9
Arriba, en la casa Persay, se respiraba un aire tenso como la cuerda de un arco. Abajo, en el subsuelo, el ambiente era una boa que apretaba cada vez con más fuerza. Afuera, en la ciudad, la mayor parte de la gente intentaba permanecer indiferente. En la calle todo pretendía parecer normal. Incluso los puestos de control y las patrullas alemanas se habían integrado al paisaje con cierta naturalidad. A pesar de la presencia militar, no reinaba un clima de ocupación. Los niños formaban filas para que sus padres los alzaran a horcajadas sobre los cañones alemanes. Muchos miraban con simpatía los tanques y los camiones verde oliva; los soldados no eran vistos como tropas invasoras; al contrario, se los percibía como si hubiesen llegado para defender la ciudad. La guerra suele poner en evidencia de manera brutal la sinrazón del sentido común. La gente seguía yendo al teatro y a los baños termales; las tiendas, los cafés y los restaurantes funcionaban con normalidad, como si nada sucediera. La ciudad, hermosa igual que siempre, luminosa y oscura, gótica y bucólica, lóbrega y alegre, parecía un decorado largamente preparado para que se desarrollara la tragedia que pocos querían ver.
Nadie podía adivinar el futuro. Ni arriba, en los amplios ambientes de la casa Persay, ni abajo, en el sótano húmedo y opresivo, ni afuera en las calles despreocupadas. Nadie podía anticipar futuro alguno. Cada quien percibía el porvenir como si tuviese un contrato personal con el destino. Pero las bombas no discriminan. Si hubiesen podido mirar la ciudad desde un avión bombardero tal vez habrían tenido una idea más clara de cuán frágil es la existencia. Podía destruirse la ciudad entera igual que un hormiguero. Ni Bora ni Marga, arriba, ni Andris ni Hanna, abajo, podían torcer el rumbo de los acontecimientos. La suerte de los habitantes de arriba, de los de abajo y de los de afuera se decidía en las lejanas manos de aquellos que, a uno y otro lado del océano, deslizaban el índice sobre la superficie de un mapa. Al menos, esa era la percepción de Bora hasta que una mañana llamaron a la puerta de su casa.
A las diez de la mañana sonó el timbre. Fue un timbrazo breve, semejante a un error de la percepción.
—¿Sonó el timbre? —preguntó Marga para confirmar las dudas de Bora.
—¿Esperamos a alguien? —volvió a preguntar la mujer ante el silencio del marido.
El dueño de casa hizo un leve arqueo de cejas y una negación apenas perceptible con la cabeza. El timbre no volvió a sonar.
—Niños. Tal vez solo sean niños —musitó Marga con un rictus duro en la boca.
Bora caminó hasta la ventana y el corazón le dio un vuelco en el pecho. En la galería de la entrada pudo ver un grupo de soldados alemanes que observaban el frente de la propiedad mientras esperaban en la puerta. Bora no se movió de su lugar junto a la ventana. Marga se acercó a su esposo y miró a través del vidrio. Al rato se presentó en el salón el ama de llaves.
—Es el mayor Roderich Müller —anunció la mujer impertérrita.
—Que pase solo él —se apresuró a indicar Marga.
—No —interrumpió Bora—, yo los recibiré. Gracias.
El hombre caminó hasta el recibidor, se alisó el pelo con la palma de la mano, reemplazó el gesto de preocupación por una sonrisa amplia como quien se colocara una dentadura postiza y abrió la puerta de par en par.
—Mayor Müller, lo estaba esperando. Pensé que no cumpliría su promesa de visitarnos. Adelante, por favor, pasen.
—No quiero importunarlo, embajador. Si está ocupado, puedo regresar en otro momento.
—Al contrario, es un gusto recibirlo en mi casa. Pasen.
El oficial estaba acompañado por tres soldados. Les ordenó que esperaran en la puerta. Dos se cuadraron junto a las columnas del atrio y el restante en el centro, delante de la puerta.
—No es necesario que se queden ahí. Adelante —insistió Bora dirigiéndose a ellos.
—De ninguna manera. Pasaré solo yo. De verdad no quiero molestar.
Una vez en la sala, Bora le presentó a su esposa, quien permanecía petrificada en un sillón. A pesar de que habían pasado varios años, no bien la vio, el mayor advirtió que no era la mujer que él había conocido en Estambul.
—El mayor Roderich Müller; Marga, mi esposa —los presentó.
