Nostálgica

iQué bueno que llegaste!— Karen dice en cuanto América entra a la casa el lunes en la tarde. —La niñera nunca llegó—. La cocina es una confusión de platos y cubiertos y ollas. Meghan llora en la falda de su mamá. Karen se ve agotada. —Tuve que dejar el trabajo temprano para recoger a los niños de la escuela. No sabía cómo comunicarme contigo—. Hay un minúsculo indicio de reproche en su voz.

—¿Dónde Kyle?

—Kyle está aislado en su cuarto—. dice Karen con los labios apretados. A la mención de su hermano, Meghan gimotea.

—Yo ayudo. Un minuto—. América arrastra dos bolsas grandes adentro.

—¿Fuiste de compras?

—Mi tía dio. La ropa caliente—. Paulina, todavía disculpándose por haberla ofendido, insistió en que América se llevara lo mejor que tenía en su ropero. Pantalones y suéteres de lana, un par de botas de cuero, varios jeans, un par de chaquetas, todos apenas usados por Carmen y Elena, a quienes pertenecían. —Yo tengo sorpresa para niños también—. América canta hacia Meghan, quien la mira llena de esperanza, su carita manchada por lágrimas. —¿Vienes América cuarto?

Meghan mira a su madre, quien sonríe su aprobación, y renuentemente deja su falda para seguir a América, quien sube las escaleras hacia su cuarto sobre el garaje.

—Él me pegó— Meghan explica cuando pasan por la puerta de Kyle, por la cual se le oye llamando quejumbrosamente. —Lo siento, Mom, lo siento.

En su cuarto, América busca en el fondo de una de las bolsas de compras y retira un paquete de celofán lleno de Cien en Boca.

—¿Qué son éstos?

—Galletitas. Son buenas—. Ella saca unas galletitas del tamaño de una uña y las come. —Mmmm.

Deja a Meghan comiendo galletas al frente de su televisor y baja corriendo a la cocina. Karen está hablando por teléfono.

—Un momento...¿Sí, América?

—¿Kyle puede salir?

Karen mira su reloj. —Sí, ya han pasado diez minutos.

—Okei—. América sube corriendo. Cuando toca en la puerta de Kyle, él abre y hace una mueca de desilusión al verla a ella en vez de a su madre. —Mami dice puedes salir.

—¡No!— Él da un portazo.

Ella traga gordo para suprimir la cólera que le ha subido y ha apretado cada músculo de su cuerpo. Toca en la puerta de nuevo.-Kyle, por favor, abre puerta. Yo no enojada contigo. Por favor, abre.

—No es plis— él dice al abrir, —es please. No lo estás pronunciando bien.

—Plis.

—Please, please—. Él patea el piso.

—Plis. Yo no puedo decir mejor—. Es absurdo. Aquí está, parada en un pasillo, recibiendo instrucciones de pronunciación de un nene de siete años con la cara manchada por lágrimas. —¿Yo entro su cuarto, plis?

—¿Que si puedes entrar? No.

—¿Tú vienes afuera? Yo necesito decir algo a ti—. Ella espera en el pasillo. La puerta de su cuarto se abre y Meghan se asoma. —Tú espera a mí, béibi. Yo vengo pronto—. Meghan cierra la puerta.

—¡Ella no es una bebé!

—Me gusta llamarla bebé porque ella pequeña. Tú grande. Tú no bebé.

—¡Ella es una brat!

—¿Qué significa brat?

—Quiere decir que es estúpida y mimada y sonsa.

—No bonito llamar la gente nombres feos. No respeto.

—Ella siempre consigue meterme en líos.

—No bueno pegar a hermanita.

—Ella me dio primero.

—No bueno. Tú más fuerte, más grande.

—Ella es una brat.

—Tú no golpeas más, ¿promesa?

—La odio.

—Promete tú no golpeas hermanita nunca más—. América lo aguanta por los hombros, busca sus ojos. —Promesa a América tú nunca pegas hermana. Promete nunca golpear niñas. Promesa—. Sus ojos son salvajes, insistentes, atemorizantes.

—Okey, prometo—. Él sacude sus hombros para deshacerse de ella, ásustado pero simulando no estarlo. —¡Jeez!— Él aprieta su espalda contra la pared. —Fue sólo un golpecito.

—Nunca, ¿okei?— Ella todavía lo mira con esa expresión salvaje, esos ojos salvajes.

—Okey, okey.

—Buen muchacho. Ven, tengo sorpresa mi cuarto.

Después de que los niños se acuestan a dormir, América saca toda la ropa de la bolsa de compras y trata de determinar qué suéter combina con qué pantalón. Alguien llama a la puerta.

