No hay coquís

En cuanto sus padres se han ido, los niños resoplan y llori— quean mientras América los prepara para la escuela. Les hace un desayuno caliente. Ellos comen en un silencio deprimido, intensificado por la presencia melancólica de América. Después de que los lleva a la escuela, hace sus quehaceres, su mente en Correa.

Si llamó desde Vieques, lo más temprano que puede haberse ido de la isla sería las siete de esta mañana. Entonces tendría que ir al aeropuerto de San Juan. Imagina que, aun si llegara a Nueva York esta tarde, se tardaría por lo menos una hora en salir del aeropuerto y quién sabe cuántas más encontrar Westchester County, un sitio que él jamás ha visitado. Luego se empieza a relajar. Puede ser que él esté conduciendo por el condado muchos días antes de que entienda las rutas numeradas de las tantas curvas que dan a las calles no pavimentadas de Bedford. Pero entonces se acuerda de que Vieques también tiene un sistema de carreteras oscuras y calles no pavimentadas y llenas de hoyos que dan a lujosas mansiones. América se pone tensa otra vez.

Los viernes Kyle tiene medio día de clases, así que sale a la misma hora que Meghan. América tiene muy poco tiempo para terminar sus quehaceres antes de que tenga que irlos a recoger. Hoy no tienen plé dets, así que los lleva a comer pizza.

—¿Podemos ir al parque?-Kyle quiere saber.

—No. Vamos a casa.

—Pero no hay nada que hacer en casa-él se queja.

—Tienes un millón de juguetes.

—Yo no quiero ir a casa-Meghan lloriquea.

Irritada, los lleva a un parque distinto para no encontrarse con las empleadas. Los niños juegan desanimadamente, tan des-corazonados como ella, y después de un rato, piden que los lleve a casa.

En cuanto llegan, cierra todas las puertas con llave y se asegura de que todas las ventanas también estén cerradas. Meghan está cansada, pero tomará una siesta sólo si América se acuesta con ella. Kyle se mete en su cuarto a levantar una ciudad de Lego y América y Meghan se acuestan juntas en la cama angosta de la niña.

Cuando Meghan se queda dormida, América se levanta cuidadosamente. Al separar su pecho y su vientre de la tibieza de Meghan, América siente un vacío helado, un dolor agonizante, como la memoria del parto, del empujar al mundo a una criatura que ya no le pertenece a ella y que, en este caso, nunca lo fue. Le besa la cabeza a Meghan, y la niña abraza más estrechamente su conejito y América le pasa la mano por el cabello, y la besa otra vez, y se pregunta cómo traicionará Meghan a su madre, y cuándo.

La cena es asopao, porque a los niños les gusta y es tan fácil de cocinar que América no tiene que concentrarse mucho. Ya son las seis de la tarde, la hora que ha calculado como lo más temprano que Correa puede llegar a Nueva York, si no estaba jugando con ella cuando le dijo que la venía a ver.

Es posible, se ha dicho muchas veces hoy, que sólo estuviese probando a ver cómo yo reaccionaba. Es posible que hoy, Viernes Social en Puerto Rico, esté de parranda con sus amigos y las putas que le dan coba.

Comen y después ella juega a las Barbies con Meghan mientras Kyle le añade altura a su ciudad de Legos, la cual se desparrama horizontalmente en una larga línea de una esquina a la otra de su cuarto.

Su teléfono suena, pero cuando lo contesta, han colgado, y se queda parada unos minutos, como hizo unas noches atrás, esperando que Correa marque su número de nuevo, si es él quien la llama. Pero no lo hace.

Todos bajan a mirar las mismas necias comedias que ella vio la semana pasada, con los mismos yanquis embrollados en desavenencias similares con los mismos resultados. Los visillos están cerrados en todas las ventanas y parece como si estuvieran dentro de un gigantesco capullo del cual ella no quiere salir.

