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En el sótano de la casa Persay el tiempo se había detenido. Las agujas del reloj de Andris se movían sin sentido; hubieran podido ir en una dirección o en la contraria. Era indiferente. Incluso, si de pronto el minutero hubiese girado en sentido opuesto a la aguja horaria, nada habría cambiado. La ausencia de ciclos tan sencillos como el día y la noche, la luz y la oscuridad, demostraba que el tiempo era una mera teoría incontrastable con la realidad del subsuelo.

Andris padecía la peor de las claustrofobias: no podía escapar de la celda de sus sombrías ideas. En circunstancias mucho más gratas, prefería el mar a las montañas. La extensión abierta de los paisajes marítimos le permitía a Andris expandir el pensamiento hacia el horizonte infinito. Las montañas, en cambio, le devolvían el eco de los fantasmas que habitaban dentro de su espíritu. Si unas relajadas vacaciones en los Alpes daban origen a las más profundas angustias, el encierro entre esas cuatro paredes oscuras lo sumía en la desesperación.

Andris necesitaba huir del sótano, pero ante la imposibilidad material de liberar ese impulso, su cuerpo producía todos los humores que el organismo necesita para escapar. El corazón de Andris latía con el ritmo y la frecuencia del de un velocista. Sudaba profusamente y tenía la respiración agitada como si, en efecto, se hubiese dado a la fuga. Sentía palpitaciones, cerrazón en la garganta y espasmos en el vientre. Creía estar al borde de un colapso fatal. Todo este cuadro no hacía más que aumentar la zozobra en una espiral que alimentaba el malestar con angustia y la angustia, con malestar. En esos momentos tenía la certeza de que iba a morir.

Hanna conocía el carácter hipocondríaco de su marido y sabía cómo tranquilizarlo. Sin embargo, en aquel escenario, le resultaba cada vez más difícil devolverlo a la calma. Por añadidura, no tenía en qué ocupar el pensamiento. Sometido a aquel presente perpetuo, Andris sentía que ya no había porvenir para él. Lo había perdido todo: la casa, el consultorio, las cuentas bancarias en Hungría y por entonces ignoraba qué suerte podían haber corrido las cuentas que tenían en el exterior. Para completar el cuadro anímico, su único y delgado nexo con la vida se lo debía a la generosidad de su peor enemigo.

Hanna se refugiaba en la escritura. Hubiese preferido leer a escribir. Pero como no tenía ningún libro a mano, entonces ella misma escribía las páginas que habría querido leer en esa situación. Tal vez, pensaba Hanna, en esto radicara la esencia última del oficio del escritor. Acaso los escritores buscaban dentro de su alma las páginas que necesitaban leer y que nadie había escrito aún. Hanna era una lectora compulsiva. Podía leer en cualquier lugar y circunstancia. Salvo en las bibliotecas. En los salones de la Biblioteca Pública de Budapest todo conspiraba contra la lectura: el silencio era tal que, por contraste, el leve rechinar de las maderas del piso bajo los pies parecía un movimiento telúrico; el zumbido de una mosca sonaba como el motor de un aeroplano; el susurro entre dientes de un estudiante parecía el griterío de una horda salvaje. En cambio, el bullicio uniforme de los parques, el rumor del agua y el canto de los pájaros de los jardines del Hotel Gellért facilitaban las voces que surgen de la lectura con la misma naturalidad con la que se conversa con un amigo.

Durante la extensa estadía en el subsuelo, Hanna escribía la mayor parte del tiempo con un doble propósito: por una parte se había convertido en autora para poder continuar siendo lectora; por otra, había descubierto que sus páginas servían para rescatar a Andris del abismo. El encierro les había revelado a ambos la naturaleza de la literatura de manera mucho más clara que cualquier teoría surgida de la Academia de Letras de Budapest. Para el común de la gente, el ejercicio de la escritura era una muestra de refinamiento, cultura y sensibilidad; los libros adornaban el espíritu del mismo modo que una biblioteca decoraba una sala. Hanna pudo comprobar que en aquellos días de clausura las letras no eran una vana materia de polémica de salón, un floreo verbal o una tonta discusión de modas y corrientes; la escritura se había convertido en una cuestión de vida o muerte.

