Le gustas
El domingo América se despierta temprano, empaqueta una muda de ropa en una bolsa de compras y guía el Volvo hasta la estación de trenes. Nunca se ha montado en un tren, y la imagen que tiene ha sido formada por las locomotoras de hierro de las películas del Oeste americano, del tipo que entra a la estación resoplando, que silba un luctuoso chu-chu. Se desilusiona cuando aparece un coche de acero gris cuadrado, arrastrando otros coches iguales al primero, su bocina balando como una cabra ronca. Adentro, el tren es limpio, con asientos tapizados en azul y rojo, con ventanas grandes y claras. Tiene un boleto de ida y vuelta a la estación Fordham que Karen le compró, y cuando el conductor pasa, lo perfora y mueve la cabeza como si aprobara su destino.
El campo pasa silbando como una película en avance rápido. Sus ojos captan imágenes efímeras, y antes de que las pueda interpretar, surge otra, hasta que tiene un sentido de la totalidad que no se parece en nada a cómo son las cosas en realidad. Cuando pasan por un puente, se le ocurre que nunca ha estado sobre uno de ellos en un tren y por primera vez en dos semanas cae en cuenta de que ya está dando esta nueva vida por sentada, como si siempre hubiera sido y siempre fuera a ser así.
Yo soy América González, se dice, la misma mujer que hace quince días dobló su uniforme de camarera y lo guardó en la última gaveta de un aparador vacío por si lo necesitaba otra vez. Sólo porque estoy guiando un Volvo casi nuevo, y vivo en una casa grande, y me puedo montar sola en un tren hacia la ciudad... está sonriendo. Capta su reflejo en la ventana y ve una gran sonrisa de satisfacción en su cara. Se reprende a sí misma por olvidar que su vida ahora es la misma que trajo consigo. Pero es distinta, argumenta consigo misma, es distinta. Por primera vez en mi vida yo soy la que tengo el control. Eso no lo podía decir hace dos semanas.
Leopoldo la viene a recoger a la estación. Toma su bolsa de compras, insiste en llevarla hasta un Subaru destartalado, abre la puerta con una galantería anticuada para que ella entre. Él es más viejo y calmoso de lo que ella recuerda.
—¿Cuánto tiempo hace que no nos vemos?— él pregunta.
—Más de cinco años.
—¿Tanto tiempo?— Leopoldo suspira tristemente.
Es un hombre callado, unas pulgadas más alto que ella, con una manera solemne que le cae mejor ahora que está en sus cincuenta que cuando era más joven. En las fotos de la familia, siempre está al fondo, tieso detrás de su esposa, una sonrisa complacida en sus labios. —Es difícil creer que no hemos ido a Puerto Rico en tantos años.
Ella no sabe cómo responder. Leopoldo siempre le ha parecido como un hombre cuya mente no está donde está su cuerpo. No es que sea distraído. Él es, de hecho, el hombre más solícito y calmoso que jamás ha conocido. Pero hablar con él la hace recordar la única vez que fue a confesarse. El cura estaba sentado detrás de una pantalla y ella sólo podía ver su silueta. Cuando empezó a hablar, tuvo la sensación de que el cura estaba contando los ingresos de la recaudación de la semana previa. Ella no sabía por qué tenía esa sensación, pero la tenía. Se paró en medio de una frase y se fue y jamás regresó a la iglesia. La manera ausente de Leopoldo la hace sentir igual que la silueta del cura. Él parece prestarle tanta atención que ella sospecha que debe estar fingiendo su interés.
Leopoldo conduce a lo largo de una avenida ancha entre filas de edificios de tres y cuatro pisos, de los cuales el primero es de tiendas: una bodega, una botánica, un servicio de cambiar cheques. Es domingo. Casi todas las tiendas están cerradas con puertas de hierro corrugado cubiertas de grafitos indescifrables. Aunque es temprano, hay mucha gente por la calle. Las mujeres empujan cochecitos con niños bien envueltos en mantas. Un grupo de muchachas adolescentes, con jeans rasgados, botas de combate y pelo perfectamente peinado, baila por la calle al ritmo de una música insinuada. Un muchacho ayuda a una viejita a entrar en una minivan. Unos hombres haraganean al frente de un café.
—Así que esto es Nueva York— América dice suavemente.
—¿Nunca has estado aquí?— Leopoldo pregunta, y se contesta a sí mismo. —No, tienes razón. Casi viniste, pero no pudiste.
Correa no me dejó, se dice a sí misma, y siente el calor subir a su cara.
