de las cosas. La sensación de seguridad que le transmitía Andris le producía un sosiego semejante a la dicha. Ambos se correspondían como el frío corresponde al invierno y el calor, al verano.

Sin embargo, un vendaval llamado Bora[1] iba a cambiar de una vez y para siempre aquel orden preestablecido.