Sin huevos

América, ¿canayhafawoidwidiu? Ella preferiría que Don Irving se sacara el cigarro de la boca antes de hablar. Le sería más fácil comprender lo que dice.

—¿Esquiús?

—Kemir.

—¿Sí?

—¿Kenyubeibisitunayt?

—¿Cómo?

Él se saca el cigarro, seca sus labios con su mano. —María está enferma— dice en inglés. —Unos huéspedes necesitan a alguien que le cuide los niños.

—Ah, sí, beibisit¡

—¿Kenyuduit?

—¿Esta noche?

Con irritación. —Sí, esta noche.

—Okei.

—A las seis y treinta.

—Okei.

—Bien—. Don Irving se retira, masticando su cigarro.

De vez en cuando, los huéspedes en La Casa requieren los servicios de una niñera mientras disfrutan de una noche solos. Usualmente, María, la hija mayor de Feto, es la niñera, porque ella habla inglés y su temperamento dulce tranquiliza a los padres. Pero de vez en cuando América lo hace si María no está disponible. Se le paga por hora y, frecuentemente, también le dan una propina. Aunque casi todo el sueldo lo usa para las necesidades de la casa, su dinero del cuido de niños lo gasta en sí misma, en un permanente profesional o en cosméticos.

Después de terminar su trabajo, América vuelve a su casa a cambiarse y a cenar. Pone una caja de lápices de colores y un libro para colorear en una bolsa de paja. También empaqueta tijeras con las puntas romas, unos pedazos de papel de construcción, goma, hilo y trozos de tela de su costurero. La mayoría de los americanitos que ella ha cuidado no están acostumbrados a las noches sin televisión. Ninguna de las habitaciones en La Casa tiene un televisor, y a los niños les toma unos días adaptarse. Aunque a los padres se les advierte, y la mayoría de ellos traen juguetes para sus hijos, a América le gusta venir preparada, por si acaso.

—Hola¡ Yo soy Karen Leverett— dice en inglés la joven que abre la puerta cuando América toca. —Y ésta es Meghan.

América le sonríe a la niña de tres años en los brazos de la Sra. Leverett, quien oculta su cara en el cuello de su madre. Un hombre joven ata el cordón del zapato de un nene.

—Este es Kyle— dice la Sra. Leverett, su mano libre enmarañando el pelo del niño de siete años —y mi esposo, Charlie.

América se agacha para estrechar la mano de Kyle. —Hola.

—Hi-sonríe, devolviéndole el gesto. El Sr. Leverett la Saluda con la cabeza.

—Meghan, dile hola a América, ¿o.k.?— la Sra. Leverett levanta la cara de la nena. —Aquí está. Dile hola.

—Hola— dice Meghan, y de nuevo esconde la cara en el hombro de su mamá. La Sra. Leverett le envía una mirada irritada a su esposo.

—Okay, Meghan— dice su padre, tratando de liberarla de los brazos de su madre. —Nosotros vamos a salir y esta simpática señora se quedará con ustedes—. La niña aprieta más sus brazos y piernas alrededor de su madre.

—No¡

El Sr. Levetett mira a América como disculpándose. —Ella es un poco tímida— dice. Camina hacia la mesa de noche y mete su billetera, anteojos y llaves en los bolsillos de su pantalón. — Karen, vamos a perder nuestra reservación si no nos vamos pronto—. Su tono de voz no se le escapa a América. El Sr. Leverett no es un hombre de mucha paciencia.

—Ay bring crayolas— América le ofrece a los niños en su inglés poco usado. Acaricia el pelo del nene. —Uí color—. Meghan no se mueve. El vestido de la Sra. Leverett se arruga donde Meghan la agarra.

—Vamos, Meghan, no seas una bebé— Kyle dice, halando a su hermana por la pierna.

América toma a Kyle de la mano, —Okei, Kyle mí and llú uí color—, Lo conduce a la mesa al otro lado del cuarto.

—Meghan, Mommy y Daddy se tienen que ir y tú y Kyle van a jugar con América,¿o.k.? Qué nombre tan bonito, América, ¿verdad?

—América es donde nosotros vivimos— la niña murmura en el cuello de la Sra. Leverett.

La Sra. Leverett se ruboriza, —No, bobita. Eso es América, nuestro país. Ella es América. Es un nombre propio aquí.

—Yo conozco a un muchacho que se llama Jesús— Kyle dice, mientras rebusca en la bolsa de paja de América—, como en la iglesia.

—Llú intéligent boy— América le pasa la mano por la cabeza. Kyle le devuelve una sonrisa de placer, Por el rabo del ojo América nota que Meghan quiere ver lo que Kyle saca de su bolso. Ella se para de modo que la niña no pueda ver y tenga que separarse. del hombro de su madre.

