Los regalos de Correa
Pasa una semana. Alguien se roba el radio de Correa de la caseta de guardia en la playa Sun Bay. Llueve y los formularios rayados donde Correa escribe los nombres y las direcciones de los turistas se ablandan con la humedad y se enroscan con el sol.
Cuando le toca a ella, Ester rehús ir al trabajo “por lo que dice la gente” acerca de Rosalinda, y se pasa los días en el jardín, una lata de cerveza a su lado. Cocina la cena, después se sienta en su butaca a mirar la televisión y a beber cerveza. América trabaja el turno de las dos en La Casa.
Al octavo día, Correa la llama al trabajo y le dice que encontró a los muchachos.
—No te preocupes, yo me encargué de todo-le dice. Al fondo de la conversación se oye un corrido mexicano a todo volumen.
—¿Está encinta?-Pregunta América.
—No lo creo-le contesta él, como si hubiese sido idea suya preguntarle a la nena.
—¿Puedo hablar con ella?
—Ella no está aquí-Correa responde. —Está en casa de mitía.
—¿Por qué?
—Porque tengo que hacer unas cosas mientras estoy aquí. Yo te la traigo este fin de semana—. América sabe que las “cosas”que tiene que hacer probablemente tienen que ver con su esposa y sus tres hijos en Fajardo.
—¿Dónde está el muchacho?
—Su papá se lo llevó a Nueva York. Nosotros pensamos que eso sería lo mejor.
—Así son las cosas-suspira.
—¿Qué?
—Nada. ¿Cuándo van a estar aquí?
—Ya te lo dije. Este fin de semana.
—Está bien. Dile a Rosalinda que la quiero.
Él cuelga y ella no está segura de qua él haya oído sus últimas instrucciones.
El fin de semana viene y se va sin indicios de Correa o Rosalinda. El oficial Odilio Pagán pasa a decirle a América que Roy y Yamila Saavedra no la van a denunciar.
—¿Y qué, debo estar agradecida?
—Tú bien sabes que ellos pudieron traerte problemas. Todo el vecindario te vio agarrarla por el pelo y golpearle la cabeza contra las rajas.
—¿Y oyeron también lo que me llamó? ¿Y que me mentó la madre?
—Ambas estaban enojadas ...
—Esa no es razón para estar maldiciendo a la gente. Yo fui allá a hablar con ella de madre a madre.
—Eso no es lo que me dijeron.
Están hablando en el balcón. Desde dentro de la casa, una música de órgano lúgubre anuncia el principio de la novela favorita de Ester, un drama sobre una mujer (rubia) quien es cegada por su rival (de pelo negro) para eliminarla de la competencia por los afectos de un terrateniente guapo y rico.
Una vecina pasa con una bolsa llena de compras en cada mano. Se para a mitad de la cuadra, pone las bolsas en el suelo, respire profundamente, se frota las manos contra sus caderas, ajusta los asideros de las bolsas y continúa calle abajo, sus sandalias palmoteando contra sus talones.
—Mejor me voy-sugiere Odilio Pagán. América no está de humor para hablar. Él cruza hacia su carro patrullero, busca los ojos de América para despedirse, pero ella está perdida en algún otro sitio, él no sabe dónde. Se va calle abajo, las luces de la patrulla iluminando nada en particular.
Frente a la casa de América, los fieles entran en la Iglesia Asamblea de Dios. Un altavoz chillón anuncia el comienzo del servicio. La voz familiar del Pastor Núñez retumba por todo el vecindario. —Probando. Uno, dos, tres. ¿Se oye?-Un coro de sís entra por el micrófono y sale hasta la calle. —Bienvenidos, hermanas y hermanos-el Pastor Núñez comienza, y en pocos minutos, se oye su melódica voz nasal detallando la bondad de Dios y el sacrificio de Jesús.
