Trueno distante
América despierta diez minutos antes de las tres de la mañana, sudando y luchando por respirar. Está sola en su cuarto sin ventanas, pero no recuerda cuándo se acostó. Yendo hacia la puerta, tropieza en la oscuridad, la abre, engullendo aire fresco en sus pulmones. Su corazón palpita rápidamente, y se inclina contra el marco de la puerta, los ojos cerrados, escuchando el martilleo en sus oídos. Cuando su corazón recobra el ritmo normal, desliza la puerta de atrás y, descalza, camina en el pasto húmedo. Su camisón atrapa el aire fresco de la noche y aletea alrededor de sus rodillas, como si las estuviera besando. Se pasa los dedos por el pelo, lo levanta para dejar entrar el aire, entonces lo deja caer alrededor de sus hombros. Una brisa apacible le seca el sudor detrás de su cuello y de sus orejas.
El aire huele a las yerbas de Ester, que están sembradas a lo largo de paseos estrechos o en lechos elevados, alineados con troncos y rocas. Las matas de gandules crecen a lo largo de la verja. Dos palos de limón estiran sus ramas espinosas hacia el jardín de la vecina. Cada mata, planta y enredadera es comestible, o útil en el tratamiento de quemaduras, dolores de cabeza o trastornos del estómago.
En la esquina más lejana del jardín, las gallinas cacarean suavemente dentro del corral, como preguntando quién está caminando por allá fuera a esta hora. Cuatro casas más allá, el perro de Nilda ladra una advertencia, luego se calla, satisfecho de que nadie invade su territorio. América se sienta en un banco de hierro oxidado que antes estaba debajo de un árbol de mangó. El huracán Hugo tumbó el árbol, y cuando se llevaron los restos, Ester puso el banco al lado del tronco cortado, como si esperara que brotaran ramas y tomaran el lugar del árbol truncado.
—¿Qué haces tú afuera?-La voz de Ester es un cuchicheo ronco.
América salta en su asiento.-¡Ay, Mami, me asustaste!
—¿Y cómo tú crees que me sentí yo cuando oí a alguien caminando por ahí?
—Ni se me ocurrió. Tú siempre duermes tan bien.
—Esta noche no-Ester dice molesta.
—Hacía tanta calor en mi cuarto— América se disculpa.
—Te vas a enfermar afuera en el sereno sin una bata... ¡y descalza!
América sube sus pies húmedos al banco y se sienta con los brazos alrededor de sus rodillas. Ester rebusca en los bolsillos de su bata y saca una cajetilla de cigarrillos estrujada y un encendedor.
—En otro par de días estará llena— observa, señalando la luna con su cigarrillo.
Es una noche clara. El cielo azul oscuro está surcado con destellos de diamante. De vez en cuando, el cielo se prende de rojo, se oye un golpe seco y la tierra tiembla. En alguna parte de la costa oriental de la isla, la Marina de los Estados Unidos está usando las playas para la práctica de tiro.
—¿Cuándo se fue Correa?— América pregunta.
—Se fue temprano. Ni siquiera cenó.
—Y Rosalinda, ¿comió?
—No quiso salir de su cuarto. Yo le dejé un plato de arroz con habichuelas al frente de su puerta y le dije que estaba ahí. Ella abrió la puerta lo suficiente para coger el plato de comida—. Ester se ríe.
América sonríe, meneando su cabeza de lado a lado. —¿Era yo así cuando tenía su edad?
—Tú acababas de cumplir catorce años cuando...-Ester dibuja una imagen invisible en la tierra con la punta de su chancleta. —Tú nunca fuiste tan mal criada como Rosalinda— concluye, respirando el humo de su cigarrillo hasta la parte más profunda de sus pulmones.
América es silenciada por su sentido de culpabilidad. Trata de recordar cómo era cuando tenía catorce años. Sabe que no estaba tratando deliberadamente de herir los sentimientos de su madre cuando llegaba corriendo de la escuela, se quitaba el uniforme, se ponía pantalones cortos una T-shirt, se maquillaba, cepillaba su pelo y luego se sentaba en el balcón con un libro escolar. No estaba pensando en Ester cuando fingía hacer su tarea y esperaba que la mirara Correa, cuyo trabajo era conducir la motonivela— dora que excavaba el foso para los tubos de alcantarillado al frente de la casa.