Hanna dibujaba en su anotador unas letras diminutas y apretadas para aprovechar al máximo el breve espacio entre los renglones. No temía a la página en blanco; al contrario, le daba terror la idea de quedarse sin hojas. Estiró el anotador cuanto pudo, pero un día, fatalmente, llegó a la última página. Continuó entonces en ambas caras de la tapa y la contratapa. Nada le daba más alegría que descubrir una nueva superficie libre: papeles sueltos en el fondo de las cajas, cartones de embalajes y hasta en las maderas de los cajones. Cualquier espacio servía para extender un texto: las paredes, el cemento del piso y hasta la palma de su mano. La escritura y la lectura se convirtieron en el único medio para evadir el encierro y alcanzar un estado semejante a la felicidad.

Algunos escritos eran breves como los aforismos y otros tenían la extensión de una nouvelle. A veces plasmaba recuerdos sencillos y vívidos, y otras dejaba que las palabras la llevaran por donde ellas quisieran. Hanna escribía y luego leía en voz alta para su marido. Por momentos levantaba la vista del texto y lo descubría llorando, conmovido por el relato y ya no por su propia desgracia. Otras veces le arrancaba carcajadas o gestos de asombro. Las historias de Hanna conseguían sacarlo de ese sótano oscuro y elevarlo a la superficie de la tierra y más allá, a mirar el mundo desde el cielo; podía viajar al pasado, imaginar el presente allí afuera y, otra vez, esperanzarse con un futuro. Andris no sabía cuánto había de cierto y cuánto de invención en las historias de su esposa. Tampoco quería saberlo.

Cuando Hanna leía, Andris se convertía en un niño. La literatura, por muy elevada que se pretenda, es, en última instancia, una actividad esencialmente infantil. De la misma forma en que una madre con sus cuentos consigue sofocar el llanto de su hijo, pacificar el alma y convocar al sueño, ella lograba morigerar la angustia de su esposo. Hanna era feliz: había encontrado un lector. Ahora tenía para quién escribir. Un escritor, se dijo Hanna, puede, en el mejor de los casos, llegar a miles de lectores. Pero alcanzar el corazón de uno solo justificaba la tarea. La existencia en el subsuelo de pronto cobró un sentido para ambos.

Ninguno de los engolados escritores que pertenecían al selecto círculo de la letras húngaras podía dar testimonio del sentido de la escritura como Hanna y Andris. Los cuentos de Hanna no solo devolvían el sosiego y resultaban una vía de escape al cautiverio; no se trataba solamente de construir una realidad más grata que la que padecían. Por el camino paradojal de la ficción podían preguntarse acerca de la naturaleza de la verdad. Hanna descubrió que la literatura era la mejor forma de dominar el terror primitivo a la muerte. Eran conscientes de que existían pocas chances de sobrevivir a la ocupación nazi. Los textos de Hanna constituían una manera de mantener encendida la esperanza, pero también de pensar sobre la muerte, de enfrentarla con dignidad y lucidez.

Pero la felicidad de Andris era tan efímera como el tiempo que duraba la lectura. Igual que el opio, la necesitaba cada vez con mayor frecuencia y el efecto duraba cada vez menos tiempo. Luego caía en aquellos estados de terror incontenibles.

Arriba, la habitual armonía que imperaba en la casa comenzaba a resquebrajarse. Marga estaba molesta, temerosa, ofendida y, aunque no quisiera admitirlo, celosa. Desde que llegaron los huéspedes sentía que una plaga había hecho nido en los cimientos del viejo palacete. Alimañas silenciosas habitaban los subsuelos, se multiplicaban y desovaban racimos de recuerdos en los añosos pilares de la casa Persay. Marga intuía que la plaga invisible había atacado el entendimiento de su marido como los parásitos que se adueñan de la voluntad de sus huéspedes. Algo extraño y temible crecía en el sótano. Desde entonces, Bora se había retirado a un silencio de clausura. Miraba sin ver con los ojos vueltos a los laberintos de la memoria. Si Marga intentaba traerlo al presente, él se alejaba hacia otro lugar; vagaba como un nómada de un rincón a otro de la casa. No se lo veía cómodo en su sillón de la sala ni en la cabecera de la mesa donde solía pasar horas solitario y pensativo; tampoco se hallaba a gusto en el secrétaire del dormitorio en el que acostumbraba escribir cartas, ni en los bancos del jardín. Ya no disfrutaba quedarse en la cama leyendo durante la noche ni remoloneando al amanecer antes de levantarse. Marga no entendía que, en realidad, ella no era una simple testigo del malestar de Bora, sino que su misma presencia le resultaba irritante. Desde el día en que había llegado Hanna, el aire de la casa se había envenenado.

