20
Las visitas de Roderich Müller se hacían cada vez más frecuentes. Por una parte, el oficial alemán parecía disfrutar de la fingida hospitalidad de los Persay; por otra, Bora quería terminar cuanto antes el retrato y dar por concluido el asunto. Al principio, las visitas se limitaban a una o dos veces por semana. Los remedios amargos es mejor beberlos de un trago. Bora decidió que sería mejor citar al mayor cuatro días seguidos que estirar las sesiones durante uno o dos meses. No era solo el padecimiento que significaba cada visita, sino la espera angustiosa entre una y otra. Bora inventó la excusa de un viaje inminente al campo y propuso a Roderich Müller que terminara de posar antes de la partida.
—Oh, claro, comprendo. Pero no quisiera ser un estorbo en sus actividades cotidianas. Puedo esperar a su regreso.
—Será un placer recibirlo, como siempre —dijo Bora con una amabilidad forzada.
Fueron cuatro días de pesadilla para Bora, Marga y el personal de la casa. Hanna y Andris, como en cada visita del mayor, se obligaban a reemplazar el terror por placer. Hanna era quien iniciaba aquellas ceremonias íntimas. Andris al principio se aferraba a la razón y a la cautela. Hanna, como una sacerdotisa babilónica consumada, conseguía catequizar su voluntad y elevarla hasta alturas nunca antes alcanzadas. De otro modo no hubiesen podido soportar la presencia del verdugo a escasos centímetros de sus cabezas. Como si padeciera un tic fatídico, el mayor no dejaba de sacudir la pierna derecha haciendo tronar el taco de la bota contra el piso. Entregados al placer, los amantes bajo el Danubio suspendían los sentidos y, concentrados el uno en el cuerpo del otro, conseguían anular los ingratos sonidos provenientes del exterior.
Marga sufría cada vez más las visitas del oficial de ocupación. Le tenía pánico. No se atrevía a mirarlo a los ojos ni a articular palabra en su presencia. A riesgo de parecer antipática, Marga debía abandonar el recinto en el que estaba el visitante. Cuando Bora le comunicó su intención de que el mayor viniera cuatro días seguidos para terminar cuanto antes, Marga se enfermó.
Todos los síntomas que presentaba eran, en realidad, las reacciones fisiológicas del miedo. Marga descubrió que el objeto del terror no era el mayor Müller, sino alguien mucho más cercano. Tenía miedo de sí misma. Temía que un gesto o una palabra involuntaria pudiera delatar el secreto. La atormentaba la idea de que la primitiva hostilidad hacia Hanna se impusiera sobre la piedad cristiana.
Ambos matrimonios y el personal habían soportado estoicamente las continuas visitas del militar. Como siempre, el mayor pasaba a la casa, mientras dos oficiales permanecían de guardia en el atrio. Bora había avanzado a paso firme en el retrato y, tal como calculaba, era aquella la última sesión de modelo vivo con el mayor. La conclusión de la pintura no requeriría de la presencia de Roderich Müller. Como si de pronto hubiera notado que los Persay ya no soportaban su presencia, antes de pasar al estudio, el militar retomó su inicial ánimo inquisidor.
—¿Hay algún lugar de la casa que yo no conozca?
—Sí, por supuesto, varios. No ha conocido los dormitorios ni las dependencias del personal doméstico ni el garage ni el ático. Son más las partes que no conoce que las que sí. Si lo desea, puede recorrer la casa todas las veces que quiera —dijo Bora, esta vez sin disimular el fastidio.
—¿Le molestaría si lo hiciera con personal militar bajo mi cargo?
—Mayor Müller, ¿qué está buscando exactamente? Si me lo dijera, tal vez podría ayudarlo —repuso, Bora.
—Oh, mi estimado embajador, son tiempos difíciles. La seguridad de la población es mi prioridad. Es una casa grande; no sería descabellado pensar que un intruso, sin su permiso, claro, pudiera estar ocultándose en algún lugar.
