El sueño de América
América se levanta temprano, prende la cafetera y pone dos rebanadas de pan Wonder en la tostadora antes de meterse en la ducha. Cuando sale, la tostada está como a ella le gusta. Le embarra jalea de uvas, se lleva el plato con la tostada y su taza de café a su cuarto, bebe y mastica mientras se peina el cabello, se aplica el maquillaje, se pone su uniforme. Atacuña el delantal en un bolsillo.
El apartamento es pequeño, dos dormitorios minúsculos, una sala/comedor/cocina. Queda en el barrio puertorriqueño del Bronx, no en el vecindario tranquilo con el alto edificio verde. Paulina le aconsejó que no viviera aquí, pero América no siguió su consejo. Razona que, mientras más paz y tranquilidad una persona busca, menos encuentra. Por eso vive en Grand Concourse, sobre una bodega, cerca de la estación de trenes que la lleva a Manhattan cinco días a la semana.
Le gusta trabajar en un hotel grande. Los huéspedes sólo se quedan por un día más o menos. Rara vez los ve. Casi todos son hombres de negocio que llegan al hotel tarde y se van temprano. La parte más dificil del trabajo es tener que esperar hasta que el supervisor inspeccione la neverita en cada cuarto antes de que ella lo pueda ordenar. Es una regla necia. Podría entrar y salir de los cuartos mucho más rápidamente si no tuviera que esperar por él.
También es difícil estar encerrada todo el día. El hotel tiene ventanas enormes que no se abren, así que ella logra ver el sol, pero no puede sentirlo. Las paredes interiores del hotel son elegantemente oscuras, las alfombras gruesas y lujosas. Es tan tranquilo que un huésped puede moverse a hurtadillas hacia ella antes de que se dé cuenta. Pero no lo hacen. Los huéspedes no se mueven furtivamente detrás de las camareras. Casi siempre la ignoran. Ni la ven la mayor parte del tiempo. Ella encuentra las huellas de sus cuerpos en las camas, pedacitos de papel en los zafacones con notas misteriosas escritas en ellos, tarjetas arrugadas con sus nombres. A veces dejan un dólar en el sobre con su nombre. Pero no tanto como ella quisiera.
Aun así, se gana más y trabaja menos que cuando era una empleada. Y le pagan por las horas adicionales y también tiene seguro médico.
Pudo haber usado el seguro médico para pagar por las dos semanas que pasó en el hospital donde trabaja Karen Leverett. También le hubiese ayudado a pagar por la fisioterapia necesaria para recuperar el funcionamiento de su pulmón perforado y para poder mover su brazo izquierdo, donde los músculos fueron cortados por el cuchillo de cocina.
Mientras estuvo en el hospital, las otras empleadas vinieron a verla, Frida llevando un periódico con el titular AMA DE LLAVES MATA INTRUSO.
—Está muerto, entonces— América suspiró, y Frida miró a Mercedes y las dos miraron a Ester, quien estaba sentada al lado de la ventana. —¿Está muerto?— todas parecían estar tan asustadas.
Ester se acercó a la cama, le tomó la mano. —Fue en defensa propia— dijo. —Él te hubiera matado a ti.
América cerró los ojos y trató de formar una imagen de Correa, pero no aparecía. Las empleadas dijeron algo acerca de que los analgésicos la estaban afectando y se fueron. Pero no la mujer policía que la vino a interrogar. Si América cerraba sus ojos y fingía dormir para así no tener que contestar sus preguntas, ella esperaba. Estuvo allí sentada, le pareció a América, un día entero, preguntándole cuánto tiempo había conocido a Correa, cuántas veces él la había golpeado, sí él la había visitado en la casa de los Leverett.
Karen Leverett vino a verla unas cuantas veces, pero entonces salió otro titular en el periódico, INTRUSO ERA AMANATE DE CRIADA. América quería saber por qué ella era una ama de llaves la primera vez y una criada la segunda.
El día que la dieron de alta, Karen vino a verla otra vez.
—¿Cómo los niños?— fue lo primero que América preguntó.
—Están bien—. Karen nerviosamente revolvía un sobre en sus manos, no quería mirar directamente a América. —Te envían saludos.
Los ojos de América se humedecieron. —Lo siento tanto, Karen.
—Me lo hubieses dicho. Nosotros te podíamos ayudar—. Ella también parecía estar a punto de llorar.
