Margarita Guerra

Él no llama. América se queda despierta, mirando la televisión sin verla, programa tras programa en los cuales yanquis blancos se hablan sin cesar mientras el público se ríe. Todo el humor parece ser basado en malentendidos. Después de las comedias, un programa informativo. Enseñan cables de alta tensión y confirman la teoría de Ester de que la electricidad causa cáncer. Luego dan las noticias, todas malas. Los deportes. El tiempo. Luego más programas cómicos de los que ella no se ríe. Y él no llama.

Cuando oye un carro, se pone tensa. La puerta del garaje se abre y cae de cantazo. Las puertas interiores de la casa se abren y se cierran, Karen y Charlie suben las escaleras, silenciando a los niños, que se quejan de cansancio. Se acomodan y todo vuelve al silencio. Después de un rato, voces y suspiros distantes. Karen y Charlie se hacen el amor por primera vez en una semana. Y vuelve el silencio y ella todavía espera que Correa llame, pero él no lo hace.

Es Viernes Social en Puerto Rico. Él probablemente está con sus amigos, bebiendo y disfrutando. Puede ser que se haya olvidado de mí. Puede ser que esté con su esposa. Quizás mientras yo espero aquí, él está enredado en los brazos de su mujer. El pensamiento la enfurece. Apaga el televisor, se prepara para la cama, se acuesta con los ojos abiertos hasta que se apagan las estrellas en el cielorraso. Y es mañana y él no ha llamado.

—Lo siento, Tía. Yo tenía planes de ir, pero me necesitan aquí—. Ella se desprecia por mentirle a Paulina, espera que acepte la excusa y que no le pida detalles que aumentarían la mentira.

—Queríamos celebrar tu cumpleaños— se lamenta Paulina. —Lo hacemos el fin de semana que viene, entonces.

—Sí, el que viene.

—Bueno, hablamos durante la semana.

América se queda en la cama, envuelta en el edredón, boca abajo, una almohada debajo de su vientre. Tiene dolores menstruales, los que cree fueron acelerados por la tensión de esperar la llamada de Correa. Las píldoras anticonceptivas le daban períodos cortos y ligeros, sin dolor. Pero no trajo sus píldoras, no las necesitaría, pensó, no quiere sus efectos secundarios. Quizás, reflexiona ahora, los días azules no eran culpa de las píldoras, sino de mi vida.

La familia transita por el pasillo. Va a esperar hasta que se vayan, entonces bajará y se preparará un té de manzanilla. Los sábados por la mañana Meghan tiene gimnasia y Kyle va a karate. Si Karen los lleva, Charlie probablemente estará en su oficina o en el cuarto de hacer ejercicios, así que tendrá la casa sola por una hora más o menos.

El teléfono suena. Ella se arrastra a alcanzarlo.

—¿América?

—Oh, ¿cómo estás Darío?— No puede ocultar su desencanto.

—Paulina dijo que no venías este fin de semana.

—Tengo que quedarme aquí—. Eso no es mentira.

—Tú no estás enojada conmigo por algo, ¿verdad?

—No, ¿por qué estaría yo enojada? No. ¿Cómo puedes pensar eso?— ella vacila. —Tengo que quedarme aquí para recibir una llamada y no sé cuándo va a entrar, así que creo que es mejor que me quede—. ¿Por qué le estoy dando tantas explicaciones?

—¿Una llamada de quién? No, no tienes que contestar eso, no tiene nada que ver conmigo.

—Yo voy el fin de semana que viene, ¿okei?— ahora ella suena como Karen Leverett apaciguando a uno de los n enes.

—Está bien. Pues mejor es que cuelgue.

—¿Oh?

—Para que no le suene ocupado a la persona que te está tratando de llamar.

—Oh, sí, es verdad, okei.

Él no le ha creído. Piensa que se ha inventado esta excusa para evitar verlo. Ay, Dios mío. América se acuesta boca abajo de nuevo. Yo tengo la peor suerte con los hombres.

Baja después que oye salir los dos carros y la casa suena tranquila. La cocina es un caos de tazas y fuentes sucias, platos en la isla, en la mesa, en el fregadero. En la tostadora, dos pedazos de pan están tan quemados que se deshacen cuando los saca. Está tentada a ordenarlo todo, pero se acuerda de que una mujer viene los fines de semana y cree que le toca a ella el limpiar la cocina.

