El hombre que pudo haber sido suyo

Es cuesta arriba desde Esperanza hasta Destino. Los llanos de la costa sur de la isla suben suave pero implacablemente hacia montes salpicados con casas de techo plano. Antes, este llano era un mar de caña de azúcar, supervisado por señores elegantes montados en coquetos caballos Paso Fino. Pero cuando la Marina de los Estados Unidos se apropió de dos terceras partes de la isla para sus maniobras, las grandes haciendas azucareras desaparecieron, y las altas chimeneas que resaltaban en el paisaje fueron arrasadas con motoniveladoras. Eso es historia, pero América no piensa en eso mientras camina cuesta arriba por la angosta carretera, sudando entre sombra y sombra en trechos soleados. Varias veces se para y mira detenidamente el camino frente a ella, tratando de medir la distancia con el ojo y de calcular cuánto más tiene que caminar. Es una perspectiva limitada, ya que las curvas de la carretera se tuercen a la derecha o a la izquierda. En los pocos trechos largos, no hay sombra. Un calor visible sube del asfalto hasta que se siente como si estuviera lentamente asándose y sus ropas fueran las envolturas que contienen su jugo.

Un carro público pasa en dirección contraria y el conductor la saluda. Es una camioneta con aire acondicionado para doce pasajeros, en este momento llena de turistas que miran con la boca abierta la vegetación exuberante e, indudablemente, a la mujer vestida en colores alegres que deambula a lo largo de la carretera. Ella trata de ignorar sus miradas groseras, la sensación de que, para ellos, ella representa el encanto de los trópicos: una mujer vestida pintorescamente paseando por una carretera soleada, su sombra alargada detrás de ella, como si estuviese arrastrando su historia.

Al doblar por la última de las muchas curvas, llega al tramo abierto que conduce hacia una colina acantilada más allá de la entrada al Camp García, la Base Naval. Algunos automóviles y camiones están amontonados frente a la entrada. Una cola de vehículos Isuzu y Mitsubishi de tracción a cuatro ruedas esperan para acceder a las playas ocultas dentro de la Base.

América resopla. Aunque trabaja de pie todo el día, subiendo y bajando escaleras, caminando alrededor del patio interior y los balcones alrededor de La Casa del Francés, no está acostumbrada a tanto ejercicio bajo el sol caliente. Sus pies, que están calzados con bonitas pero incómodas sandalias, se sienten enormes y pesados. Su pelo largo, que ella usualmente se recoge en un moño durante el día, se ha desprendido de sus horquillas, y sus rizos, normalmente bien cuidados, cuelgan alrededor de su cuello en mechones pegajosos que tiene que arrancar de su piel y “enjaretar” a medida que camina.

Me hubiese puesto pantalones cortos y tenis, reflexiona América. Pero no calculé bien. Y de todas maneras, ¿qué hago yo aquí? Correa me dijo que lo esperara. Pero yo no me puedo quedar tranquila y dejar que él lo haga todo. Ella es hija mía tanto como lo es de él. Debí haber pensado en eso antes de irlo a buscar. ¿Para qué sirve él, después de todo? Un buscabulla es lo que es. Só1o va a formar un escándalo dondequiera que llegue y después nada. Rosalinda no es tan pendeja. Estoy segura de que ni está en la isla. Aquí todo el mundo fa conoce a ella y a Taíno. Si la madre de él sabe que se fugó con Rosalinda, yo estoy segura de que ella también estará buscándolos. Ella con sus aires de gran señora.

La imagen de Yamila Valentín Saavedra en su casa del monte atiza la có1era de América. No es que América no le desee bien a Yamila. Es que Yamila, quien se ha elevado en la sociedad viequense, se cree que siempre ha vivido en las colinas donde los yanquis construyen sus casas de verano. Si yo hubiese tenido la buena fortuna de casarme con un hombre rico, América se dice a sí misma, no me las echaría tanto como ella. No está en mi naturaleza. Pero Yamila siempre ha sido así. Siempre ha actuado como si fuera superior a todos los demás. Ahora que vive en las colinas con los yanquis, no se le puede ni mirar.

