Una noche de paseo

Paulina llama a América todas las noches de la semana antes del debut de Orlando en el club.

—Estoy tan nerviosa, mi’ja. Cualquiera diría que soy yo la que va a cantar.

—Pero, ¿no ha cantado él en su iglesia desde hace años?

—Claro que sí, ha cantado por dondequiera, pero ésta es su primera vez en un club de baile.

América no entiende por qué tantos aspavientos. En las cenas de los domingos, Orlando no parece estar nada de nervioso a causa de su debut.

La mañana del sábado, América coge un tren a primera hora. El plan es que ella acompañará a paulina al salón de belleza.

—Yo no sé por qué, pero a mí no me gusta salir sola a ningún sitio— Paulina le explica cuando las dos caminan hacia el centro comercial cerca del apartamento.

Es el día más caliente que América haya sentido desde que llegó a Nueva York. La calle está atestada de gente, niños en patines, grupos de adolescentes pasando el rato. Es como si todo el vecindario hubiera salido a celebrar el cambio de estación.

—Esta era una vecindad tranquila— Paulina refunfuña cuando se acercan a unos muchachos agrupados alrededor de un poste de luz. Ellos no están haciendo nada que América considere ruidoso. Parecen no estar haciendo nada, pero su actitud despreocupada es amenazante. Los jóvenes miran a América y a Paulina cuando les pasan por el lado, pero no dicen nada, como si su silencio fuese un insulto. Paulina acelera su paso y América, quien usa tacos altos, tiene que correr para alcanzarla. Paulina suelta una risita. —Vas a tener que aprender a caminar al estilo neoyorquino— dice. —Aquí no nos atrevemos a caminar como si estuviéramos de paseo, como ustedes hacen en Vieques.

Casi todas las tiendas han abierto sus puertas y algunas muestran su mercancía en mesas en la acera. Fuera de la bodega donde Paulina compra sus especias, montones de ñame, malanga, yautía, batata y ramos de recao fresco le hacen recordar a América el tiempo que ha pasado desde que comió por última vez las viandas con berenjenas que Ester le preparaba casi todos los viernes. Suspira tristemente. La morriña, que parecía una nueva experiencia hace unas pocas semanas, ahora es tan conocida como su propia cara en el espejo.

—Aquí estamos—. Paulina se para al frente de Rosy’s Salon, que está apretujado entre una pizzeria y una casa de empeños. Cortinas de encaje blanco cubren las ventanas que dan a la calle. Cuando América y Paulina entran, las mujeres en el salón se callan y las evalúan. Después de que las han examinado, las peluqueras y las clientas vuelven a sus charlas.

Todo en el salón es gris o rosado. Los lugares de las peluqueras quedan a lo largo de la pared, a mano izquierda, cada uno con una mesa de Formica gris al frente de una silla rosada. Las secadoras rosadas con sillas grises están a lo largo de la pared a mano derecha, mirando hacia las peluqueras. Las paredes están cubiertas por espejos desde el techo hasta el piso, y cuando América busca su reflejo, se marea al ver su imagen repetida hasta el infinito.

—¿Y a quién tenemos aquí?— pregunta la propietaria después de que abraza cálidamente a Paulina.

—Mi sobrina América.

—Bienvenida. Yo soy Rosy—. Es una mujer grande, alta, de senos amplios y anchas caderas, pero a nadie se le ocurriría decir que es gorda. Es sólida, curvilínea y acentúa lo que Dios le dio con jeans apretados y un leotardo de escote bajo, de adonde sus senos parecen querer saltar. Su pelo es de un color que América conoce como “Spring Honey”, el color que su propio cabello debió de haber tomado.

—¿Quién te hizo esto?— le pregunta Rosy, sus dedos enroscando uno de los rizos de América. —No te preocupes que te lo arreglamos—. Ella lleva a América a las piletas al fondo del salón.

—Yo no necesito...

—Yo sólo te voy a cortar las puntas y a emparejarlo. Está más largo en un lado que en el otro. No podemos hacer nada con el color hoy, te lo acabas de pintar, ¿verdad?

América se sonroja. —Anoche.