Alguien está tratando de abrir la puerta del frente. América se paraliza, escuchando, tratando de decidir si subir corriendo a su cuarto o si investigar quien es. La puerta se abre antes de que ella llegue a una decisión.

—¡Hey, hi!— Charlie entra, sus pantalones cortos y su T-shirt empapados de sudor. —Precioso día, ¿verdad?— él pregunta sin esperar una respuesta. Abre una botella de agua mineral y se la bebe de unos cuantos tragos, su mano derecha en su cadera, sus ojos cerrados como si no pudiera ver y beber a la misma vez. —¡Ah! ¡Deliciosa!— tira la botella en el cubo de reciclar. —Bueno— dice, apoyando sus manos en el gabinete, mirándola como si estuviera a punto de interrogarla. —¿Cómo van las cosas?

—Okei— dice con una sonrisa débil.

—¿Cómo te gusta Bedford?

—Es muy bonito.

—Bueno, pues nosotros estamos contentos de que estés aquí-dice, alejándose. —Te veo más tarde—. Desaparece por las escaleras hacia el sótano.

Menea la cabeza de lado a lado. ¿Qué diría él si yo le dijera cómo van las cosas de verdad? Mi mamá es alcohólica, jadea silenciosamente, y mi hija de catorce años se acuesta con cualquiera y quiere ser una corista cuando sea mujer. Pero eso no es todo, Sr. Leverett. Mi marido, que no es mi esposo, es un celoso y posesivo abusador de mujeres de quien yo me escapé cuando vine a trabajar para ustedes. Él ahora sabe donde estoy porque mi hija, la vedette, quien me odia, le enseñó un sobre con un matasellos. Y es tan ingenioso que encontró su dirección, Sr. Leverett, en esas páginas necias que la oficina de turismo guarda para que ustedes, los turistas, se sientan fuera de peligro en las playas de Vieques. Y ahora, Sr. Leverett, yo tengo miedo de salir de su casa porque estoy esperando a que mi marido, que no es mi esposo, me llame y me insulte por teléfono para yo asegurarme de que por lo menos él está en Puerto Rico y no en su vecindario buscándome. ¿Y cómo le van las cosas a usted?

Se lleva su té y su tostada a su cuarto, cierra la puerta y se sienta en el sofá. Está furiosa. Esto es lo que él quiere. Aun desde Puerto Rico me esté controlando, haciéndome encerrar en mi cuarto, esperándolo.

Sorbe su té, muerde su tostada, toma su tiempo porque no tiene nada más que hacer. Sentada, mira por la ventana las hojas verdes de un árbol en el patio de enfrente. No hay mariposas, se le ocurre. En casa, si miraba por una ventana, siempre veía mariposas. Pero no he visto ni una mariposa desde que llegué. Puede ser que sea muy frío para ellas. Todo se muere aquí en el invierno, los pájaros, las mariposas. El teléfono suena.

—América—. Él susurra su nombre, como lo hace cuando hacen el amor.

—Correa—. Y ella lo nombra en voz baja, como si hablar más alto lo hiciera aparecer.

—Me diste una buena lección, béibi—. Se oye una sonrisa en su voz.

—Rosalinda dijo que tú me querías hablar—. Ella será fuerte, no llorará, no le dejará saber que tiene miedo.

—Estamos hablando, ¿no es verdad? Estamos hablando, béibi. Debimos haber hablado desde hace tiempo.

Ignorará su tono paternalista, fingirá que están teniendo una conversación normal. —¿Cómo estás?

—Bien, bien. Lo más bien. ¿Y tú?

—Yo esperaba que me llamaras anoche. Le dije a Rosalinda que te dijera que me llamaras—. El resentimiento se desborda de su ser, a pesar de sus esfuerzos por controlarlo.

—Estaba muy ocupado anoche, béibi. Pero aquí estoy. Me haces falta, tú sabes que tú eres mi mujer—. Está jugando con ella. Pero ella no sabe si está siendo sarcástico o no.