Un ruido enorme viene desde atrás. Primero cree que es algo en el carro, pero entonces un Camaro se para al lado de ellos, el radio a todo volumen tocando salsa-rap. Dos jóvenes están en los asientos del frente y las dos ventanas y el techo corredizo están abiertos para mejor compartir la ensordecedora música que sale de las enormes bocinas que ocupan todo el asiento trasero.
Leopoldo frunce el ceño en su dirección. —¡Desordenados!— murmura, y por un instante ella ve la cólera que él guarda tan bien la mayoría del tiempo. El chofer del Camaro acelera el motor al máximo tan pronto como cambia la luz y la música se desvanece, dejando un rítmico tomp-tomp-tomp que se atenúa cuando el carro da la vuelta debajo de las vías elevadas del tren.
—Es diferente aquí de donde yo vivo.
—Sí, seguro, tú estás en el campo. Nosotros estuvimos allá arriba una vez. Nuestra iglesia tuvo un picnic al lado de un lago por allá por donde tú vives.
—Yo no sabía que Nueva York era tan grande.
—Sí, es enorme. Desde aquí nosotros podemos ir manejando por siete horas y todavía podemos estar en Nueva York.
—¡Wow! En Vieques, se puede atravesar la isla entera en veinte minutos.
—Sí, claro, es una isla pequeña. Pero allá ustedes no tienen gente que tocan sus radios a todo volumen los domingos por la mañana.
—Los sábados por la noche son alegres...
—La gente en Puerto Rico todavía sabe lo que es el respeto— Leopoldo continúa, como si no la hubiese oído. —Todavía se portan con consideración hacia otros. Aquí— él gesticula con su mano hacia la avenida en frente de ellos —todo va cuesta abajo. Esta área era tranquila antes.
Se aproximan a un vecindario de casas de dos y tres pisos, con cercas de alambre alrededor de patios de cemento. La calle es angosta, con carros estacionados a cada lado. Unos pocos árboles torturados parecen desafiar las aceras de cemento que sus raíces han agrietado para abrirse camino. En la esquina hay un edificio más alto, pintado verde pálido, con los marcos de las marcos de las ventanas color aceituna. Con considerables maniobras, Leopoldo logra estacionar su carro en un espacio que a América nunca se le ocurriría intentar. Al lado del edificio verde queda una casita, y más allá, en la esquina, una gasolinera en otra avenida ancha.
—¡Aquí están!— La voz de Paulina viene desde arriba, y cuando América sale del carro, mira hacia el último piso del edificio verde, donde su tía está inclinada por la ventana, saludándola alegremente.
—Hola, Tía— exclama y le devuelve el saludo.
Leopoldo le lleva la bolsa de compras hasta dentro de un vestíbulo donde hay una puerta cerrada. Un zumbido la abre y suben al tercer piso hasta otra puerta donde Paulina los espera, excitada como una niña.
—Ay, mi’ja, ¡hace tanto tiempo!— Le acaricia el pelo. —¡Qué linda te ves rubia!— Rodea con su brazo la cintura de América y la lleva adentro. —Y estás gordita.
Su entusiasmo es contagioso y América se encuentra sonriendo, comentando que sí, que ha pasado mucho tiempo desde que se vieron, devolviéndole el abrazo a su tía con un cariño que no recuerda haber compartido con nadie más.
Una muchacha de baja estatura sale de uno de los cuartos, la abraza y le besa las mejillas. Es su prima Elena, la hija menor de Leopoldo y Paulina. Tiene espeso pelo castaño que le llega hasta la cintura, anudado en una trenza que le cuelga por la espalda. Huele a rosas.
—Qué bueno verlos— América dice, de repente abrumada en lágrimas. Paulina la abraza más estrechamente, la conduce a una butaca al lado de la ventana.
—Está bien, mi’ja, estás con tu familia.
Elena trae un Kleenex.
—Lo siento, Tía— América dice, soplándose la nariz. Paulina y Elena revolotean a su alrededor, le frotan los hombros, murmuran consuelo. Leopoldo le trae un vaso de agua. —Gracias—. Ella sorbe, mantiene sus ojos bajos, avergonzada de encontrar sus expresiones inquietas. Le mortifica que no ha estado con sus parientes ni cinco minutos y ya ellos tienen que preocuparse por ella. No sabe cómo explicar, aun a sí misma, lo que pasó, por qué el abrazo de Paulina y su bienvenida cálida rompieron una ola de tristeza que no sabía que llevaba adentro.
—Ay— suspira, calmándose con un aliento profundo—, ¡es tan bueno hablar español!