Rosy le lava el cabello, pero sigue escuchando e interviniendo en las conversaciones a su alrededor. Casi todo lo que se dice es en español puertorriqueño, y América cierra sus ojos y escucha los sonidos conocidos con gratitud, relajándose como no le es posible alrededor de los Leverett, ni con las otras criadas, con sus acentos de todas partes.

Rosy le envuelve una toalla alrededor de la cabeza y la lleva hasta una silla. Bombea un pedal debajo del asiento unas cuantas veces para subir a América a una altura cómoda para ella. América mira la sala detrás de ella en el espejo y capta la atención de la manicurista, quien trabaja desde una silla de ruedas. A América le parece conocida, pero no sabe de dónde. La mujer sonríe y América le devuelve el saludo.

—Parecía una misma mujer, con tetas y todo— una de las clientas le dice a su peluquera.

—Quizás ya se había hecho la operación— opina la peluquera.

—No, se le notaba que era hombre porque, aun con tanto maquillaje, todavía se le veía la barba de tres días.

América y Paulina, quien está sentada en la silla a su lado, intercambian una mirada divertida por el espejo.

—Yo les tengo pena— una clienta acota desde su puesto debajo de las lámparas secadoras. —Tratan tanto de ser hembras y nunca lo pueden ser.

—Lo pueden ser si se hacen la operación— dice la peluquera.

—No, no pueden. Sólo porque cambian un bicho por un coño no quiere decir que eso los hace mujer—. Todas se dan vuelta para mirar a quien habló. —¿No creen ustedes?-añade la clienta en una voz quejumbrosa.

—Yo creo que ellos saben lo que es ser mujer mejor que nosotras mismas— dice la clienta que empezó la conversación. —Saben cómo vestirse, cómo maquillarse, cómo ponerse uñas...

—Lo que tú quieres decir-interrumpe Rosy, enrolándole el pelo a América —es que saben cómo parecer una mujer. La única manera de saber lo que es ser una mujer es siéndolo, y no importa cuántas operaciones se hagan, y cuántas hormonas se traguen, ellos nunca pueden ser hembras.

—Y en todo caso, ¿quién quiere ser mujer?— pregunta la clienta cuyas uñas la manicurista está esmaltando. Todas se ríen.

Después de un rato, la conversación cambia de tema, pero América continúa pensativa, preguntándose qué haría si ella tuviera la opción. ¿Sería una mujer o preferiría ser hombre? Sólo tiene tiempo de preguntarse cuando ve que la manicurista rueda hacia ella.

—Tú no te acuerdas de mí, ¿verdad?— le pregunta, mirándola fijamente, como si el presentar su cara tan abiertamente despertará la memoria de América.

—Me parece que te conozco...

—Nereida Santos— la mujer dice, sonriendo. —Y tú eres América González, ¿verdad?

—Ay, Nereida, sí, ya me acuerdo de ti—. Las dos mujeres se aprietan las manos cálidamente. —Yo no sabía que tú vivías en Nueva York. Lo último que oí....-América se calla y Nereida baja sus ojos y se ruboriza.

—Bueno— Rosy dice—, ya terminamos aquí. Vamos a la secadora.

Ay, Dios mío, América piensa, mientras Rosy gradúa la altura y la temperatura de la secadora, esta mujer es de Esperanza. Ahora todos en Vieques van a saber dónde yo estoy. América mira hacia Paulina, quien ha observado el encuentro con una expresión preocupada.

Nereida hala su mesa de manicura y la pone delante de América. América planeaba arreglarse sus propias uñas más tarde, pero no quiere ofender a Nereida. Mete sus dedos temblorosos en la fuente de agua caliente y espumosa que Nereida le pone enfrente.

Nereida le pregunta por Ester y Rosalinda y América le contesta con tan pocas palabras como puede. Para cambiar de tema, le pregunta a Nereida acerca de su familia, y ella contesta con evasivas similares.

—Mamá mencionó que tú te fuiste de Vieques— Nereida dice, pasándole una bolita de algodón mojada con acetona por las uñas. —Pero ella no estaba segura a dónde te habías ido—. América no responde. —Yo no te culpo a ti si te fuiste— Nereida dice en tono conspirador. América no sabe cómo responder a esto, así que, otra vez, no dice nada. —Yo también tuve que hacer lo mismo.

