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Bora recorría Buenos Aires como si la visitara por primera vez. Tal era el estado de confusión y perplejidad con el que había desembarcado a su llegada desde Europa, que miraba la ciudad como si nunca antes la hubiese pisado. En los palacios con techos de pizarra negros de Retiro y en los cafés de Recoleta podía reconocer algunas pinceladas parisinas. Detrás del Plaza Hotel se imponía la escala neoyorquina del edificio Kavanagh. En Avenida de Mayo vio cómo se intercalaban Madrid y Barcelona a lo largo de una sola calle. En los alrededores de la Plaza Miserere descubrió algunos rincones de Estambul. El azar guio sus pasos hasta Monserrat. En la esquina de avenida Belgrano y Defensa, Marga y Bora quedaron paralizados mientras elevaban la vista hacia lo alto del edificio Wulff. En sus paredes verticales y oscuras, sobre los hombros de los atlantes de piedra negra, en sus cúpulas siamesas descubrieron su lejana Budapest. Por entonces ignoraban que ese edificio colosal había sido la sede de la legación austrohúngara en la Argentina hasta la caída del Imperio.

Bora y Marga no podían vislumbrar ni siquiera aproximadamente la razón que los había llevado a Buenos Aires. No sabían quién había pagado los pasajes y la suite del hotel, ni se figuraban quién podía ser el pintor que había tenido la deferencia de invitarlos a la inauguración de la muestra. Acaso no quisieron saberlo. Pero ambos comprendían la importancia que tenía para Bora comenzar a transitar, aunque más no fuera como invitado, el circuito de las galerías. Debía conocer a sus colegas, a los coleccionistas de arte y a los marchands del país. Bora y, más aún, Marga confiaban en su talento. Solo era cuestión de que su nombre empezara a circular por los sitios adecuados. Él nunca fue afecto a los vernissages, pero la carrera diplomática lo había templado para tolerar estoicamente la fauna carente de todo interés que pululaba en las inauguraciones.

Necesitaban ropa de etiqueta. En Budapest, Bora supo tener una verdadera colección de smokings que podía contar por docenas. Marga no guardaba apego por los vestidos, pero las múltiples actividades sociales de su marido la obligaban a tener un guardarropa cuantioso y bien surtido. Sin embargo, ambos llegaron a la Argentina poco menos que con lo puesto. Había otro problema: se negaban a utilizar los ahorros hasta que no pudieran comprobar su procedencia. Las escasas reservas probadamente genuinas, originadas en el trabajo de Marga, no alcanzaban para comprar ropa para ambos. Entraban a los negocios de la avenida Santa Fe entusiasmados por los diseños y salían espantados por los precios. Ajustando mucho el presupuesto, apenas alcanzaba para un vestido largo sin demasiado lujo. Estaban perdidos. De pronto, descubrieron que habían viajado a Buenos Aires para nada.

Sin rendirse ante la evidencia, Marga propuso a Bora que comprara solo el smoking. No era necesario que fuesen los dos. De hecho, ella no tenía ningún problema en esperarlo en el hotel.

—De ninguna manera —la interrumpió.

Fue una sentencia inapelable.

Marga se detuvo frente a la vidriera de un negocio de ropa de mujer. Sabía que el límite de la paciencia de Bora se había agotado. Le dijo que si prefería la esperara afuera, que no iba a someterlo al suplicio de hacerlo entrar en una tienda femenina. Quería, aunque más no fuera, darse el gusto de probarse un vestido. Bora asintió y aprovechó para encender un cigarro. Caminó de ida y vuelta hasta la esquina. Recordaba como una amarga ironía que le había regalado a Tibor dos de sus trajes porque el corte había quedado un poco anticuado. Cuando volvió a mirar dentro del negocio, quedó absorto. Del otro lado de la vidriera pudo ver a su esposa mirándose en el espejo ante el gesto de aprobación de la vendedora. Estaba hermosa: el vestido color coral, austero y despojado, copiaba la silueta de Marga: el busto generoso, la cintura entallada, la tela que acariciaba el piso como los etéreos pedestales que discretamente sostenían a las cariátides griegas. Se la veía feliz como una niña. Qué bella era. Por primera vez en su vida, Bora se sintió pobre. Mirando a su mujer al otro lado del vidrio, se le llenaron los ojos de lágrimas. Prefería morirse de hambre a que Marga se despojara del vestido y saliera con las manos vacías.

En el momento en que Marga volvió al probador, Bora entró en la tienda, se acercó a la vendedora y señalando hacia donde estaba su esposa, le susurró:

—Lo llevo.

La muchacha sonrió y contestó:

—Su mujer se va a poner muy contenta.

—No lo creo —murmuró Bora mientras hacía un gesto para que la vendedora bajara la voz. Pero fue inútil.

—Estoy vieja pero no sorda —dijo Marga en húngaro del otro lado de la cortina.

—¿Y quién te dijo que es para ti? Puede ser que estés vieja, pero no es mi caso. Si algo me sobra, son mujeres —contestó Bora en castellano para conseguir la complicidad de la vendedora.

Antes de que Marga saliera del probador, su esposo ya había pagado. Era un precio mucho más razonable del que esperaba. No le alcanzaba para comprar un smoking, pero al menos no se había quedado con los bolsillos vacíos. Ambos salieron felices de la tienda.

—Muy bien —dijo Marga—, ahora vamos por tu traje.

Bora sonrió. Sintió una mezcla de vergüenza propia y ajena al tener que explicarle con todas la letras que tal cosa ya no era posible. Marga lo miró con ternura y le dijo:

—Para una bruja nada es imposible.

Entonces sacó de la cartera una tarjeta que le había dado la vendedora:

Casa Martínez

Alquiler de ropa para hombres

Jacqué – Smoking – Frac

Máxima y media etiqueta

Bora estaba maravillado. No podía creer que alguien pudiera alquilar un traje. En otro momento le hubiese parecido inconcebible ponerse ropa usada. Pero bajo aquellas circunstancias, caminó resuelto a solucionar lo que ahora, tarjeta en mano, le resultaba un problema menor.