—Mira lo que trajo América— dice la Sra. Leverett—, ¿quieres ver?— Meghan menea la cabeza que no, pero estira su cuello tratando de mirar por detrás de América.

—Karen, Irving dijo que nos tomará diez minutos llegar allá—. El Sr. Leverett está en la puerta, su mano en la manija, su zapato derecho marcando levemente un ritmo sutil en las losas.

—Está bien, Meghan, tú te vas con América ahora, ¿o.k.? Daddy tiene prisa.

—¡Yo no quiero que te vayas!— Meghan se agarra de nuevo a su mamá y solloza desconsoladamente.

América viene hacia ella, le soba la espalda suavemente. —Com uít mí, béibi, com tú América—. Cuando oye a un niño llorando así, a América también le dan ganas de llorar, y su voz toma un tono quejumbroso que Meghan encuentra intrigante. —Ay teík gud kear llú. Com uít mí—. La Sra. Leverett empuja a Meghan hacia América, quien la desenreda de su madre y la aprieta contra sí. Meghan grita, pelea con América, la empuja tratando de llegar a su madre. Pero el Sr. Leverett toma a su esposa por el codo y la lleva afuera.

—Pórtense bien-dice al cerrar la puerta.

América siente un nudo en su garganta. Le da sentimiento por la nena que llora en sus brazos y por la madre que no le pudo besar su adiós. Ella vio la expresión de la Sra. Leverett cuando Meghan fue arrebatada de sus brazos. Fue una mezcla de alivio y de miedo, como si estuviese contenta de que América interviniera, pero como si prefiriera no ir con su esposo. Las lágrimas de Meghan han afectado a Kyle, quien se inclina contra América, haciendo ruido por la nariz, como si su valor durara sólo mientras está frente a su padre y a su madre y se desintegrara cuando ellos no están. Ella abraza a ambos niños en su regazo y los consuela, cantándoles La Malagueña que no es una canción de cuna, pero ellos no hablan español, así que el sentido de las palabras no importa.

Cuando los niños se han aquietado, los conduce a la mesa. —Uí meik pikturs-ella les dice. Los niños se miran el uno al otro como si no comprendieran, así que América toma un lápiz de color y dibuja una figura de un hombre con el pelo rizo. Pone un papel al frente de cada uno do los niños y vierte los lápices de color en medio de la mesa. —Nau llú-les dice. Ellos se alegran tanto como ella cuando deducen lo que quiera que hagan. —Okei— ella les dice—, llú gud kids.

Cuando los Leverett regresan, los niños están en sus camas, profundamente dormidos, y América está sentada en la butaca, oje— ando una revista. Sobre cada una de sus almohadas hay un dibujo.

—¡Oh, qué hermoso!-exclama la Sra. Leverett.

El Sr. Leverett estudia el dibujo de su hijo como si buscara un significado en los garabatos. —Muy bonito-concluye, y lo pone sobre la mesa al lado de la cama.

—¿Llú haf gud taim?-América pregunta, enfatizando cada palabra.

—Precioso-la Sra. Leverett responde.

—La comida estuvo deliciosa-el Sr. Leverett añade. Saca unos billetes doblados del bolsillo de su camisa y se los da.

—Gracias—. América recobra su bolso, lista para irse.

—Nos vemos mañana-dice la Sra. Leverett, y América piensa que le está pidiendo que regrese al otro día, pero entonces se da cuenta que significa simplemente lo que ha dicho.

—Buenas noches-les desea al salir.

Cuando llega abajo, Correa la está esperando en la puerta a de atrás.

—¡Ay, Dios santo, casi me diste un ataque del corazón!

—¿Necesitas pon?-Sonríe como un galán de cine. Huele a agua de colonia y a ron.

—¡Desde cuándo estás aquí?

Él la guía en la oscuridad hacia su Jeep. —Estaba en el Bohío-indicando la barra al aire libre debajo de un árbol de mangó. —Ester dijo que tú estabas cuidando nenes. ¿Era para la pareja que acaba de entrar?

—Sí—. Ella se monta al asiento de pasajeros, su cuerpo entero temblando ante la interrogación inevitable.

—¿Quiénes son?

—El Sr. y la Sra. Leverett, de Nueva York.

—Hmm. Él debería haberte llevado a casa.

—Él se ofreció, pero yo le dije que estaba bien—. Ella se alegra de que esté oscuro y él no puedo verla ruborizándose por la mentira.

—Debío haber insistido.

—Lo hizo. Pero yo también insistí—. Una vez un huésped la llevó a su casa después de que le cuidó a su hijo y Correa le dio una pela por montarse en un carro con un desconocido.

—Entonces me debiste haber llamado para venir a buscarte.

Ella se retuerce más en sí misma, endureciéndose como una pelota, tensando cada músculo desde afuera hacia adentro. —Te agradezco que me vinieras a buscar—. Mantiene su voz lo más firme que puede, sin indicios de desafío, de lágrimas o de miedo.