América se queda mirándola con sorpresa y ella enrosca el labio en lo que sería una sonrisa si no hubiera tanta amargura en el gesto. —No creo que lo que pasó llegara hasta allá— dice suavemente mientras corta las cutículas de América.

—Sólo que tuviste un accidente.

—Ese hijo de la gran puta me atropelló con su carro— Nereida dice con inmensurable rabia. América mueve su mano. —Ay, perdóname, ¿te corté?—. Nereida seca y desinfecta la gotita de sangre en el dedo de América.

La última vez que vio a Nereida, América estaba parada en el patio de la familia Santos, incitando a las muchachas solteras que competían por el ramo de novia de Nereida. América recuerda que ella vestía un traje color lila, con un lazo en la cadera, y que Rosalinda tenía cinco años y salió en la boda echando pétalos al frente de la novia. América también se acuerda de que el marinero yanqui con quien Nereida se casó era uno de los mejores amigos de Correa y él salió de padrino en la boda.

—¿Qué color?-Nereida pregunta y América contesta-Lila— antes de darse cuenta de que debe escoger de las botellitas de esmalte en la bandeja que Nereida le enseña. América tiene ganas de llorar, como si la memoria del día de bodas de Nereida fuese tan amarga para ella cómo debe de ser para la manicurista. Le señala una botella de un rojo intenso y Nereida la separa.

—¿Cómo?... Tú dices que él....— No acostumbrada a meterse en los líos de otra gente, América no se atreve a preguntarle abiertamente acerca de su “accidente”. En Vieques, se decía que Nereida resbaló en un bache de hielo y se cayó detrás del carro de su esposo mientras él daba marcha atrás en su garaje.

—Mi propia madre no acepta que Gene trató de matarme— Nereida dice. —Él todavía le envía regalos de Navidad—. Otra vez esa sonrisa torcida, pero esta vez América percibe el dolor, la traición. Nereida pinta el dedo meñique de América en dos pinceladas. —Él me empezó a abusar la noche de nuestra boda—. Dedo anular izquierdo, dedo del corazón, índice. —Cuando se lo dije a Mamá, ella dijo que los hombres siempre hacen eso para ver si tú los quieres de verdad—. Pulgar izquierdo, pulgar derecho, índice derecho. —Ella dijo que si yo era una buena esposa él no me tendría que golpear—. Dedo del corazón derecho, dedo anular derecho, dedo meñique derecho. —Yo fui una buena esposa— dice Nereida, usando la uña de su pulgar para limpiar rayas de esmalte de las orillas de las uñas de América. —Y mira lo que me valió.

América tose para aliviar la presión en su pecho. A excepción del zumbido de las secadoras, el salón está silencioso. Nereida pone otra capa de esmalte en las uñas de América sin parecer darse cuenta de que todos los ojos en la sala están sobre ella, toda palabra que ha dicho ha sido escuchada y una mujer está sollozando.

—¡Perro!— Rosy dice, como si estuviese escupiendo la palabra, como si el llamar a Gene “perro” despejara el aire en su salón de la melancolía que lo ha nublado. —¿Por qué será que en cuanto empezamos a hablar de los hombres todas nos deprimimos?

Algunas mujeres sonríen, otras no ven la gracia. Paulina y América otra vez intercambian una mirada, pero esta vez América ve pena en sus facciones y no sabe a quién está dirigida.

El club está en una calle oscura rodeado de almacenes y solares yermos y quemados. A mitad de cuadra, la única puerta donde se ve luz, está defendida por un hombre alto y calvo vestido en un smoking, quien consulta una tablilla sujetapapeles cuando la gente vestida de fiesta le dice sus nombres. Él tacha la familia Ortiz de su lista. —Mesa Uno— dice y los invita a que pasen.

Otro hombrote está al pie de unas escaleras empinadas. Él les marca las manos con una carita sonriente y les indica que suban. Leopoldo va al frente. Las escaleras están alumbradas por una bombilla amarilla sobre el rellano y luces de navidad por los balaustres. Arriba se encuentra otro hombre musculoso en smoking, quien abre una pesada puerta negra que admite a los invitados a una galería.