—¿Dónde estás, en Fajardo o en Vieques?

—¿Te hago falta? Dime si te hago falta.

No estaba siendo sarcástico. —Sí, me haces falta—. Ella sí lo es.

—No debiste haberte escapado de mi de esa manera, América. Me volví loco. Pero me diste una buena lección. Te prometo que voy a cambiar, béibi. Me voy a divorciar y tú y yo nos vamos a casar. En una iglesia y todo. Me haces tanta falta, béibi, tú eres la única mujer para mí. Tú lo sabes, ¿verdad?

—Sí—. Ella jugará con él, hará lo necesario para que siga hablando así, como un amante. Para prevenir que la maldiga y que la insulte y que la amenace. Hará lo necesario para prevenir que se enoje, que encuentre, aun desde esa gran distancia, una manera de lastimarla.

—Perdóname. Te juro que jamás voy a alzar mi mano sobre ti. Te hago esa promesa sobre la tumba de mi santa madre. Te lo juro.

—Está bien.

—Voy a arreglar la casa y viviremos allí. En mi casa, no la de Ester. También le voy a arreglar un cuarto a Rosalinda. Ella quiere que seamos una familia de nuevo. Esa nena es tan sentimental. Todo esto ha sido bien difícil para ella. No te estoy culpando. Yo también tengo la culpa. Es que te quiero tanto, América. No puedo tolerar la idea de perderte. ¿Me entiendes, béibi? ¿Entiendes lo que te estoy diciendo?

—Sí.

—Ni tampoco quiero que trabajes más. Te quiero en casa, siendo mi esposa, y cuidando a nuestra hija, y puede ser que hasta unos cuantos hijos más. Te gustaría eso, ¿verdad, béibi? Vamos a ver si hacemos un varón esta vez.

—Está bien.

—Sí, béibi, está bien. Estás hablando con un hombre nuevo, béibi. Un hombre nuevo. Me diste una lección que jamás olvidaré. Me haces falta, béibi. ¿Te hago falta a ti? Dime sí te hago falta.

—Sí—. ¿Estará sordo? ¿No oirá el tono monótono de su voz, las respuestas automáticas? Ella le está diciendo lo que él quiere oír. Ella está jugando con él.

—Vamos a ser felices, ya lo verás. Vamos a envejecer juntos, tú y yo. Vamos a ser los viejitos más lindos en Vieques, ya vas a ver. ¿Okey, béibi, okey?

—Okei.

—Bien. Yo llamo a la agencia y te compro un pasaje para mañana. Empaca tus maletas, béibi, que te voy a buscar al aeropuerto en San Juan. Y mañana vas a ver un hombre nuevo esperándote.

La imagen de Correa esperándola al otro lado de un vuelo la despierta del estado casi hipnótico en el cual lo ha estado escuchando.

—Mañana. Correa mañana es muy pronto.

—¿Cómo que es muy pronto?— Este es el principio de un gruñido, el principio de la rabia.

—Quiero decir, es que tengo mi regla, y no sería...

Él se ríe, una risa baja y desdeñosa. —Sí, ya veo lo que me quieres decir, sí. Pero no vamos a hacer nada, aunque han sido meses. Yo me puedo controlar hasta...

—Yo quisiera estar...fresquecita para ti...Y quisiera comprar unas cositas para Rosalinda y para Estrella, que ha sido tan buena... —Se odia a sí misma, el tono de su voz, el hablar añoñado para seducir, las indirectas. Pero logra el resultado deseado.

—Tienes razón, béibi, tienes razón. Estoy siendo egoísta. Es que me haces tanta falta.

—La gente para quienes trabajo tienen nenes pequeños. Les debo dar tiempo para encontrar a otra persona.

—Dile que en un par de días te largas. Que vuelves a tu hombre. Así mismo le dices—. Como si unos cuantos días fuesen un gran privilegio. —Yo llamo a la agencia y te compro el pasaje. No te preocupes por nada.

—Una semana, Correa. ¿Puedo venir el lunes de la semana que viene?— Ella se oye a sí misma como si estuviese rogándole. —Ellos necesitan tiempo para encontrar a otra persona.