Es Karen. —Necesito hablar contigo—.

—Un minuto, plis—. América quita la ropa del sofá para que Karen se siente. —Tengo un desorden aquí.

—Cosas bonitas— Karen comenta distraídamente, sin mirar. Se tira en el sofá, irritada. —Esto simplemente no está funcionando.

El corazón de América se contrae. —Yo hago lo posible.

Karen mueve su cabeza de lado a lado, alza sus manos como para apaciguarla. —Oh, no, disculpa, yo no quise decir tú. Yo quise decir el arrangement.

—El arrangement—. América se siente estúpida. Dos días de hablar español y parece que se le ha olvidado el poco inglés que conocía.

—Déjame empezar de nuevo—. Karen empuja sus manos contra sus rodillas, suspira profundamente. Sentada en la silla al frente de ella, América espera que Karen se reponga y se pregunta cómo Karen puede ser tan exitosa en su trabajo cuando es tan indecisa en su vida personal. —Okey. El problema es que los lunes son los días más atareados en el hospital y lo que pasó hoy no puede volver a suceder.

—¿Qué pasó?

—Johanna tiene gripe. Estuvo enferma todo el fin de semana, pero no me llamó hasta unos minutos antes de que se suponía que llegara aquí. Yo no sabía cómo comunicarme contigo—. Esta vez sí la reprocha.

—Yo doy teléfono mi tía—. América se mueve hacia la mesita al lado de la cama, su espalda hacia Karen, para que ella no vea su expresión molesta. Es mi día libre, piensa, puedo ir donde me dé la gana sin tener que consultarla a ella.

—No lo tienes que hacer ahora.

—Yo tengo—. América escribe los números en una libreta de la gaveta, puesta ahí, indudablemente, por Karen, quien piensa en todo.

—Gracias—. Karen, estudia el papel como para verificar si su escritura es legible. —De todas maneras, yo quería hablarte a ver si podíamos hacer un cambio en tus días de trabajo. En vez de trabajar de martes a sábado, ¿puedes trabajar de lunes a viernes? Entonces Johanna puede cubrir los fines de semana.

—Okei.

—Oh, ¡qué bueno!— Karen parece estar sorprendida, como si hubiera esperado una discusión. —Pues, ¿vamos a comenzar este fin de semana? —Indecisa de nuevo, lista a que América cambie de opinión.

—Okei, no problema.

—Muy bien—. Se para del sofá con aplomo, mira la ropa esparcida por el piso, encima de la cama. —De verdad que son muy lindas— repite, y de nuevo América tiene la sensación de que ella no las ve, que sólo necesita decir algo. —Bien, buenas noches— Karen dice. Camino a la puerta, mira el termostato, sonríe y cierra la puerta tras de sí.

América no recuerda haberse levantado y seguido a Karen, pero se encuentra aguantándose de la manija de la puerta con gran fuerza. Estudia la ropa sobre la cama y el piso, las blusas y los suéteres con los pantalones y las faldas unos al lado de los otros, con las piernas y los brazos tiesos, rígidamente estirados. Igual a como se siente ella, rígida y tiesa y extrañamente fría, aunque el termostato está en la muesca más alta otra vez.

—Yo traté de llamarte, pero la línea estaba ocupada—. Rosalinda masculla algo al otro lado, y aunque América no entiende bien lo que dijo, decide seguirle la corriente. —¿Te sientes mejor?

—Yo no estaba enferma.

—Pero estabas enojada conmigo.

—Claro—. Son ambas cosas, una declaración y un desafío.

—¿Todavía estás enojada?

—Sí—. Segura.

—¿Vas a sobreponerte?

—Sí—. Indecisa, temblando con lágrimas que no quiere soltar.

—Yo no estoy haciendo esto por hacerte daño, Rosalinda.

—Yo lo sé—. En voz de niña.

—Si pensara que te estaba perjudicando, yo regresaría.

—¿De veras?

—Sí.

Hay una aspiración profunda, un jadeo sin sorpresa. —¿Y por qué la semana pasada dijiste que no lo harías?

—La semana pasada tú me pedías que regresara por tu papá.

—Oh—. Rosalinda considera esto. América casi puede ver cómo se muerde el labio inferior, sus ojos bajos en la actitud que toma cuando está pensando en algo difícil de comprender. —¿Estás contenta por allá?

Ahora es el turno de América de morderse el labio inferior, de jugar con los dedos sobre el edredón. —No estoy tan nerviosa como antes.

—¿Cómo es?

América empuja las almohadas detrás de su espalda, se acomoda y le cuenta a su hija sobre la nieve, sobre los hielos que brillan en el sol frío, sobre árboles que parecen estar muertos pero que todos dicen tendran hojas en más o menos un mes. Le cuenta a Rosalinda sobre la casa enorme de los Leverett, con su piscina, casa de verano y césped inclinado.