América suspira. Yo estuve tan dispuesta a ser seducida, recuerda con asombro. Tan dispuesta, supongo, como lo estuvo Rosalinda. Está tan acostumbrada a llenarse de indignación cuando piensa en su hija, que se sorprende cuando se llena de compasión. Mira a Ester, quien distraídamente sopla anillos de humo hacia la luna. Ella también tuvo catorce años, dejó que un hombre la sedujera, volvió a esta misma casa cuando el padre de América las abandonó. Cuando América se fue a los catorce años, ¿se sentaría Ester en el sereno de la madrugada a discutir con su madre Inés lo que debía de hacer con ella?
—Rosalinda quiere vivir con la tía de Correa en Fajardo— América dice, con la voz entrecortada.
—¿Y tú la vas a dejar?— El tono de Ester dice que ella seguramente no permitiría tal cosa.
—¿Qué más voy a hacer? Correa ya le dio permiso—. Se odia a sí misma cuando suena tan defensiva, tan niña.
Ester aprieta los labios. —Ese hombre...-comienza, como si el llamarlo ese hombre lo dijera todo acerca de él.
—Su tía es una buena mujer— América interrumpe, no dándole a Ester la oportunidad de decir más sobre Correa. —Aunque está viejita. Yo no sé si ella puede controlar a una adolescente. Rosalinda la dominará—. Como nos domina a nosotras, piensa, pero no lo dice.
—¿Tú no vas a dejar que él se la lleve así porque sí?— La voz de Ester destila desprecio por la falta de carácter de América.
América abraza las rodillas más cerca a su pecho, baja los ojos hacia una esquina oscura del jardín aromático, siente más que oye las bombas que explotan en la playa distante, el temblor de la tierra bajo ella.
—No sé qué más hacer— dice en una voz tan suave que está segura de que Ester no la ha oído. Mira a su madre, quien ha vuelto a soplar anillos de humo hacia la luna, con una calma que América encuentra misteriosa en contraste con su propia confusión interna.
—¿Por qué no se la mandas a Paulina?
—¿A Nueva York?— Ester Podría haber sugerido tan casualmente que América mandara a Rosalinda a la China y América hubiese respondido con el mismo asombro, el mismo miedo tembloroso a la distancia entre Vieques y cualquier otra parte del mundo más lejos que Puerto Rico, que parece suficientemente lejos a veinte millas de la isla.
—Por lo menos estaría con nuestra familia.
Una familia cuyas caras sonrientes adornan la pared de memorias de Ester en una sucesión cronológica de tarjetas fotográficas con “Feliz Navidad les desea la Familia Ortiz” impresa al pie. La hermana de Ester, Paulina, se mudó para Nueva York una semana después de su boda. Ella escribe, envía ropa, regalos, a veces hasta dinero. La familia entera viene a Vieques en infrecuentes vacaciones. Todos hablan el español con acento y a veces usan palabras inglesas que convierten en español agregándole una “a” o una “o”. Paulina usó la palabra ‘liqueo’ para decirle a Ester que la pluma del fregadero estaba goteando.
—Rosalinda no habla inglés— América dice, como si ésa fuera la única consideración, y Ester no responde. En el silencio, América se oye a sí misma decir la verdadera razón por la cual no considerará enviar a Rosalinda a Nueva York. —Correa nunca la dejará ir.
Ester chupa su cigarrillo hasta la colilla, la tira al suelo, la pisa ferozmente, la pulveriza contra la tierra, hasta que le parece a América que Ester ha hecho un hoyo suficientemente profundo como para enterrar mucho más que una colilla de cigarrillo.
—Él no lo tiene que saber— Ester dice suavemente, como si probara el sonido de su propia voz. América baja sus pies al suelo húmedo, busca los ojos de su madre. Pero Ester ha virado la cabeza, y América se da de cara contra la forma grotesca creada por los rolos rosados esponjosos sobre el casco de Ester.