América sube la cuesta empinada de El Destino, flanqueada en ambos lados por enormes casas con portones eléctricos. Las casas aquí se construyen sobre un monte con vista a la bahía fosforescente y más allá, al azul Mar Caribe. Cada casa en este vecindario tiene un vehículo de tracción a cuatro ruedas en su marquesina, el césped esmeradamente recortado y tiestos de plantas que oscilan dc ganchos en los sombreados balcones. Es una comunidad que fue devastada por el huracán Hugo. Sin embargo, menos de un año después del huracán, los lotes estaban en posesión de yanquis, quienes han edificado las mansiones de vidrio y cemento que cuelgan de los declives escarpados. Son residencias enormes, adornadas con rejas en las ventanas, en las puertas y en los portones de las marquesinas. Las rejas parecen ser decorativas, pero en realidad están diseñadas para proteger las casas del vandalismo y del robo que los dueños están seguros que ocurrirán tan pronto se alejen en sus automóviles en la dirección contraria.

América se detiene para recobrar el aliento antes de dirigirse hasta el frente de la casa de Yamila Valentín. Un perrito ñoño sale corriendo de una puerta trasera y le gruñe a los pies al otro lado del portón cuando ella golpea la cadena y el candado contra la reja.

—Yamila Valentín Saavedra, ven acá que te tengo que decir algo—. Siente los ojos de los vecinos de Yamila en su espalda. Un doctor vive en esta calle, también el contador estadounidense que maneja las finanzas de Don Irving. Ha estado en este vecindario muchas veces, limpiando las casas del doctor y del contador, del coronel jubilado de la Marina, del constructor que ha edificado casi todas las casas nuevas en la isla desde el huracán, del conde italiano que viene todos los inviernos y se queda por tres meses.

—¡Yamila Valentín Saavedra!-llama de nuevo, y esta vez un portón chilla contra el cemento, y el perro que parece una rata corre hacia la puerta al otro lado de la marquesina. Yamila Valentín Saavedra emerge envuelta en un albornoz blanco, su pelo mojado aplastado contra el cráneo y pegado a la nuca.

—¿Quien me llama?

—América González.

Una expresión de repugnancia cruza la cara de Yamila y sus bonitas facciones se endurecen hasta formar una máscara de dignidad imperturbable. —Estaba en la ducha— dice glacialmente, y ciñe más el albornoz alrededor de su cintura. Se acerca al portón, pero no hace ningún movimiento para abrirlo. El perro reanuda su aullido cortante y ella lo coge, y lo abraza contra su pecho, donde el animal gruñe y muestra sus dientes minúsculos a América.

—¿Has visto a mi hija?

—¿Qué me importa a mí el paradero de tu hija?— Arquea sus cejas escasas, besa la cabeza de su perro.

—Porque tu hijo me la conquistó y se la llevó.

Yamila queda boquiabierta, se le aguan los ojos y su máscara de Impasividad se transforma en una mueca de disgusto e incredulidad, que rápidamente es reemplazada por una de ira. —¡Mi hijo! ¡Con tu hija!— Suelta el perro y corre hacia dentro de la casa por la misma puerta que Salió. América la oye gritándole a alguien, oye mucho revolú, y abrir y cerrar de puertas, y finalmente Yamila sale otra vez, su cara contorsionada en una mueca que América no puede interpretar.

—¡Esa pendanga! ¿Qué ha hecho con mi hijo?— Yamila se tira contra el portón, intentando alcanzar a América por entre las barras de hierro. Pero América da un salto hacia atrás, soltando su cartera, cuyo contenido se derrama y rueda por todas partes.

—¡Tu hijo le hizo el daño a mi hija! Ella es una niña, sólo tiene catorce años. ¡Cómo te atreves a insultarla!— América mete las manos entre las rejas y agarra a Yamila por el pelo, pero las uñas largas y bien cuidadas de Yamila la rasguñan con la ferocidad de una tigresa.

—¡Ella es una puta y tú tambien eres una puta y hasta tu madre es una puta!

Una anciana sale de la casa y trata de separar a Yamila de América, pero es demasiado vieja y débil. Gritando obscenidades, América y Yamila se arañan y se dan puñetazos desde ambos lados del portón, sus puños chocando más contra las rejas que contra ellas mismas. Las vecinas salen de sus pulcras casas a los balcones, o se asoman por las ventanas, pero nadie viene a desenredarlas. Una señora narra lo que sucede por un teléfono celular pegado a la oreja.

Unos brazos fuertes se envuelven alrededor de la cintura de América y la arrastran lejos de las garras de Yamila. América patea al hombre que está detrás de ella, perdiendo un zapato en la lucha. El hombre le aprieta el cuello con su brazo izquierdo y, con el derecho, la va empujando frente a él hasta tirarla contra un automóvil estacionado al otro lado de la calle. Aprieta el brazo con más fuerza alrededor de su garganta, inclina todo su peso contra ella hasta que América apenas puede respirar. La pugna lo ha excitado, y América siente su erección contra sus nalgas.