Karen llama, como prometió, y Meghan y Kyle hablan con ella y con Charlie, llorando, rogándoles que por favor regresen pronto. Se prometen más regalos, más horas de diversión y entonces Karen le pregunta a América cómo van las cosas y ella dice-Todo anda okei. Ustedes disfruten.

Los niños no se quejan cuando los manda a dormir. Parecen estar sufriendo de estrés después de la llamada de sus padres. Como América, están suspendidos en el tiempo, que para ellos no pasa tan rápidamente como quisieran. Pero para América cada aliento es como si la estuvieran chupando hacia dentro de un agujero negro invisible. Deja la puerta de su cuarto abierta, por si los niños se despiertan en medio de la noche. Entonces se acuesta, esperando que el teléfono suene, y que sea Correa, borracho en Puerto Rico, preguntándole si ella es su béibi.

Pero Correa no llama.

Llega la mañana, húmeda y tempestuosa. Kyle y Meghan se despiertan y parecen sorprenderse de que sus padres no estén en casa. Cuando les recuerda que sólo falta un día hasta que vuelvan, parecen confundidos, inseguros de si deben de lamentar su ausencia o si deben celebrar su inminente regreso. Les da de comer, les ayuda a prepararse para sus lecciones de karate y de gimnasia.

Lo único que puede hacer ahora es esperar. Correa se presentará en la casa de los Leverett, o llamará y hará un chiste acerca de Nayágara Fols. Si encuentra el pueblo de Bedford, razona, él no hará nada estúpido. La riqueza lo intimida. Ella lo calmará, si está agitado, y le dirá que no se puede ir hasta que no regresen los Leverett. Entonces, cuando ellos estén, les dirá que se tiene que ir con su esposo, y se lo llevará de la casa lo más pronto que pueda. Lo que él hará con ella, espera, lo hará en Nayágara Fols, o dondequiera que piense llevarla. Pero no delante de los Leverett. No delante de los niños.

Llevando a los niños a sus clases, le echa el ojo a cuanto vehículo pasa. Especialmente a los pocos carros americanos. El carácter caprichoso de Correa es una cosa, pero sus costumbres son otras. Él adora los carros americanos y, aun en una rabieta de celos, ella cree que él se presentará en el mostrador de Hertz y pedirá un Buick. Los choferes de los Land Rovers, de los Mercedes Benz, de los BMWs y de los Toyota Land Cruisers que la pasan no están acostumbrados a ser escudriñados por una empleada en un Volvo. Le devuelven la mirada con cauta agresividad y esa actitud de posesión que ha llegado a reconocer tan bien.

A un lado del edificio de la American Gymnastics, Meghan aprende a hacer maromas, mientras en el otro, Kyle reparte puñetazos y patadas fútiles, fantaseando quizás sobre el daño que hará cuando crezca por lo menos dos pies y engorde por lo menos cien libras.

A un lado del edificio de la American Gymnastics, Meghan aprende a hacer maromas, mientras en el otro, Kyle reparte puñetazos y patadas fútiles, fantaseando quizás sobre el daño que hará cuando crezca por lo menos dos pies y engorde por lo menos cien libras.

Quizás, si yo supiera karate, la primera vez que Correa me golpeó hubiese sido la última. Se imagina saltando por el aire, una pierna apuntada hacia su ingle, sus puños apretados, listos para darle un sopapo si la patada no alcanza. Es una imagen agradable, la de machacar a Correa con sus puños como Kyle está haciéndole a un cojinete relleno con goma esponjosa que su maestro aguanta. Abofeteándole y pateándolo hasta que su cara viril esté hecha una pulpa, como la de esos boxeadores en el televisor, sus facciones hinchadas hasta que no se les puede reconocer.

—¿América?

Sale de golpe de su fantasía cuando Kyle, quien ya no está atacando el cojinete, aparece al frente de ella, listo para irse.

—¡Ay! Vamos a buscar a Meghan-dice, parándose de prisa.

