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Bora no le contó ni una sola palabra a Marga. Convivía con aquel secreto íntimo que no lo dejaba dormir. A medida que pasaba el tiempo, el recuerdo de los hechos se tornaba más sombrío. Reconstruía ese encuentro y cada nueva hipótesis que formulaba era más tenebrosa que la anterior.

¿Cuántas veces pueden coincidir dos personas en un mundo tan extenso? Con frecuencia, una cadena de causas y efectos se oculta detrás del disfraz del azar. Cada vez se oían con más frecuencia los rumores de que el gobierno argentino había abierto las puertas del país a numerosos criminales de guerra. Según se decía, muchos jerarcas y oficiales nazis se habían instalado en la provincia de Córdoba y en la Patagonia.

Por momentos, Bora dudaba de que aquel encuentro hubiese tenido lugar. ¿Y si había sido un mal sueño o una alucinación a causa de la vieja herida que tenía en la cabeza? No se atrevía a volver a la casa tras el cerro. A cada coartada del tal Kessel, Bora oponía una refutación: las fotos con las fechas, podían ser burdos montajes que hasta un aprendiz de fotografía era capaz de fraguar. Tal vez el cuadro había sido repintado para ocultar el uniforme debajo de un traje civil de óleo. ¿Pero quién podía haberse tomado semejante trabajo? ¿Para qué? ¿Por qué el empeño de ese hombre en darle dinero?

Una conjetura torturaba la conciencia de Bora. Habida cuenta de la pasión de Rodolfo Kessel por la pintura, ¿por qué no pensar que él era el anónimo mecenas que compró sus cuadros? Era evidente que tenía mucho dinero. Según se comentaba, varios oficiales alemanes habían escapado con verdaderas fortunas rapiñadas en las ciudades ocupadas.

Por otra parte, ese hombre le confesó que tenía numerosas propiedades. ¿Y si era el dueño de la casa en la que vivía él con su familia? La finca del alemán estaba al otro lado de la cadena de sierras que delimitaba el valle. Era perfectamente posible que fuese el propietario de varios de los lotes de aquella zona. A Bora no se le había escapado otro detalle: cuando Kessel abrió la puerta de la despensa, pudo ver una gran cantidad de cuadros envueltos. Desde que entrara en contacto con su anónimo benefactor, le había vendido casi una decena de pinturas. ¿Y si todos esos cuadros eran los que él había pintado?

La sola idea de que su suerte estuviese en el puño de Roderich Müller le resultaba insoportable. Cuantos más cabos unía Bora, más convincentes le parecían sus presunciones. Si bien su incógnito mecenas le permitía vivir con cierta comodidad, no era menos cierto que administraba las compras y los pagos de modo tal que los Persay nunca tuvieran excedentes. Bora no contaba con ingresos mensuales fijos, no podía planificar compras a plazos ni conseguir créditos bancarios. Dependía de la caridad o el capricho de su benefactor desconocido. Por momentos, su cliente se comportaba como un hombre generoso y atento, y, de pronto, desaparecía durante largas temporadas. Solía suceder que no bien cobraba, Bora se quedaba sin dinero; debía ponerse al día con las deudas, los gastos y las compras. No tenía idea de cuándo ingresaría el próximo pago. Entre el anticipo de un cuadro y la entrega podía pasar demasiado tiempo, incluso mucho más de lo que le demandaba a Bora concluirlo. Ocurría con frecuencia que después de una compra, su cliente dejaba de dar señales de vida como si a él y a su representante, el tal doctor Peralta, se los hubiese tragado la tierra.

Antes de recibir la desagradable sorpresa de que el mayor Müller, Rodolfo Kessel o quienquiera que fuese, era su vecino tras la sierra, Bora albergaba la sospecha de que el abogado no tenía ningún representado, sino que, acaso, él mismo fuese el comprador. Tal vez era un inversor, un marchand de poca monta o un simple revendedor. Esta última posibilidad no desvelaba a Bora Persay; eran las reglas del juego. Pero no podía tolerar la idea de que un criminal de guerra fuese su mecenas.

Bora se preguntaba una y otra vez qué motivos podía tener para ayudarlo. Tal vez hubiese varias razones. Quizá, mediante aquel acto, intentara despojarse de algún cargo de conciencia y reparar, de manera más simbólica que real, parte del daño. Sin embargo, pensaba, esa gente no solía tener conflictos de conciencia ni problemas para conciliar el sueño. El corrupto necesita infectar a los demás, no solo porque esa es la naturaleza misma de la corrupción, sino para encontrar cómplices necesarios y esparcir al viento la semilla envenenada.

El pequeño Béla crecía en aquel entorno paradisíaco. Marga, sentada en la galería de la casa, veía feliz cómo corría entre los árboles junto con los cachorros de pelo anaranjado como el sol del atardecer. Era la vida que siempre quiso para ella y el ámbito perfecto para criar un hijo. Nada podía ser mejor. Bora, desde la ventana del atelier, contemplaba la escena y se preguntaba si tenía derecho a destrozar aquella pintura bucólica de un plumazo. Si comprobaba que el dueño de la casa era Roderich Müller, no podían seguir viviendo allí un día más. En caso de que también él fuera el anónimo mecenas, estaba dispuesto a devolver hasta el último centavo aunque no recuperara uno solo de los cuadros.

