Krazy Glue

Mami, te tienes que levantar—. América sacude el hombro de Ester.

—¿Umm? ¿Qué?— Ester gime y agita sus manos como si estuviera bailando. Abre sus ojos lentamente, sorprendiéndose cuando ve a América inclinada sobre ella.-¿Qué pasó?

—Tienes que ir a trabajar, Mami-América cuchichea y Ester levanta su cabeza, se empuja a sí misma sobre sus codos.

—No es martes, ¿verdad?

—No, es miércoles. Yo tengo que quedarme aquí hoy, as que tú te tienes que ir a trabajar.

Ester cae sobre su almohada de nuevo y se vuelve hacia la pared. —Está bien—. En menos de un segundo está roncando.

—Mami, te tienes que levantar ahora. Vamos—. Menea a Ester, quien le da palmadas como si América fuera una mosca molestosa,-No me voy hasta que te levantes.

Ester se voltea de nuevo y gradualmente se sienta con la ayuda de América.-¡Ay! Me duele cuanto hueso tengo en el cuerpo—. Busca en la oscuridad para prender la luz. —Si me lo hubieras dicho anoche, yo me hubiera acostado mas temprano—. América abre las cortinas. Una luz opaca se desliza dentro del cuarto.-¡Todavía está oscuro!-Ester se queja.

—Está nublado, aclarará antes de que tú llegues allá—. América mira alrededor del cuarto.¿Dónde está tu uniforme?

Ester indica el aparador debajo de la ventana, Se levanta y arrastra los pies hacia el baño, la familiar tos seca de sus mañanas marcando cada paso.

El cuarto de Ester está atiborrado de reliquias. Una pared está empapelada con fotografías de la familia. Ella llama a ésta su pared de memorias. El resto del cuarto está lleno de anaqueles cargados de figuras. En un rincón hay una mesa antigua con el altar a San Lázaro, su patrón, con una vela votiva a sus pies, la luz fantasmal titilando amarillo rojo amarillo.

Las gavetas están llenas de ropa que Ester no ha usado en años. Hay blusas y faldas que ya no están de moda, sostenes de algodón que ya no le quedan, vestidos con volantes y fruncidos de una mujer coqueta. En la gaveta de abajo de un aparador, el uniforme verde de nylon está doblado encima del vestido que Ester se puso cuando Salió de dama de honor en la boda de su hermana, quien se casó un mes antes de que Ester se fugara de su casa. América saca el uniforme, estira las arrugas con sus manos y lo coloca al pie de la cama en lo que prepara el desayuno.

—Café nada más-Ester dice entre toses cuando pasa—, es demasiado temprano para comer.

América le prepara una taza de café con azúcar y leche caliente. Con el primer sorbo, la tos de Ester se disipa, y después del tercer o cuarto trago casi se le ha ido.-Mi medicina-Ester llama a su primera taza de café. Gime y se queja con cada paso, suspira fuerte para que América la oiga, se toma su tiempo en soltarse los rolos, peinarse el pelo, pintarse las cejas y una línea negra alrededor de los ojos. En la cocina, América registra las protestas apagadas, pero finge no oírlas. Pone sus rebanadas de pan en la tostadora, se inclina contra el fregadero a sorber su café negro, sus pensamientos volando hacia la hora en que despertará Rosalinda. No está segura de lo que le va a decir. Pero, por lo menos, le recordará que tiene que is a la escuela.

Ester sale de su cuarto hecha una mujer distinta. Con el pelo peinado y rociado con espray y la cara maquillada, uno hasta podría decir que es una mujer hermosa, que las arrugas de su vida son un adorno que realzan sus ojos profundos, una boca carnosa, una frente alta. El uniforme le queda bien ajustado en las caderas y nalgas, el delantal está atado alrededor de una cintura más pequeña que la de América. —Te ves bien-América dice.

Ester sonríe, da una vuelta en frente de ella.-Esta vieja está buena.

—Cuarenta y cinco no es vieja, Mami.

—Yo nací vieja-le contesta.

América no se puede controlar. —Si te cuidaras mejor...

—Ya basta con el sermón, me voy.