La sala es un enorme cuadrado con paredes de ladrillo en dos lados y ventanas tapadas con visillos negros en los otros dos. Luces de navidad multicolores centellean de los altos techos y alrededor de las vigas de acero. En el medio, se extiende una lustrosa pista de baile al frente de una tarima con instrumentos musicales en sus sitios. A cada lado de la tarima, dos impresionantes pantallas acústicas resuenan a todo volumen con música seleccionada por un pinchadiscos desde una casetita de cristal en una esquina. Mesas largas, con sillas plegadizas, están puestas alrededor de la pista de baile. Al fondo de la sala, frente a la tarima, hay una barra, casi invisible detrás de un grupo de hombres.

Las mesas tienen una banderita con su número y Leopoldo encuentra la de ellos a la izquierda de la tarima, al mismo frente de una de las pantallas acústicas. Mientras se gritan y se señalan tratando de determinar quién se va a sentar dónde, Teresa aparece por la cortina detrás de la tarima y abraza y besa a todos.

—Ya ordené-dice, exagerando los movimientos de sus labios, señalando hacia la mesa, en cuyas esquinas se encuentran tres botellas de champán en hielo, dos botellas de ron, unas cuantas Coca-Colas, un vaso desechable lleno de rebanadas de limón, una torre de vasos desechables y un cubo lleno de hielo.

América se sienta entre Elena y Carmen, de frente a la tarima. Unas cuantas parejas ya están bailando. Leopoldo, Rufo y Lourdes les preparan bebidas a todos, sin preguntar lo que desean, ya que no se puede oír nada por la música. Darío, quien está sentado al frente de América, le pasa una Cuba Libre, y América siente a Carmen pisarle los pies y a Elena codearle las costillas. Cuando se estaban vistiendo en casa de Paulina, las dos hermanas molestaron a América, diciéndole que no se preocupara por un parejo, ya que Darío había estado practicando sus merengues en preparación para esta noche.

El pinchadiscos pone un bolero, y la pista de baile se despeja, y luego se llena otra vez con otro grupo de bailadores. Algunas de las mujeres enroscan los brazos alrededor de sus hombres, aplastan sus caderas contra las de sus parejas, cuyas manos las acercan más apretándoles las nalgas. América siente un calor familiar entre sus piernas que le sube por el vientre, intensificando la fragancia del perfume que generosamente se aplicó. Se ruboriza y evita mirar hacia las parejas o hacia Darío, quien, como siempre, tiene sus ojos fijos en ella, o hacia Lourdes, cuya mano ha vagado hasta el muslo de Rufo.

Los músicos toman su lugar en la tarima mientras las últimas notas del bolero se desvanecen. Empiezan con un trompetazo y la vibración de congas. El público aplaude y el líder de la orquesta, un señor trigueño y arrugado, de enorme nariz y con un sombrerito precariamente posado en la coronilla de su cabeza, alza la mano, espera que el aplauso concluya y se lanza en un solo furioso en sus congas que parece contagiar a todos los presentes, hasta los “no bailarines” más recalcitrantes. Las caderas se menean en sus sillas, los pies taconean el piso, los dedos tamborilean contra la mesa, las cabezas suben y bajan sobre hombros que se estremecen. La sala vibra con el ritmo tronante de las congas, que sube y baja en olas palpitantes tan primitivo como el latido de un corazón. Cuando deja de tocar, de repente, como si se hubiese cansado de machacar las congas con sus dedos, la sala estalla en una salva de aplauso, que el líder de la orquesta reconoce con el gesto de levantar su sombrerito. Camina hacia el micrófono en el centro de la tarima.

—Damas y caballeros— dice, secándose la frente con el dorso de la mano. —Esta noche tenemos el gran placer de presentarles a un nuevo talento —. Paulina y Teresa aplauden y todos en la mesa las imitan. —Ya veo que trajo su club de admiradores-el líder de la orquesta sonríe. —Damas y caballeros, ¡Orlando Ortiz!