—¿Queda cerca de un pueblo?— Rosalinda pregunta, y América le cuenta sobre la estatua amarillenta de Cristóbal Colón y la del indio marrón mirando en la otra dirección, sobre mujeres chinas que hablan español y caminos de tierra llenos de surcos, a las orillas de los cuales se encuentran las mansiones. Le cuenta a Rosalinda sobre su visita al Bronx a ver a su tía y a sus primas, sobre la ropa que Paulina le regaló, y que algunas no le quedan y se las va a mandar a Rosalinda porque son más su estilo.

Se ríen las dos de lo serio que es Tío Leopoldo y de que Paulina piensa que es raro que su nuera es maestra de yoga. Le describe su viaje en el tren. —Pasa tan rápido— le dice a su hija —que el viento pita—. Es la conversación más larga que ha tenido con su hija desde hace meses, en la cual Rosalinda aprende algo y parece agradecérselo.

Cuando cuelga, después de hablar por más de una hora, América se abraza a sí misma, se mece de lado a lado en la cama en el cuarto grande, con el cielorraso inclinado y las muchas ventanas, meciéndose y riéndose y llorando, todo a la misma vez, asombrada de que Rosalinda escuchó atentamente, pareció alegrarse por ella y no le pidió que regresara.

Charlie es como un huésped en su propia casa. Si América no lavara su ropa y limpiara su baño, nunca sabría que él vive en esta casa. Después del fin de semana, encuentra su ropa informal en el canasto, arrugada, sudorosa, olorosa a hombre. Durante la semana, sus camisas de algodón, cada una idéntica a la otra a excepción del color, parecen no tanto arrugadas como acariciadas. Como si el cuerpo en ellas se moviera tan pocas veces que no dejara ninguna impresión, aun en la ropa que se pone. Se pregunta qué hará él en su oficina en la ciudad. Tiene algo que ver con hospitales, igual que Karen, aunque ninguno de los dos es médico.

En su oficina en el tercer piso hay retratos de Karen y de los niños, de una pareja mayor, que supone que son sus padres, de Charlie en una cumbre cubierta de nieve, con sogas colgando de su cintura. En otra foto, está suspendido por lo que le parece a América una soga demasiado fina sobre un abismo rocoso, un horizonte plano en la distancia, bien abajo de donde él cuelga. Uno de los roperos en el sótano está lleno de sogas, correas largas, botas, anillos y ganchos de metal en colores vivos. Otro ropero contiene equipo de camping.

—Esas son las cosas de Charlie— Karen le indicó. —No necesitas meterte ahí.

Pero a América le encanta mirar los sacos de dormir empaquetados, las carpas, las mochilas con monturas resistentes y presillas y bolsillos de malla y correas. Admira la artesanía de las costuras precisas, lo ingenioso que son los sujetadores de velcro. Le encantan los colores, verde-bosque, morado vivo, anaranjado, fucsia.

Su trabajo es probablemente aburrido, se dice a sí misma, por eso necesita en su vida alguna diversión más estimulante. Lo imagina trepándose por la montaña como una araña, colgando de una soga fina que alguien debe haber atado a la cima, pero luego no puede deducir cómo esa persona se trepó allá arriba a amarrar la soga en primer lugar. Son locuras, concluye, lo que se le ocurre a la gente para divertirse.

Su colección de cuchillos todavía la asusta. Supone que los necesita para cortar las sogas cuando va escalando montañas. Pero ¿por qué querrá él cortar sogas? Razona que él querrá que las sogas que lo sostienen sean lo más largas posibles. Cuando desempolva el cajón, evita mirar los cuchillos. Aunque están encerrados detrás de un cristal, no puede pensar en ellos más que como en una amenaza.

América se pregunta cómo Karen y Charlie pudieron concebir dos niños. Las sábanas del dormitorio principal raramente están arrugadas como después de una relación sexual. El diafragma de Karen está en su cajita dentro de la gaveta en la mesita al lado de su cama noche tras noche tras noche, olvidado, sin uso.

Algunas noches, sus voces apagadas la despiertan, no porque hablan duro, sino porque el silencio hasta ese momento ha sido tan completo. Discuten brevemente y entonces Karen llora y se acaba. La mañana siguiente, Charlie está tan alegre como siempre y Karen baja con su prisa habitual, maquillada y lista para el trabajo. En los días después de una pelea, él llega a la casa temprano para cenar con Karen y leerles un cuento a los niños antes de que se acuesten, pero luego baja al gimnasio a hacer ejercicios o se mete en su oficina del tercer piso mientras Karen despliega sus papeles en el sofá de cuero de la sala de estar.