Paulina, Leopoldo y Elena sonríen con alivio, aceptan esta explicación como la causa de las lágrimas de América, y lo hacen de buena gana y sin contradecirla. ¡Como no le va a hacer falta el español! La pobre ha estado viviendo con yanquis por dos semanas, pobrecita. Pero América no se puede convencer a sí misma tan fácilmente. Es un alivio el no tener que traducir sus pensamientos, pero es lo mismo que ponerse un par de zapatos cómodos: después de un rato se te olvida el placer inicial.
Ellos preguntan por Ester y por Rosalinda y de Vieques, y ella les contesta, aunque no es información nueva para ellos. No preguntan por Correa; saben que ella está aquí huyéndole a él, pero desea que sí le pregunten, aunque sea para poder decirles que no le importa ni cómo ni dónde está él.
—Ven, acompáñame a la cocina—. Paulina la lleva a través de un comedor hasta una cocina estrecha detrás del apartamento. Elena y su padre se excusan y desaparecen en distintos cuartos.
—Qué linda es Elena-América le dice a Paulina. —Los retratos no le hacen justicia.
—Ay, mi’ja, ¿qué vale ser hermosa cuando tu cabeza está llena de paja?— Paulina saca una licuadora de un gabinete.
—¿Qué quiere decir?
—Esa nena, debo de decir mujer porque ya tiene los veinte años, salió a su papá. Soñadores los dos, aunque Leopoldo tiene su lado serio, tú sabes. Es responsable y siempre ha sido buen proveedor—. De una gaveta, saca cebollas y ajo. —Elena es una soñadora, pero sin ambición. Trabaja como recepcionista en una clínica allá arriba. A mí me gustaría que se encontrara un doctor joven y guapo y que se casara ya pronto.
—Déjeme ayudarla con el sofrito— América se ofrece, y Paulina le da un cuchillo y el ajo. América le quita la piel crujiente al ajo mientras Paulina pela y corta las cebollas. Es la primera vez que ha escuchado a Paulina quejarse de sus hijos. En sus raras visitas a Vieques, Carmen, Orlando y Elena siempre parecían comportarse demasiado bien. Ester afirmaba que su hermana y cuñado endrogaban a sus hijos para que no se portaran con el abandono salvaje de los niños normales. Ellos eran cariñosos con sus padres, con Ester, con América y Rosalinda, quien tenía nueve años la última vez que los visitaron como familia. América sabe que Ester quiere mucho a Orlando, su único sobrino y, América cree, el único varón nacido en su familia en varias generaciones.
—¿Y cómo está Orlando?
—Lo más bien, mi’ja. Ya ahorita viene con su esposa y su nena. Esa muchachita es lo más dulce que jamás vas a conocer.
—Tan raro ese nombre, Edén.
—Ay, imagínate, su madre es una maestra de yoga. Algo rara para ser puertorriqueña, tú sabes, tan americanizada que casi no habla español. Pero yo le estoy enseñando unas palabritas a Edén. Es una delicia, espera que la conozcas—. Paulina no espera a que América le pregunte acerca de su hija mayor. —Carmen es maestra. La única de mis hijos que tiene una profesión. Orlando es un cantante de salsa. Tú te acuerdas que él siempre ha tenido una voz bella. Así que ha decidido ser cantante, y yo no sé cómo va a mantener a su familia esperando a que lo descubran, tú sabes lo difícil que es ese negocio, ¡y su esposa una maestra de yoga!...¡Ay, Dios mío!
Paulina coge el ajo pelado y los trozos de cebolla y los tira dentro de la licuadora. —¿Dónde puse el pimiento verde, lo saqué de la nevera?
—Yo no lo vi.
—Ay, Dios mío, estoy perdiendo la cabeza—. Abre la nevera irritada, rebusca hasta que encuentra un pimiento verde firme y un ramillete de hojas verdes y fragantes.
—¿Eso es recao?— América pregunta, incrédula.
—Sí. Yo lo compro en la bodega calle abajo. El dueño era un puertorriqueño, pero ahora es un dominicano. Todo lo que era de los puertorriqueños ahora es de los dominicanos.
América lava unas cuantas hojas del recao, pasando sus dedos sobre las suaves orillas espinosas. —Hay muchos dominicanos en Puerto Rico también. No tanto en Vieques, pero en la isla grande—. Seca las hojas una por una, cada hoja un recuerdo de su niñez, de Ester en su jardín eligiendo delicadamente recao, orégano y achiote fresco para la comida de ese día.
¡Pobrecitos!— Paulina tira el recao en la licuadora, le echa unos cuantos granos de pimienta, oprime el botón que hace la navaja girar violentamente alrededor del ajo, la cebolla, la pimienta, el recao, picando todo para su oloroso sofrito, más verde, América piensa, que el de Ester. —Su país es tan atrasado como era Puerto Rico hace treinta años. Vienen aquí como nosotros, llenos de sueños, esperando que las calles estén pavimentadas de oro.