—Hmm-él responde cuando llegan al frente de su casa.

Ella entra y él la sigue, cargando una caja de cerveza desde el asiento posterior del Jeep. Ester está durmiendo, pero ha dejado la luz sobre la estufa prendida. América se prepara para acostarse, se pone un camisón bonito, suelta su pelo. Si ella lo puede distraer de sus celos, quizá no le dé una pela esta noche. Pero no puede ser demasiado agresiva, o él la golpeará más por portarse como una puta.

Sale de su cuarto cuando él está poniendo la cerveza en la nevera y se para frente al fregadero, bebiendo agua como si tuviese una gran sed. En el cristal de la ventana sobre el fregadero, ella lo puede ver mirándola cuando está a punto de sacar una cerveza. Su camisón es transparente, en el estilo baby-doll, que termina un poca más abajo de sus caderas. Los reflejos de él están un poco lentos. Permanece al frente de la puerta abierta de la nevera, velándola, ella mirándolo en el cristal, la cara de él refleja indecisión. Ella tararea un bolero dulcemente, se inclina sobre el fregadero para enjuagar el vaso y, mientras lo hace, empuja sus nalgas un poquito en su dirección. Él sonríe, se pasa el dorso de su mano por los labios y cierra la puerta de la nevera.

—Bunes dis, América.

—Buenos días, Kyle—. Unos días después, el Sr. Leverett y los niños están al lado de la piscina cuando América pasa con una carga de sábanas para la lavandería. —Llú rimenber bery gud-le dice.

—Yo también puedo decir bunes tardus, que quiere decir buenas tardes-le dice Kyle a su padre.

—¡Excelente!— El Sr. Leverett abraza a su hijo, le sonríe a América. —¿Le has enseñado español?

—Algunas palabritas-ella contesta.-¿Te acuerdas, Meghan?— La niña se sonríe con América el pulgar en su boca y menea la cabeza tímidamente. América le da palmaditas en su hombro. —¿Juér Mami?

—Descansando— Meghan dice a través de su pulgar. Su padre se lo quita de la boca impacientemente.

—Meghan, es mala educación hablar con la boca llena.

La nena se calla, chupa su pulgar de nuevo.

—Okei-América dice—. Adiós-le dice a Kyle.

—¡Uhdios!-le responde con una sonrisa.

A ella verdaderamente le gusta el nene, su franqueza, su inteligencia, su vehemencia por agradar. A diferencia de los otros americanitos que visitan La Casa y le tienen miedo a las personas desconocidas, él parece llevarse bien con todos.

Más tarde, cuando está punto de regresar a su casa, los Leverett vuelven de la playa, con arena pegada a sus brazos y piernas, espaldas y cuellos. El Sr. Leverett está un poco quemado por el sol.

—¡Hi!-La Sra. Leverett canta su saludo. Kyle salta del Jeep y corre hacia América, halando un balde plástico.

—Mira, ¡encontré más de un millón de caracoles!

Su hermana lo sigue con su propio balde lleno. —Yo también. ¡Un millón!

Le muestran las muchas conchas de colores rosado pálido y marfil, algunas con rayas color uva, otras color mostaza. —¡Qué lindos!-América exclama, escogiendo una del balde de Meghan y examinándola.-Tan bonita.

—Mira las mías. ¡En ésta puede oírse el mar!-Él pone una concha cerca del oído de América y ella recula. Siempre cree que un animal va a salir de una de esas conchas y a pellizcarle la oreja.-Sí gracias—. Ella lo retira.

—Bueno, vamónos-dice el Sr. Leverett.-¿Te quieres refrescar en la piscina?-le pregunta a su hijo.

—Claro.

Ellos se van por el caminito bordeado con flores de pabona que da a la piscina.

—Ya voy-dice la Sra. Leverett tras ellos, volviéndose hacia América. —Queríamos saber si puedes cuidar a los niños otra vez mañana.

—Sí. ¿A la misma hora?

—Un poco más temprano, a las seis.

—Okei.

—Y si puedes cenar con ellos. Irving no sirve hasta esa hora y la última vez tuvimos tanta prisa...

—No se preocupe— dice, abrazando a Meghan a su lado.-Llú stei uid América, ¿no cray?-Meghan clava su pulgar arenoso y salado en su boca y la mira dudosa. América la acerca más y le besa la cabeza. —Llú gud guerl.

—Hasta mañana, entonces-la Sra. Leverett se despide, asiendo el balde de Meghan lleno de caracoles. —Vamos a nadar con los muchachos, ¿o.k.?

América las sigue con la vista hasta la piscina. La Sra. Leverett parece una modelo. América adivina que debe de tener unos veintisiete años. Sus grandes ojos azules y pelo rubio corto la hacen parecer una niña, pero la severidad alrededor de sus labios es la de una mujer, y sus ojos, después de la primera mirada, no son inocentes sino cautos. Es una apariencia que América ha visto muchas veces.

