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Marga y Andris eran dos perfectos desconocidos. Esta sensación de extrañeza se hizo palmaria cuando cruzaron las primeras palabras. La información que tenía uno acerca del otro la habían obtenido a través de sus respectivos cónyuges. Eran referencias cargadas de rencor y parcialidad, atravesadas por pasiones encontradas. Ni Marga era la bruja de los cuentos de Hanna, ni Andris era el patético imbécil al que tantas veces se había referido Bora. En contra de sus propias expectativas, ambos se cayeron en gracia.

Marga descubrió que la carga de hostilidad que traía consigo en realidad era una suerte de recado que le había encargado Bora. Ella bajó predispuesta a conocer al triste monstruo que tanto daño le había hecho a su esposo y se encontró con una persona amable, de sonrisa franca y actitudes cordiales. Aquel hombre que llevaba meses de encierro sin ver la luz del sol, que estaba atravesando la temporada más horrorosa de su vida, todavía mantenía la dignidad en su apariencia, la cortesía en el trato y la gratitud en cada gesto. No hablaba de sí mismo como una víctima ni hacía referencia a sus penurias. Incluso, cuando Marga le preguntó por la herida que tenía en el cuello, Andris tuvo el decoro de inventar un accidente. El hombre ponía énfasis no solo en mostrarse entero, sino que, lejos de hablar de las privaciones que padecían, solo tenía palabras de gratitud.

Marga y Andris establecieron una empatía natural. Había en la cara de Andris, en sus ojos cansados y en su mirada que se esforzaba por no parecer triste, una expresión de bondad y belleza que impresionó gratamente a Marga.

Andris valoró la mesura de Marga, sus frases precisas y medidas. La voz grave, cálida, se le antojó semejante a un cello. Le sorprendió la tersura de la piel sin imperfecciones; recordó que alguna vez Hanna le dijo, no sin malicia, que Marga había hecho un pacto con el demonio para no envejecer y que preparaba unas cremas cuya fórmula era un secreto de brujas. Sin embargo, la cara típicamente húngara de Marga, redonda de facciones delicadas, ojos grandes y nariz pequeña, no tenía nada de demoníaco ni le recordaba en modo alguno a las brujas.

Marga y Andris sabían que no podrían ser amigos. La relación que inauguraron era una suerte de parentesco sin nombre ni estatuto que los situaba en una posición simétrica y, en cierto modo, familiar. En su caso particular, la amistad entre ellos dos resultaría más incestuosa que la intimidad entre parientes. A medida que se conocían, transitaban una cornisa cada vez más estrecha y peligrosa. Marga supuso a priori que aquella jornada en el subsuelo habría de resultar un sacrificio interminable, pero conforme se aclimataba a las inhóspitas condiciones del sótano, más cálida le resultaba la compañía de Andris.

A veces no hay nada más profundo y auténtico que una conversación trivial. La vida, finalmente, no es otra cosa más que una suma de minucias que, por circunstancias aleatorias, se convierten en hechos trascendentales. Sentados frente a frente, cada uno sobre un cajón de madera, hablaban sobre cuestiones sin importancia. Eso era lo que necesitaba Andris; ella lo infirió y dejó que él tomara las riendas de la charla. Si Marga hubiese sido un aparato de radio, y suponiendo que llegara una frecuencia hasta allí abajo, Andris la hubiese sintonizado en una estación de música ligera y frivolidades, lejos de las noticias. A pesar de que le resultaba imperioso saber qué sucedía afuera, no quería que su amable anfitriona tuviese que asumir el incómodo papel de la agorera que venía a anunciar tragedias. Las palabras de Marga eran un bálsamo, un pequeño remanso en medio de la adversidad.

Marga, por su parte, a medida que iba tejiendo la conversación con la seda de la ligereza, descubría su propia soledad. Cuánto tiempo hacía que no se entregaba al grato encanto de la vacuidad. No tenía amigas; de hecho, ella no pertenecía a la ciudad. Se había criado en las fincas de los Persay y su única amiga había quedado en el campo. La vida en la campiña le forjó un espíritu solitario. Por otra parte, Bora despreciaba las frivolidades; las conversaciones con él siempre tenían un tono algo solemne y despojado de humor. Solía transitar la ironía y el sarcasmo, pero carecía del gracejo popular y el gusto por el chiste fácil y efectivo. Era incapaz de burlarse de sí mismo. Andris, en cambio, era dueño de una timidez cercana a la parodia. Todo el tiempo se reía de sus incapacidades, nunca se refería a sus méritos y cuando mencionaba sus logros, los hacía aparecer como meros accidentes u acciones ajenas a su voluntad.