El parloteo de Paulina es reconfortante como una radio prendida. Todo lo que dice es familiar, como si América lo hubiese oído ayer, pero es nuevo también. Medita sobre la diferencia entre su madre y su tía, dos hijas de una madre, una de ellas alcohólica y la otra sobria, con un matrimonio duradero e hijos que, a pesar de sus quejas, todavía quieren a sus padres y respetan sus expectativas. Ester nunca tuvo el ánimo de Paulina. Su vida, restringida a su jardín, sus telenovelas, sus uniones ocasionales con Don Irving, es todo lo que ella parece querer. Quizás, si Mami hubiese sido más como Paulina, América piensa, mi vida sería distinta. Se ruboriza entonces, avergonzada de los pensamientos tan pronto como es consciente de ellos.
Mientras progresa la comida, el apartamento se llena de gente. Primero llega Carmen, la hija mayor de Paulina, más alta que su madre, con labios más llenos, ojos más grandes, más pelo, pero con la misma sonrisa alegre y la misma manera de reír, como si las dos lo hubiesen practicado hasta sonar igual. Entonces entra Orlando, con Edén, su hija de seis años, tomada de la mano, seguidos por Teresa, la maestra de yoga puertorriqueña. Ambas, madre e hija, son delgadas pero fuertes, vigilantes, con ojos salvajes, como si acabaran de salir de una cueva antigua y todavía estuvieran tratando de aprender cómo portarse al frente de la gente. Orlando es un hombre guapo, como América jamás ha visto, alto y delgado, con el aplomo del galán pero sin el contoneo. Todos la saludan con tanto entusiasmo que por poco llora de nuevo.
Cuando los primos han preguntado y ella les ha contestado acerca de su vida en Puerto Rico, incluyendo el problema con Rosalinda, y su propia salida subrepticia del hogar donde nació y donde ha vivido la mayoría de sus veintinueve años, entra otro grupo de personas. Son los vecinos del apartamento de abajo, Lourdes y Rufo y su hijo, Darío, con sus dos hijos, los mellizos Janey y Johnny.
Después de las presentaciones, las preguntas discretas y las respuestas evasivas a los no parientes, Paulina anuncia que la cena está lista. Las mujeres se meten en la cocina y los cuatro hombres en la sala, y los niños juegan alrededor de todos hasta que toda la comida se pone en la mesa angosta con sillas que no hacen juego. A los niños se les pone un sitio en una esquina de la mesa y los hombres también se sientan mientras las mujeres mayores sirven. América ofrece su ayuda, pero no la dejan. Paulina la hace sentar al lado de Elena, quien la entretiene preguntándole de su vida en Bedford hasta que todos están sentados y Leopoldo le pide a Dios que bendiga la comida y a todos los presentes.
América no se acuerda de la última vez que se sentó a la mesa con gente que reza. Probablemente fue la última vez que Paulina y Leopoldo estuvieron en Vieques. Es probable también que Ester rezongara durante toda la oración y que estuviera Correa, con los ojos bajos, rogando que el encuentro con personas religiosas le sirviera para cuando llegara a las puertas de San Pedro. Porque, aunque Correa no es un hombre religioso, sí le es fiel a Dios. Él le da rienda suelta a pecados de libertinaje, de adulterio y de lascivia, pero observa el Miércoles de Ceniza y la Cuaresma con una pasión que América le ha indicado más de una vez que es hipócrita.
A través de la mesa, Darío mira tristemente en su dirección. Ella finge ignorarlo, mira a su madre, quien está sentada a la izquierda de él, o por la ventana a las azoteas de otros edificios y más allá, a un puente, quizás el mismo puente que cruzó aquella noche de nieve cuando aterrizó en Nueva York.
No quiero tener nada que ver con los hombres, se dice a sí misma. Especialmente no quiero tener nada que ver con hombres que me miren con ojos de palomo herido. Jamás he visto a nadie tan triste y solitario, aun en medio de toda esta gente.
—...y tú también debes venir, América—. Le llega la dulce voz de Orlando, como si él le hubiese tocado el hombro.
—Sí, América, ven con nosotros— Elena ruega.
—¿A dónde?
—Otra soñadora en la familia— Paulina murmura, su risa de niña suavizando lo que América sospecha es un insulto.
—Lo siento, sólo estaba mirando aquel puente.
