Con hambre

Un siseo en su oído la despierta. ¿Una serpiente? Se sienta de golpe. Está en una habitación enorme, con demasiadas ventanas y con los cielorrasos inclinados. Una luz pálida forma rayas alrededor de los alféizares y debajo de las pantallas cerradas. América se frota los ojos con los puños. Cuando abre los párpados, ve fuera de foco la misma habitación, las mismas rayas de luz alrededor de las ventanas tapadas y oye el siseo que la despertó. El radio-despertador suena con estática. Son las 6:30 de la mañana. Se ríe de su necedad y se tira de espaldas contra las almohadas, hala el edredón hasta su barbilla, mira las estrellas arriba, no tan brillantes ahora, como si la llegada de la mañana las hubiera atenuado. Siente frío en su cara y tira el edredón sobre su cabeza y se enrosca en la cálida oscuridad.

Alguien llama a una puerta distante. Pún pún pún pún. Pausa. Pún pún pún pún. —¡Amé-rica!

América se voltea, destapa su cara. El radio-despertador todavía sisea, pero ahora son las 7:48.

—Ay, ¡no!— Salta de la cama y se pasma por el aire frío.

Pún pún pún pún. —Amé-rica—. La Sra. Leverett suena irritada.

—Si, ya vengo. Un minuto—. Corre a la puerta, la abre, esconde su cuerpo encamisonado. La Sra. Leverett está en el pasillo vestida con su gorro, abrigo, botas y guantes. América se contrae de vergüenza.

—Lo siento. Yo nunca duermo tanto.

La Sra. Leverett sonríe desganadamente. —Voy a llevar a los niños a la escuela. Estaré de vuelta en quince minutos. Entonces te puedo enseñar la casa.

—Okei. Yo me visto.

La Sra. Leverett retrocede por el largo vestíbulo hacia las escaleras sin mirar para atrás. América cierra la puerta y se inclina contra ella, refriega las telarañas de su seso. Su primer día de trabajo ¡y duerme hasta tarde!

Necesita concentrarse en lo que debe de hacer primero. Una ducha. No, hace demasiado frío para eso, mejor más tarde. Le da otra vuelta y media al termostato. Se lava la cara, se cepilla los dientes, el pelo. Se viste apresuradamente en el ropero, que se siente más caliente que la habitación.

Recoge su cama, trata de poner la profusión de almohadas tan artísticamente como las encontró, pero no puede. Sube una de las pantallas. El mundo es blanco. La nieve cubre el terreno a lo largo del camino de entrada, que está limpio. Más allá hay una calle no pavimentada. Rodean la casa árboles verdes altos y puntiagudos y árboles anchos pelados de hojas, de modo que no se ve ninguna otra vivienda. La nieve amontonada suaviza el paisaje. El sol brillante parece ser caliente, pero los vidrios en la parte más baja de la ventana están cubiertos de hielo.

Mientras América mira por la ventana decidiendo si esperar abajo hasta que La Sra. Leverett regrese, el Explorer rojo aparece en el camino de entrada. América se retira de la ventana, sintiéndose culpable. Llega al fondo de las escaleras cuando la Sra. Leverett entra del garaje.

—¡Hi!-Las mejillas de la Sra. Leverett se ven rosadas por el frío. Cuando se quita el gorro, su pelo rubio fino revolotea alrededor de su cara, como en los comerciales de champú. América sonríe.

—Déjame quitarme las botas...— La Sra. Leverett entra en un guardarropas debajo de las escaleras, dándole la oportunidad a América de mirar alrededor.

Un mueble forma una isla que divide la cocina del comedor de diario. La mesa está apiñada con platos, bols, tazas, una caja de cereal, servilletas sucias, vasos y cucharas. América empieza a recoger la mesa, poniéndolo todo sobre el tope de la isla.

—No, no hagas eso ahora-la Sra. Leverett llama desde el guardarropa. —Déjame enseñarte todo primero.

Se pone un par de pantuflas que convierten sus pies en garras de oso. Cuando ve que América se les queda mirando, se ruboriza hermosamente. —Ya lo sé, son ridículas, ¿verdad? Pero son calientitas y cómodas.

Aunque tiene puesta mucha ropa, la Sra. Leverett se ve demasiado delgada, América piensa. Pero una mirada a la mesa llena de lo que queda del desayuno le deja saber que la familia seguramente tiene suficiente para comer. A América le hubiese gustado bajar más temprano y tomarse un traguito de café, que, juzgando por el filtro abandonado al fondo del fregadero, debe de estar en alguna parte de la cocina.