América se sienta en el balcón a escuchar. Desde su balcón, ha asistido a los servicios del Pastor Núñez durante cuatro años, balanceándose de aquí para allá en la mecedora que Correa le regaló hace seis Navidades. —Regalo de Santa Clós-dijo, una sonrisa orgullosa en su cara, sus dientes grandes y parejos brillando como si estuviera modelando para un comercial de pasta de dientes.
—Yo no necesito más muebles en la casa— América le dijo, así es que él la puso afuera en el balcón, donde ha permanecido, el acabado lustroso pelándose en las partes donde la lluvia y el sol han penetrado en igual medida. Cuando los feligreses cantan, América tararea los himnos familiares, meciéndose de aquí para allá, sus pies descalzos tocando el piso de cemento frío al compás de la promesa de felicidad eterna.
El martes, Rosalinda se baja del Jeep de Correa como si fuera a pisar arena movediza en vez de cemento duro. América la espera adentro, no queriendo formar un espectáculo por una cosa o por otra, consciente de que los vecinos están velando para ver qué pasa cuando Rosalinda vuelva a su casa. Correa le dice a Rosalinda que lo espere mientras le saca la mochila del asiento trasero. Ella permanece con su espalda hacia la casa, abrazando el peluche azul que Taino le regaló. A América le parece más alta, sus caderas más redondas, su espalda más ancha. Se ha peinado el pelo en una trenza francesa, tachonada con cuentas amarillas y blancas. Desde atrás parece una mujer, pero cuando se vuelve y sigue a Correa por la acera hacia los peldaños del balcón, su cara es la de una niñita, a pesar del maquillaje, los labios rojos, los ojos pintados que miran al suelo como si estuviera avergonzada o asustada, o ambas cosas, América los deja pasar. Detrás de ella, Ester se apresura hacia Rosalinda, con sus brazos extendidos.
—¡No me pregunten nada!-Rosalinda dice, y corre hacia su cuarto, tirándoles la puerta en sus caras. Ester la sigue, toca suavemente.
—Déjame entrar, nena. Sólo quiero abrazarte—. No se oye nada en el cuarto de Rosalinda.
—Bueno-dice Correa, soltando la mochila de Rosalinda a los pies de América—, aquí estamos—. Se dirige hacia la nevera a buscar una cerveza.
—Mami, déjala quieta-América tira de la manga de Ester para separarla de la puerta cerrada.
—Ella no debe de portarse así. Nosotras no le hicimos nada—. Ester regresa a la puerta y traquetea el tirador. —Sal de ahí, Rosalinda—. Hay un golpe cuando algo da contra la puerta desde adentro. Ester retrocede.
—Mami, por qué no nos preparas algo de comer— América Sugiere, de Nuevo halando a Ester lejos de la puerta, tratando de tranquilizarse, de controlar la rabia que amenaza con estallar y hacerla tumbar la puerta, tomar a su hija por el pelo y sacudirla hasta que aprenda a respetar.
Ester se va a la cocina a regañadientes. —Ella no debe de portarse así. Tú la estás consintiendo.
—Déjala tranquila, Mami-América dice suficientemente duro para que Rosalinda la oiga al otro lado de la puerta. Se acerca y grita en la hendedura entre la puerta y el marco. —Rosalinda, nosotras te vamos a dejar tranquila, pero tenemos que hablar de esto más tarde—. No hay respuesta.-¿ Me oyes?-Ni un sonido.
—Ella no quería volver-Correa dice, vertiendo su cerveza en un vaso congelado.-La tuve que convencer.
—¿ Por qué? ¿Pensaba que Taíno se la iba a llevar a Nueva York?— América responde, moviéndose hacia la mesa, halando una silla, sentándose en ella como si un gran peso la empujara hacia abajo, abajo, abajo, más allá del asiento y de la tierra, más abajo.
—Ella no quiere estar aquí-él dice, mirándola como si ella supiera la razón. Los ojos verdes de Correa son su rasgo más distintivo. Son almendrados, un poco encapuchados, como para hacer que una mujer se pregunte qué está pensando.-Yo le dije que tenía que regresar y discutir la situación contigo.