Deja la casa, pero se para en la acera para prender un cigarrillo. La tos vuelve brevemente después de la primera bocanada de humo. Se da un golpe contra el pecho para aflojar la flema, escupe en la cuneta y sigue caminando, envuelta en un espiral de humo.

Correa sale de la alcoba rascándose la cabeza. Mientras se da una ducha y se afeita, ella prepara huevos y pan tostado, café fresco. Cuando está sirviéndole, él se para detrás, la envuelve en sus brazos por la cintura, le besa el pelo.

—Deja eso-le dice de mal humor, esquivando sus brazos.

Él agarra su brazo, la hala hacia él, le da besos mojados en los labios.-¿Te hice falta, verdad?-le cuchichea en la cara. Ella se zafa de su abrazo.

—Tu desayuno se está enfriando—. Le lleva el plato a la mesa, donde ya ha puesto un mantel, tenedor, cuchillo, cuchara. Él la observa caminar, sonriéndose, y la sigue. Ella le trae el café y pan tostado con mantequilla. Cuando ella se le acerca de nuevo, él la agarra por la cintura de sus mahones.

—¡Deja eso!-Ella trata de desatarse de su agarre.

—Siéntate conmigo-le dice, halándola hasta sus rodillas.

—Tú no puedes comer conmigo sentada aquí.

—En la silla, entonces, no te escapes como siempre.

Él la deja ir, mantiene su mano en su cintura hasta que ella se sienta a su lado. Ella hala la silla para atrás, de modo que no ve su cara, sino sólo la parte posterior de su cabeza, el cuello deshilachado de su camisa, la fisura oscura entre su cráneo y su oreja. Te odio, ella perfora su seso con los ojos. Él tiene manos grandes, amplias y sólidas. Empuja los huevos revueltos en el tenedor con un pedazo de pan y voltea la cabeza para mirarla.

—¿Te comió el gato la lengua?

Ella hace un sonido de desprecio, mira hacia la ventana. Él eructa delicadamente y sigue comiendo. En la pared sobre la puerta el reloj suena su tic toc entre silencios. América hala un hilo floja se la cremallera de sus mahones. Correa mastica y sus orejas se mueven de aquí para allá, como si lo estuviera hacienda a propósito. Un gallo canta, ella no sabe dónde. La taza hace un sonido seco cuando él la coloca contra el platillo. Un carro pasa por frente de la casa, echando gases acres. Correa estornuda.-¡Salud!— le dice ella sin pensar. Pone sus manos sobre sus muslos y comienza a levantarse. —Yo tengo cosas que hacer.

Él inclina su cabeza hacia ella y la mira como decidiendo si dejarla ir, entonces levanta la taza y se la entrega. —Tráigame más café—. Ella coge la taza, camina despacio, por si él se arrepiente, sus ojos enfocados en la cafeteria eléctrica en la cocina, regalo de Correa la Navidad pasada. Con las manos temblando, vierte café caliente y unas gotas caen sobre la piel tierna entre el índice y el pulgar. Le queman, gotean hacia su muñeca, pero ella apenas lo siente.

Correa se va a su casa a ponerse su uniforme. Ha perdido una semana y media de trabajo. América se pregunta cómo puede hacer eso, yéndose del trabajo cuando le da la gana, y regresar como si nada.

América abre todas las ventanas y las puertas. La puerta de Rosalinda todavía está cerrada, y las dos o tres veces que se le ha parado en frente, no ha oído nada. Trata el tirador. Está bajo llave.

América se cimbrea alrededor de le sala tarareando un bolero, desempolvando todo lo que ve, rociando líquido para limpiar los muebles y vidrios, estregando cada superficie con brazadas largas y parejas. Pone las sillas encima de la mesa, enrolla la alfombra de la sala y la arrastra hasta el balcón. Barre la sala, lava y pule las losas del piso. La puerta del cuarto de Rosalinda está cerrada con llave y no sale ruido de adentro. No sale nada.