—Fue un error el escaparme—. Karen la miró sin comprender. —De Puerto Rico,— América aclaró. —No es posible escapar problemas.
Karen estaba a punto de decir algo, pero se arrepintió. Le dio un sobre a América. —Tu sueldo.
Era un sobre blanco. En el medio Karen había escrito en letras de molde America Gonzalez.
—Ante estas circunstancias, tú entiendes— Karen continuó —he empleado a otra persona.
América asintió con la cabeza, miró fijamente las letras de molde, su nombre deletreado sin acento. —Okei— dijo. —Comprendo.
Karen la abrazó y se despidió. América no quitó los ojos de su nombre en el centro del sobre blanco hasta que su vista, barrosa, no la dejaba leer, hasta que las lágrimas mancharon las letras, uno dos tres.
América desearía que “las circunstancias” no hubiesen sido discutidas en los periódicos y por la radio. Recibió cartas en el hospital de mujeres que le decían que habían sido abusadas y que ella les había dado valor para actuar. ¿Es que todas van a matar a sus hombres?, se preguntó. Se presentó mucha gente que quería hablar con ella; abogados, un psicólogo, una conse jera de un albergue para mujeres abusadas, una mujer que quería escribir la historia de su vida. Gente, estaba segura, que ella había pasado en la calle y que nunca miraron en su dirección. Todos querían algo de ella y fue un alivio cuando, el día en que Paulina la vino a buscar, no tuvo que hablar ni ver más a esa gente.
De vez en cuando todavía recibe llamadas de personas que no la han olvidado. La semana pasada fue un productor del programa de Geraldo Rivera.
—Lo debes de hacer, Mami— Rosalinda insistió. —Ellos dicen que tu historia puede ayudar a algunas mujeres en la misma situación.
—¿Cómo las va a ayudar? Yo no hice nada. Le di una patada muy fuerte y se cayó y se quebró el pescuezo. ¿Cómo va eso a ayudar a alguien?
—Lo resististe, Mami. Ganaste.
—Yo no considero el haber hecho una huérfana de mi hija una gran victoria— le dijo a Rosalinda y eso le calló la boca. Cada vez que resurgen los eventos de esa noche, Rosalinda trata de hacer que América se sienta bien con lo que pasó, como si eso compensara su traición. Raras son las veces en que menciona a su padre, no le gusta hablar de sus vidas en Puerto Rico, se le ha olvidado que quería ser una vedette cuando sea mayor.
Le sorprende a América que Rosalinda parezca adaptarse tan bien. Está en la escuela, está aprendiendo el inglés más rápido de lo que América hubiese pronosticado y parece que le gusta el Bronx, aunque América frunce el ceño cada vez que ve a sus nuevas amistades. Muchachas con demasiado maquillaje y expresiones aburridas, muchachos con pantalones demasiado grandes, tan bajos en sus caderas que América les puede ver la raja del culo por sus calzoncillos.
Ester dice que América debe de dejar que Rosalinda haga sus propias decisiones acerca de quién va a ser su amigo o no. Pero América no sigue los consejos de Ester. Desde que apareció en el programa de Cristina Saralegui para hablar acerca de cómo la violencia doméstica afecta a todos los miembros de la familia, Ester se ha convertido en una experta en todos los aspectos de la conducta humana y es célebre en Vieques. Ahora es aún más porfiada que antes.
Cuando América brilla los espejos en el hotel, no puede evitar ver su cara. Hay una cicatriz en su nariz. No existía antes de que Correa la atacara con el cuchillo de Karen Leverett y América no recuerda cuándo él la cortó. Darío dice que es invisible, que nadie más que ella la puede ver. Una vez él le pasó el dedo a través de la cicatriz, trazando una línea desde su ojo derecho hasta más allá del izquierdo. Esa fue la primera vez que América le permitió que la besara en los labios.
Para ella, la cicatriz no es invisible. Le irrita cuando la gente finge no verla. Es un recuerdo de quién es ella hoy y de quién era antes. La mujer de Correa no tenía cicatrices, pero América González luce la que él le dejó de la misma manera que un teniente de la Marina luce sus galones. Están ahí para recordarle que luchó por su vida y que, no importa cómo otros decidan interpretarla, ella tiene el derecho de vivir esa vida como le dé la gana. Es, después de todo, su vida, y es ella quien la vive.