Él vacila. —¿Una semana?— ella aguanta la respiración, entonces respira cuando él cede. —Está bien, una semana. Te llamo más tarde para hablarte de tu vuelo. Espera a que te llame.

—Okei.

—Te amo, béibi.

Espera a que él enganche, cuelga el receptor cuidadosamente y se queda mirando por la ventana. No hay mariposas en este sitio. Todas se han muerto.

Entre el dinero que trajo de Puerto Rico y lo que ha ahorrado después de enviarle giros semanales a Rosalinda y a Ester, América tiene $397.22 en su cuenta. No puede llegar muy lejos con $397.22.

—Hola, Frida. ¿Tiene un momento?

—Sí, cómo no. Mrs. Finn se llevó a los niños al cine. Me he pasado el día planchando. Yo odio planchar.

—Yo quería saber si su hermana o su hija conocen de otro trabajo.

—¿Para usted? Un momentito—. América oye a Frida poner la plancha en la tabla, arrastrar una silla y sentarse, esperando una buena charla. —Yo creía que a usted le gustaba trabajar con los Leverett.

—Necesito mudarme, pero no por aquí.

—¿Qué le pasa? Suena algo perturbada.

—Lo siento, no me dí cuenta —. América se pasa la mano por la nariz. —Tengo un problema y necesito encontrar otro lugar donde vivir.

América se imagina a Frida inclinándose hacia el teléfono, esperando los detalles. Pero no se los da.

—Bueno— dice Frida, no queriendo parecer una entrometida al hacerle más preguntas a América de las que ella quiera contestar. —Yo llamo a ver.

—Lo agradecería.

—Cómo no.

—Gracias, Frida.

—Sí, no se preocupe.

Se le ha agotado la energía en esa llamada, en admitirle a alguien que necesita ayuda. América imagina que, en el tiempo que se tarda en caminar hasta el otro lado de su cuarto, Frida habrá llamado a Mercedes, quien llamará a Liana, quien llamará a Adela, hasta que todas sabrán que ella está buscando otro trabajo. Especularán sobre la razón y citarán conversaciones que puedan dar una idea de por qué ella quiere dejar a los Leverett después de tan poco tiempo. Se preguntarán si los Leverett van a necesitar empleada y si pueden ganar con ellos más de lo que le pagan sus patronos. Pero no se comprometerán con los Leveretts hasta que no sepan por qué ella quiere salir de su casa.

En cuanto a mí, América piensa, tengo una semana para calcular lo que debo hacer. Una semana para desaparecera sabe Dios dónde. Y en cuanto lo haga, no se lo voy a decir a nadie. Ni a Mami. Ni a Rosalinda. Ni a Tía Paulina. A ninguno de ellos. Me voy adonde no me conozcan. A algún sitio donde no se encuentre ni un puertorriqueño para así no tener posibilidad de encontrarme a alguien que me conozca. Puede ser que hasta me cambie el nombre. Pero no voy a volver. Ni por él. Ni por ella. Por nadie.

América tiene hambre, pero no quiere usar la cocina de los Leverett. Estaba tan desordenada cuando primero bajó, y ahora los niños están en casa, así como Charlie y Karen. Ella no quiere tener que hablarles, no quiere tener que fingir que todo anda bien. Se va a ir a Mount Kisco a comer comida china. Necesita un poco de aire fresco.

—América está aquí— anuncia Meghan cuando ella baja. La familia está a la mesa, almuerzando tarde o cenando temprano, no sabe cuál.

—Voy a salir. ¿Es okei si llevo el Volvo?

—Sí, cómo no— dice Charlie.

—¿Puedo ir contigo?

—No, ustedes se quedan con nosotros. Es el día libre de América y ella tiene cosas que hacer, ¿okey?— Karen trata de parecer severa, pero no es parte de su naturaleza. Sonríe demasiado.

Una mujerona sale del baño. Tiene el pelo largo y lacio amarrado en un rabo de caballo, con una pollina juvenil sobre ojos azules. Pero no es una nena ni tampoco una mujer madura. Su cara es carnosa, con altos pómulos y el tipo de facciones bonitas que provoca piropos, usualmente seguidos por “que pena que esté tan gorda”.

—Esta es Johanna— Karen dice, sin pararse de su silla. —Johanna, ésta es América.