Ella levanta las figuras del estante al lado de la televisión, lava y seca cada una, las acomoda en nuevas posiciones. El pastor que toca la flauta a una bailarina ahora encara una manada de gansos, la bailarina coquetea con una pata al frente de sus patitos. América saca las cortinas de la sala, de la cocina y de la puerta corrediza que conduce al patio detrás de la casa. Las pone a lavar en la máquina, entonces empieza en su cuarto, dejando la puerta abierta para que pueda ver cuando Rosalinda cruce de su cuarto al baño.

Le quita las sábanas a la cama y pone nuevas, baja todos sus cosméticos del alféizar de la ventana, los desempolva, pule la madera, enjuaga cada lata, botella y jarro con un paño humedecido en alcohol, pone cada cual con sus productos afines: espray de pelo con gel y mousse, la crema con el tonificante y el jabón facial líquido, pinzas con limas de uñas, tablas de esmeril y palitos para empujar las cutículas.

La puerta de Rosalinda chilla. América está sentada en la orilla de su cama, atando un zapato de lona para que las puntas de los cordones queden parejas, cuando ve que su hija pasa sin mirarla hacia el cuarto de baño.

—Te preparé desayuno— ella llama desde la cocina cuando Rosalinda sale.

—No tengo hambre.

América pone un plato de huevos revueltos con jamón en la mesa, una taza de café con leche caliente, y tostadas.-Ven y come algo que anoche no comiste nada—. Pero Rosalinda ha cerrado la puerta. América toca suavemente.-Nena, se te van a enfriar los huevos.

Rosalinda abre la puerta pero no sale. —Ya te dije, no tengo hambre. No quiero comer nada.

—Ya lo preparé.

Rosalinda mira sospechosamente más allá de su madre hacia la mesa con mantel, su desayuno servido en la vajilla buena. América sigue su vista. —Estaba lavándolo todo— se ríe —y se me ocurrió usarla.

Rosalinda le pasa por el lado hacia la mesa, se sienta, come con poco apetito. ¿Cuándo se puso tan hosca su hija? América no recuerda este aspecto de su hija, esa cara de haberlo visto todo, de que nada la puede complacer. Debe ser algo nuevo. O quizás es que no se ha maquillado y sus facciones parecen más parejas, de modo que cada expresión se acentúa en su cara, sin la distracción de sombras o toques de luz.

—Yo pensé que podríamos hablar un poco...

Rosalinda golpea su tenedor contra la mesa, se levanta, pero América, más rápida que ella, le impide el paso.

—¡Yo no quiero hablar de nada! Ya te lo dije...

América la retiene por los hombros, apretándolos para que Rosalinda no se pueda zafar. —No se va a desaparecer el problema porque tú no lo quieras discutir. Yo tengo algo que decirte y tú me tienes que escuchar.

Caen lágrimas por las mejillas de Rosalinda.-Yo no tengo que escuchar nada, no tengo que hacerlo—. Se cubre las orejas, cierra sus ojos, como si eso pudiera hacer que América desapareciera. Se retuerce, tratando de liberarse de las manos de América.

—Te suelto si te sientas y hablas conmigo—. América no quiere sonar enojada; está, de hecho, tratando de mantenerse en calma, en control, de no perder la paciencia como le pasó anoche. Le suelta los hombros a Rosalinda y la niña se separa de ella y se tira en la silla al frente de sus huevos y tostada medio comidas. Rosalinda esconde su cara entre sus manos y solloza.

El pecho de América se contrae, como si una correa estuviese atada alrededor de sus costillas, apretándose con cada respiración. Le pican las lágrimas en sus ojos, pero parpadea para contenerlas. Cuidadosamente, como si se pudiera romper, toca el hombro de Rosalinda, y la niña lo aleja, pero entonces cede, y deja que América acaricie sus hombros, su pelo. Deja que su madre la abrace, primero desganadamente, pero después, agradecida, como si fuera esto lo que quería. América la ayuda a ponerse de pie, la conduce hasta el sofá, donde se sientan una al lado de la otra, la cara de Rosalinda contra el pecho de su madre. América la deja llorar, deja que sus propias lágrimas caigan silenciosamente, como para no contaminar la miseria de Rosalinda.

—Yo no sé por qué ustedes creen que lo que yo he hecho es tan gran cosa— Rosalinda le dice a su madre entre gimoteos. —Yo no soy fa primera en esta casa que se va a los catorce años.