¿La golpeará?, América se pregunta. La primera vez que los oyó discutiendo puso su oreja contra su puerta, sus dedos alrededor de la manija, lista para salir corriendo. No podía entender lo que decían, sólo las notas altas de sus voces, la de ella acusándolo y la de él defendiéndose, y luego cambiaron de papeles y él sonaba herido y ella fuerte. Pero no hubo gritos, ni ruido de una pela, ni resuellos estrangulados de dolor. Discuten y uno de los dos deja el dormitorio y se va a dormir en uno de los cuartos de invitados. A veces es Charlie, otras veces es Karen. Puede deducir cuál de los dos es por el pelo que dejan en la almohada.

En esas mañanas cuando sabe que la noche anterior estuvieron peleando, América no puede mirarlos a los ojos. Charlie baja, listo para irse a trabajar, y ella tiembla tanto que tiene que esconder sus manos en sus bolsillos, o abre la pluma y finge estar lavando el fondo del fregadero. Él no parece darse cuenta. Saca su abrigo del ropero, ajusta su corbata a la derecha y a la izquierda, agarra su maletín y guantes de la esquina de la mesa y se va.

Karen también se comporta como si nada hubiera sucedido. Se sienta con los niños y espera a que América le sirva uno de los desayunos de muchos platos que ella ha decidido que la familia debe comer. Tortillas de huevos con cebollas y queso, panqueques de bayas azules, farina condimentada con clavos y canela, crujientes tostadas francesas con conservas de frambuesas. Es como si lo que sucediera detrás de las puertas cerradas de su cuarto permaneciera ahí, no se desparramara por el resto de su gran casa, no afectara el resto de sus vidas.

¿Cómo pueden hacerlo?, América se pregunta mientras desempolva, le pasa aspiradora a las alfombras, enjuaga los gabinetes. ¿Cómo pueden pelear y al día siguiente ninguno de los dos estar enojado? Las peleas de ella con Correa duraban días. La rabia, el resentimiento, las fantasías de revancha, permanecían con ella hasta mucho después de que había olvidado por qué habian peleado.

No quiere decir que el porqué importara. Sus peleas no tenían ni lógica ni patrón. La única certeza era que Correa la golpearía. La golpeaba si le prestaba demasiada atención a otro hombre, y la golpeaba si no lo hacía, porque el ignorar a otro hombre significaba que ella estaba fingiendo no conocerlo para ocultar sus deseos verdaderos. La golpeaba si ella no se ponía guapa y bien aseada, pero si se vestía muy bien, la golpeaba porque estaba tratando de atraer demasiada atención hacia sí misma. La golpeaba si estaba bebido. La golpeaba si no había bebido. La golpeaba si perdía a los dominós, y si ganaba, la golpeaba porque ella no lo felicitó lo suficiente.

No recuerda haber tenido una pelea con Correa en la que ella no hubiera salido llena de moretones, hasta el punto que, aun cuando él se portaba dulce y contrito, no confíaba en él. Él la besaba, le traía regalos, le acariciaba su cadera suavemente y le decía que era bella. Y ella lo escuchaba y a veces le creía, pero siguío cauta.

Le es difícil creer que Charlie, con sus sogas y sus cuchillos y su manera abrupta, no sea violento cuando se enoja. Se pregunta si las peleas entre Karen y Charlie son tan comedidas porque saben que ella está ahí, al final del pasillo.

Pero desecha la idea. La cercanía forzada de vivir con los Leverett, piensa, la afecta más a ella que a ellos. Esta es su casa. Pueden comportarse como quieran en ella. América es la que tiene que cuidar cada paso y mantenerse alerta. Ella es la que siempre tiene que andar consciente de cómo la perciben, porque depende de ellos. Pero ellos dependen de mí también, se contradice. Karen, por lo menos. Ella empuja duro contra la funda que ha estado planchando. Que estúpida soy, se reprende a sí misma, los ricos no necesitan a nadie. Me pueden reemplazar con una llamada telefónica.

—Me estoy acostumbrando— América le dice a Ester cuando la consigue en casa después de tratar por varios días. —Lo único es que las horas son largas. Cuando llego a acostarme ya estoy agotada.

—¿Te pagan extra por trabajar tarde?

—Es sólo por un tiempito, hasta que Karen se acostumbre en su trabajo nuevo.

—Aquí no trabajabas tan duro.

—No trabajaba horas tan largas pero sí trabajaba duro.

América oye un suspiro largo y lento mientras Ester chupa su cigarrillo. —Recibí tu giro— dice. —Lo usé para pagar la luz y el agua.