Las mujeres estadounidenses cultivan un cuerpo de niña, pelo que nunca encanece, caras sin arrugas. Pero su experiencia de vida es algo que no pueden borrar. Se nota su edad en el ángulo de los labios y las miradas de alguien que ha visto bastante más de lo que aparenta. En la manera que llevan sus hombros. En sus manos, que, aunque bien manicuradas y suaves, están surcadas por arrugas.

Correa dice que no comprende cómo los hombres estadounidenses pueden hacer el amor con ‘esos esqueletos’. América está de acuerdo en que las mujeres deben de ser suaves y redondea-das, no bruscas y angulares. Su propio cuerpo es lleno en las caderas y las nalgas, amplio en los senos, suficientemente carnoso como para servirle de cojín a los huesos, pero no tanto que se menee mucho. Bueno, algunas partes se menean, pero sólo si ella quiere. Está orgullosa de su sinuoso andar, el que desarrolló después de mucha práctica antes de que conociera a Correa, en las tardes inocentes de su primera adolescencia. Disfruta las miradas de los hombres que la admiran cuando pasa, espera oír los piropos murmurados o los silbidos suaves que le confirman que está buena, que todo el tiempo que se toma en la mañana vistiéndose, cepillándose el pelo, maquillándose, vale la pena, que bien merece levantarse una media hora más temprano de lo necesario.

Una mujer debe oler buena y verse buena, han dicho muchas veces los hombres que conoce, y ella está de acuerdo, y se lo ha enseñado a su hija. Rosalinda gasta casi todo su dinero en cosméticos y perfumes. Como Ester y América, ella es exigente con sus ropas, pasa mucho tiempo seleccionando los zapatos que van con tal vestido o pantalón.

Cada vez que Rosalinda entra en sus pensamientos, América siente que un puño invisible la golpea entre los senos. Le hace latir el corazón más rápido de lo que debe y amenaza con provocarle lágrimas. Entonces aprieta la mandíbula, como si hubiese mordido algo duro que requiere mucha fuerza para poder partirlo en dos.

La segunda noche que cuida a Kyle y a Meghan, América los lleva a caminar alrededor de los terrenos de La Casa antes de entrar a cenar. Ellos escogen flores de las matas de gardenia y de pabona. que ponen en un vaso en la mesa al lado de la cama de sus padres. Los niños se trepan al árbol de mangó cerca de la mesa de picnic y visitan la lavandería. Se sientan en los taburetes altos del Bohío y el barman les da una Coca-cola y un bol lleno de palomitas de maíz. Visitan los establos destartalados donde Don Irving tiene cinco caballos Paso Fino para los huéspedes que quieran pasear a lo largo de la playa. Felipe, el mozo de cuadra, cepilla a Silvestre, el caballo más viejo del establo. Él deja que los niños acaricien el caballo, les da un puñado de avena. y ellos, después de mucha sonrisa y persuasión, permiten que Silvestre coma de sus manos, y se ríen de la sensación que producen los labios gruesos contra sus palmas.

—¡Me da cosquillas!-chilla Meghan, quitando su mano, soltando casi toda la avena en el suelo.

—¿Puedo montar?-pide Kyle.

Felipe lo alza hasta el alto lomo de Silvestre.

—Cuidado que no se caiga— América le advierte cuando Felipe conduce el caballo alrededor del patio.

—Yo también, yo también-pide Meghan.

—Llú muy baby para horsy— dice América, pero Meghan insiste.

—Es un caballo viejo— Felipe la tranquiliza. —No le va a hacer nada.

Él levanta a Meghan y la acomoda detrás de su hermano, coloca sus manitas alrededor de su cintura y guía el caballo en un círculo angosto, mientras los niños ríen y chillan de placer.

América está un poco nerviosa, pero confía en Felipe. En quien no confía es en el caballo. A ella nunca le han gustado los caballos. Le parece que sus ojos grandes miran con resentimiento a los seres humanos, y piensa que están esperando la oportunidad para encabritarse y tumbar al jinete y pisarlo repetidamente con sus cascos anchos.

—Ya no más, apéense-llama, y los niños protestan, pero América va donde ellos y los ayuda a bajar del animal. —El horsy está cansado-les explica.

—¿Podemos volver mañana?-Kyle quiere saber y Meghan se une a su pedido.-¿Podemos?

—Le preguntamos a su Mami y Papi.

—A ellos no les importará— Kyle dice, y ella promete pedirle permiso a sus padres y le da las gracias a Felipe antes de llevarse a los niños.