—Tenías una cara fea-Kyle le dice mientras ambos caminan hasta el otro lado del edificio.

—Pensaba algo feo-le explica y él se ríe.

—¿Podemos ir a McDonald’s?— los niños preguntan en cuanto se montan en el carro. Ella no se molesta en discutir. Les dará algo que hacer y no tendrá que preparar el almuerzo cuando regrese.

El restaurante está lleno de niños y adultos. Los meseros y los cocineros son todos de Guatemala o de El Salvador. Las tres cajeras toman las órdenes en inglés, las registran en las cajas computarizadas y las traducen al español para las personas que preparan y envuelven la comida. América ordena en español.

—Dos Happy Mils con chísberguers sin pickols, dos Coca— Cola y un McChicken con papitas y una Sprite.

—Esa gente te está mirando-Kyle anuncia cuando se sienta al lado de una ventana. América se asusta, teme mirar y, cuando lo hace, Adela la saluda desde un carro que acaba de recoger una orden por la ventanilla. Al volante está un hombre con pelo negro cortado como si le hubiesen puesto una dita en la cabeza y le hubiesen recortado a la vuelta redonda. Él inclina su cabeza hacia ella. América agita sus dedos hacia ellos, sonríe gentilmente y le da sus Happy Meals a los niños.

—No respetuoso señalar con los dedos a las personas-dice, ayudando a Meghan a sacar su hamburguesa con queso.

—No buenos modales quedársele mirando-Kyle contesta, imitando su acento.

—Tú eres muy inteligente para mí— ella le dice, sonriendo.

Cuando salen del restaurante, los niños quieren ir al cine. Todavía está pesado afuera. Mientras caminan hacia el carro, los rodea una bruma que no llega a ser neblina.

—El cine muy lleno hoy. Mejor llevamos videos.

Blockbuster Videos le parece un supermercado. Es enorme, la más frecuentada tienda en un centro comercial que quizás quebraría si Blockbuster se mudara. Hay bullicio de los niños y sus acompañantes que buscan videos para pasar un rato entretenido en esta tarde húmeda.

América ayuda a los niños a buscar algo que les guste. Encuentran unas cuantas películas de Disney para Meghan, pero Kyle decide que quiere llevarse juegos para el Nintendo en vez de videos. En la sección de videos de distintos idiomas América encuentra Como agua para chocolate, que parece ser una película romántica, a juzgar por la foto en la caja. Cuando Correa iba a la tienda de videos en Isabel Segunda, siempre regresaba con películas que la obligaba a mirar acerca de aviones que se estrellaban, de carros que explotaban, o de hombres musculosos disparándole a hombres en gabán y corbata. Es una nueva experiencia el seleccionar algo que pueda gustarle a ella.

Vuelven a la casa, y no es hasta que se estaciona al frente del garaje que América siente el conocido terror que le infunde la idea de que Correa se aparezca.

En cuanto los niños se acomodan al frente de los televisores, Meghan en la sala informal y Kyle en la sala deportiva, ella hace sus quehaceres, arreglando camas, recogiendo ropa sucia, desempolvando aparadores y estantes, alerta al sonido de su teléfono, que no suena.

De vez en cuando, Meghan o Kyle la vienen a buscar, y juega con uno o el otro, poniendo puentes en la ciudad de Lego de Kyle o llevando a la Princess Jasmine y a Aladdin en otro vuelo más en la alfombra mágica. Se siente fragmentada en dos partes, el cuerpo haciendo los movimientos necesarios para jugar con los niños, para darles una taza de chocolate caliente, para cambiar el video de Meghan u observar cómo Kyle mata a los monstruos verdes en la pantalla de la computadora. Pero su mente está en otro lugar, en busca de Correa manejando por las rutas rurales de Westchester County o borracho y feliz en la cama de cualquier puta en San Juan. Ella prefiere la última imagen.