—Si así fuera, mayor, yo no podría ignorarlo.
—Yo en su lugar no estaría tan seguro —dijo el oficial e hizo un silencio denso, incómodo.
De pie en medio de la sala, el militar dio una vuelta sobre sí mismo buscando algo que hubiera podido escapar a sus inspecciones y agregó:
—Me quedaría más tranquilo, sobre todo por su propia seguridad, si mis soldados hicieran una recorrida minuciosa.
De pronto, Roderich Müller posó sus pequeños ojos de ave sobre Marga y acercándose a ella le dijo con un tono insidioso:
—Espero que a usted tampoco le moleste.
Esa breve frase fue el golpe final del lento proceso de demolición que había iniciado el militar. No lo soportaba más.
Marga sintió que las fuerzas la abandonaban. Las piernas le temblaban sin que pudiera controlarlas y se le nubló la vista. En ese extraño estado limítrofe entre la inconsciencia y la extrema lucidez, Marga inició un soliloquio con las palabras que tenía anudadas en la garganta, como un collar que la estaba ahorcando:
—Terminemos con esta farsa, usted lo sabe todo y no hace más que prolongar la agonía. Ha venido a esta casa para martirizarnos hasta el último momento y luego acabar con todos nosotros. Usted, en su infinita maldad, disfruta al hacernos atravesar este calvario. Usted, con su perversidad sin límite, pretende que mi marido termine su retrato para quedarse con él y luego denunciarnos. Pero no le voy a dar ese gusto. No habrá cuadro ni requisa. Usted siempre supo que protegemos a Hanna Gretz y a su esposo debajo del estudio en el que todos los días posa con su diabólica estampa. Siempre lo supo y no solo quiere entregarlos a ellos y a nosotros para sumar otra infame medalla sobre ese pecho sin corazón, sino que además espera rapiñar un cuadro de mi marido antes de asesinarlo.
Bora miraba a Marga con unos ojos desesperados. Corrió hacia ella y la sostuvo entre sus brazos antes de que cayera al piso desmayada.
—Oh, por favor, recuéstela en el sofá y llamemos a un médico. No quería importunarlos de esta manera. Oh, mi querido embajador, cuánto lo lamento, no era mi intención… —dijo el oficial mientras ayudaba a Bora a llevar a Marga hasta el sillón.
—No se preocupe, estará bien.
—Creo que ha querido decir algo antes de perder el conocimiento. Lamentablemente no llegué a comprender —malició el soldado otra vez con tono inquisitivo.
—No sería nada importante; está muy fatigada y ha tenido un poco de fiebre durante los últimos días —dijo Bora, que tampoco entendió ni una de las tres palabras que pronunció Marga antes de desmayarse: «Terminemos con esta…», llegó a musitar de manera ininteligible y luego se desplomó.
Marga recobró el conocimiento momentos más tarde, mientras el médico la revisaba en el mismo sofá donde la habían acostado.
—Nada importante, solo necesitaba tranquilidad y reposo —concluyó el doctor.
Cuando comprobó que no había motivos para preocuparse, el militar volvió a ofrecer una disculpa y se dispuso a abandonar la casa para que la familia Persay pudiera recomponerse.
—No es necesario que se retire —dijo Marga con amabilidad—, por favor, para nosotros sería importante que mi marido terminara el retrato cuanto antes, así podemos ir al campo para tomarnos un necesario descanso.
El médico asintió:
—Unos días de campo sin dudas es mejor que cualquier remedio que yo pueda recetarle.
—En ese caso, si ustedes así lo prefieren… —dijo el mayor y se dejó conducir por Bora hacia el atelier.
Mientras el dueño de casa completaba los últimos trazos del retrato, Roderich Müller posaba en silencio. No volvió a mencionar la posibilidad de una nueva inspección.
Marga, en el sofá de la sala, pensaba en aquellas palabras que nunca llegó a pronunciar a causa del desvanecimiento. Estaba segura de que el militar sabía todo.