Ahora bien, aunque tenía la respuesta, Bora no dejaba de preguntarse qué era más cruel, si criar a su hijo con dinero espurio o arrancar a su familia del paraíso. Si se confirmaban sus sospechas quedarían en la calle. Sin un centavo ni la posibilidad de tener un techo, tampoco tendría la posibilidad de montar un nuevo atelier. ¿Por qué la vida lo llevaba siempre al extremo del abismo?

Antes de tomar una decisión debía despejar toda sombra de duda. Decidió llevar adelante, aunque más no fuera in péctore, un juicio sumario a Müller. Convertido en fiscal, defensor, testigo, perito, juez y parte, Bora se propuso llegar a un veredicto. Necesitaba arribar a una sentencia no para decidir sobre el futuro de aquel hombre, sino, antes, sobre el suyo propio.

En primer lugar, como perito, debía establecer con absoluta precisión si aquel hombre era, en efecto, el mayor Müller. Sus conclusiones sobre las fotografías y el retrato señalaban al acusado como el autor de un fraude para adulterar su verdadera identidad. El juez de su conciencia determinó que ese hombre era Roderich Müller. Despejado este primer punto, ahora debía ser realmente justo con él. Y la justicia no siempre coincide con los sentimientos de las partes.

Bora tenía que tomar el caso Müller como un juicio singular. No podía juzgarlo como si el militar representara a todos los alemanes. Los soldados nazis habían asesinado a miles de húngaros, y aunque el mayor Müller pertenecía al ejército alemán no era «el» ejército alemán. No le constaba que él hubiera matado u ordenado matar a algún civil. No solo no tenía forma de saberlo sino, al contrario, por incapacidad o acaso deliberadamente, el oficial alemán nunca revisó el sótano bajo el atelier.

Las palabras de aquel que se hacía llamar Rodolfo Kessel aún resonaban en los oídos de Bora, cuando, sentados frente a frente, le había dicho: «¿Nunca pensó que tal vez el mayor Müller lo supiera todo y decidió no denunciarlo?». La pregunta insidiosa de Müller podía estar disimulando la más pura incapacidad detrás de un inexistente espíritu humanitario.

En ese momento, Bora se convirtió en el abogado defensor del militar y preguntó al juez que habitaba en su conciencia: ¿y si realmente Müller sabía que él estaba protegiendo a su exesposa? En ese caso, no solo les había salvado la vida a Hanna y a Andris, sino, también, a él, a Marga y a todo el personal de la casa. Bajo aquellas circunstancias, un acto despojado de toda grandeza como el de omitir la delación ¿no podría considerarse como un acto, si no heroico, al menos arriesgado? En última instancia, si un superior o aun un subordinado descubría que el mayor había omitido denunciar el ocultamiento de judíos, podía exponerse a gravísimas sanciones. ¿En aquel juicio personalísimo era admisible aplicar los principios generales de la moral y la ley? ¿El juez Bora Persay tenía autoridad para condenar en su alma a aquel que le había salvado la vida?

Entonces, Bora volvió a intervenir como fiscal: tal vez el motivo por el cual el militar decidió no matarlo en ese momento no fue otro que darle tiempo a que terminara el retrato. Müller los había salvado merced al miserable afán de verse inmortalizado en el cuadro que pintaba Bora.

Frente a esta última afirmación, el defensor Persay opuso: ¿acaso alguien tenía forma de distinguir si Müller había actuado por compasión o por cálculo personal? Y en cualquier caso, ¿qué cambiaría? El hecho objetivo hubiese sido el mismo: les había salvado la vida.

El fiscal volvió a intervenir: Müller no le había salvado la vida a nadie; al contrario, había llevado a la muerte a cientos de húngaros. En última instancia, había evitado matar a Bora y a sus protegidos. Nadie está obligado a matar. Matar es el delito; no matar es la regla. El defensor, en su conciencia, dijo que eso es así en las frías tablas de la ley, en el mundo de las ideas. En la realidad, durante la guerra, las cosas funcionan de manera diferente. El mayor tenía la orden de matar; desobedecer esa orden podía conducirlo a la muerte a él mismo. El más preciado bien de un ser humano, más aún el de aquel que lleva armas, es el honor. Asesinar a civiles indefensos, mujeres, niños y hombres desarmados es un acto indigno para un militar, contrario a las reglas elementales del honor. Un soldado debe resistirse a cumplir órdenes inhumanas aun si la desobediencia implicara su propia muerte. Un crimen en tiempos de paz es un crimen. Un crimen en tiempos de guerra es un crimen de guerra.

El juez que habitaba en la conciencia de Bora Persay llegó a un veredicto. La sentencia sumaria se resumía en una palabra; el mayor Müller había sido declarado culpable. La condena, paradójicamente, recaía, en primera instancia, sobre el propio Bora, quien debía abandonar la casa y devolver el dinero. Sin embargo, una instancia superior de su conciencia decidió suspender la condena hasta tener el veredicto del tribunal de alzada: el que integraban el mismo Bora Persay y Marga. La última palabra, la sentencia definitiva, debía surgir de la decisión de ambos. Conociendo a su esposa, Bora no guardaba esperanzas de que el fallo pudiera ser revocado.