Ella se pregunta qué es lo que realmente está diciendo. Algo le dice que “la situación” no es la misma para él que para ella. Correa se sienta en el sofá al frente de ella, se inclina contra la esquina, sus piernas abiertas como para mostrar lo que tiene entre ellas. Ella mira en otra dirección.
—¿Por qué Odilio Pagán ha venido aquí dos veces en una semana?-le pregunta de manera despreocupada, como si la respuesta no importara.
América se pone tensa. —La primera vez vino a decirme que Yamila Valentín Saavedra me había reportado a la policía—. Siente los ojos de él sobre ella, buscando alguna agitación, cualquier movimiento que la traicione en una mentira. Ella se le queda mirando a Ester en la cocina, quien le devuelve la mirada por el rabo del ojo, como si fuera culpable, como si lo que América está diciendo llevara un significado oculto que Correa no debe averiguar. —La segunda vez vino a contarme que ella no me iba a demander. Supongo que eso fue parte del arreglo para dejar que Taíno se fuera—. Ella lo mira en son de reto, pero él simplemente le devuelve la mirada, entre sorbos de cerveza, sus ojos en los de ella, entonces baja la mirada a su pecho, a la fisura profunda entre sus senos. A pesar de sí misma, América se ruboriza.
Rosalinda abre la puerta. —Mami-llama, su voz quebrada, como cuando se ha lastimado, o cuando le tiene miedo a los truenos, o cuando está confusa. América corre hacia la puerta de su hija pero no la abre, se para al frente esperando que Rosalinda la deje entrar.
Cuando entra, Rosalinda cierra la puerta, entonces se tira en los brazos de su mamá, apretando su cuerpo contra América como si tratara de fusionarse con ella.
—Lo siento, Mami, lo siento—. Rosalinda solloza en el pecho de su madre, y América la abraza, llora en su pelo que todo está bien, está okei, todo está bien. Se mecen una contra la otra, contra la puerta, sus lágrimas mezclándose como si salieran de un par de ojos, de un solo cuerpo.
Rosalinda abraza a América como si temiera que su mamá la fuera a dejar en el cuarto oscuro, decorado con caretels de actores y cantantes semidesnudos, sus cabellos despeinados, sus ojos salvajes. Una estrella viril se ofrece a sí mismo, con sus caderas empujadas agresivamente hacia adelante, sus pulgares estirando la cintura de su pantalón tan baja que no se necesita mucha imaginación para saber lo que viene después. Las mujeres muestran sus tetas y nalgas en ropa que casi no existe, en sostenes y pantalones cortos cruzados con cadenas de plata y oro.
América suspire hondamente. —Ay, Rosalinda, ¿en qué estabas pensando?
La niña se pone tensa en sus brazos, se retira de su seno tan velozmente como se tiró en él. Le vuelve la espalde a América, se tira en la cama y sepulta su cara en la almohada.
—¡Déjeme quieta!
—Pero, nena, yo sólo quiero entender ...
—¡Tú no entiendes nada! Déjame.
—Rosalinda, no me grites. Yo soy tu madre.
—Tú no me quieres. A tí sólo te importa lo que diga la gente.
—A mi me importa un comino lo que diga la gente. Sólo quiero hablar contigo.
—Pues, no hay nada de qué hablar. No quiero hablar de nada. Ahora vete, por favor.
—No. Yo no me voy. ¿Qué te crees tú, que te puedes ir con un hombre así porque sí y yo no voy a protestar? Tú me debes explicar lo que pasó.
—¡Yo no te debo nada!
América no puede parar su mano una vez que comienza el arco hacia la cara de su hija, una vez que la abofetea de pleno en la boca, el sonido seco contra el grito de su hija. Después de la primera bofetada, Rosalinda cubre su cara, sube a su cama, se agacha en el rincón cuando América la sigue, empujándola y dándole puños contra la esquina de la pared.