La Sra. Leverett se para contra la isla. —Como puedes ver, ésta es la cocina—. Ella señala las cosas con su mano igual a como las modelos en los programas de televisión demuestran lo que uno se puede ganar si contesta correctamente. —Nosotros comúnmente tomamos nuestras comidas en el comedor de diario-indica la mesa y sillas. —A veces Charlie ve las noticias antes de irse-indicando el televisor colgada de la pared. Saca el control remoto cubierto por una servilleta en la mesa y lo pone en un estante debajo del televisor.

Conduce a América hacia un cuarto estrecho, ocupado por gabinetes con puertas de cristal, llenos de porcelanas, vasos en tamaños y formas diversos, bols y platos de servir. Sobre los largos topes de piedra hay aparatos para la preparación de servir. Sobre los largos topes de piedra hay aparatos para la preparación de alimentos, candelabros, floreros. La Sra. Levererret abre y cierra gavetas para mostrar implementos para servir, servilletas y manteles doblados, piezas para los aparatos eléctricos. Una sección del cuarto se reserva para cubiertos plásticos, platos y tazas de colores que se ven lo suficientemente buenos para el servicio cotidiano, pero que la Sra. Leverett dice se usan sólo en el verano.

—Y por aquí-dice, pasándole por el lado a América sin mirarla —está el comedor.

Ella espera que América quede impresionada. El comedor es tan grande como la casa de América en Vieques. En una pared hay un hogar enorme de piedra y, al lado opuesto, un aparador masivo elaboradamente tallado. Entre los dos, hay una mesa larga bajo dos lámparas de arañas. Doce sillas con asientos tapizados están contra la mesa y cuatro sillas más del mismo tipo están contra las paredes, dos flanqueando una mesa larga de bufet que hace juego con el aparador y las otras dos entre las puertas francesas que dan a unas filas bien cuidadas de lo que América conjetura es un jardín cubierto de nieve. A sus pies, una alfombra enorme con diseños fantásticos se siente gruesa y mullida y América se pregunta cuánto tiempo se tardará una persona en limpiar esta sala después de una cena formal.

—Nosotros recibimos aquí-dice la Sra. Leverett, caminando alrededor del cuarto—, mayormente en el otoño e invierno. En la primavera y el verano usualmente cocinamos fuera.

—Okei—. América espera que, mientras más tiempo esté en Nueva York, más fácil se le hará comprender lo que dice la gente. ¡La Sra. Leverett habla tan rápido!

—Esta es la sala-la Sra. Leverett dice cuando entran en la próxima pieza. Es casi tan grande como el comedor, con otro hogar frente al cual hay dos sofás con una mesa de café entremedio cubierta con revistas. También hay cuatro mesitas ocasionales sobre las cuales se encuentran cajitas y fuentes de porcelana y fotografías en marcos. Contra una esquina, hay un piano y a su lado un atril.

—¿Usted toca?-América pregunta, y la Sra. Leverett menea la cabeza.

—Charlie toca y queremos que los niños aprendan.

Unos estantes cargados de libros y más fotos en marcos están contra dos de las paredes.

—Esa fue tomada en nuestra boda-la Sra. Leverett explica cuando ve a América escudriñando una fotografía grande de ella y el Sr. Leverett sonriendo, sus brazos alrededor de sus cinturas como en el medio de un baile. —Aquí está nuestro retrato nupcial—. La Sra. Leverett en un traje blanco ajustado a su cuerpo que acentúa su delgadez, su pelo más largo y más lleno, estilo gitana, con un velo de encaje colgando lánguidamente de una corona de flores.

—Qué linda se ve— exclama, y la Sra. Leverett se ruboriza, estudia el retrato, lo endereza sobre el estante. —Hace diez años— dice suavemente y acaricia la fotografía, dejando leves huellas sobre el cristal.

—Por aquí está la sala informal— dice en una voz más firme, como si tratara de cambiar de tema. Cruza un pasillo con escaleras que conducen hacia el segundo piso y se encuentran en otra sala, más pequeña que la primera, pero igual de impresionante, con un enorme sofá de cuero negro desmontable, dos sillones de cuero y una mesa rectangular hecha de un pedazo de granito altamente pulido. Sus esquinas agudas quedan a la altura de la canilla y América tropieza contra una cuando la pasa. La Sra. Leverett no nota la mueca de dolor de América.