—Mami, él es su padre. Yo no la puedo mandar tan lejos sin consultarlo—. Trata de quitarle toda emoción a su voz, de modo que no suene como una excusa, de modo que no tenga que oír el desprecio de Ester otra vez. Pero Ester sigue callada. —Y quién sabe lo que me haría a mí— América agrega, incapaz de ocultar el temblor en su voz. Ester todavía no dice ni una palabra. Observa la luna creciente como si ella tuviera la respuesta. Ester se queda tan quieta y silenciosa que América piensa que se quedó dormida de pie.
Finalmente, Ester respira profundamente por la boca, como si todavía estuviera fumando. —Tú debes de irte con ella.
—¿Estás loca? ¿Qué voy yo a hacer en Nueva York?— Las manos de América tiemblan, de su cuerpo brota un sudor fino, como rocío sobre un capullo.
—La misma cosa que haces aquí. Irving conoce gente.
—¿Qué tiene él que ver con esto? ¿Le has hablado a él de mí?
Ester vuelve la cabeza como si fuera culpable. —Él me pregunta, yo le contesto. A veces él sugiere algo—. Ella rebusca de nuevo en su bata, saca la caja de cigarrillos arrugada, prende uno con manos temblorosas.-Correa no tiene que saber donde tú estás. Nadie se lo va a decir.
Pero América está tan enfocada en la imagen de Ester y Don Irving bebiendo, fumando y discutiendo sobre ella y Correa que no ha oído lo que Ester ha dicho. Se para cerca de su madre, reemplazando el miedo con enojo.
—Tú no tienes ningún derecho a meterte en mi vida— ella sisea —y mejor es que no te metas en ella.
Ester no la mira. Le da la espalda a América y camina hacia la casa, mascullando algo que América no puede oír.
América sigue con su vista la esbelta figura de su madre, el cigarrillo iluminado parece un punto entre las sombras del jardín, Las peleas con ella no la satisfacen, porque siempre terminan con Ester alejándose refunfuñando. Habiendo atizado su enojo en preparación para una reyerta, América se queda ardiendo, pensando en las distintas maneras de decir lo mismo: es mi vida, no te metas en ella.
Pero aun cuando murmura que Ester no es un gran ejemplo de cómo uno debe manejar su vida, aun cuando descarta el mensaje porque la mensajera es de poca confianza, América siente el peso de la precupación de Ester. Mi vida no es mía de veras, se dice a sí misma. Correa manda todo lo que yo hago, esté o no esté cerca. ¿Es así como debe una vivir?
No puede contestarse la pregunta. Es la única vida que conoce. Los primeros catorce años de su vida fueron dictados por las demandas de Ester como madre. La segunda parte de su vida ha estado bajo la sombra de Correa. ¿Es así como debe una vivir?, se pregunta a sí misma otra vez, pero tiene miedo de contestarse. La pregunta queda suspendida en el aire fragante del jardín de su madre, acentuada por las chispas rojas en el cielo, los golpes de bombas que encuentran su blanco, la tierra flexible que se estremece bajo sus pies.
—Esta noche vamos a salir— Correa anuncia esa tarde.
—¿Por qué?
—¿Es que no puedo salir con mi mujer si quiero?—. Él sonríe como de broma, pero América sabe que no está bromeando.
—Yo tengo que trabajar mañana.
—Sí, yo lo sé, pero quiero salir esta noche, y te quiero conmigo. Vamos, no me hagas rogar—. Le coge un rizo descarriado de su pelo y lo gira alrededor de su dedo. —Vete y ponte guapa para mí.
Éste es el Correa que ella ama. El hombre del toque suave, que habla dulcemente, que encuentra belleza en un rizo a lo largo de su cuello. Cuando se porta así, ella se convierte de nuevo en la niña de catorce años dispuesta a ser seducida.
Ella ya se ha bañado y se ha quitado el uniforme, ha cenado, ha discutido con Rosalinda para que salga y coma algo y ha perdido. Ella preveía una noche tranquila para descansar de las últimas dos noches.
—Yo no quiero estar fuera toda la noche— le advierte a Correa mientras entra a su cuarto a cambiarse. En la cocina, Ester choca una tapa contra una olla.