—Hi— dice Johanna amistosamente.

—Hola—. A América le gustaría alegrarse más de conocerla, pero no es así. Esta es la mujer que cuida a los niños durante el fin de semana, que deja la cocina alborotada, que no arregla los dormitorios, así que cuando América regresa, se pasa la mejor parte de su mañana guardando juguetes y recogiendo ropa de dondequiera que los niños la han tirado. —Gusto en conocerla— América miente.

Johanna se sienta entre Kyle y Meghan, como un miembro de la familia. América saca las llaves del Volvo de la gaveta. —Los veo más tarde.

—Adios, América— cantan los niños en español.

—Que lo pases bien— le dice Charlie.

Les va a tener que decir que se va. La semana que viene saldrá de esta casa, se alejará de esta gente y nunca más volverá a verlos. Se lo dirá a Karen cuando estén solas. Ella no espera con ansia las preguntas, las miradas lastimadas, el saber que Karen se sentirá traicionada. Se lo debería de decir esta noche, para darle tiempo de encontrar a otra persona. Quizás Johanna pueda trabajarle por un tiempo.

América está a punto de montarse en el carro cuando Karen sale corriendo.

—Uh, América, antes de que te vayas.

—Sí.

—Quería saber si puedes trabajar el fin de semana que viene—. Karen hunde sus manos en los bolsillos traseros de sus jeans, lo que la hace verse más joven y vulnerable. —Charlie y yo queremos irnos el fin de semana, sólo nosotros dos—. Karen se ruboriza.

—¿Johanna no puede?

Karen parece sorprenderse de que América no se apresure a aceptar la oferta. —Preferiríamos que tú te quedaras. Sería menos perjudicial para los niños.

—Yo no sé—. ¿Cómo decirle que el fin de semana que viene puede ser que ella ni esté aquí?

—Por supuesto que te pagaremos extra—. Como si le estuviera haciendo un gran favor.

América siente el calor subir a su cara. Si dijera algo ahora, no sería nada fino. Así que asiente con la cabeza. —Okei—. Tranquila, humilde, no hay problemas.

—Oh, qué bueno! Bien-Karen retrocede, sus manos todavía en sus bolsillos—, podemos hablar más en detalle cuando regreses, ¿okey?— Entonces desaparece dentro de la casa.

América se sienta frente al volante por un minuto antes de prender el carro. Esta es la segunda vez que Karen Leverett ha querido cambiarle el horario para su conveniencia. Se cree que yo no tengo otra vida sino la que le resuelve sus problemas. No es suficiente que le trabajo quince horas al día, que le estoy criando a los hijos, que recojo tras ellos y les cocino y les mantengo la casa de tal manera que cuando lleguen de sus trabajos esté limpia y cómoda. También parece que debo de suspender mi vida, tengo que estar a su disposición en mis días libres para hacerle la vida más fácil a ella. Como si la vida de ella fuese más valiosa que la mía.

¿Lo será?, se pregunta. Karen Leverett, con su importante trabajo, sus reuniones y llamadas teléfonicas oficiales todas las mañanas, sus papeles esparcidos por toda la sala informal, ¿será la vida de ella más valiosa que la mía? América teme contestarse la pregunta.

Yo no debí haber venido. Fue ridículo el pensar que esto podría funcionar. ¿Cómo no me iba a encontrar Correa? Y mientras más tardara en encontrarme, peor para mí.

América da marcha atrás por el camino de entrada hacia la calle no pavimentada.

Tuve suerte de haber tenido estos últimos tres meses. Tres meses lejos de mi vida verdadera. La vida con la madre amargada y la hija resentida y el hombre que dice que me ama mientras me da una paliza. Tres meses, dos más de lo que me salí de mi vida aquella vez, cuando yo era una niña y él, como ningún hombre que jamás había conocido.

Vira a la derecha en la calle rural pavimentada, con sus curvas para aquí y para allá, confinada en ambos lados por cercas de piedra con portones electrónicos.

Las dos veces que me he ido de Vieques, he salido llena de esperanzas y regreso desilusionada.