Una pared entera contiene equipo electrónico, incluyendo un televisor de pantalla grande. En una esquina entre ventanas, hay una mesa con una computadora y otras máquinas con minúsculas luces verdes y anaranjadas, un montón de papeles y un tablón de edictos con tantos dibujos y mensajes pegados que queda muy poca superficie donde poner un solo papel más. —Esa es la computadora de los niños— dice la Sra. Leverett—, las nuestras están en nuestras oficinas—. Ella sale por la puerta al otro lado de la sala y América la sigue y se encuentra otra vez en la cocina.

—¡Oh!— exclama y la Sra. Leverett se ríe.

—Sí, yo sé que parece confuso, pero ya te acostumbrarás.

Es casa grande— América dice.

La Sra. Leverett se ríe e indica las escaleras de atrás. —Hay más.

América mira hacia las escaleras. Su estómago gruñe y se lleva las manos a la barriga como tratando de calmar una bestia salvaje. Espera que la Sra. Leverett no lo haya oído. Ella ya se está alejando de América hacia una línea de enseres debajo de un gabinete al lado de la enorme estufa de ocho hornillas, dos hornos, y una parrilla. América supone que los Leverett reciben visitas todas las noches para necesitar una estufa de restaurante en su cocina. Se pregunta si le tocará a ella cocinar, servir y limpiar después de sus fiestas.

—Subimos luego. Yo escribí una lista de lo que debes hacer y deberíamos repasarla ahora—. La Sra. Leverett saca dos tazas del gabinete que está sobre los aparatos y vierte café de un termo.— Hice bastante antes de salir. No vas a creer el mucho café que se toma aquí.

Le entrega una taza llena a América y el calor y el aroma hacen que su estómago haga ruido de nuevo. ¿Cuándo fue la última vez que comió? Anoche en el avión. Una pechuga de pollo y brócoli. Con razón.

—¿Te gusta la leche o el azúcar en tu café?— La Sra. Leverett pregunta, sacando un recipiente de la nevera.

—No, gracias.

La Sra. Leverett vierte leche descremada fría en el suyo, y conduce a América al comedor de diario. Con su mano, quita las migas de una esquina de la mesa, retira una silla para América, y se sienta en su silla frente a ella. Sobre la mesa hay una libreta donde hay con una larga lista.

—Si no lo escribo todo, se me olvida hacerlo—. La Sra. Leverett sonríe tristemente. América toma sorbitos de su café, que es fuerte y amargo, como si no fuera fresco.

La Sra. Leverett repasa su lista y América escucha, aunque no entiende todo lo que ella le dice. Ella preferiría que la Sra. Leverett se fuera y la dejara descubrir dónde están las cosas. Puede ver que la casa necesita mucha atención. Hay mucho cristal, alfombras que limpiar, muebles que pulir.

—Charlie sale a las siete menos cuarto— la Sra. Leverett explica —para coger su tren. Yo tengo que irme no más tarde de las ocho menos diez. De camino a la oficina, puedo llevar a Kyle y a Meghan a la escuela. A ella hay que recogerla al mediodía y a Kyle a las tres y media.

Mientras habla, la Sra. Leverett tacha en su lista. El cereal seco en los bols ya debe estar calcificado y América está ansiosa por levantarse a limpiar. Odia estar sentada a la mesa con platos sucios acumulados al frente de ella. Los gruñidos de sus tripas la molestan y le gustaría un pedazo de pan tostado para calmar el hambre, pero se avergüenza de pedir de comer. Le sorprende que la Sra. Leverett no le haya ofrecido nada más que café.

—Tus días libres son los domingos y los lunes. Te necesito aquí temprano los martes. A veces, si no tenemos visita los sábados en la noche, te puedes ir a tu casa temprano—. La Sra. Leverett nota su error. —Quiero decir, puedes salir temprano si quieres—. Ella sorbe su café y estudia su lista.

No tengo casa a excepción de la que dejé. América mira por la ventana el paisaje blanco y frío que brilla bajo el sol engañoso. Sorbe la última gota del café amargo.

—¿Te enseño arriba ahora?