América escoge un vestido que sólo se ha puesto unas pocas veces. Es verde, con una bufanda estampada con flores que se prende con alfileres detrás del cuello y viene alrededor a formar un escote en forma de V al frente, donde ata las puntas en un lazo retenido con un prendedor. Se peina sus rizos y se rocía espray, se maquilla y se pone agua de colonia White Shoulders. Las preparaciones la ponen de buen humor. A ella le gusta embellecerse, seleccionar y ponerse las pocas prendas que posee. La nube de perfume en que camina se siente real, como una capa de tul. Cuando sale del cuarto, Correa está sentado tieso en la orilla del sofá para no arrugar su pantalón y camisa acabados de planchar. Él se para, silba su aprecio, envuelve un brazo alrededor de su cintura, besa su mejilla. América sonríe tímidamente, evitando las miradas hoscas que Ester le envía desde la cocina.
Correa toca en la puerta de Rosalinda.
—Rosalinda, ven acá y mira a tu mamá—. Su voz retumba contra las paredes de concreto, de modo que Rosalinda tendría que estar muerta para no oírlo.
—Déjala tranquila— América advierte, temiendo que, dado el genio cambiante de Rosalinda, la tarde termine en otra pelea. Ya que ha hecho el esfuerzo de olvidar sus problemas por una noche, quiere olvidarlos, no encararlos a la hora de salir. Pero la puerta de Rosalinda se abre, y ella sale a la sala y mira a su madre con admiración, como si los pasados días nunca hubieran sucedido.
—Te ves Linda— expresa y regresa a su cuarto de nuevo, de modo que América sospecha que ella y Correa planificaron este momento para debilitar su resistencia. La idea ahoga el regocijo que estaba comenzando a sentir.
—Bueno, béibi— Correa cuchichea al oído de América —vámonos.
Él la conduce con un toque liviano en su espalda, abre la puerta, la deja pasar delante, se sitúa como un caballero del lado del tráfico en la orilla de la acera. Una vez en la calle, ella descarta sus sospechas sobre los motivos de Correa y se permite saborear el aire fresco de la noche, su ropa bonita, la sensación de ir a otro sitio que no sea su trabajo o su casa.
Es la noche del sábado. Calle abajo, las parejas andan tomados de mano hacia la playa, que queda a dos cuadras. Desde chatos edificios de cemento, ministros apasionados y sus feligreses llaman a la salvación por altoparlantes cascados. En la calle, los no creyentes juegan al azar con sus almas y se encaminan hacia El Malecón, donde la borrachera, el baile y el sexo en la playa son actividades comunes.
Cuando América y Correa se unen a los grupos que se dirigen hacia la playa, saludan a sus vecinos y conocidos. Ella está orgullosa de la guapa pareja que hacen. Muchas de las mujeres que la saludan tan afablemente cambiarían de lugar con ella en un dos por tres. Y ella sabe que muchos de los hombres que escoltan a sus esposas y amigas la perseguirían a ella si no perteneciera a nadie. Ella reparte sus sonrisas con reserva, deja que Correa la apriete más por la cintura cuando llegan a la carretera principal.
Casi todas las barras en la playa están tocando música a todo volumen. En Bananas, los turistas acompañan sus hamburguesas y papas fritas con piñas coladas escarchadas. Un grupo de adolescentes gruñe y rezonga en una galería de videojuegos detrás del restaurante, mientras sus padres contemplan el vecindario desfilando para arriba y para abajo por el paseo a la orilla de la playa. Al cruzar la calle, en la Cooperativa de Pescadores, la música es salsa puertorriqueña tradicional. La estrecha pista de baile está llena, y los bailadores han cogido la calle, donde hacen complejas combinaciones de brazos sin perder ni un paso ni el ritmo. A América se le van los pies de ganas de bailar. Ella se aprieta más contra Correa.
—Aquí hay mucha gente— dice él y tira de su mano hacia El Quenepo. A Correa le gusta ver lo que hay antes de comprometerse, así que siguen por el camino, parándose aquí y allá por unos minutos, mirando a ver quién está por ahí y qué tipo de música están tocando.