Como si nunca lo hubieran visto, todos en la mesa siguen su mirada y Leopoldo se acerca a la ventana para darle una mirada a un puente que tiene que ver cada vez que pasa por ahí.
—Oh, el Whitestone— como si se hubiera extraviado y reaparecido en medio de la cena. Se sienta de nuevo.
—De todos modos— Orlando continúa—, no es un club lujoso, pero el bajista toca con Rubén Blades y el pianista tocaba con Celia Cruz.
Elena se inclina más hacia América. —Mi hermano va a hacer su debut con una orquesta famosa. Él quiere que todos estemos allí.
América le sonríe agradecida. Como en la casa de los Leverett, las cenas en esta familia proveen la oportunidad de ponerse al día sobre sus vidas. La buena voluntad con que comparten sus vidas la pone incómoda.
Carmen anuncia que tiene un nuevo amigo, quien permanecerá anónimo por ahora.
—¿Por qué no lo invitaste a comer con nosotros, nena?— pregunta Paulina.
—Es muy pronto para presentarlo a una familia puerto-rri-queña— Carmen dice con coquetería.
—Ah, otro americano, entonces— dice Lourdes, guiñando un ojo.
—¿Quién sabe?— murmura Paulina.
—El caso es que— Carmen dice —él es asiático.
Se oye una exclamación, como si la idea de un asiático fuera tan extraña, tan inesperada, que los asustara a todos. Leopoldo es el primero en recuperarse.
—En mi oficina hay un hombre chino muy amable. Pero es algo reservado y no se mezcla con el resto de nosotros.
—Él no es chino, Papi, es coreano.
—Mi papá peleó en Corea— anuncia Rufo —y mi hermano mayor estuvo estacionado allí por tres años.
Elena se inclina más cerca a América. —Mi hermana nunca ha salido con un puertorriqueño.
—Ni pienso hacerlo— dice. —Los puertorriqueños son muy machistas.
—Cuidado, nena— Paulina le advierte—, tu padre, hermano y los vecinos son hombres puertorriqueños.
—Yo no estoy hablando de ellos-Carmen se defiende, como una niña culpable, aunque es dos meses menor que América.
—Ah, pues, si no hablabas de nosotros— dice su hermano jovialmente —sigue insultando al resto.
—Yo creo que tú tienes algún residuo del machismo— dice Teresa en inglés desde su esquina de la mesa, donde está apretada entre Rufo y Elena.
—Estáte quieta, mujer— dice Orlando en una voz juguetona, y todos se ríen, menos Teresa.
—Tú sabes que eso no me hace ninguna gracia.
—Vamos, Teresa, no lo tomes tan en serio— dice Rufo—, él sólo está jugando.
—Usted no lo defienda— dice Lourdes, asomándose por el lado de Darío, señalando a su esposo con un tenedor.
—Señoras, señores, tenemos visita— dice Leopoldo, y todos se ríen y miran a América.
—Mejor es que se acostumbre a nuestros pequeños pleitos— dice Paulina con una sonrisa dulce.
—No se preocupen— América les dice. —Ya pronto yo también estaré discutiendo con ustedes—. Todos se ríen de esto, generosamente ella piensa, porque, mientras lo estaba diciendo, le sonó más como una amenaza que como una broma.
Después de la cena, Teresa se sienta con los niños al frente del televisor, donde todos están igualmente embelesados con una película acerca de un perro perdido. Los hombres ponen la mesa de dominó en el comedor. Elena y Carmen agarran a América por la mano y se la llevan de la cocina para evitar que ayude a Paulina y a Lourdes con los platos.
—Tú lavas suficientes trastes durante la semana-Carmen dice, empujándola hasta del cuarto de Elena.
—¡Qué lindo!— América admira el fragante cuarto con cortinas en las dos ventanas que hacen juego con el cubrecama, el dosel de encaje, la alfombra rosada de pared a pared, que es suave y esponjosa.
—Mi hermana adora a Martha Stewart— Carmen explica.
—¿A quién?— América pregunta y las hermanas se ríen.
—Ella es una decoradora—. Elena le enseña una revista con una rubia guapa en la portada, sus brazos cargados de flores recién cortadas. —Esta es ella— Elena dice en inglés.
América ojea las páginas repletas de fotografías de interiores, de anuncios para porcelana y cubiertos de plata, instrucciones detalladas de cómo hacer coronas y centros para la mesa. —Muy bonito— dice, por cortesía. La verdad es que las habitaciones le parecen claustrofóbicas, con su profusión de muebles y cojines, cortinas de volantes, paredes estampadas.
Carmen echa una carcajada. —El estilo de Martha Stewart no es para todos—. En inglés dice: —Ella es la reina WASP del universo.