—Ya sabía que vendrías aquí, zángana. Estáte quieta que te estás poniendo en ridículo— Correa le escupe al oído.

—¡Suéltame, lambeojo! ¡Siempre besándole el culo a estas ricas hijas de la gran puta!

—¡Estáte quieta y me cierras esa boca sucia o te la cierro yo!— Le da vuelta hasta que están frente a frente, y le da dos bofetadas, una en la mejilla derecha y otra en la izquierda, hasta que a ella le sale sangre por donde sus dientes cortan su labio inferior. Ella trata de patearle la ingle, pero no atina. Al otro lado de la calle, Yamila grita sus insultos a ambos, mientras la viejita masculla inútilmente a su lado.

Correa carga a América, quien sigue resistiendo, hasta su Jeep, donde la tira contra el asiento de pasajeros, le abrocha el cinturón de seguridad como si éste la fuera a retener en su lugar. —Se me queda aquí— le advierte, retrocediendo. Manteniendo un ojo sobre América, recobra el lápiz de labios y la billetera, el cepillo y la polvera de la orilla de la acera frente a la marquesina de Yamila.

Desde el asiento de pasajeros, América lanza cuchillos con la mirada hacia la espalda de Correa. Rebusca en el compartimiento de guantes hasta que encuentra un Kleenex arrugado con el cual seca su labio sangriento.

—Gran hombre eres, encontrando placer en golpear mujeres— dice lo suficientemente alto como para oírse a sí misma, pero no tanto como para que la oiga él. Su vestido está desgarrado por el cuello y una gota de sangre ha manchado la única parte blanca del estampado floreado del corpiño. Hala aquí y allí, estira la falda sobre sus rodillas, se suelta el pelo, pasa los dedos sobre sus rizos y se hace un moño de nuevo. En la pelea con Yamila, perdió dos uñas más. Sus brazos están arañados y el labio le duele. Lo siente hinchándose dentro de su boca.

Correa se sube al asiento, la cartera y el zapato de América en sus manos. Se los tira a sus pies y arranca cuesta abajo. Detrás de ellos, Yamila todavía grita, demostrándoles a los que no lo saben que su crianza no fue ni tan fina ni tan propia como ella les quiere hacer creer.

—Se fueron en la lancha de esta mañana— dice Correa, como si estuviera continuando una conversación que se había interrumpido. —Me imaginé que eso sería lo que harían.

América se esfuerza por ignorarlo. Se sienta en la esquina más alejada del asiento, sus manos cruzadas sobre la cartera, sus ojos fijos en el paisaje familiar que ve pasar rápidamente por la ventanilla. Quince años atrás ella y Correa se fugaron en la lancha de las siete de la mañana hacia Fajardo. Ella era virgen cuando se fue con Correa, pero no puede estar segura de que su hija lo sea.

—Yo me voy en la lancha de esta tarde— Correa continúa. —Los dos son niños. No pueden estar tan lejos.

América y Correa se escondieron en la casa de la tía de él. Regresaron a Vieques un mes más tarde, para vivir en un ranchón que él había heredado de otra tía. El día que llegaron, Ester los vino a ver, cargando todas las cosas de América en dos fundas de almohadas. Tiró las fundas en medio del cuarto. —Tendiste tu cama, ahora acuéstate en ella—. Y se fue. Ocho meses después, cuando América tenía siete meses de embarazo y Correa se había enredado con otra mujer, América envolvió sus cosas en las mismas fundas y se fue a vivir con su madre en la casita donde se había criado, donde ocho semanas después nació Rosalinda.

—¿Qué vamos a hacer si está encinta?— América pregunta, el sonido de su voz tan tranquilo, que hasta se sorprende a sí misma.

Correa golpea el volante. —Los voy a hacer casar.

—Ella tiene catorce años, Correa. Nadie se casa a los catorce.

—¿Y qué estás sugiriendo entonces?— Él la mira con verdadera curiosidad, como si no tuviera la menor idea de lo que ella fuera a decir.

—Yo no estoy sugiriendo nada. Ella tiene catorce años, eso es todo lo que quiero decir. Es demasiado joven para casarse.