Todos en la mesa número uno aplauden y aclaman con entusiasmo. Orlando sonríe y les saluda y se lanza en una canción salsera acerca de lo malo que es estar enamorado y no saber porqué. Canta en una voz de tenor clara y llena de emoción. El público aplaude después del primer verso y aquellos que quieren bailar se levantan y se encaminan hacia la pista de baile. Teresa y Paulina se molestan porque la gente no está escuchando, pero Orlando les señala que deben bailar.

Leopoldo le ofrece su mano a Paulina, quien sonríe coquetamente y le sigue. Rufo le aprieta el hombro a Lourdes y ellos también se ponen de pie y se unen a los bailadores. Darío se queda en su lado de la mesa frente de Elena, América, Carmen y Teresa. De nuevo Carmen le pisa el pie a América, y América le tira una patadita juguetona. América siente a Darío luchando con lo que debe de hacer. Si le pide a ella que baile con él, dejaría a tres mujeres jóvenes solas en la mesa. Decide esperar con ellas y les sirve a cada una otro Cuba Libre. Esta vez América siente el pie de Elena en el suyo.

Después de dos números, Leopoldo y Rufo devuelven a sus esposas a la mesa. Leopoldo le ofrece su mano a América y Rufo la suya a Carmen. Darío invita a Elena y las tres mujeres casadas se quedan solas en la mesa. Mientras sigue a Leopoldo, América nota que un hombre se le acerca a Teresa, quien lo rechaza mostrándole el anillo en su dedo y señalando hacia la tarima.

Leopoldo es un bailarín competente, que se mueve en círculos angostos, pero siempre en la misma dirección. Sus manos son carnosas y cálidas, con dedos pequeños, e inesperadamente pesadas. América es más o menos de la misma estatura, pero los dos cuidadosamente evitan mirarse mientras bailan. Es una sensación singular para ella, el no mirar a su parejo mientras bailan, el no sentir sus ojos en los de ella. Nuevamente siente el calor del deseo, pero esta vez tiene un nombre y trata de borrarlo de su mente mirando a las otras parejas.

De vez en cuando nota las miradas insinuantes de hombres cuyas parejas tienen sus espaldas hacia ella, y aunque esto la estremece de placer, quita la vista y se concentra en un punto inmediatamente debajo de la oreja de Leopoldo. Cambian de pareja para el próximo número sin dejar la pista de baile: Leopoldo con Carmen, Rufo con América, Darío devuelve a Elena a la mesa y saca a su mamá. Al sentarse Elena, el hombre rechazado por Teresa le presenta su mano y ella salta de su silla y lo sigue hacia la pista de baile. Las parejas forman círculos complicados a su alrededor y sonríen felizmente, sus cuerpos chocando contra los de los desconocidos.

Cuando Rufo la devuelve a la mesa, América sorbe su bebida, pero no ha tenido tiempo ni de calmar su aliento cuando aparecen unas manos frente a ella y sale de nuevo a bailar con un hombre que huele a vainilla, y después de él, con un hombre bajito y rechoncho con el cabello peinado con la raya al medio, y después con un hombre alto y delgado cuyas muchas cadenas de oro cascabelean mientras baila.

Cuando la orquesta se toma un descanso y el pinchadiscos vuelve a su puesto dentro de la caseta de cristal, Orlando se sienta con su familia. Es felicitado y besado por todas las mujeres y por unas cuantas que se aparecen de mesas cercanas, mientras Teresa se engancha de su brazo con ese aire posesivo que América conoce tan bien. Se abren las botellas de champán y se brinda por el éxito de Orlando. En medio de todo, también se sigue bailando.

América no se pierde ni un número. Cada vez que la devuelven a la mesa a apagar su sed, otra mano se le aparece al frente. Ella sigue a estos hombres hacia la pista de baile notando lo diferentes que se sienten unos de los otros, lo variados que son sus estilos de vestirse y de acicalarse, la manera en que la tocan o evitan tocarla, el tenue olor a humo de cigarrillo o a agua de colonia que emana de sus cuerpos. A cada uno lo evalúa contrael único estándar que conoce, la imponente, musculosa figura de Pantaleón Amador Correa. Y no le sorprende que ninguno de estos hombres sea tan guapo como él, ni bailen tan bien como él, ni se vean tan cómodos en su pellejo como Correa. Pero aunque son tan distintos a él, la hacen feliz. América está jadeante de emoción, de una felicidad que no puede ni describir ni explicar. Su cabeza zumba con demasiado ron y libertad, se ve tan radiante como una joya, sus labios en una sonrisa que no guarda secretos, ni dolor, ni miedo.