—¿Qué quiere decir eso?— América pregunta, y Elena y Carmen se ríen otra vez.
—WASP— Elena explica —viene de White Anglo-Saxon Protestant, que significa protestante anglosajón blanco—. Ella cambia al español. —No es una palabra muy bonita— dice, regañando a su hermana con la mirada.
—Yo creo que la gente con quien yo trabajo son protestantes— América dice con gravedad. —No he visto cruces ni estatuas de santos en la casa.
—Puede ser que sean judíos— Carmen dice—. Dime su apellido de nuevo.
—Leverett.
—Ese no es un nombre judío— Elena dice con convicción.
—¿Qué sabes tú?— Carmen la desafía.
—No suena judío, eso es todo.
A América le gustaría saber cómo suena un nombre judío, pero no quiere preguntar, porque parece que a estas hermanas les gusta discutir y no quiere que sigan como empezaron.
Carmen se estira en la cama de Elena, donde las tres han estado sentadas. Las otras dos le dan más espacio.
—Le gustas a Darío— dice en español, mirando hacia América, quien se cambia de sitio como si estuviera incómoda. —No te asustes, es un buen muchacho— añade en inglés, sentándose, luego se tira de espaldas sobre la cama otra vez. —Desde que dejó las drogas-dice en voz baja.
—¿Cómo?
—Darío tenía un problema con las drogas— Elena explica—, él y su esposa eran adictos.
—Pero entonces a ella le dio SIDA— dice Carmen —y se murió.
—Ay, Carmen, ¡tú lo haces sonar tan feo!
—El SIDA no es nada bonito— Carmen dice seriamente.
—Claro que no— responde Elena—, pero lo que él hizo fue realmente maravilloso.
América mira de una a la otra, tratando de seguir la conversación, que ha sido en inglés. —¿Él tiene SIDA?
—No, su esposa tenía SIDA—. La cara de Elena se vuelve solemne. —Cuando ella se enfermó, él la cuidó. Ella murió en sus brazos— Elena dice con lágrimas en los ojos.
—Mi hermana— Carmen dice —cree que la vida es una telenovela. No importa lo malas que estén las cosas, ella logra hacerlo todo un romance.
—Mi mamá es así— América dice, recordando a Ester sentada al frente de la televisión noche tras noche mirando las vidas torturadas de las protagonistas de las telenovelas.
—A ella saliste, Elena— Carmen dice, tirándole un cojín a su hermana—, a Tía Ester.
La puerta se abre y Teresa entra. —¿Qué hacen ustedes, niñas?— Sus ojos grandes y negros repasan la habitación, como si buscara a alguien escondido en un rincón. —¿Qué me perdí?
—Le estábamos contando a América la triste historia de Darío Perez Vivó.
—Ay, pues, no salimos de aquí en días— suspira Teresa. Se tira en una butaca, sube los pies y dobla sus piernas en una posición de yoga.
—¿Cómo puedes hacer eso?— pregunta América, admirando la facilidad con la que Teresa hala sus pies por la V formada por sus muslos.
—Se llama la postura del loto— Teresa dice —y es fácil una vez que sabes lo que estás haciendo.
—Yo traté de hacerla una vez y creí que mis rodillas jamás se recuperarían—. Carmen sonríe.
—Fue que tú lo querías hacer a la fuerza. No lo niegues, yo te vi-Teresa la reprende.
—Mi hermana es muy obstinada— Elena le dice a América, como si este comentario constituyera una respuesta a lo que Carmen dijo de ella anteriormente.
—¿Por dónde iba el cuento?— pregunta Teresa, tirando su larga trenza negra al frente de su cuerpo.
—La dramática muerte de Rita en los brazos de Darío.
—Ay, Carmen, deja de molestar a tu hermana— dice Teresa. —Yo creo que le gustas— le dice a América.
—Me huele a café— responde América y huye del cuarto seguida por la risa de las muchachas.
Cómo se atreven ellas burlarse de una vida triste, América se pregunta. No es su culpa que su esposa muriera de SIDA. Al pasar, lo vislumbra doblado sobre los dominós, la piel de su cara tan apretada que es fácil imaginar su calavera. Parece un drogadicto, concluye. Por lo menos, se ve igual a Pedro Goya, un viequense que volvió de Nueva York hecho un esqueleto demacrado a quien nadie podía reconocer. Él también murió, en los brazos de su madre, cuando un caballo lo derribó contra el pavimento de la carretera de la playa.
—No puedes ayudar— Paulina le avisa—. Ya hicimos todo lo que había que hacer.