Marga era una mujer generosa y compasiva. Nunca hubiese vacilado en dar refugio a una familia judía. Pero la convivencia con Hanna y Andris le resultaba promiscua. La casa, la familia y el personal eran para Marga una entidad única, una suerte de organismo cuyas partes eran inseparables. Los huéspedes del subsuelo eran intrusos que ponían en riesgo la existencia de ese cuerpo viviente que se afirmaba en los cimientos, latía con el corazón de los moradores y se alzaba hasta el pararrayos cuyo mástil los protegía de la ira de Dios. La casa era para ella el único sitio seguro en Budapest; mucho más que la Catedral de San Esteban. Desde que había abandonado el campo, su refugio en medio de aquella ciudad a la que nunca le había perdido el miedo era su cuarto: en él se sentía en comunión con Dios y en paz con su conciencia.

Marga era dueña de una belleza extraña, de una distinción a la que se consagraba con esmero. No porque estuviese particularmente preocupada por su aspecto, sino porque su cuerpo era el laboratorio en el que ponía a prueba el fruto de su trabajo. Descendiente de una familia noble venida a menos, Marga era parte de la rama caída de un árbol genealógico marchito. Desde muy joven había tenido que aprender varios oficios para ganarse la vida. Cuando se casó con Bora terminaron sus padecimientos económicos. Sin embargo, jamás dejó de trabajar y, sobre todo, de experimentar.

Marga guardaba el secreto de la juventud. O al menos creaba la ilusión de que podía detener el avance implacable de la vejez. Su aspecto era la prueba viviente: por entonces tenía más de cuarenta años pero el tiempo había quedado suspendido cuando cumplió los veinticinco. Marga fabricaba cremas para la piel que vendía a un pequeño grupo de clientas.

Aunque recibía ofertas cada vez más generosas por parte del dueño de un laboratorio cuya esposa solo usaba las cremas de Marga, ella se negaba a vender la fórmula porque, en rigor, no sentía que le perteneciera. Marga se había criado en el campo; más precisamente en la hacienda de los Persay. Su padre era el administrador de la mayor de las fincas y descendiente de los antiguos propietarios.

Marga estaba unida a esas tierras por generaciones cuyos restos, de hecho, descansaban en el viejo cementerio de cruces enclenques y lápidas torcidas que asomaban entre los álamos silvestres. Ella había nacido en ese mismo suelo en el que vivía y trabajaba con sus padres. En el pasado, hacía muchos años, se había desatado una guerra entre ambas familias. Con tono épico, las sucesivas generaciones invocaban el honor y el linaje. Pero en realidad, lo que estaba en disputa era la propiedad de aquellas fértiles extensiones.

La historia de las familias no es diferente de la historia de las naciones. Como sucede en todos los conflictos, más tarde o más temprano, el tiempo termina por recomponer las cosas. Los derrotados se sometieron con resignación y los triunfadores se mostraron más justos en épocas de paz que en tiempos de guerra. Los antepasados remotos de la familia de Marga habían quedado bajo el vasallaje de los Persay.

Con el paso de los años, los antiguos feudatarios se convirtieron en buenos empleados y fieles administradores. Pero además, los actuales dueños reconocían en los descendientes de los viejos enemigos a los pares de sus propios antepasados. En aquella época la heráldica no era un simple decorado sobre la pared de un hogar: los escudos eran escudos y las espadas, espadas. Las familias enfrentadas habían defendido esas mismas tierras y las habían regado con sangre azul. El cementerio era la prueba de la comunión de ambos linajes cuyas lápidas alternaban los apellidos como si fuesen una sola familia.