Aunque ella sabe que no es así, parece como si el pueblo entero estuviera en la estrecha carretera, comiendo, bebiendo, bailando. Los turistas están entusiasmados con el bullicio, como si la noche del sábado en Esperanza fuera un espectáculo montado exclusivamente para que ellos lo disfrutaran. Miran a los bailadores girar y juntarse en rutinas complicadas que parecen ser ensayadas, y aplauden agradecidamente a las parejas más rimbombantes. Un turista que se viste de pantalones flojos y una camisa sin mangas filma con una videograbadora a Maribel Martínez bailando con su esposo, Carlos, Ella está bastante encinta, pero no parece que la barriga le moleste. Ella es ligera de pies y garbosa como una fronda de palma. Cuando bailan, ella envuelve sus brazos alrededor del cuello de Carlos, y él pone sus manos a los lados de su barriga y la frota tiernamente.
A la vuelta de la esquina, más allá de la tienda de equipo para buceo, unos músicos instalan sus instrumentos en una tarima en PeeWee’s Pub. Entretanto, dos altavoces enormes vibran con merengues.
—Vamos allí cuando esté la orquesta— Correa le dice a América, y la guía al otro lado de la calle, a La Copa de Oro, donde otro estéreo toca otro merengue a todo volumen. El sitio es pequeño, apiñado con mesas que se derraman hasta la pista de baile al aire libre. Desde una mesa en la esquina, un grupo les hace señales para que se unan a ellos, y Correa conduce a América en esa dirección. Mientras pasan, la gente a cada lado los saluda, hasta que América se siente como un dignatario visitante.
—Buenas noches, compadre— uno de los hombres en la mesa saluda a Correa con un apretón de manos y una palmada en su hombro. Los otros hombres se paran y estrechan su mano, inclinan la cabeza hacia América, quien saluda a las mujeres que están en la mesa con una media sonrisa, Se buscan sillas para ellos y Correa y América se sientan juntos, el brazo de él sobre el espaldar de la silla de ella. La música es tan estrepitosa que la conversación es imposible, así que América y las mujeres se felicitan unas a las otras por su selección de vestidos y prendas con gestos y miradas. Tan pronto como la camarera toma sus órdenes, todos forman parejas y se unen a los bailadores.
Están tocando un merengue sobre un hombre cuya esposa se fue para Nueva York, y ahora que ella está de vuelta, no le quiere lavar su ropa, ni cocinarle su comida, ni tener relaciones con él a menos que le hable en inglés.
—Ay, pero ay no spik— el cantante le dice a su esposa, quien responde: —Gif it tú mí beibi.
Correa baila bien, es ágil y creativo Él la agarra con suficiente firmeza para que ella sepa quién es el que guía, pero le deja espacio para dar vueltas. Él la mira mientras bailan, lo que ella encuentra increíblemente romántico, como si fueran la única pareja en el lugar. Con una sonrisita en sus labios, él la conduce entre otras parejas, desde una esquina de la pista de baile a la otra, sus caderas marcando el ritmo contra las de ella, separándose sólo lo necesario cuando la guía entre sus brazos en vueltas complicadas. El calor de su cuerpo contra el de ella es excitante, y sus ojos relucen con felicidad y deseo. Ella siente ojos sobre ellos, las miradas envidiosas de mujeres cuyas parejas no son ni tan guapos ni tan ágiles como Correa, la admiración velada de los hombres que miran sus caderas sinuosas formando un ocho contra las de Correa. Ella vuelve a mirar los ojos de él, sombreados en la luz opaca.
—¿A quién estabas mirando?— le cuchichea, y aunque la música es ensordecedora, ella lo oye.
—A nadie— le contesta, asustada.
Ella siente crecer la distancia entre ellos, aunque él no la ha soltado, aunque siguen bailando como si el diálogo no hubiese tenido lugar.
Correa la ha abofeteado en público cuando piensa que coquetea, por eso ella concentra su mirada en él, en el espacio oloroso a Brut que él ocupa. Es un espacio pequeño, aunque él es un hombre grande.