—Yo creo que ella olió el café— Lourdes se ríe, señalando hacia América, quien sonríe y agarra una taza del montón en la mesa de la cocina.
—¿Te han estado llenando la cabeza con cuentos esas niñas?-pregunta Paulina con una chispa en los ojos y América asiente y esconde su sonrisa detrás del vapor que sube de la taza.
—Así son nuestros domingos— Paulina le explica más tarde. —Todas las semanas que pueden, vienen los hijos y la nieta. Y casi siempre Rufo y Lourdes y Darío y, por supuesto, los mellizos.
—¿Todas las semanas?
—Sí, mi’ja, todas las semanas. Y a veces vienen otros parientes o los vecinos. Pero siempre tengo la casa llena los domingos.
Elena se ha ido al cine con Carmen. Leopoldo se ha desplomado en frente de la televisión a mirar un documental sobre pingüinos. Paulina y América están sentadas en la mesa de la cocina, hablando en voz baja.
—Usted parece tener una relación tan linda con sus hijos, Tía— América dice con tanta sinceridad que Paulina se infla de orgullo.
—Sí, es verdad. Leopoldo y yo tratamos de no entrometernos mucho en sus vidas. Les permitimos cometer errores.
—Eso es lo que yo traté de hacer con Rosalinda, pero no me salió bien.
—El darles la libertad de cometer errores no quiere decir que no los cometerán, América.
Ella considera esto un minuto, y la tensión de siempre vuelve a su pecho, un dolor tan profundo que no puede nombrarlo, no puede separarlo de su ser. Se deslizan lágrimas por sus mejillas.
—Lo has tomado tan personalmente-Paulina dice con verdadera sorpresa, como si nunca se le hubiera ocurrido que los errores de sus hijos se reflejarían en ella.
—¿Usted no lo haría, Tía?— América dice resentida. —Si Elena se hubiese fugado con su novio a los catorce años, ¿no lo hubiera usted tomado personalmente?
—Nena, tú no tienes ni idea del sufrimiento que me han ocasionado mis hijos— Paulina sube sus manos a su pecho.
América la mira como si la estuviera viendo por primera vez. —¿Ellos la han hecho sufrir?— No encaja con la imagen de las caras sonrientes en las tarjetas de Navidad en la pared de memorias de Ester.
—Si yo contara las horas que pasé sentada en esta misma silla esperando que Orlando regresara a casa de estas calles peligrosas, o de las batallas que tuve con Carmen sobre sus amigos...Ay, no, nena, tú no quieras saber—. Paulina mira sus manos fijamente, manos arrugadas, manchadas por la edad, con uñas desafiladas y cutículas gruesas.
—Lo que yo no comprendo— América dice —es qué tiene que hacer una madre para prevenir que sus hijos no repitan sus errores. ¿Como se les enseña que nuestra vida no es su modelo?
—No se les puede enseñar, nena, ellos tienen que aprender eso por sí mismos.
—Yo no puedo estar de acuerdo con eso, Tía. ¿Para qué somos madres si no es para enseñarles?
—No se les puede enseñar— Paulina insiste. —Sólo puedes escucharles y orientarlos. Y después sólo si te lo piden puedes guiarles—. Ella toca el antebrazo de América suavemente. —¿Oíste a Carmen esta tarde hablando de su amigo?— América asiente. —Todos los domingos se aparece con otro cuento de otro amigo para hacerme ver ridícula. Como que quiere castigarme por todos los años que yo no la dejaba salir sola con muchachos. Cada vez que viene a cenar, habla de otro amigo, de un país distinto, como si tratara de ver cuál me va a hacer salir gritando y lamentando que deje de hacer eso—. Su voz suena estrangulada con lágrimas. —Yo soy una mujer religiosa, nena. Yo he dedicado mi vida a ser una buena cristiana. Imagínate cómo me siento al saber que mi hija, de casi treinta años, va a venir a casa todos los domingos a contarme de otro novio de otro país. Y el saber que se acuesta con fulano de tal de quién sabe dónde—. Paulina se sopla la nariz con una servilleta que toma del servilletero plástico que está en el centro de la mesa. —Yo traté de criar a mis hijos lo mejor que pude, lo mejor que pudimos, porque Poldo siempre estuvo aquí para ellos. Él siempre ha estado aquí—. Ella suspira hondamente.
—Yo creo que Rosalinda se fugó con Taíno para castigarme por algo. Pero no sé por qué. Yo no sé qué hice para que ella hiciera lo que hizo.
—Puede ser que ella no pensara en ti cuando hizo lo que hizo—, Paulina sugiere.