Cuando la música grabada termina y las parejas vuelven a sus mesas, Teresa impulsivamente alcanza con sus brazos flacos a América, la abraza calurosamente y le besa la mejilla. Sorprendida por esto, América le devuelve el beso, pensando que Teresa está tan emocionada por el éxito de Orlando, que está besando a la primera persona que se le acerca. América se sienta con la intención de descansar un rato y disfrutar de la voz de Orlando. Está acalorada y un poco mareada, así que se toma su bebida de un golpe y mastica el hielo del fondo del vaso. Un hombre le ofrece su mano, pero ella lo rechaza, ondulando sus dedos como un abanico al frente de su cara para indicarle que tiene mucho calor para bailar.

Está sola en la mesa con Teresa y Darío, con quien no ha bailado todavía porque cada vez que él trata de sacarla, ella ya está de pie y siguiendo a otro hombre hacia la pista. Él sonrie, le da una servilleta para que se seque la frente. Le prepara a ella ya a Teresa otra bebida. Cuando no está cantando, Orlando baila de un lado de la tarima al otro, hasta que América piensa que la gente se está perdiendo un buen espectáculo al no mirar al cantante. En el cambio, todos vuelven a la mesa, pero en segundos, están de pie de nuevo, en combinaciones distintas. La mano temblorosa de Darío aparece al frente de América, y ella la acepta y le sigue, para el deleite de Carmen, quien ya está bailando con el hombre de muchas cadenas de oro.

Es un bolero. La voz de Orlando suena como si se le hubiese partido el corazón al describir el pelo negro y los labios color manzana de su amada. Darío mira a América amorosamente. Él mantiene una distancia respetuosa entre los dos, aun cuando otras parejas chocan contra ellos. Con su mano derecha resueltamente fija en la espalda de América, sobre su cintura, Darío la conduce por medio de una firme presión en las yemas de los dedos. Él es un poco más alto que América, pero con tacos puestos, ella lo podría mirar a los ojos si quisiera, pero no quiere.

—Esos ojos, me dije, son mi destino— canta Orlando. —Y esos brazos morenos son mi dogal.

Mientras bailan, América y Darío relajan la formalidad que caracteriza sus encuentros y América se inclina hacia él hasta que están mejilla con mejilla.

Estoy borracha, se dice a sí misma, acurrucando su cabeza en el hombro de él. La deja descansar ahí mientras Darío tiernamente la acerca hacia él y dulcemente envuelve sus brazos a su alrededor. Es tan flaco, se dice, puedo sentir lo huesudo que es. Su respiración sale en alientos poco profundos, olorosos a menta. Orlando alcanza una nota alta y la sostiene sin respirar. Darío la acerca más y ella se apretuja contra él. Él le quita la pollina de su frente y la besa. El bolero termina. América se suelta de Darío.

—Con permiso— le dice y sale corriendo hacia el baño de damas. Carmen, quien lo ha visto todo, deja su parejo en medio de la pista y sigue a América. Hay una cola enfrente del baño, pero América empuja hasta que pasa al frente y golpea en la puerta de la caseta hasta que la mujer que está adentro sale. Tiene sólo suficiente tiempo para arrodillarse en frente del inodoro y vomitar.

Carmen la encuentra en la caseta y le aguanta la cabeza y le soba entre los hombros hasta que América termina. Elena también aparece con toallas de papel húmedas para pasarle por la boca y la barbilla. Cuando se viene a dar cuenta, América está descendiendo las escaleras empinadas siendo medio cargada por alguien y tropezando con la gente que sube. Una vez afuera, tiene que correr hasta la cuneta para devolver entre dos carros estacionados. Paulina la aguanta por la cintura y Elena otra vez aparece con toallas húmedas. Entonces se encuentra en un carro que va a gran velocidad hacia ella no sabe dónde, su cabeza descansando en el pecho de Paulina.