Se quedan en La Copa de Oro por unos cuantos números, luego caminan al otro lado de la calle, hacia la orquesta en PeeWee’s Pub. Él ordena Cuba Libre para él, Coca-Cola con hielo para ella. El lugar está tan lleno que no hay dónde bailar, así que escuchan la música de la orquestra por un rato y después regresan al Malecón. El paso de Correa es más pesado ahora que al principio de la noche, cuando su cabeza estaba despejada porque no había tomado ron. Pero el aire de mar parece despertarlo. Bromea con la gente que pasa, saluda a las mujeres de sus amigos con respeto y cortesía exagerada, como para demostrar cómo se debe tratar una mujer. América vacila mientras él estrecha manos con entusiasmo, como un político en el día de elecciones. Ella no es más que una sombra gris y sombría a su lado. El regocijo y la libertad que sentía al principio de la noche ha sido borrado por Correa quien escruta a todos a quienes ella habla, mira o de quienes hace comentarios. Ella evita el contacto visual con los hombres, aun con los bien conocidos, como Feto y Tomás, quienes también están paseando esta noche.
—Ya estoy cansada— le dice en un momento tranquilo—, vámonos a casa.
—Pero ni siquiera es medianoche— responde él, consultando su reloj. La hala más cerca, besa su pelo. —¿Qué te pasa, no te estás divirtiendo?
Ella se aleja de él. —Tengo que trabajar mañana.
—No te preocupes que no te voy a tener en la calle toda la noche—. Le da una nalgada.
Cuando dan la vuelta a la esquina para ver lo que hay en Eddy’s, se encuentran cara a cara con Odilio Pagán, quien viene saliendo. Correa aprieta más a América, un movimiento que Pagán nota. Pagán encubre su antipatía hacia Correa detrás de un saludo cordial.
—¿Cómo está Rosalinda?-pregunta, mirando a América.
—Todos estamos bien— le responde Correa antes de que América abra la boca.
—Bueno— contesta Pagán con una sonrisa tersa.
Se separan en direcciones opuestas, deseándose uno al otro buenas noches, pero en cuanto Pagán dobla la esquina, Correa hace que América lo mire.
—Yo no quiero que él venga a la casa cuando yo no estoy— le advierte.
—No es como que él viene todos los días— ella responde, con mal humor, olvidando por un instante que a Correa no le gusta que ella le conteste con desafío. Ella siente la bofetada antes de ver la mano de él, tiene apenas tiempo suficiente para darse cuenta de que se ha descuidado antes de que otra bofetada cruce su cara desde la dirección opuesta.
—No te pongas fresca conmigo— le advierte. —Óyeme bien. No quiero ver a ese maricón por casa.
Ella asiente silenciosamente, cubriéndose la cara con sus manos como para crear una barrera contra los dedos de él.
—¿Estás bien?— pregunta, quitándole las manos de la cara, besándolas, besando las mejillas dolorosas y rojas. — Tú sabes lo mucho que yo te quiero, ¿verdad?— murmura, acercándola a su pecho. —¿Verdad?— insiste. Ella no responde. Él la lleva a las sombras más allá de Eddy’s, a donde las parejas que entran y salen de la barra no los puedan ver. —Yo quise que ésta fuera una noche bonita para ti, América. Yo no quería pelear contigo.
Él suena verdaderamente contrito, aunque no le ha pedido perdón. Ella se siente ablandar, —A veces— é1 dice —pierdo la paciencia. Pero es por lo mucho que te quiero.
Es lo mismo de siempre, no necesariamente una disculpa, pero una excusa. —Y yo sé que tú me quieres, ¿verdad?—. Ella no responde. —¿Verdad que sí?— él insiste, y ella tiene que asentir, porque tiene miedo de su reacción si ella no lo hace. Él la besa en los labios, se refriega contra ella, guía las manos de ella a la protuberancia entre sus piernas. —¿Ves lo que me haces?— le pregunta, y ella vuelve a asentir. —Ven— le cuchichea roncamente—, vámonos a casa.
Ella se deja llevar, su brazo ajustado alrededor de su cintura. De vez en cuando él la para en las sombras oscuras de un árbol de pana o de mangó para besarla y acariciarla. Y ella lo deja y trata de recordar cuándo la acogida a sus caricias no era defensiva, sino una demostración del amor que sabe que una vez sintió.