Conduce más allá del centro del pueblo, con sus tiendas de antigüedades, sus oficinas de bienes raíces, sus aromáticos negocios gourmet, donde una libra de café cuesta once dólares.

Es mi destino, supongo, que mi vida hubiese resultado de esta manera. Una casa, un hombre, una hija, tres meses de libertad. América suspira.

La carretera sigue cuesta abajo, al frente de la amplia escuela con sus campos de deportes, su pista, una charca, su propio teatro. Más allá, la autopista, hacia el sur para la ciudad, o hacia el norte para ella no sabe dónde. Nunca ha entrado en ella, pero ahora lo hace, y conduce en la dirección opuesta a la ciudad, hacia donde nunca ha estado. Se fija en el manómetro de gasolina. Está lleno. Se pregunta cuán lejos llega la autopista, qué habrá al otro lado y si será distinto a lo que ha visto en los únicos sitios que ha visitado: Vieques, Fajardo, el Bronx, Madison Square Garden, Mount Kisco, Bedford, Westchester County, Nueva York.

Maneja más o menos tres horas, en una autopista limpia y ancha que se desenrolla sin fin por un campo interrumpido de vez en cuando por pueblitos. No voy a parar hasta que no esté el tanque vacío, se promete a sí misma, pero cuando pasa la ciudad de Hartford, los espacios entre pueblos parecen más y más largos y le teme a la oscuridad a las orillas de la carretera. Sale en la próxima salida, sigue las flechas que indican Comida Gasolina Hospedaje. Pasa por el servicarros de un Burger King y se come su Whopper en la autopista hacia el sur, en la dirección de donde acaba de venir.

No puedo huir. ¿A dónde iría? Y de todas maneras, si de ver— dad huyera, me arrestarían por robarme el carro de los Leverett. Se le escapa una carcajada. Esto es lo más lejos que yo he ido a comerme un hamburguer.

Cuando llega a Bedford, son ya pasadas las once de la noche. La casa de los Leveretts está oscura, a excepción de la luz pálida de las lámparas de noche en los dormitorios de los niños. Tiene la llave para la entrada de atrás, y cuando pasa detrás del garaje, una luz se prende automáticamente, encendiendo el patio trasero. Le cuesta abrir la puerta. Cuando entra en la cocina oscura, una figura surge hacia ella desde el descanso de las escaleras traseras. Ella grita, deja caer su cartera, cae contra la puerta.

—América!

La luz se enciende. Charlie, vestido apenas en calzoncillos, está en el descanso, Karen detrás de él.

América solloza histéricamente, recostada contra la puerta, su cartera a sus pies. Karen se acerca, pone su brazo alrededor de su hombro.

—Lo sentimos, no te esperábamos. Nos han estado llamando y después cuelgan. Pensábamos que te habías ido hasta mañana, como las otras veces. Lo sentimos mucho.

Karen lleva a América hasta una silla. Charlie desaparece y regresa vestido en una bata. América no puede dejar de temblar, sollozando como si toda la tensión de los últimos dos días hubiese llegado a su punto máximo cuando vio la figura masculina moverse hacia ella en la oscuridad.

Karen y Charlie intercambian una mirada. —¿Tienes una Valium?— él pregunta, y Karen asiente con la cabeza. Él desaparece de nuevo.

—Lo siento tanto, América. Por favor deja de llorar, nosotros no queríamos asustarte. Aquí tienes un vaso de agua y una píldora. Te ayudará a sentirte mejor.

—No, no. Yo okei. No píldoras, por favor—. América aparta las manos de ellos, se pone de pie, busca su cartera. —Yo okei ahora. Yo voy mi cuarto. Es okei—. Encuentra su cartera. —Yo okei ahora. Yo voy mi cuarto. Es okei—. Encuentra su cartera y sube las escaleras de dos en dos. Karen y Charlie se quedan en la cocina aguantando el vaso de agua y la píldora.