El alemán besó la mano de la mujer al tiempo que se inclinaba de manera teatral. El anfitrión lo invitó a sentarse en un sillón y ella le ofreció té. Hablaron las trivialidades de las que pueden conversar dos hombres que nunca fueron amigos ni llegaron siquiera a tener una relación estrecha. Se conducían de acuerdo con las reglas de protocolo como si aún estuviesen en Turquía. Sin embargo, había algo en la actitud del oficial que trasuntaba más que una visita meramente formal. El modo en que observaba a Marga, la manera en que escudriñaba todo como si quisiera establecer el plano de la casa, dejaba ver una curiosidad que iba más allá de la cortesía. El alemán recorría las paredes con los ojos y se detenía en las pinturas. Estaba buscando algo.
—Imagino que todavía pinta, ¿verdad?
—No tanto como quisiera.
—Su esposo es un gran artista —dijo el mayor a Marga.
Marga asintió sin pronunciar palabra. Estaba en pánico, blanca como las paredes.
—A propósito —carraspeó Roderich Müller con cierta reticencia—, quería hacerle una petición que espero no tome a mal.
Marga temió que su presencia fuera el motivo de la incomodidad del visitante. Por otra parte, no toleraba un segundo más la actitud torva del militar, de modo que aprovechó para escapar de la situación.
—Tal vez quieran hablar en privado —dijo la mujer mientras se ponía de pie.
—No, por favor, no es necesario que se retire —repuso el Mayor.
—No se preocupe, los dejo a solas —concluyó, al tiempo que abandonaba la sala sin dar lugar a que el militar continuara con sus fórmulas de caballerosidad.
Cuando se quedaron solos, el oficial cambió por completo el tono y sus gestos cordiales se tornaron secos y algo cínicos.
—Su esposa es muy atenta.
Bora comprendió que al mencionar a Marga, Roderich Müller estaba indagando por Hanna. Se hizo un silencio espeso.
—No me diga que enviudó —soltó de pronto el visitante.
—Divorciarse es el modo más complejo de enviudar.
—Oh, cuánto lo lamento. ¿Tiene hijos?
Bora advirtió que aquel era el inicio de un interrogatorio al que no estaba dispuesto a acceder. Se limitó a negar con la cabeza.
—Ella era judía, ¿verdad? —Disparó el mayor Müller.
—Sí —contestó Bora secamente.
—Ha hecho un buen cambio —dijo el oficial mientras elevaba la taza de té como si brindara.
—Oh, discúlpeme —se interrumpió a sí mismo el alemán—, tal vez ella también lo sea.
—No, no lo es.
—Me lo imaginé. No tiene el aspecto. Es muy agradable.
Bora no podía disimular el fastidio y la inquietud. El modo en que el oficial repetía «Oh» como un mal actor de una obra de teatro ordinaria le resultaba exasperante. El dueño de casa hizo un esfuerzo para recobrar la sonrisa y tomó la iniciativa:
—¿Qué me quería pedir, mayor?
—Oh, sí, claro. Me da un poco de pudor, pero realmente lo considero el mejor pintor de Hungría.
—Gracias. ¿Entonces?
—No veo ningún cuadro suyo en las paredes —dijo girando la cabeza en ambas direcciones.
—No acostumbro a exhibir mis propias pinturas. Habiendo tantos buenos artistas…
—Oh, admiro su modestia.
—No es modestia. Simplemente me resultaría un acto de soberbia poner mis propios cuadros en las paredes de mi casa.
—Hace muy mal en pensar de ese modo.
—Pero es mi modo de pensar.
Bora no terminaba de saber a qué había venido Roderich Müller.
—Soy un gran admirador de su pintura. ¿Podría ver alguno de sus cuadros? Me sentiría muy honrado de conocer su atelier.
El anfitrión quedó inmóvil durante varios segundos.
—A menos, claro, que prefiera guardar algún secreto.
Bora dirigió a su interlocutor una sonrisa amplia y sincera.
—Claro que tengo secretos; ¿qué pintor no los tiene? Pero no los descubrirá tan fácilmente —dijo. Se puso de pie y agregó—: Vamos a mi atelier, será un placer que conozca mi lugar de trabajo.
—¿De verdad sería capaz de hacerme semejante honor?
—Por supuesto. Sígame, por favor.
Cuando Marga escuchó el diálogo desde la sala contigua tuvo que sostenerse en el respaldo de una silla para no perder el equilibrio.