Al otro día, cuando América regresa del trabajo, Rosalinda está escondida en su cuarto. América se pregunta qué hace ella ahí dentro por tantas horas. Seguramente no está haciendo sus tareas escolares. Rosalinda nunca ha sido una estudiante dedicada.
Ester se ha ido a pasar la noche con Don Irving. Sin el zumbido constante de la televisión, los únicos sonidos son el cacareo de las gallinas en el patio y el murmullo eléctrico de la nevera.
La puerta del cuarto de Rosalinda se abre. América sube la vista del ruedo que ha estado hilvanando.
—Mami, quiero hablar contigo—. Rosalinda se para al frente a su mamá, sus manos agarradas detrás de su espalda, como una niñita, tan vulnerable como a América le gustaría creer que es su hija. —Yo no quiero pelear más contigo— le dice dulcemente, de modo que el corazón de América se llena.
—Está bien—. Ella pone el costurero en el suelo, preparándose para abrazar a su hija.
—Es que yo quiero vivir en Fajardo con Tía Estrella y Prima Fefa.
Eso otra vez, América piensa, pero muerde sus labios para no decirlo. Se acomoda en el sofá de nuevo. —¿Por qué?— le pregunta, e inmediatamente sane que no debería haberlo hecho porque la cara de su hija se endurece.
—No es que yo no te quiera— Rosalinda concede, como si lo hubiese ensayado. — Es que yo no me siento bien en la escuela. Todos me insultan y eso...
—¿Todos quién?
Rosalinda hace una mueca de dolor. —Los muchachos...en la escuela— responde, sin comprometerse a nada, mirando hacia el suelo.
—Pues ignóralos— América dice. Ella reanuda su costura y trata de borrar de su mente una imagen de sí misma a los catorce años, encinta, escondiéndose detrás de un árbol hasta que dos compañeras de clase pasaran.
—Yo sabía que tú ibas a decir eso — gime Rosalinda y América la mira. —Yo no los puedo ignorar, Mami. Ellos me escriben notas feas y me vuelven la espalda cuando intento hablar con ellos.
—Todos te tratan así, ¿o sólo las creídas?
—¿Qué más da?
—Por favor, baja la voz— América pide, en tono apacible, tratando de mantener su propia serenidad. Rosalinda empieza a caminar hacia su cuarto, pero vuelve a considerarlo y, en vez, se tira sobre una silla.
—Yo quiero que tú comprendas— Rosalinda lloriquea.
—Y yo lo quiero hacer— América dice—, pero es difícil para mí comprender por qué el irte de tu casa y de tu familia es necesario. Los problemas no desaparecen sólo con evadir tus responsabilidades— concluye, como dando por terminada la discusión.
—Yo no estoy evadiendo mis responsabilidades— Rosalinda imita el tono de voz de su madre. —Yo quiero empezar de nuevo, y no puedo hacerlo aquí.
¿Por qué no?, América quiere preguntar, pero sabe el efecto que tendrá. —Tú no 1e has dado una oportunidad— le dice a su hija. —Yo quiero ayudarte, pero tú ni me quieres hablar—. Ella no puede ocultar las lágrimas en su voz. —Yo soy tu madre. Nosotras deberíamos pasar por esto juntas—. América trata de ir hacia su hija, a abrazarla, pero Rosalinda la empuja como si América estuviese infectada.
—Este no es problema tuyo, Mami. Es mío — Rosalinda dice con tanta pasión que aturde a América.
—No, mi’ja, no. Es nuestro, tú no estás sola en esto—. Otra vez América trata de abrazar a su hija, quien da varios pasos hacia atrás. La expresión en la cara de Rosalinda es de enojo, pero América no sabe qué ella ha hecho para merecer tal furia. —Tú ni siquiera me dejas tocarte— gimotea, alzando sus brazos hacia ella una vez más. Pero Rosalinda se mantiene en sus treces, una niña de catorce años que parece una mujer, que se cree ser mujer porque tuvo relaciones sexuales con un hombre. América baja sus brazos, endurece su postura, se traga sus lágrimas. —Tú te crees que es tan fácil— le advierte, pero Rosalinda no oye el resto de lo que ella está a punto de decirle. Se ha metido en su cuarto y ha cerrado la puerta de un golpe.