El cuarto está oscuro, sofocante. Cierra su puerta con llave, tropieza en la oscuridad yendo hacia su cama, se tira en ella, esconde su cara en la piel de su gato blanco de ojos azules. El viaje hacia el Burger King le había calmado los nervios. Escuchó la radio casi todo el camino de ida y vuelta, mantuvo su mente ocupada en los paisajes, pensando lo bonito que sería vivir acá arriba, en un bosque donde nadie la conozca. Se cambiaría el nombre a Margarita Guerra, en honor de su tátara-tátara-tátara-tátara abuela. Su apellido sería Guerra, por guerra. Margarita Guerra. Practicó decir su nombre en voz alta mientras manejaba hacia Bedford. Margarita Guerra. Margie, quizás, si lo americanizara, pero se arrepintió porque no tenía suficientes sílabas. Margarita. Le gusta el nombre porque también es el nombre de una flor. Mi nombre es Margarita Guerra, dijo en distintas voces. Margarita Guerra es mi nombre. Yo soy Margarita Guerra. Dijo el nombre tantas veces que, cuando entró en la casa y oyó el fuerte “América”, fue como si la hubiesen desenmascarado. Como si todos los planes que había hecho, todas las fantasías de una vida nueva, de incógnito en los campos de Connecticut, se hubiese descubierto. La figura oscura moviéndose hacia ella, el nombre “América” gritado en voz masculina, rompió el sueño de seguridad que había formado en el largo viaje hacia un Burger King en otro estado. Soy América. América González. Y todos lo saben.

—Te llamé antes y no me contestaste— Correa dice en la madrugada.

Está aturdida, media dormida, media despierta de un sueño en el cual la estaban persiguiendo unas mariposas por un campo de margaritas. —¿Cómo?

—¿Estás sola? —pregunta. Está borracho, ella lo sabe por su voz, porque es torpe de palabra.

—Estaba dormida. Me despertaste de un sueño.

—¿Estabas soñando conmigo?— Se ríe lascivamente, húmedamente.

—No recuerdo— responde, olvidándose de que es un juego, que debe jugar con él.

—¿ Por dónde andabas?— Ahora está enojado, en su voz hay una amenaza. —Te he estado llamando toda la noche. Llamé todos sus números.

América sacude la cabeza, trata de despojarla de margaritas y de mariposas y de su voz. —¿Cuáles números?

—Charles Leverett. Karen Leverett. Esa gente tiene un montón de números—. Está fuera de quicio, como si Información estuviera frustrándolo a propósito.

¿Has estado llamándolos?— con pánico, la voz de América suena como un chillido.

—Te estaba buscando.

—¿Qué les dijiste, Correa?— cálmate. No le dejes saber que tienes miedo.

Él respira profundamente. El licor le modera los reflejos y, aunque puede ser que haya oído el miedo en su voz, tarda más en procesarlo. —No les dije nada. Colgué, como la otra noche cuando el gringuito contestó—. Él está confundido. Ellos nunca han peleado por teléfono. Él prefiere pelear con ella en persona, donde ella no se atreve a retarlo.

América se sienta, su cabeza ahora despejada. —Este es mi número. Los otros son de la casa.

—No esperaste mi llamada—. Él ya se ha recuperado, se acuerda porque está llamando a la una y media de la mañana.

—Tenía hambre. Salí a comer—. Debes de mantener tus respuestas cortas y simples. No le eches aceite al fuego. Cambia el tema. —¿Estás con Rosalinda?

—No debes andar sola de noche. Tú sabes que eso a mí no me gusta.

—Es bien tranquilo y seguro por aquí Y no fui muy lejos.

Él está cansado. Habla a la velocidad de un disco lento. —Te compré pasaje. Para el lunes. Vuelves el lunes. Te estaré esperando—. Una amenaza.

—Okei.

—¿Me traes un regalo?— Obsceno, indecente, casi puede ver donde está su mano mientras habla.

Y ella juega con él, su voz baja y dulce como el almíbar. —Sí, claro. Algo bien especial.

—Oh, béibi!

—Algo que a ti te gusta mucho— susurra y la respiración de él se acelera. Mientras le dice lo que él quiere oír, ella escucha, alerta a cualquier variación en el sonido de su voz, en sus falsas expresiones de amor. —Una y otra vez— ella promete. Lo necesario para mantenerlo atado a la imagen de América su amante, no América la mujer que lo abandonó. Lo apacigua con palabras y está atenta a los sonidos que le darán una idea de dónde está. Por una radio sintonizada en una estación puertorriqueña, o por voces conocidas o, mejor, por la distante y sosegada canción de un coquí.