—¡El sinvergüenza! Es ilegal acostarse con una niña tan joven. Voy a mattar a ese cabrón.

América hace una mueca. ¡Los hombres son tan estúpidos! Ni siquiera se le ocurre que ella tenía la misma edad cuando él se la llevó de la isla. Y nunca ha habido mención de matrimonio entre ellos, ni antes ni después de que naciera Rosalinda.

—Tú eres mi mujer— él le dijo a ella—, nosotros no necesitamos una licencia para probarlo—. Pero se lo ha probado de otras maneras a toda la isla. Ella examina su cara en el espejo lateral. Sus mejillas se ven abultadas, su labio inferior está hinchado. La mujer de Correa le devuelve la mirada.

Se paran al frente de la casa de América. Él espera hasta que ella se baja del Jeep. —Quédate en tu casa y no vayas buscando problemas por ahí— le advierte—. Yo me encargo de todo.

Él espera hasta que ella entra en su casa antes de pisar el acelerador y salir volando bajito, como si no aguantara estar allí ni un minuto más.

Ester ha cocinado un asopao espeso, pero América no tiene hambre. Se cambia la ropa desgarrada y se mete a la ducha. Sus brazos, cuello y hombros están estriados con rasguños rojos y profundos que le arden cuando se enjabona. Las primeras lágrimas que derrama son de dolor. Pero las que les siguen vienen de un lugar mucho más profundo que los rasguños superficiales en su piel. Golpea sus puños contra las losas, y solloza hasta que le parece que su vientre se le desgarrará.

La mirada de desdén en los ojos de Yamila es difícil de borrar. Yamila, quien desde niña anda con la nariz al aire, como si fuera mejor que nadie en la barriada, luego se casó con un nuyorrican, que ni siquiera puede hablar español, un consultor civil con la Marina a quien engatusó para que le construyera una casa en la cumbre de un monte, mirando sobre todas las dem´s. América ha limpiado su casa muchas veces, le ha lavado su ropa, y una vez entró a su cuarto por accidente y la vio afeitándose los vellos púbicos. Una semana después, Yamila la despidió, y desde ese entonces desprecia a América.

Ella levanta su cara hacia el chorro de la ducha y deja que el agua se mezcle con sus lágrimas, llene su boca, entre en sus orejas, gotee por su cuello, y se escurra entre sus senos, sobre su barriga.

—¿Qué estás haciendo ahí?— Ester, borracha; golpea contra la puerta.

—Déjame tranquila que me estoy bañando.

—¡Tengo que mear!

Sale de la ducha, agarra una toalla, se envuelve en ella y deja el cuarto de baño. Ester se le queda mirando cuando pasa. América apenas puede ver a dónde va, sus ojos tan hinchados que ya no pueden aguantar m´s lágrimas.

—Yo le dije a la familia del muchacho que si él se fue de su casa no hay nada que nosotros podamos hacer. Estas son cosas de familia, ¿entiendes?

El agente de la policía Odilio Pagán está sentado en el comedor, contemplando la cerveza fría de Ester. América le pone un vaso de limonada al frente. —Pero ella es menor de edad. Debe haber leyes...

—Claro que hay leyes, pero estas cosas se arreglan mejor en privado—. Él se traga la bebida de golpe, sin mirar hacia América. —A ella nadie la obligó a irse con él. Los dos son nenes que se creen grandes—. Él coloca el vaso en la mesa delicadamente, como si tuviese miedo de romperlo. —Por supuesto, es otra cosa si tú o Correa forman bulla—. Él se le queda mirando a los rasgu$$$os en los brazos, a las mejillas hinchadas.

—Esa mujer tiene tremenda boca— dice América, volviéndole la espalda.

—Apuesto a que tú puedes competir con ella.

—Yo no dejo que nadie me insulte, si eso es lo que quieres decir-le contesta con desdén.

—Una mujer puede ser arrestada por caerle encima a otra, especialmente si es en su propia casa.

Ella lo encara de nuevo. —Sí, pero el hijo de cierta gente no se puede arrestar por violar a la hija de otra persona.

—¿Quién está hablando de violación?

—Cuando una niña tiene catorce años, es violación.

—América, tú estás escuchando demasiadas conversaciones en La Casa.

—La gente que para ahí son de buena educación. Ellos saben lo que hay. Son doctores y abogados.

—Y están de vacaciones. Y la última cosa que quieren hacer es meterse en los problemas de una camarera—. Pagán se pone de pie.-¿A dónde fue Correa después que te trajo aquí?