Ester viene corriendo, seguida por Correa, quien las separa, amarra a América con los brazos contra su barriga, la arrastra, casi la carga fuera del cuarto, a su alcoba, donde la empuja en la cama, y retrocede, cerrando la puerta, dejándola sola en la oscuridad, boca abajo, sollozando de rabia, golpeando sus puños contra las almohadas, el colchón, el gato de peluche sentado contra la cabecera de la cama. Ella mueve sus piernas como si estuviese nadando hacia una costa distante. Cuando levanta su cabeza, no hay nada adelante, sólo oscuridad. Sus manos todavía le duelen por los golpes en la cara de su hija. Ella las enlaza detrás de su cabeza y empuja su cara hacia el colchón, sofocándose a sí misma en su hálito caliente. Está avergonzada de sí misma, está avergonzada de Rosalinda, está avergonzada de todos.
América se queda en la cama por mucho tiempo, hasta puede ser que haya dormido, no está segura. El cuarto está sofocante. La televisión se oye desde la sala, la casa huele a pollo frito. Se levanta en la oscuridad, tropieza hasta la puerta, prende la luz. La claridad súbita le hace aguar los ojos, y tiene que frotarse la hinchazón, la textura arenosa de lágrimas saladas en su piel. Se cepilla el pelo, se sopla la nariz, estira su ropa arrugada alrededor de su cuerpo, alias la falda contra sus caderas, ensancha la blusa de modo que no hale contra sus senos. Apaga la luz antes de abrir la puerta.
Correa yace en el sofá, mirando televisión. Él la mira cuando sale de su cuarto, la evalúa como si fuese nueva en el pueblo. Entonces vuelve su atención a lo que estaba mirando. América entra a la cocina, y Ester sale de su cuarto, sus ojos nublados por licor y un dolor indecible que, aunque trate, nunca se borra.
—Hay arroz con habichuelas. Te frío un muslo de pollo si quieres.
—No, está bien—. América se sirve arroz blanco y le vierte un cucharón lleno de habichuelas por encima.
—Por lo menos déjame calentártelo—. Ester trata de agarrar el plato de las manos de América.
—Está bien. Yo me lo como así.
—Te vas a enfermar.
—Estoy bien, Mami. Déjame quieta.
Ester desiste, deja que América pase hacia el comedor, espera hasta que se sienta.
—¿Quieres tomar algo?
—¿Hay café?
—Lo voy a hacer—. Ester vuelve a la cocina y América la oye traqueteando con las ollas.
América mastica lenta y deliberadamente, como si cada bocada tuviese un nutriente precioso que debe saborearse, enrollarse alrededor de la lengua varias veces antes de tragarlo o no tendrá efectos curativos. Ella mira al frente, con su espalda hacia la cocina. A su izquierda, al otro lado de la sala, Correa está estirado sobre el sofá que él compró, su sofá él les recuerda, si alguien le dice que se mueva. Ella mira el chinero con puertas de crystil que está contra la pared opuesta, la vajilla que Correa le regaló cuando cumplió 25 años, 52 piezas de tazas y platillos, platos y tazones, una vasija con tapa para servir sopa. Ella sólo usa la vajilla en ocasiones especiales, porque es demasiado delicada para el uso diario.
Ester coloca la taza de café caliente al frente de ella. Le trae otra taza de café con leche y azúcar a Correa, quien se incorpora y la coge, sus ojos calvados en las imágenes de la televisión. Correa toma el café sin reconocer la mano que lo hizo y lo sirvió. Ester regresa a la cocina y vuelve con una lata de cerveza en una mano y una taza de café en la otra. Se sienta al frente de América, obstruyéndole la vista de la Hermosa vajilla y prende un cigarrillo, los ojos en su hija. América evita mirarla. De las 52 piezas de la vajilla, se han roto sólo una taza y un platillo. Sucedió un Día de Reyes, cuando Correa contrató a un grupo de músicos para darle una serenata. Ella tontamente sacó lo mejor para servirles café y arroz con dulce. El hombre que tocaba el cuatro accidentalmente dejó caer la taza llena de café y el platillo contra el piso de losa. Hubo muchas disculpas. Ella guardó los pedazos con la intención de pegarlos con krazy Glue, pero los pedazos nunca encajaron.