El domingo por la mañana duerme hasta tan tarde que se pregunta si aceptó la píldora que los Leverett le ofrecieron anoche. Pero no es tanto que se sienta tan aturdida como agotada. Se arrastra hasta el baño, se da una ducha de agua fría, y todavía siente ese agotamiento, como si estuviera arrastrando un gran peso con cada paso.

Johanna y los niños están en los columpios detrás de la casa y ellos también parecen lentos y lánguidos, poco interesados en lo que están haciendo. América se prepara para desayunar en la calle para no interferir con lo que la familia esté haciendo. Cuando baja, la cocina está limpia y Karen está cocinando.

—Buenos días-Karen le dice cautelosamente. —¿Te sientes mejor?

—Sí. Disculpe que me asusté tanto.

—Oh, no fue tu culpa. Yo me hubiera desmayado si me hubiese pasado a mí—. Karen mete unos vegetales en el Cuisinart. Sobre el ruido del motor le explica —Unos amigos vienen a comer.

—¿Es okei que yo me vaya?

—Sí, cómo no. Johanna está con los niños. Todo anda bien.

—Nos vemos esta noche—. América sale rápido, saluda a los niños cuando la ven.

Karen es como una mujer nueva, animada y alegre. Ella y Charlie se han reconciliado. Todas las noches de la semana pasada él durmió en uno de los cuartos de invitados, pero las últimas dos noches durmieron juntos. Tienen el ardor de ena— morados. Diez años de matrimonio y no tienen que fingir el amor. Pueden pelearse y reconciliarse y siguen enamorados.

¿Cuándo dejé yo de amar a Correa? ¿Lo habré amado de verdad? A los catorce años, no puede ser amor. Él me impresionó, y era tan guapo! Me conquistó con sus bellos ojos verdes y su voz masculina. Y las promesas. Ni me acuerdo de ellas. ¿Le hará Charlie promesas a Karen? Si se las hace, ella todavía las cree.

América maneja hacia Mount Kisco, estaciona cerca de la estatua de Cristóbal Colón. Las parejas que tres meses antes instigaron tanta soledad ahora parecen estar rodeadas de una nube oscura. Las mujeres cuyas miradas eran como un reto ahora parecen infelices. Cuando ella pasa, le advierten con los ojos, aguantan a sus hombres, como si ellos fueran el premio de la conquista en vez de su precio. América se les queda mirando hasta que bajan la vista. Hay una razón, les quiere gritar, por la que los hombres llaman a un noviazgo exitoso “la conquista.”

Se pasa la tarde en el cine, mirando a quien cree son los dos hombres más estúpidos que jamás haya visto, actuando aún más estúpido de lo que parecen ser. El cine está lleno de padres y madres con sus hijos. Es el día libre de las empleadas, América sospecha. Y aunque el día está bonito afuera, el cine está lleno de padres cuya idea de pasar el tiempo con sus hijos es sentarse en un cine a mirar a dos zánganos haciendo chistes acerca de pedos.

Cuando regresa, hay cuatro carros al frente del garaje. Está anocheciendo, pero Kyle y tres niños que América nunca ha visto corren alrededor de un árbol, mientras Johanna empuja a Meghan en el columpio. A América le gustaría entrar inadvertida a la casa, pero hay gente en el comedor informal. Cuando entra, la miran con curiosidad, luego apartan la mirada, como hacen los turistas en Vieques. Ella entra y se dirige a las escaleras traseras, deseando ser invisible. Al subir, Karen se asoma por la esquina, como si alguien le hubiese avisado que una desconocida ha entrado, y ella la saluda con la mano y le dice a nadie en particular —Oh, es sólo América.

Se encierra en su cuarto, se cambia de ropa y se prepara para llamar a Ester y a Rosalinda. Cuando termina, se da una limpieza facial con crema arcillosa y se sienta a ver una película argentina en el canal hispano. Mañana va a tener mucho que hacer en la casa. Los niños han traído lodo adentro de la casa en sus zapatos y notó que los adultos en la cocina y en la sala informal parecían tener problemas manteniendo el paté en las galletas.