Para la cena, ordena tostones. Tiene que convencer a los niños de que los prueben, y cuando al fin lo hacen, dicen que les gustan, y hasta los comen como ella, con una gota de aceite de oliva con ajo. Después regresan al cuarto, y ella los ayuda a pegar algunos de sus caracoles en un pedazo de madera de playa. Ella les habla en su versión del inglés, y ellos se entusiasman en corregir su pronunciación. Cuando están cansados o aburridos, se vuelven capirchosos, y Kyle se pone bien mandón con su her— manita, quien llora de frustración.

—Tienes que ser bueno con tu hermanita— América le advierte, pero a Kyle le gusta torturarla. —Si no te portas bien, no te llevo a ver el horsy mañana.

—Daddy nos llevará, entonces.

—No, él no lo hará-Meghan replica—, porque yo se lo voy a decir.

—¡Chismosa! ¡Chismosa!

Meghan le tira un lápiz de color y él tira uno a ella, y América no encuentra qué hacer para evitar que se lastimen. Si fueran hijos suyos, le daría unas nalgadas a él, para que escar— mentara y dejara de abusar de su hermanita, quien es mucho más prequeña y débil. Pero no son sus niños, y encuentra cómo distraerlos hasta que se cansan tanto que no protestan cuando es hora de acostarse. Ella mete a cada uno en su cama, les canta La Malagueña y les besa sus buenas noches, oliendo ajo en su aliento.

América arregla el cuarto por segunda vez en el día, guarda juguetes, dobla ropa, endereza libros en las tablillas. Este cuarto le es ya tan familiar como el suyo, y se mueve en él como si lo fuese y como si fueran suyos los niños durmiendo pacíficamente en el balcón resguardado.

Después de que los Leverett regresan de su salida, ella camina hacia su casa, una pequeña linterna en su mano. Sólo la prende cuando llega a la parte oscura del camino, donde dos árboles en lados opuestos obstruyen la luz de la luna llena. No le tiene miedo a la oscuridad, pero no le gustaría tropezar y lastimarse. La luna está tan brillante que ilumina el camino familiar, creando sombras largas más negras que las que tira el sol. El aire es de un color gris-plata., fresco, lleno de los sonidos nocturnos de criaturas invisibles que brincan y se escurren y vuelan al ella pasar, como si le abrieran paso, como si ella fuese una reina y ellos-los sapos, las serpientes, las lechuzas-sus súbditos. Los únicos que la tocan son los mosquitos, que, encontrando carne dulce, la aguijonean y chupan su sangre antes de que ella se dé cuenta de que tiene que aplastarlos.

A la tarde siguiente, una vez que ha terminado con su trabajo y está lista para irse a su casa, América encuentra al Sr. ya a la Sra. Leverett y a los niños en la piscina.

—Yo les prometí a los niños que los llevaría a ver los horsys-le explica a la Sra. Leverett.

¿Podemos, Mom?-Kyle pide, y su hermana brinca alrededor de su madre chillando ¡Caballos, caballos!

La Sra. Leverett mira con duda hacia su esposo, quien está nadando lo largo de la piscina. —Nosotros fuimos temprano y no estaban.

—Silvestre está-América le dice.

—Bueno, pues, o.k. Vamos entonces-dice ella, tirándose una T-shirt sobre su traje de baño.

América camina al frente con Kyle; Meghan y la Sra. Leverett los siguen por el camino detrás del Bohío. Felipe está entrenando a Pirulí, un caballo rojizo que confirma todos las peores temores de América. Es una potranca animosa, de paso orgulloso y agresivo. Tira su cabeza para atrás y relincha sin ninguna razón aparente. Ellos observan a Felipe caminarla por los alrededores unas cuantas veces, entonces él la conduce hacia su establo, a donde parece que ella no quiere entrar. Él tiene que persuadirla, para diversión de los niños y las expresiones preocupadas en las caras de América y de la Sra. Leverett.

—¿A usted tampoco le gustan los caballos?-América pregunta, y la Sra. Leverett sonríe.

—Yo me crié en un pueblo ecuestre, pero nunca aprendí a montar.

Felipe saca a Silvestre. América se vuelve hacia la Sra. Leverett.

—¿Pueden ellos montar el horsy?

—¡Por favor, Mom!-los niños piden a coro.

—Tengan cuidado y agárrense bien, ¿o.k.?-les dice mientras Felipe ayuda a los niños a montarse.

—El caballo es muy manso. Es un caballo viejo—. América la tranquiliza. La expresión preocupada en la cara de la Sra. Leverett no cambia.

A causa de su miedo a los caballos, América insistió en que Rosalinda aprendiera a montar cuando era niña, de modo que su hija no quedara paralizada por el mismo miedo. Se le ocurre ahora que puede ser que Rosalinda sea demasiado atrevida, demasiado descuidada ante las consecuencias. América clava la vista en el suelo.

La Sra. Leverett ha e$$$tado hablando y ella no la ha oído.-...las vacaciones. Pero yo supongo que para ti no es igual, ya que vives aquí.