—Viene otro esta semana.

América no quiere preguntar por Correa, no quiere que Ester se dé cuenta de que siente curiosidad por saber si él todavía la anda buscando. —Vi a Paulina y su familia el domingo pasado.

Le cuenta a Ester lo mismo que le contó a Rosalinda, pero suena forzado, con poco interés hasta para ella. —Elena es bella, bien delicadita—. Habla de su visita, describe la vista de un puente por la ventana de Paulina, lo que sirvió para la cena, la ropa que le dio a América, pero el recuerdo de Correa le corroe la mente. Quiere darle a Ester la impresión de que su vida está progresando como debe, que la está disfrutando en Nueva York. ¿Pero me ha olvidado tan pronto?, quiere saber, ¿me está buscando todavía?

Ester no menciona a Correa. América estira la conversación lo más que decir, hasta que ha preguntado por todos los vecinos que se le ocurre, pero no por Correa, no por él. Ester no menciona el nombre de Correa, y a América le da vergüenza preguntar. Cuelga el teléfono, frustrada y enojada consigo misma. ¿Por qué le importa lo que él esté haciendo y dónde esté? Ella lo ha dejado para siempre, no quiere verlo jamás. No le importa lo que él esté haciendo. Ya no hay nada entre nosotros. No hay nada. Nada.

—¿Habla español?— La voz suena incierta, suave, con un fuerte acento. La mujer es bajita y rechoncha, con piel del color de una nuez tostada, con pelo negro lacio, ojos negros, labios tan carnosos que las estrellas de cine los envidiarían.

—Sí, hablo español—. América ha estado empujando a Meghan en un columpio. Ella y la mujer se han estado observando por los últimos diez minutos mientras los niños que trajeron al parque corren, saltan y se balancean desde anillos de acero suspendidos de una estructura de juegos.

—Mi nombre es Adela.

América se presenta. Está tiritando. El aire húmedo de marzo, que Karen dice significa que la primavera viene pronto, se siente tan frío como el aire de febrero. Meghan quiere jugar en los túneles de madera, así que Adela y América la siguen, charlando y conociéndose.

—Yo trabajo de interna— Adela le explica y señala a las dos niñas que cuida. Ella es de Guatemala, donde trabajó como enfermera en una clínica privada. —Pero aquí, como usted sabe, nosotras tenemos que hacer lo necesario—. Su esposo vive en otro pueblo, donde trabaja cuando puede como jardinero. —Es difícil conseguir trabajo para una pareja— dice—, y cuando se encuentran, no quieren pagar mucho.

—Pero ¿cuándo lo ve?

—Él me recoge los sábados por la noche. Él no trabaja los domingos, así que pasamos el día juntos. Alquilamos un cuarto en una casa con otras tres parejas.

El español de Adela es tan musical que América sigue haciéndole preguntas, fascinada por el sonido de su voz, el ritmo de sus palabras.

—¿Cuánto tiempo lleva usted aquí?

—En mayo cumplo tres años, pero yo no estaba, uhm, casada cuando primero vine.

Adela le hace preguntas a América sobre su situación, pero América no está tan dispuesta a hablar de su vida y da tan poca información como puede sin ser descortés.

Meghan viene corriendo, sus manos entre sus piernas. —Yo tengo que hacer pipi.

—Okei, vámonos a casa—. América la levanta hasta su cadera y llama a Kyle del tobogán.

—Yo no me quiero ir todavía.

—Nos tenemos que ir. Meghan necesita inodoro.

—Vayánse ustedes y regresen luego.

—Casa muy lejos. Tú vienes ahora—. Ella camina hacia el carro. Él finge ignorarla, pero cuando ve que ella no mira para atrás, la sigue sin ganas.

Adela viene corriendo. —Yo vivo aquí cerca. Si usted quiere, puede usar el baño.

—Oh, no, se lo agradezco. De todas maneras, ya es hora que estemos en casa.

Meghan rebota sobre la cadera de América. —Yo tengo que hacer pipi ahora.

—La niña podría tener un accidente— Adela indica.

América mira a Meghan, cuya cara está forzada en una mueca. —Okei— dice, —pero no podemos estar mucho tiempo.

Pone a Meghan en el asiento de seguridad infantil. Kyle saca su Gameboy del bolsillo detrás del asiento, y antes de que salgan del lote de estacionamiento, está gruñiéndole a las criaturas que brincan alrededor de la pequeña pantalla.

Ella es tan amable, América piensa al seguir el Caravan de Adela fuera del lote del parque. América no considera que la amabilidad de Adela sea gran cosa. Piensa que Adela es demasiado atrevida, que invitar a una mujer que acaba de conocer a entrar en la casa de la gente donde trabaja, ni siquiera su propia casa, es tomarse libertades que señalan falta de respeto para sus patronos.