—¿Qué sé yo?

—Tú bien sabes que yo puedo averiguar si él se fue en la lancha.

—Fíjate qué bueno.

Él está parado tan cerca de ella que su aliento fragante a limón le mueve la pollina. —Parece que no me entiendes. Yo estoy tratando de ayudarte. Si él hace una de las suyas, todos vamos a sufrir.

—Correa no hace nada más que hablar, eso es todo—. América muerde las palabras. —Si él los encuentra, sólo les dará un sermón y los devolverá a sus casas—. Ella toca la hinchazón de su labio con su lengua. —Y además Correa cree que el sol sale y se pone sobre Rosalinda. Él no haría nada que la hiciera a ella odiarlo.

—¿Fue él quien te hizo esto?— Pagán pregunta, tocando el labio de América con su dedo índice.

Ella aleja su cara.

—Él se fue a Fajardo en la lancha de esta tarde-Ester rezonga desde su esquina. América la mira echando chispas por los ojos.

—¿Ustedes tienen familia por allá?

—No— responde ella, consciente de que Pagán simplemente está cumpliendo con su trabajo de investigador. Todo Vieques sabe que ella no tiene familia en Fajardo. Todos saben que de allí es que viene Correa.

—Yo tengo una hermana en Nueva York— Ester refunfuña intempestivamente. —Hace años que no la veo.

Pagán y América la miran por un momento, luego intercambian una mirada que en otras circunstancias los hubiese hecho reír. América es la primera en sobreponerse del asombro.

—Rosalinda vendió su ropa, probablemente su boombox y hasta sus prendas.

Pagán parece estar sorprendido de que ya no estén hablando de la hermana de Ester que hace años no ve. Parpadea descontroladamente por unos segundos, como si estuviera buscando en su mente por qué está allí. —El muchacho sacó $200 de su cuenta de ahorro— explica finalmente. —A que no sabías que se hace tanto dinero empacando bolsas, ¿verdad?

—Quién sabe qué más estaba empacando.

Pagán no sonríe. Es de nuevo el investigador oficial. —Bueno, me voy— dice bruscamente, caminando hacia la puerta. América lo acompaña hasta afuera.

Está anocheciendo. La calle está desierta, pero desde dentro de las casas se oyen programas y anuncios compitiendo unos con otros en los televisores de los vecinos, ahogando el cantar de los insectos ocultos en el pasto. En unos pocos minutos comenzarán los servicios nocturnos de la iglesia al frente de la casa, transmitidos al vecindario por altoparlantes puestos cerca de las puertas, a los lados y al frente de la iglesia. El aire está perfumado con rosas.

En el balcón, Odilio Pagán pone su mano en el hombro de América y lo aprieta suavemente. —No te preocupes— le dice dulcemente—, todo saldrá bien—. Ella aparta su cara de la mirada de él. Pagán esquiva el túnel de rosas espinosas hasta que llega al carro de la patrulla, abre la puerta, mira a Ameríca con anhelo, entra al carro, se va.

Este hombre de ojos negros, de pancita, las manos delicadas con dedos cortos, pudo haber sido suyo. Desde niños, jugaron juntos en este mismo vecindario, antes de que fuera desarrollado el barrio, cuando cada casa tenía un gran patio al frente, y estaba rodeada por árboles de mangó, pana y aguacate. Antes de la urbanización. En esos días no todas las casas tenían agua corriente o electricidad. La carretera era un camino polvoriento en el invierno y una vía fangosa y movediza cuando llovía.

Correa vino a la barriada con los contratistas que mejoraron los caminos, que instalaron cables eléctricos en postes altos, que excavaron zanjas para colocar tubos para el agua corriente y los alcantarillados. Correa era un hombre, Odilio Pagán un muchacho, y América una niña que no habia visto mucho. La conquista, la seducción, no tardó. Ella se fue con Correa y, aunque ocho meses después regresó a la casa de su madre, todavía es la mujer de Correa. Él vive al otro lado de la isla, tiene otras mujeres, tiene, de hecho, hijos y una esposa legal en Fajardo. Pero él siempre regresa a América con el pretexto de ver a su hija. Y cuando lo hace, se queda en su cama. Y si cualquier otro hombre se atreve a ofrecerle su amistad, él le da una pela a ella. En los quince años que Correa ha estado en su vida, ningún otro hombre ha osado entrar en ella por miedo a que él la mate.