Andris sabía que su imperio dental tenía algo paródico, contrario a la épica a la que Bora era tan afecto. Resultaba imposible que Andris no despertara un sentimiento de ternura y un maternal instinto de protección en las mujeres. Por primera vez en mucho tiempo, Marga se reía con ganas, por momentos a carcajadas. Había contenido la risa durante años. Desacostumbrada a ese movimiento muscular tan común, le dolía la mandíbula por la falta de práctica. En un momento, Andris emprendió un desopilante monólogo en el que se describía a sí mismo como un Napoleón de los dientes y se refería a ellos como si fueran la moneda de curso legal, Marga se rio hasta las lágrimas. Entonces descubrió que la risa estaba obstruida por un antiguo dique de tristeza que le oprimía la garganta. Estuvo a punto de pasar de la carcajada al llanto pero se refrenó; las lágrimas neutralizaron la risa y, de pronto, su expresión quedó congelada en una mueca vacía. Andris se dio cuenta de todo. Guardó silencio y le dedicó una sonrisa de comprensión.

En ese instante se generó un clima de intimidad perfecto. ¿En qué momento aquellos dos extraños tuvieron la impresión de que se conocían desde siempre? Marga y Andris, iluminados por la vacilante luz del farol, hablaban con la franqueza de los confidentes. La conversación nunca varió de tono; sin que el hilo de la charla se modificara de manera abrupta, los temas triviales fueron tomando un matiz íntimo y personal. Marga descubrió que hacía mucho tiempo necesitaba que alguien la escuchara. Tenía tantas cosas para decir. Andris lo percibió. Tomó una de las botellas que hasta entonces no habían abierto con Hanna, la descorchó y sirvió un vino blanco perfumado en dos vasos de latón. Brindaron en silencio. El choque del metal contra el metal fue como la rúbrica de un pacto sólido, mucho más resistente y duradero que los que se celebran al brindar con copas de cristal.

Bebieron el primer sorbo y Marga de pronto abrió su corazón como los pétalos de una flor que acabara de ser regada. Entonces dejó salir todo lo que había guardado en su fuero íntimo durante años.

—Yo no pertenezco a esta casa. Yo nací y me crie en el campo. Siento que me estoy marchitando día a día —dijo Marga a modo de prólogo.

Como si estuviese sentada sobre un tronco al borde del arroyo, Marga cerró los ojos y se transportó al bosque de abetos que se veía desde su vieja casa de la finca. A medida que bebía y hablaba, con cada palabra, con cada trago, se iba liberando de un peso tan antiguo como su tristeza. Marga le confesó a Andris que ya no había quedado nada de aquella muchachita que corría descalza entre la hierba. Desde que se había mudado a Budapest, se había convertido en una sombra que iba y venía por la casa como un animal en cautiverio.

—Fue como el proceso inverso de la vida de una mariposa. Conocí el vuelo y luego quedé confinada dentro de la crisálida. Nunca más pude ver la luz. Yo sé perfectamente lo que es el cautiverio —dijo la mujer, sin despegar los párpados.

Marga contó a Andris que dejó de ser la que era el día en que la arrancaron del campo. Ella era parte de la tierra y no concebía la vida lejos de la tierra. Igual que Hanna y Andris, Marga también se sentía prisionera en el viejo caserón de Buda.

—Desde el día en que me casé con Bora, no volví al campo nunca más. Ni siquiera he podido acompañarlo a la casa de la finca. Si volviera no podría regresar aquí.

Marga tenía una relación consustancial con la tierra. Igual que el bejuco, su espíritu comenzaba a echar raíces en dirección al suelo ante el solo perfume del humus. Con voz amarga y resignada, le dijo a Andris que Bora la había arrancado de manera brutal, de un día para el otro. Como una rama de hiedra cuyas raíces hubiesen sido cortadas por el filo de una pala y desprendida del tronco que la sostenía, así llegó Marga al caserón de Buda, exhausta, triste y marchita. Se encerró durante tres días en el cuarto, sola y a oscuras.

—Fueron tres días de ayuno y encierro. Era el tiempo que necesitaba para que las raíces se acostumbraran al nuevo suelo y las heridas dejaran de doler —dijo y luego bebió hasta vaciar el vaso. Andris le sirvió más vino.

Marga contó a Andris que debió acostumbrarse a la oscuridad y al aire estancado de la casa. Al principio, ni siquiera salía al jardín: la vegetación entre los muros le resultaba un paisaje carcelario. Odiaba la ciudad. Se compadecía del río aprisionado entre las contenciones de cemento y los puentes. Detestaba las cúpulas que sobrepasaban las copas de los árboles. Aborrecía todo aquello que componía el orgullo de los habitantes de Budapest.

Sin abrir los ojos, Marga se imaginaba sentada a orillas del arroyo. Un temblor de frío y melancolía la estremeció y buscó el abrigo de sus propios brazos. El cuerpo de Marga estaba hecho con los mismos elementos del campo. La sensualidad y la disposición al placer se regían por las mismas leyes que hacían que el pico del colibrí se ajustara a la campana de las heliconias.