Ella sigue la camioneta por un largo camino de entrada que da a una casa que se le parece a América a las moradas de asesinos y fantasmas que ha visto en las películas. Está pintada de marrón oscuro. Tiene miradores en el segundo piso, un balcón alrededor del primero y decoraciones talladas que dan la impresión de encaje alrededor de los aleros y a lo largo del balcón.

—¡Se parece a la casa de los Addams Family!— Kyle chilla.

—¿Quién familia de Adán?— América pregunta.

Kyle tararea una cancioncita y castañetea sus dedos.

—Okei, Meghan, vamos. Tú permaneces en carro, Kyle. Nosotras salimos pronto.

Con Meghan en su cadera, América sigue a Adela y a las dos niñas adentro de la casa. Una puerta enorme tallada con diseños enigmáticos se abre a la oscuridad de un vestíbulo con paneles de madera.

—El baño está aquí— Adela las conduce al fondo de la casa. Meghan entra corriendo y cierra la puerta antes de que América tenga la oportunidad de entrar con ella.

—¿Le gustaría beber algo?

—No, gracias— América responde—, tengo que ir a casa a cocinar.

—Oh, ¿usted tiene que cocinar también?

—Sí. ¿Usted no?

—No. Yo sólo soy niñera. La señora cocina.

—Yo cocino para los niños— América miente, de pronto a la defensiva.

—Ya—. Meghan sale del baño luchando por abrocharse sus jeans por sí misma.

—¡Qué niña grande!— Adela la felicita, y América toma a la niña de la mano y regresa por el vestíbulo.

—Gracias.

—Porque no nos encontramos otra vez— Adela sugiere. —Aquí está mi número de teléfono. Usted me llama.

América toma el trozo de papel, rasgado de una revista, y baja las escaleras del balcón corriendo. —Nos vemos— le dice a Adela.

Adela es la primera sirvienta que habla español que ha conocido desde que llegó aquí, y América está excitada y aprensiva a la vez de haberla conocido. Es que ella es tan...América se esfuerza por encontrar la palabra. Confianzuda. Eso es. Aunque se trataron formalmente, usando el usted, aun así América todavía siente que Adela cree que pueden ser amigas sólo porque las dos son criadas. Pero las amistades, se dice, dependen de mucho más que una ocupación en común. Sacude su cabeza, murmurando: ¿Qué estoy diciendo? Yo no tengo amigas.

Llega al fondo del camino de entrada de la casa de los Leverett, camina a la entrada posterior y abre la puerta con sus llaves.

—¡Se te olvidó Meghan!— Kyle chilla cuando América lo deja entrar en la casa.

La niñita llora sosegadamente y rehúsa mirar a América cuando ella tiernamente la levanta del asiento infantil, la estrecha contra a su pecho y la lleva adentro.

Se va a pasar el fin de semana en el Bronx porque no sabe a dónde más ir. Es un sábado húmedo y ventoso cuando América sube las escaleras de la estación en Fordham. No hay nadie esperándola. Permanece debajo de la marquesina de un almacén, temblando de frío, preguntándose cuánto debe de esperar antes de llamar a Paulina. Al cruzar la calle, un carro se para con un chillido de frenos. Cuando mira en esa dirección, ve a Darío agitando la mano por la ventana abierta del carro. Ella le devuelve el saludo y mira con horror cuando hace un viraje en U desde el carril derecho, causando que se desvíen los carros de ambas direcciones y frenen a fin de evitar chocar con él. Estaciona en doble fila al frente de ella, ignorando las bocinas y las maldiciones de los otros conductores.

—Yo la llevo— le dice, caminando alrededor del carro para abrirle la puerta, —Doña Paulina me mandó porque Don Leo no está en casa—. Está mojado de pies a cabeza y su figura huesuda pálida la hace recordar un pollo después de que se le arrancan las plumas. América esconde su sonrisa al deslizarse en el asiento de pasajeros.

—Siento que tuviera que esperar— Darío se disculpa al montarse en el carro. —Doña Paulina me llamó a última hora.

Él entra al tránsito sin hacer señales, pisa el acelerador con el otro pie en el freno. América busca un cinturón de seguridad, pero no lo encuentra. Ella agarra el apoyabrazos, empuja su pie derecho contra el piso hasta que le parece que saldrá al otro lado.

—No queda lejos de aquí— Darío dice, quitando sus ojos del camino para hablarle.