El cuarto de Kyle queda inmediatamente a la derecha de las escaleras posteriores, y al otro lado del vestíbulo anterior, el cuarto de Meghan, adornado con flores y muñecas. Cada niño tiene un cuarto de juego y un cuarto de baño particular. Los estantes en el cuarto de juego de Kyle están llenos de criaturas plásticas, carritos, trenes, rompecabezas, libros y juegos electrónicos. En el cuarto de Meghan también se encuentra una cantidad de muñecas y peluches, bloques, un atril con pinturas, lápices de colores y marcadores. El resto del segundo piso, que da hacia el patio de atrás, contiene la recámara principal, y los cuartos de vestir y baños de él y de ella. En el tercer piso hay otro baño, dos cuartos para invitados y las oficinas del Sr. y la Sra. Leverett, cada una mirando hacia el frente de la casa, cada una con su propia computadora, cada una limpia y bien ordenada, como si muy poco trabajo se hiciera allí. Cuando América y la Sra. Leverett regresan a la cocina, ya son las once de la mañana.

—Oh, mira cómo vuela el tiempo. Todavía no hemos bajado al sótano.

Abajo hay una sala con espejos en las paredes que está llena de equipo para hacer ejercicio y con otro televisor suspendido en la pared, hay un cuarto de baño, un salón de billar, una barra con su propia nevera, y otra sala informal con muebles de cuero, otro conjunto grande de televisión y estéreo, carteles de atletas enmarcados.

—Nosotros llamamos a ésta la sala deportiva— la Sra. Leverett explica.

Sobre un estante, hay un cajón de madera con tapa de cristal con una colección de cuchillos. América tiembla al ver los siete filos lustrosos y agudos uno al lado del otro.

—Son de la colección de Charlie— Karen explica—, los tiene desde que era muchacho.

—¿Hay más?

—Él tiene unos cuantos en su oficina arriba y otros en la ciudad.

Le asusta a América que un hombre con tan poca paciencia como Charlie Leverett tenga objetos agudos donde los pueda alcanzar con facilidad.

—¿Usted no miedo niños tocan?

—El cajón está cerrado con llave— Karen responde—. Además, ellos saben que no deben jugar con las cosas de su padre.

Los cuchillos la horrorizan. América no puede ver belleza en un objeto diseñado para infligir dolor, no puede entender qué hace que estos cuchillos sean tan especiales, a excepción del hecho de que se ven más mortíferos y atroces que los que usa Ester para destripar pollos. Verifica que de verdad el cajón este cerrado con llave. No quiere que manos que no deben consigan agarrar uno de esos cuchillos.

La lavandería y el almacenaje seco están detrás de la sala deportiva. —Yo compro las cosas por volumen— explica la Sra. Leverett, indicando cajas enormes de detergente, un estante lleno de toallas sanitarias, de papel toalla, cubiertos y envases plásticos, servilletas, recipientes de tamaño industrial llenos de líquidos para la limpieza, cajas de soda, cerveza, agua embotellada.

América está agotada. No sólo por el sube y baja por las escaleras, el entrar y salir de cuartos, sino de ver tanta cosa en un solo lugar.

¿Cómo encuentro tiempo para limpiar esta casota con dos niños que cuidar? Sigue a la Sra. Leverett de cuarto en cuarto, escuchando a medias sus instrucciones, tomando inventario mental del número de inodoros que hay que lavar y desinfectar, los lavabos incrustados con residuos de jabón y dentífrico, los espejos veteados que hay que enjuagar con solución de vinagre, las camas con su profusión de almohadas, los montones de toallas para lavar, las alfombras a las que se les tiene que pasar aspiradora.

Cuando vuelven a la cocina, la Sra. Leverett abre y cierra los gabinetes, le enseña a América dónde se guardan los alimentos, en qué gavetas se guardan los cubiertos y los trastes. Ella le enseña el calendario con los programas de los niños escritos en letras de molde. Kyle debe recoger su cama todos los días, lo que explica las esquinas ladeadas y lo mal puesto que está el edredón. Meghan debe ayudar a recoger la mesa después de las comidas. Ambas miran la mesa apiñada con los trastes del desayuno, y la Sra. Leverett sonríe y dice —Teníamos prisa esta mañana. —Pasa sus dedos por su pelo, y empuja las manos en los bolsillos de sus jeans.

—Bueno, mejor es que trabaje un poco antes de ir a buscar a Meghan. Quizás puedes comenzar con la cocina. Si necesitas algo, me llamas a mi oficina—. Sube las escaleras corriendo, sin mirar hacia atrás, donde América queda parada en medio de la cocina, preguntándose por dónde empezar. Sus tripas hacen ruido, y lo que a ella le gustaría hacer es comer algo, pero no puede hasta que no limpie la cocina desordenada.