América la mira, esperando que ninguna respuesta sea necesaria. Cuando pasan, los niños agitan las manos en su dirección y ellas les devuelven el saludo.

—¿Cuánto tiempo llevas trabajando para Irving?— la Sra. Leverett pregunta.

—Diez años, Desde que él vino.

—¿Creciste por aquí cerca?

—He vivido aquí toda mi vida.

—¿No has vivido en ningún otro sitio?

América la mira, saluda a los niños, y vuelve a mirarla. —Yo me fui una vez, por un mes, pero volví.

—Es una isla hermosa.

—Sí.

—Da pena lo de la base de la Marina.

América no sabe cómo responder, así que suspira.

—¿Eres casada?

—No—. Ella dice la palabra como si acabara de morder la corteza amarga de un jobo verde, pero la Sra. Leverett no parece notarlo.

Felipe baja a los niños del caballo. Ellos corren hacia su madre, sus caras felices.

—¿Podemos tener un caballo, Mom?

—Sí, Mom, ¿podemos?

América y la Sra. Leverett se ríen. Los niños tiran de la T-shirt de su madre, rogándole que les compre un caballo. Ella mira a América como si fueran cómplices en un plan. —Hablamos luego ¿o.k.?-le dice a sus niños y sonríe misteriosamente.

América se despide, yéndose en una dirección mientras ellos van en la otra, preguntándose sobre ese hábito de los estadounidenses de hacer preguntas personales cuando apenas te conocen.

Correa está estirado en el sofá.-¿Dónde estabas?

—Les prometí a los niños que cuido que los llevaría a ver los caballos.

—¿Qué tienes tú con esos yanquis?

—No tengo nada con ellos. Yo les cuido a sus niños, eso es todo.

Se va a cambiar de ropa. En la cocina, Ester está haciendo algo que huele tan rico que su estómago salta del hambre. A ella le gustaría ser tan buena cocinera como Ester, quien tiene talento para mezclar condimentos y hacer que hasta los ingredientes más humildes tengan un sabor espectacular. Es su don, del cual ella está más que orgullosa, el que la gente usa para describirla. Ay, sí, Ester es una gran cocinera. Ella puede hacer que hasta las piedras sepan a mantequilla.

Porque cocina tan bueno, Ester es popular entre los vecinos, quienes pasan por alto su perpetuo mal humor, el que atribuyen a su amor a la cerveza. Cuando hay una boda o una fiesta de cumpleaños, invitan a Ester, y su regalo es siempre un caldero lleno del mejor arroz con gandules que jamás hayan comido, o un plato Pyrex lleno del más cremoso flan o, si es alguien a quien ella aprecia, o alguien que ha pagado por ellos, unos cuantos pasteles. —Yo pude haber sido cocinera en los mejores hoteles de San Juan— a ella le gusta decir, pero nunca explica por qué no lo fue.

Las visitas de Correa no son previsibles. Él se aparece cuando le da— la gana. El hecho de que haya venido tantas veces en las últimas semanas América lo atribuye al problema con Rosalinda. Otras veces, cuando ha venido casi todas las noches, significa que tiene celos, y su presencia es un mensaje para América y su supuesto amante para que se acuerden a quien es que ella le pertenece. Pero América no cree que ésa sea la razón por la que él está aquí esta noche. Algo bueno de Correa es que él no la mantiene en suspenso. Él sale con una acusación, casi siempre unos segundos antes de abofetearla en la cara si está borracho, o de darle un puño en su abdomen y espalda si no lo está.

Ella piensa que quizás el problema con Rosalinda ha cambiado a Correa, que ahora será el hombre que ella siempre quiso que fuera. Lleva dos semanas sin golpearla, desde el día en que se llevó a Rosalinda. Ella anota los días que viene y duerme con ella como cualquier otro hombre con su esposa, no le hace ninguna exigencia del sexo, pide antes de subirle el camisón y mamarle los senos. Por supuesto, si ella dijera que no, sería distinto. Pero no quiere pensar en eso. Ya ha dejado de pensar en cómo matarlo. Lo ha escuchado atentamente cuando él trae noticias de Rosalinda porque Correa tiene un teléfono que funciona y ella no. Su manera calmada, sus caricias verbales son como una promesa. En el acto optimista de hacer el amor, América cree que él es un hombre cambiado, y por un instante olvida las magulladuras y los labios hinchados de los días pasados, los ojos amoratados, el adolorido cuero cabelludo donde él le ha halado el pelo.

Qué dulce se siente una niña en tu regazo, su cabecita en tu seno, su pelo fino acabado de lavar, húmedo, tan suave que te hace cosquillas cuando te acercas a darle un beso. Qué lindo el peso de una niña contra tu seno, su cuerpito acurrucado contra tu vientre cuando la meces de aquí para allá, cantándole un arrullo. Su corazoncito palpita muy rápido, mientras su respiración se hace más y más lenta según se queda dormida, su pulgar en su boquita, las sombras de las pupilas detrás de sus párpados finamente venosos.