En la ciudad todo estaba en conflicto. La obligada vecindad, tan próxima y promiscua, generaba una tensión y un estado de disputa latente, constante. La indiferencia era, en rigor, hostilidad contenida. Nada funcionaba de acuerdo con la lógica elemental del campo. Para quien se había criado en el paraíso, tomando el fruto del árbol para comer, la ciudad resultaba un infierno; el mercado le parecía un cementerio en el que las frutas y las verduras eran veladas en cajones y las reses colgaban como ajusticiados.

Marga de pronto se llamó a silencio. Andris no quiso interferir en sus recuerdos íntimos. La acompañó callado y quieto. Abrazada a sí misma, oprimiendo con sus brazos los pechos redondos, masivos, a los ojos de Andris, Marga era la estampa viviente, pagana, de la fertilidad. Sin embargo, había perdido aquella sensualidad que surgía de lo profundo de la tierra. Aquella imagen deífica parecía confinada al oscuro encierro de un templo. La distancia que existía entre una y otra Marga era la misma que separaba a la Venus viva, que ofrecía placer a los dioses, de la Venus muerta, transformada en ídolo de piedra dentro de los santuarios. En eso se había convertido Marga. Conservaba la bella imagen de la muchacha que se entregaba abierta y desnuda como una flor entre las flores; pero había sido arrancada de raíz de aquel lejano paraíso.

—Los fantasmas de la familia me tienen cautiva —dijo Marga con los labios, endurecida por la amargura.

Lejos del campo, Marga vivía para la casa. Igual que las plantas que decoran los ambientes interiores, Marga comprendió la lógica y el ritmo del viejo caserón. Del mismo modo que antes servía al campo y trabajaba la tierra, ahora servía y trabajaba para la casa.

—No puedo tener hijos —dijo Marga con un llanto controlado.

Como sucede con los animales en cautiverio, el vientre de Marga se negaba a dar descendencia.

—Los médicos dicen que no hay nada malo en mi cuerpo, que todo está donde debe estar y funciona como debe funcionar. Pero no he podido tener hijos.

El vientre de Marga no daba frutos y, desde que vivía en la casa, su cuerpo había dejado de sentir placer.

La única concesión que hizo Marga en toda su vida fue abandonar el campo. Era parte del pacto entre las familias, una promesa que había hecho a su padre. Por otro lado, se trataba de un mandato que estaba escrito en todos los libros sagrados: la mujer debía seguir al esposo. Y el lugar del esposo era el viejo caserón de Buda, cerca del Danubio. Entonces Marga contó a Andris el final de una historia que él había protagonizado.

—El mismo día del duelo, de aquel vergonzoso duelo que mantuvieron, Bora vino directo a mi casa. Empapado, con la mirada extraviada y sin preámbulos, Bora le pidió mi mano a mi padre. Mi padre pensó que se había vuelto loco. Tuvo que recordarle que él ya estaba casado. Entonces Bora le dijo: «Es un papel. Solo un papel que ya no tiene importancia alguna. Pero si le importan tanto los papeles, volveré a buscar a Marga con la sentencia de divorcio». Fue el día más feliz de mi vida y a la vez el más triste. Nunca he podido dejar de amar a Bora. Ni un solo minuto —concluyó Marga, abrió los ojos y fue como si se hubiese roto un encantamiento—. En fin —dijo—, aquí estamos usted y yo. Y arriba están ellos dos. Seguramente tendrán algunas cosas que hablar también.

Andris estaba conmovido. Luego del relato de Marga se sintió menos incomprendido, menos solo, y sospechó que ambos pertenecían a una misma patria que no coincidía exactamente con la cambiante forma del mapa de Hungría.

Entonces, Andris tomó un lápiz del bolsillo interior del saco y un resto de papel del fondo de una caja y comenzó a escribir. Luego plegó el papel en dos, tomó la mano de Marga y se lo puso en la concavidad de la palma.

—Es el número y la clave de la cuenta secreta del banco suizo. Si algo nos pasara a Hanna y a mí, quisiéramos que dispusieran de ese dinero. Es mucho; aunque sin duda no alcanzaría para retribuir todo lo que han hecho por nosotros.

—No, no, por favor, no…

—Sí, es lo único que le pido. Si algo nos ocurriera, el dinero quedaría sin dueño. Solo personas como ustedes podrían darle un destino noble.

Entonces Marga liberó su mano de la de Andris, rompió el papel y dejó caer los fragmentos al suelo. Con tono oracular, le aseguró que ellos no morirían y luego, con una severidad cercana a la indignación, le dijo que ni ella ni Bora podían aceptar dinero a cambio de la protección que les estaban dando.

—Aquí nadie va morir. Y, en última instancia, si algo les pasara a ustedes, lo mismo nos sucedería a nosotros. Pero nadie va a morir —insistió.

Marga habló con tal seguridad que aquellas palabras no sonaron como una expresión de deseo ni como una profecía, sino como una orden que el destino debía acatar. Entonces Andris, por primera vez, pudo ver a la bruja a la que tantas veces se había referido Hanna. Una hermosa y noble bruja.