—Okei, aquí es donde empiezo— se dice a sí misma.

Recoge y lava los platos a mano, limpia el fregadero, le pasa un paño húmedo a la mesa, los topes y las sillas, barre el piso, enjuaga la olla de café, raspa las migas quemadas del fondo del horno tostador. Una canción se insinúa en su mente y, antes de que se dé cuenta, está tarareando, y pasados unos minutos, cantándose a sí misma mientras frota los gabinetes con su paño húmedo. Se distrae tanto con su trabajo que salta cuando la Sra. Leverett aparece al pie de las escaleras, anunciando que va a la escuela a buscar a Meghan.

América no come en todo el día. Tan pronto como Meghan llega, se le tiene que dar almuerzo, un emparedado de queso derretido y un vaso de leche. Unas horas más tarde, Kyle tiene que ser recogido de la escuela.

Una vez que los niños están en casa, América no puede hacer mucho. Quieren mostrarle sus cuartos, y se desilusionan al saber que ella ya los ha visto. Discuten sobre qué cuartos ella deber limpiar primero en la mañana, sobre quién debe jugar con ella primero y si ella debe agacharse y jugar con ellos o si debe sentarse a ver las maravillas que pueden hacer con sus bloques o trenes o lo que sea. América se esfuerza por comprender lo que ellos dicen y la tensión le da dolor de cabeza.

—Charlie no viene a cenar— la Sra. Leverett les informa a todos. —Yo prepararé pasta para nosotros, ¿okey?

Cocina espaguetis con vegetales, pan con ajo y llena vasos de leche para los niños. América pone la mesa.

—Pon un lugar para ti también— la Sra. Leverett le recuerda. —Tú comes con nosotros.

América se siente incómoda en la mesa con ellos, salta cada vez que los niños piden más leche o más queso para su pasta.

—Siéntate, relájate un rato. Yo lo traigo— la Sra. Leverett le dice, pero América no quiere descansar. Ella quiere impresionarla con lo útil que puede ser. Quiere hacer su trabajo como ella piensa que debe de ser hecho, lo que incluye servirle a la familia su cena, asegurarse que los niños coman mucho y que haya suficiente de todo.

Ya sabe por qué en la familia Leverett todos son tan delgados. Los espaguetis sosos, los vegetales al vapor, el pan arenoso, la leche descremada son todos alimentos de dieta. La familia entera está a dieta. A diferencia de otros hogares con niños, no hay caramelos en esta casa, ni galletitas, ni helado en el congelador, ni mantequilla en la nevera. A América le da pena por los niños.

La Sra. Leverett guía la conversación como si fuese una profesora, le pregunta a Kyle y a Meghan acerca de su día, insiste en obtener información sobre lo que aprendieron en la escuela, si este o aquel amigo jugó con ellos hoy, si a la maestra le gustó su trabajo. Hasta la pequeña Meghan tiene que relatar lo que sucedió en su salón y América se pregunta si esto es para su beneficio o si la Sra. Leverett interroga a sus niños así todas las noches.

América come los espaguetis insípidos porque tiene hambre, pero desearía que fuera uno de los asopaos espesos de Ester, o su arroz con habichuelas. Aparta el pensamiento tan rápido como le vino, temerosa de que si comienza a extrañar su otra vida tan pronto nunca se acostumbrará a la nueva.

Mientras la familia mira la televisión en la sala informal ella limpia la cocina y decide jamás comer con ellos. Se preparará sus comidas a su gusto. No tiene ninguna intención de ponerse a dieta y llegar a ser tan pálida y enjuta como una norteamericana.

A las nueve de la noche, después de que los niños se bañan y se acuestan, América entra en su cuarto por primera vez desde que lo dejó esta mañana y se desploma en la cama sin quitarse los zapatos. Mirando las estrellas en el cielorraso, repasa todo lo que ha visto y hecho hoy.

Un día entero ha pasado y no ha pensado ni una vez en Rosalinda o Correa. ¿Sucede tan pronto? ¿Sale una de su vida vieja y en menos de un día lo olvida todo? Se pregunta lo que le gustaría olvidar, a excepción de lo obvio, y no puede contestarse. No quiere olvidar nada ni a nadie. Simplemente quiere no tener que pensar en ellos todo el tiempo.