América tiene a Meghan en su falda, le canta suavemente mientras al otro lado del cuarto su hermanito duerme, su aliento peinando la piel del oso de peluche que abraza. América podría tener a Meghan en su falda por horas, pero el sueño la ha vuelto pesada, así es que la lleva a la cama, la acuesta, acomoda la sábana alrededor de sus hombros, ajusta los bordes de modo que la nena no se caiga mientras duerme. Ella la mira dormir, observa el movimiento de sus mejillas al chupar, su dedo índice enganchado sobre su nariz, sus ojos revoloteando dentro de sus párpados como si estuviera mirando una película. Luego fija las mantas alrededor de Kyle, quien abraza a su osito más cerca de su pecho, mascullando algo que ella no puede entender.

Es la última noche de los Leverett en Vieques y ella está cuidando a los niños mientras ellos disfrutan de las horas finales de sus vacaciones. Ella nunca pasa tanto tiempo con los hijos de los huéspedes y sabe que éstos dos se han ganado un lugar en su memoria, que son diferentes de los incontables otros que han pasado por este cuarto. Se ha quedado con ellos después de su turno de trabajo, se ha detenido en el proceso de trapear un pasillo o tender una cama para admirar un caracol o una vaina de bellota, o una mariposa capturada en un tarro. Su inocencia, su parloteo, la manera en que la escuchan, pacientemente tratando de comprender lo que ella dice, ha cambiado el ritmo de sus días. Y la dulzura de Meghan ha despertado un anhelo que había suprimido desde hace años, el deseo de tener otro bebé, de cargar un bebé en sus brazos, de lactar a un infante en su pecho, de sentir la tibieza de un ser en su vientre.

Cuántas veces ha soñado con una casa llena de niños, nenas y nenes que corren por aquí y por allá en un hogar pulcro, con cortinas que revoloteen en la brisa, jardines que florezcan en un millón de colores, pájaros que canten dulcemente en la sombra. Hay un esposo en esos sueños, un hombre no muy diferente a Correa, alto y trigueño, musculoso, con una voz bella, con pelo negro. Parados en el balcón de su fragante hogar, los brazos alrededor de sus cinturas, miran el juego de sus hijos alrededor de un árbol de mangó. Y se llenan de amor el uno para el otro, por lo que han creado, por un futuro brillante y promisorio.

Ella sacude la cabeza, se reprende a sí misma por tener esos sueños anticuados cuando las mujeres hoy en día quieren ser científicas y líderes de naciones. Pero yo nunca quise eso, argumenta consigo misma. Lo único que yo he querido ha sido un hogar y una familia, con una mamá y un papá y niños. Se sienta en la butaca, encuentra una de las revistas que la Sra. Leverett trajo. Es mayormente de modas, mujeres enjutas con caras grandes y vestidos extraordinarios. Ella se pregunta si la gente en los Estados Unidos viste así de verdad.

Se oyen pasos subiendo las escaleras y cruzando el vestíbulo. Es demasiado temprano para los Leverett, pero quizás fue que se cansaron, o no les gustó el restaurante donde fueron o la música a todo volumen en las barras a la orilla de la playa. La puerta se abre.

—Aquí estás—. Los ojos de Correa brillan con el inconfundible lustre del licor y la sospecha. Se queda parado en el umbral de la puerta, inclinándose un poco de lado, lamiéndose los labios como si se preparara para un festín.

Es el Correa de siempre, el que ella teme, no el de su sueño doméstico. La expresión en su cara le ablanda las rodillas hasta que no la pueden sostener, la hace sentir como si su pecho estuviera vacío. Su cabeza retumba con un millón de voces, repitiendo un sinfin de acusaciones a través de los años. No hay un hombre en toda la isla de Vieques a quien Correa no haya citado como alguien con quien ella lo ha engañado. Ni los residentes permanentes ni los visitantes casuales son inmunes a sus sospechas, y América rebusca en su mente la última vez que tuvo contacto con un hombre, se pregunta a sí misma con quien ha hablado, a quien ha mirado en el pasado reciente que pueda cualificar como candidato para los celos de Correa.

Mira hacia el balcón y él sigue su mirada y se tambalea hacia los niños durmientes. Ella le sigue como si tuviera miedo de lo que él encontrará en los catres. Él sonríe, lo suficientemente apaciguado como para hacerla sentir que quizás esta vez se irá sin traerle problemas.

—Su Mami y su Papi están gozando en Eddie’s— dice. —¡Si vieras a esos gringos bailando!-Se ríe, y a ella le parece como si hubiese sonado un trueno, tan fuerte es el ruido que hace. Está segura de que los niños se han despertado, pero cuando él le pasa por el lado y se tira en la butaca, ve que todavía están dormidos.