—Ah, bueno— contesta ella, temerosa de que la conversación lo distraiga y ponga su vida en peligro. Él se come dos señales de STOP sin disminuir la velocidad, usa su bocina liberalmente al acercarse a la intersección. Cuando ve el alto edificio verde al final del bloque, América suspira de alivio. La calle está llena de vehículos estacionados. América teme que Darío quiera dar la vuelta al bloque buscando un espacio, pero se detiene frente al edificio para dejarla bajar.

—No tiene sentido que usted se moje— le explica, abriéndole la puerta de pasajeros.

América corre hasta el vestíbulo, se inclina contra la puerta para controlar su respiración y dar una oración de gracias al cielo. Es un loco, se dice a sí misma, apretando el botón del apartamento de Paulina.

—Ay, mi’ja, yo hubiera preferido mandar a otra persona a recogerte, pero no quería que esperaras bajo ese aguacero.

—Yo creo que él te quería impresionar— agrega Elena.

—¿Tratando de matarme?

—Es que él trabaja como chofer de taxi— Paulina explica—, ellos todos guían así.

—No le digas eso Mami, o la vas a hacer caminar a dondequiera que vaya— Elena dice con una sonrisa.

Las tres han pasado el día terminando cortinas nuevas; volantes de ojalillo blanco en la sala, gasa verde en la cocina, diseños de fruta en el comedor. Parada en una de las fuertes sillas de la cocina, Elena ha colgado las cortinas, y las tres mujeres ahora caminan de un cuarto al otro admirando su trabajo y arreglando los muebles en configuraciones nuevas.

—Ese es el problema con cambiar las cortinas— Paulina suspira—, todo lo demás se ve viejo y gastado.

—Quizás deberíamos pintar— Elena sugiere, sus manos en sus caderas, entrecerrando los ojos críticamente, mirando las paredes azul pálido.

—Ay, nena,¡por favor! Yo no podría vivir con el desorden.

—Sólo la sala. Nosotras podríamos terminarla en una tarde.

América retrocede a una esquina, temerosa de que Elena está incluyéndola a ella en su “nosotras”.

—Se vería bonito con un azul más oscuro en el cielorraso— oye a Elena decirle a su mamá cuando se escabulle a la cocina para servirse un vaso de jugo. Afuera, la lluvia continúa a cántaros y le hace recordar las tormentas que atacan a Vieques de vez en cuando, que arrastran la tierra desde las colinas hacia el mar. Cuando era niña, América siguió una de las barrancas desde las colinas de Puerto Real hasta la playa, donde el agua de lluvia entraba al mar, cargando hojas, ramas y animales muertos como para devolverlos de donde vinieron. Se le ocurrió entonces que si seguía lloviendo así, la isla de Vieques entera podría desaparecer en el mar. Por varias semanas tuvo pesadillas de que se estaba ahogando. Las tormentas todavía la llenan con el terror de un peligro inminente, con la sensación de que el terreno bajo sus pies no es sólido y que podría resbalar y caerse a la nada en cualquier momento.

Eso no puede suceder aquí, se consuela a sí misma, mirando por la ventana y viendo nada más que azoteas. No hay tierra que se lave hacia el mar. Es todo cemento duro, ni un pedacito de tierra. Se siente llena de tristeza, de un anhelo que no puede todavía identificar porque es tan nuevo. Bebe su jugo de naranja y mira la lluvia que apedrea los tejados oscuros de los edificios y se pregunta qué significa esta nueva tristeza. Tarda un rato en darse cuenta de que siente nostalgia por las vistas familiares de Vieques, por las verdes colinas y la luz amarilla del sol cálido, las brisas saladas del mar. las casas bajas, cerca del suelo. América se aparta de la ventana como para borrar este mundo nuevo, tan duro y gris, tan frío, desprovisto de memorias.

Darío la mira a lo largo de la cena del domingo. Su mirada es constante, como la de un lagarto, fija en cada uno de sus movimientos. Pero cuando ella mira en su dirección, él baja los ojos y un rubor de vergüenza matiza su tez pálida.

—Él es tímido— Elena le dice a América cuando las jóvenes se reúnen en su cuarto después de la cena.

—Ese pobre tipo te tiene miedo— Carmen sugiere.

—Es que tú no le das un chance— agrega Teresa.

—Yo no quiero darle un chance.

—Los hombres buenos y trabajadores son difíciles de conseguir— advierte Carmen.

—Yo no estoy buscando un hombre.

—Pero es buena idea tener uno por ahí en caso que lo necesites— dice Teresa, y las niñas se ríen y se dan palmadas las unas a las otras.

—Esto es lo que debes hacer— Carmen dice. —Debes ser más amable con él. Sonríele de vez en cuando. Déjalo que te invite a cenar, o al cine, si prefieres un sitio donde no tengas que hablarle.