—Si hubiese pensado en mí, no lo hubiese hecho. Ella sabe lo que yo espero de ella—. América mira los ojos cansados de su tía.-Aunque si ella no hubiera hecho lo que hizo, probablemente yo no estaría aquí hoy hablándole a usted de eso—. Es una chispa, una minúscula chispa que centellea brevemente. Quizás Rosalinda trató de forzarme a enfrentrar mi propia situación. Sacude la cabeza para borrar el pensamiento. Rosalinda no es ni tan sofisticada ni tan dispuesta a sacrificarse por otra persona. Ella se fue con Taíno porque no quiso perderlo. Eso es todo. A los catorce años, todo lo que te importa es conseguir lo que quieres. Y ella quería a Taíno, y Sólo había una manera de conseguirlo. A América se le había olvidado lo duro que es perder cuando una tiene catorce años.
—Rosalinda va a salir bien de esto— Paulina la tranquiliza. —Juzgando por lo que dijiste antes, suena como que está bien ubicada en la escuela y está tratando de ser una adolescente normal.
—Yo no debí haberla dejado— América deja escapar impulsivamente, como si lo hubiera estado aguantando por mucho tiempo. —Debí habérmela traído.
—¿Cómo podías tú haber logrado eso, nena? Además si te la traes, Correa te puede acusar de secuestrarla. ¿No se te ha ocurrido eso?
América mira a Paulina con asombro. —No.
—Tú estás en medio de una situación...perdóname, no quiero ofender, pero...tú has prolongado tu situación mucho más tiempo de lo que debió haber durado. Ya era tiempo que salieras de eso—. Lo dice con convicción, como si hubiera estado esperando la oportunidad de decirlo.
América queda aturdida. No es que le sorprenda que su tía sepa del abuso de Correa. Es de conocimiento público en Vieques y Ester indudablemente ha confiado en su hermana. Pero le avergüenza que su “situación”, como Paulina lo pone, haya sido motivo de preocupación para su tía.
—Hay sitios aquí— Paulina continúa, en tono confidencial —donde puedes conseguir terapia.
—¿Terapia?
—Este tipo de cosa— Paulina tantea, buscando las palabras apropiadas— es importante hablarlo con alguien.
—¿Quiere usted decir con un psiquiatra?
—No, no necesariamente. Hay grupos de mujeres...mujeres como tú...en tu situación. Lugares donde puedes ir y hablar de eso— repite.
—¿Para qué quiero yo hablar de eso? Me escapé de él, ¿qué más debo hacer?
—No es cuestión de hacer más, América. Es...esas situaciones...la violencia...Disculpa. Te he ofendido...Créeme, nena, desde el fondo de mi corazón, yo sólo estoy tratando de ayudarte.
¿Pensará ella que estoy loca? ¿Por qué iría yo a un psiquiatra? Yo no hice nada. El que está loco Es él quien necesita un psiquiatra.
—Agradezco su interés, Tía— América dice glacialmente—, pero yo sé cuidarme.
—¡Ay! Te has ofendido. Por favor, perdóname, nena, yo no te quise ofender.
—Estoy un poco cansada...
—Sí, vamos a abrir el sofá-cama. Lo siento, mi’ja. Yo no quise ofenderte.
—No se preocupe, Tía—. Pero su tono es distante, formal, como si estuviera envuelta en una capa impenetrable y dura que la hace erguir su espalda y cortar sus palabras. Cree que es mi culpa, se dice a sí misma, ella me culpa a mí.
Desde el sofá-cama en la sala, América oye el murmullo de Paulina y de Leopoldo hablando en su cuarto. En el apartamento de abajo, Janey y Johnny gritan por lo que le parece a ella son horas, antes de que una voz masculina los aquiete y los envíe llorando a otra parte del apartamento. Las sirenas chillan, los camiones retumban tan cerca que parecen estar pasando por debajo de la ventana, un camión detrás del otro toda la noche. No es tranquilo en el Bronx como es en Bedford, como es en Vieques. Nunca ha estado tan consciente de la vida a su alrededor como está ahora. La distraen del sueño los vecinos llamándose unos a otros, la televisión en el apartamento de abajo, las voces de Paulina y de Leopoldo, una radio de no sabe dónde, las bocinas, sirenas, los pasos en la acera tres pisos más abajo. El sofá-cama está lleno de chichones, y ella se revuelve en la cama tratando de encontrar alguna parte cómoda. En algún sitio, un reloj suena su tictac y ella se concentra en el sonido, hasta que el constante, predecible chasquido la pone a dormir.
En medio de la noche, Elena entra en puntillas, dejando una estela de olor a rosas.