Desde que entró en la pubertad, Marga no pasaba inadvertida para nadie. Parecía hecha de los mismos elementos que constituían los campos. Su cuerpo tenía los suaves relieves de la pradera. La piel era del tono claro de las hayas y su figura se ondulaba como los maizales agitados por la brisa. Marga y Bora, desde pequeños, se atraían con la misma extraña fascinación con la que se vinculaban sus familias. Era una relación atravesada por generaciones, arraigada en las mismas tierras, cultivada por simientes verdaderas de cuyos frutos vivían ambos. Sus destinos estaban atados por la sangre, la tierra y la herencia.

Las dos familias eran conscientes de que en algún momento habrían de reunirse. Cuando el odio decanta y la sangre se escurre, quedan a la vista los pilares de los viejos puentes. Desde pequeños, Marga y Bora jugaban en los montes y se revolcaban en el barro como dos salvajes; se bañaban en el lago y luego se echaban al sol. A medida que crecían, sus cuerpos se atraían cada vez con menos inocencia. Conocieron el placer antes aun de saber cómo se nombraba.

Para los Persay, la potencial unión de Bora con Marga significaba que la familia pudiera hundir más profundamente las raíces en sus propias tierras. Semejante a las antiguas deidades magyares, Marga era el símbolo viviente de la fecundidad. La unión de ambos representaría un escudo familiar perfecto y legendario. Bora sería la espada enterrada en el campo —Marga—, de cuya unión surgiría el roble sólido de la abundancia y la perpetuación. Para la familia de Marga el casamiento con Bora significaría recuperar los títulos de propiedad de los dominios en los que nacieron y trabajaron, pero que nunca les pertenecieron. Sería el final perfecto para la vieja tragedia de dos familias vecinas, enfrentadas hasta la guerra por la posesión del suelo y vueltas a reunir luego de siglos por el amor de los vástagos. Un corolario que todos consideraban escrito.

Marga estaba investida por un halo místico. Era parte de la tierra; conocía los secretos de la hierbas, las flores, el polen y el nexo invisible que unía la naturaleza de las plantas con la de las personas. Sabía dónde radicaba la vitalidad, el eje de la eterna rueda de los ciclos que alternaba la vida y la muerte. Conocía los túneles sibilinos que unían la luz y las tinieblas. Preparaba pócimas. En las épocas de Árpád hubiese sido sacerdotisa pagana. Si hubiera nacido en cualquier otro lugar de Europa durante la Edad Media la habrían quemado por brujería. Por fortuna, en Hungría las brujas no fueron perseguidas. En el siglo X, el rey Colomán había decretado un edicto cuanto menos paradojal: De strigis vero, quae non sunt, nulla quaestio fiat[3]. De acuerdo con esta suerte de aporía legal, al admitir la existencia de las brujas en el primer término y negarlas en el segundo, quedaban absueltas por la contradicción entre ambos. Esta tradición fue respetada por el primer rector de la Inquisición de Hungría, Paulus Hungarus quien, aun admitiendo la existencia de las brujas, también se negó a perseguirlas. Adujo a favor de ellas que veneraban al sol, y al ser este una advocación pagana del Altísimo, por carácter transitivo, adoraban a Dios y, por esa misma razón, debían ser respetadas. Marga reunía en su bella persona todas las cualidades que los húngaros reconocían en las antiguas brujas. La eterna juventud conquistada gracias a las pociones que elaboraba en secreto colaboraba a su fama.

Como tantos otros, Bora había caído bajo el hechizo de Marga. Acaso influido por aquel halo que la rodeaba, el hijo del Vítez llegó a creer que, en efecto, ella había practicado algún conjuro para adueñarse de su voluntad. Desde que sus cuerpos adolescentes se habían fundido en las aguas del arroyo, él no conseguía pensar en otra cosa, como si aquel acontecimiento hubiese eclipsado a todos los demás sucesos de su existencia. Bora sentía hacia Marga una atracción primitiva que, aún después de haber conocido a Hanna, habría de mantenerse activa aunque imperceptible como la lava subterránea en los volcanes dormidos.