—Ay, Carmen, qué mala eres— Elena hace pucheros. —Le estás diciendo que lo use.

—¿Y por qué no? Los hombres siempre usan a las mujeres.

—Pero eso no es bueno para América— añade Teresa—, porque ella todavía se está recuperando de unas relaciones malas.

Al oír esto, las otras dos mujeres evitan mirar hacia América, cuya cara ha enrojecido.-Disculpen— ella dice, y deja el cuarto.

—¿Dije algo malo?— Teresa le pregunta a las otras en un tono quejumbroso.

América se encierra en el baño. El espejo sobre el lavamanos refleja su cara enrojecida, sombreada por un ceño profundo. Le gustaría lavarse la vergüenza con el agua nueva y fresca, pero eso le dañaría su maquillaje, así que le da la espalda al espejo.

Unas relaciones malas, ella dijo. Quince años de mi vida resumidos en tres palabras. Como si las relaciones malas fueran una enfermedad, como el cáncer o la gripe. Algo de lo que una se tiene que recuperar.

Se oyen unos rasguños en la puerta, seguidos por un suave,-¿Puedo entrar?

—Ya voy— América llama, haciendo correr el agua en el inodoro. Cuando abre la puerta, Teresa entra sin dejar salir a América.

—Siento mucho si te ofendí— dice ella afligida. —Yo no quise decir...

—Está bien— América evita mirar los ojos vivaces y amplios de Teresa.

—No está bien. Te he insultado y te he lastimado y lo que tú deseas es que yo me vaya y que te deje tranquila. No lo niegues, yo sé que es cierto—. Teresa se inclina contra la puerta, sus brazos enjutos cruzados al frente de su pecho plano.

—Es que todavía estoy un poco sensible con ese asunto— América se disculpa.

—Y tienes todo derecho de estarlo, y de decirle a personas como yo que dejen de estar metiéndose en lo que no les importa.

Pues no te metas en lo que no te importa, América piensa pero no lo dice.

—Mírame— dice Teresa—, me molesta que no me mires a los ojos cuando hablamos.

América se sorprende. ¿Teresa leerá mentes? Levanta sus ojos a los de Teresa. Son ojos bondadosos, grandes y redondos, como si vieran más que los de otra gente.

—Lo siento— América dice.

—Tú te disculpas demasiado.

—Lo sien... —América se ríe.

—Debes de reír más.

—Tú tienes muchas opiniones.

—Mi madre es psíquica— dice Teresa con aplomo, como si todas las madres lo fueran. —Ella no habla. Ella hace pronunciamientos. Yo creo que de ahí es que sale esta actitud.

—¿Eres tú psíquica?

—¡Ni en sueños! Yo no te puedo decir lo que voy a hacer en los próximos cinco segundos—. Ella mira a América. —Pero sí puedo decirte algo sobre ti misma que quizás tú no sepas.

—¿Qué?

—Que todos aquí somos tus amigos y queremos ayudarte a empezar de nuevo.

—Gracias...

—No voy a fingir que no he oído lo que dicen de ese hombre con quien tú vivías...

—Correa...

—Y te puedo asegurar que aquí nadie te culpa a ti por dejarlo. Así que debes de dejar de sentirte culpable por eso...

—Yo no me siento culp...

—No es tu culpa que él te maltratara. Ese tipo de hombre no necesita ninguna excusa para golpear a las mujeres. Sólo porque él es así no significa que todos los hombres sean iguales—. Teresa abre la puerta del cuarto de baño. —Eso es todo lo que te quería decir—. Ella alcanza el inodoro detrás de América y hace correr el agua. —Hasta luego— dice con una sonrisa pícara y se va.

Ahora es América la que está agitada. Mientras Teresa hablaba, América se sentía sofocada por la ira. ¿Quién se cree ella que es, sermoneándome a mí como si yo fuera una niña? Ella vuelve a su reflejo, pero esta vez su rostro enrojecido parece feroz, los ojos brillan con furia. América se asusta de sí misma.

Ay, Dios mío, murmura, llevando sus manos hasta las mejillas. Esta es la cara que Rosalinda ve cuando estoy enojada. Refriega sus dedos contra sus mejillas calientes, aprieta sus labios, sus ojos, como si todo este esfuerzo fuese necesario para reclamar la cara tranquila que piensa que presenta al mundo. Cuando abre sus ojos, ve a la América conocida, con los ojos pintados y las mejillas rosadas con colorete. Traga duro varias veces, como si el nudo que se le forma en la garganta por la rabia frustrada fuera tan sólido como un alimento que nutriera una parte de ella sepultada hondo, hondo, hondo en sus entrañas.