—Ahora me estás faltando el respeto— América le advierte.

—Pero es verdad, Mami-ella responde.

América respira profundamente, tratando de controlar la cólera que hierve en sus entrañas, amenaza derramarse y quemarlas a las dos. —Es cierto, pero eso no quiere decir que no es gran cosa.

Rosalinda considera esto por un momento, notando el lustre en los muebles que su padre ha comprado, las figuras de Ester puestas en distintos sitios.

—Taíno y yo nos queremos.

—¿Estás encinta?

Rosalinda mira en otra dirección.

—Porque si estás encinta,— América continúa —deberíamos hacer algo.

Los ojos de Rosalinda se agrandan, miran a América como si estuviera loca.-Quieres decir ...-Se cubre la cara con las manos. —Ay, Dios mío, Mami, ¡cómo puedes pensar tal cosa!

América no está segura de si Rosalinda se refiere al estado de embarazo o a un aborto. Ella se ruboriza. Si yo estuviera encinta, América piensa, yo nunca consideraría un aborto, pero también he sido lo suficientemente inteligente como para usar anticonceptivos por los últimos trece años.

—¿Él te...protegió?

Rosalinda se para.-¡Yo no puedo hablar contigo!— le grita y corre hacia su cuarto, tirando la puerta.

—¡Rosalinda, esto es importante!— América oye el ¡zaz! sobre la cama, los sollozos a gritos, Toca en la puerta. —¿Te crees que este problema se va a desaparecer? Pues mejor es que sepas que no!

Rosalinda grita más fuerte todavía, golpea la cama con sus puños. —!Déjame quieta! ¡Vete y déjame. sola!

—Olvídalo. Mientras yo sea tu madre, soy parte de tu vida. Mejor es que te acostumbres.

Rosalinda abre la puerta lo suficiente para que América vea su cara deformada por una mueca enojada.-No. No me tengo que acostumbrar a nada. Papi dijo que me sacaría de aquí si yo me quiero ir. Te odio. Ya no puedo aguantarte más.

América se pasma. La puerta de Rosalinda se cierra con un golpe. Correa nunca ha amenazado llevarse a su hija. Durante todos los años de disputas, las pelas, los celos, tú no puedes hacer esto y no puedes hacer lo otro, él ni una vez ha amenazado con llevarse a Rosalinda de su casa.

América limpia la mesa donde Rosalinda dejó su desayuno abandonado. Correa tiene tres niños en Fajardo con una mujer con quien se tuvo que casar porque su padre lo amenazó con una pistola si no lo hacía. Él los mantiene con su escaso sueldo y con el dinero que se gana haciendo tareas sueltas para los propietarios de las mansiones. Él nunca ha contribuido mucho al mantenimiento de Rosalinda, a excepción de los regalos que le trae en ocasiones especiales, las baratijas y ropas que escoge cuando va a Puerto Rico. Él le da a Rosalinda unos chavitos de vez en cuando, pero eso es todo. América ha pagado por todo lo demás, por sus uniformes de escuela y la ropa de diario, por los libros escolares, los regalos de cumpleaños para sus amigas, los regalos de Navidad para sus maestros. Ella ha pagado los doctores cuando Rosalinda se enfermó, el dentista cuando le sacaron un diente, el cirujano cuando le dio apendicitis. Correa dice que Rosalinda es su hija favorita, la primera que engendró, el fruto del amor entre él y América. Así mismo lo dice, el fruto de nuestro amor. Pero nunca ha asumido responsabilidad por su crianza, ha dejado que América la críe porque “ella es hembra y tú eres hembra y las hembras necesitan a sus madres”. ¿Qué interés tiene ahora ofreciendo llevársela de su casa?

América piensa que debe ver la oportunidad de ser un héroe. Ahora que Rosalinda está tan rebelde, Correa debe ver la oportunidad de cobrar valor ante los ojos de su hija. Eso debe ser. Gran macho padre, rescatando a su hijita de las garras de su madre horrible. ¡Hijo de puta! América estrella el plato de la hermosa vajilla contra el piso de losa. Se rompe en un millón de pedazos, en demasiados para poderlos pegar con Krazy Glue.