—¿ Rosalinda comió?-América le pregunta a Ester.
—No quiso comer—. Ester la mira con resentimiento. Bebe su cerveza, la pone en la mesa, fuma su cigarrillo, lo pone en el cenicero, toma un sorbito de café.-¿Te frío un muslito?
—No, estoy bien.
—No debes comer esa comida fría. Te van a dar gases.
América se levanta, raspando la silla contra las losas. Lleva su plato al fregadero, lo lava y lo pone a secar en el estante. Parece que Correa pasará la noche con ella. Se seca las manos en la toallita colgada de la puerta de la nevera y vuelve a la mesa a terminar su café, sus ojos sobre la vajilla incompleta, regalo de Correa.
Más tarde, está acostada boca arriba en su cama, vistiendo un camisón de algodón que ella misma cosió. Es azul pálido, cintas angostas alrededor del escote y las mangas. La hace sentir como una princesa. El ruedo es un volante de encaje, con lazos minúsculos a intervalos. Le costó mucho trabajo atar esos lacitos y después coserlos uno por uno a lo largo del volado.
El abanico eléctrico está prendido, pero la puerta está cerrada, así que as aire caliente lo que aletea la ropa colgada en las paredes como fantasmas.
Cuando Correa abre la puerta, un triángulo de luz cruza de una esquina del cuarto a lo otra, interrumpido en el medio cuando entra y tiernamente, silenciosamente, cierra la puerta detrás de él. Ella lo oye quitarse la ropa, doblarla en la oscuridad, ponerla en la silla al lado del aparador. El es un gato. No necesita luz para ver. Ella se pone tensa cuando su peso hunde el borde del colchón, hace crujir los muelles. Sin hacer ruido, se acuesta al lado ella, como para no despertarla. Ella espera hasta que la mano de él encuentra la suya y la aprieta. Su respiración se acelera, pero ella trata de controlarla para que él no la oiga. Él arrastra la mano de ella por la sábana, sobre su cadera derecha, hasta el pelo cálido y suave de su pubis. Deja la mano de ella allí y lentamente sube su mano hasta los senos de América.
Ella frota sus dedos en los vellos púbicos de él, agarra su pene, lo masajea hasta que se pone duro y vertical. Correa lanza un gemido, se vuelve hacia ella, le enrolla su camisón de princesa hasta que está alrededor de su cuello, pero no se lo quita. Con sus piernas, separa las de ella, le besa los senos, lame sus pezones como un gatito mamando leche, entonces entra en ella. La primera vez que la penetra siempre duele, siempre se siente como si la estuviera desgarrando por dentro. Pero ella se acomoda al ritmo de los empujes de él, as sus movimientos de lado a lado y pronto la cama está castañeteando. Él besa su boca. Su bigote cosquillea sus labios, los labios de él aprietan los de ella, su lengua se insinúa entre sus dientes. Y ella le devuelve el beso.
Besa el cuello de América, arrastra sus dedos por su cabello largo, estruja sus senos contra su pecho. Le besa las mejillas, la frente, se mece sobre ella de lado a lado como si fuese un buque y ella un turbulento mar. Los ojos de América se abren a la oscuridad del cuarto sin ventanas, y ella se deja ir, encuentra el ritmo de Correa con sus caderas, se arquea hacia arriba para traerlo más cerca. Ella le frota sus hombros anchos en círculos angostos, besa su cuello, su mandíbula, sus sienes, aprieta sus piernas, estruja sus testículos contra sus muslos. En el momento en que su vientre parece incendiarse, ella lo ama, cree que él la ama a ella, recibe las promesas que él murmura en su oído hasta que, con un pinchazo enérgico, se contrae, se estira, en espasmos jadeantes hasta derrumbarse encima de ella, su aliento abanicando su pelo, cosquilleando sus orejas.