—No te puedes quedar aquí— le dice. Se para entre él y el balcón, al borde sombreado de la luz de la lámpara al lado de la butaca.

Él recoge la revista que ella estaba mirando, ojea las páginas, se ríe. —Mira cómo se visten esas mujeres. Parecen ganchos con ropa encima, eso es lo que parecen.

Tira la revista de un lado al otro del cuarto, agarra un peluche del estante detrás de la butaca, un león con una sonrisa necia. Lo vira patas arriba.

—Nunca les ponen huevos— dice, y le gruñe al peluche, luego le gruñe a ella, empujando el leoncito en su dirección de una manera que podría considerarse juguetona si ella no estuviese tan asustada. Ella salta hacia atrás y él se ríe, gruñe, se pone de pie, la agarra por la cintura, y le hace cosquillas con el muñeco.

Ella trata de liberarse, pero él la retiene con un brazo y, con el otro, restrega el animal contra sus hombros, luego sigue con un gruñido dulce y un mordisco suave en sus labios. Ella lo empuja, pero él la aprieta, finge ser un león, gruñe, ronronea, araña como si tuviera garras, la muerde, con sus dientes ahora, en su hombro, su cuello, sus brazos. —Correa, ¡no!

Mira detrás de ella, hacia el balcón donde los niños duermen. Kyle se voltea, aprieta su osito más cerca. Meghan mama su pulgar. Correa empuja a América sobre la cama, se tira encima de ella, la araña con dedos como garras, le muerde los muslos, la barriga, los senos. Ella se resiste, trata de llamar su atención.

—No, Correa. Se van a despertar los nenes.

Él frota su erección contra las piernas de ella, le muerde los labios, ronronea en sus oídos, empieza a bajarle el pantalón. Ella lo empuja con más fuerza esta vez y las facciones de él cambian de una expresión juguetona a una seria, y aplasta su peso contra ella, busca con manos torpes la cremallera de sus jeans, totalmente ajeno a lo que ella diga o haga.

Ella no puede ganar esta lucha. El aliento de Correa sale en ráfagas calientes apestosas a ron, y sigue mordiéndole las mejillas, el cuello, los senos, y le quita los pantalones. Ella quiere gritar, pero imagina las caras asustadas de los niños, que no tienen nada que ver con esto. Ella orienta la cabeza de él de modo que la muerda donde nadie lo verá, más abajo del cuello de su camisa, en su pecho, sus hombros, y él lo hace. La muerde y zambulle su pene como si ella fuera un hoyo, sólo un boquete cálido de la textura y el tamaño apropiados. Ella lo mordería, pero no quiere que él piense que está disfrutando, que está participando en lo que él llama su placer, el tomar a América cuándo y cómo él la quiera. Su mente está al otro lado de la cortina, en el balcón donde dos inocentes duermen, ruega ella, ajenos a lo que está sucediendo a menos de diez pies de ellos. Ella reza mientras Correa se le mece encima. Le reza a Jesús, protector de la niñez, que Él mantenga cerrados los ojos de los niños y sus oídos sordos a todo menos al coquí que canta a fuera, su canción chillona más un grito que una melodía.

Cuando acaba con ella, Correa se voltea de lado, listo para dormir. Ella tiene que rogarle, halarlo por el brazo, convencerlo de que éste no es su cuarto o su cama. Él mira alrededor como si tuviese amnesia, sin reconocer dónde está, sin comprender lo que ella le dice.

—Te tienes que ir, Correa-ella le ruega, ayudándole a subirse el pantalón, metiéndole la camisa porque él no puede hacerlo.-Me pueden botar por esto.

Como un niño, él deja que ella lo voltee de aquí para allá mientras le endereza su ropa, su propio cuerpo desnudo de la cintura para abajo. Él camina como un oso borracho, colocando su peso sobre un pie, después el otro. Pero el aire fresco del patio lo revive y, en la puerta, levanta su dedo hacia ella.-Te espero abajo—. No ha terminado con ella. Lo que acaba de pasar ha sido una mera distracción. Ella cierra la puerta mientras él arrastra sus pies por el vestíbulo, cepillando su pelo con una mano, mientras con la otra se balancea contra la pared, como si el piso fuera un mar turbulento.

Ella se lava, se seca con el papel higiénico para no ensuciar las toallas de los Leverett. En el espejo, examina las mordeduras en su pecho y sus senos, su barriga, sus brazos. Su cara está hinchada. Se salpica agua fría en las mejillas, se cepilla el pelo, y se endereza la ropa. Luego encuentra un chal de la Sra. Leverett y lo pone sobre la pantalla de la lámpara para oscurecer el cuarto, suavizar la luz, crear sombras que oculten sus moretones y que nieguen el ultraje cometido en su cuarto, en su cama, apenas a diez pies de donde duermen sus niños.