América prepara la cena, la sirve, come con los niños, cuyos ojos se ven vidriosos de tanto mirarla televisión. A ella le gustaría interrogarlos, como hace Karen, acerca de lo que hicieron hoy, pero sabe lo que hicieron. Así es que los deja parlotear sin hacerle mucho caso y cuando empiezan a reñir, como siempre hacen, los frena con la amenaza de que les va a decir a Mommy y a Daddy que no regresen a una casa con niños que no se saben llevar bien.

Karen llama otra vez y los niños le cuentan del viaje a McDonald’s y a la tienda de videos, sin mencionar las riñas. Cuando Karen pide hablar con ella, América repite las instrucciones de ayer.-Ustedes disfruten. Yo cuido todo-y Karen parece estar satisfecha.

Más tarde, corre del baño de Kyle al de Meghan mientras juegan en sus tinas, temerosa de que, el minuto que deje a uno, el otro se va a ahogar en el agua de baño. Kyle no quiere que América lo ayude a ponerse sus pijamas, así que lo deja en su cuarto mientras viste a Meghan, a quien le gusta ser empolvada, peinada y vestida en cualquiera de los muchos camisones que tienen al frente a la Princess Jasmine, o a Belle, o a la Little Mermaid.

Kyle entra al cuarto de Meghan, orgulloso de sí mismo, vistiendo sus pijamas del Power Ranger verde, su cabello peinado y aplastado contra su casco. América tiene que disimular la sonrisa que brota en sus labios.

—¿Nos puedes leer un cuento?-Meghan pregunta.

—Yo no puedo leer inglés, béibi.

—Es muy temprano para acostarnos-se queja Kyle.

—Vengan al cuarto de América y hacemos un dibujo— América sugiere, y los niños la siguen. En cuanto llegan a su cuarto suena el teléfono. Corre a contestarlo, sorprendiendo a los niños.

—¿Haló?

—Béibi.

—Correa, ¿dónde estas?

—Suenas agitada, béibi. ¿Qué te pasa?

—¿Dónde estás?

—Te vengo a buscar, béibi.

—No me hagas esto. Te dije que volvía. ¿Por qué estás haciendo esto?

Kyle y Meghan se paran al lado de la cama, mirando a América temblar, hablar su idioma extranjero en el teléfono, como si estuviera a punto de morder a la persona al otro lado.

—Ya te dije, nos vamos de vacaciones. Nunca hemos tenido unas vacaciones juntos—. Oh, él es tan zalamero. Aun cuando está borracho, su voz es como la de un locutor de radio, baja y modulada.

—América, ¿puedes colgar ahora?— Meghan le pide. La niña parece estar asustada y Kyle también la mira fijamente, como si ella se hubiese convertido en una de las figuras humanoides de sus videojuegos.

—Correa, tengo a los dos nenes aquí. Déjame acostarlos. No cuelges. Necesitamos hablar—. Está tratando de poner dulzura en su voz, el sirop de la seducción. Pero su mandíbula está apretada contra sus dientes, su lengua se siente hinchada y es un esfuerzo tener que hablar, porque toda su atención está dirigida a escucharlo a él, al zumbido de carros que le pasan por el lado en algún sitio donde no cantan los coquís.

Ella recuesta el teléfono en la almohada sin esperar que él conteste.

—Ustedes se acuestan. América habla por teléfono— les dice a los niños, empujándolos hacia la puerta.

—Pero yo no me quiero acostar ahora— protesta Kyle, sus ojos en el teléfono mudo.

—Ustedes van a su cuarto. Esperar a América.

Sin ganas, los niños arrastran sus pies hacia el pasillo. Espera a que estén lo suficientemente lejos de su puerta para que no la puedan oír, entonces cierra su puerta y corre hacia el teléfono.

—¿Correa?— el teléfono está callado. Lo cuelga, sus manos temblorosas. —Ay, mi Dios, ay, Dios mío—. Trata de serenarse, trata de aquietar el palpitar de su corazón, el temblor que le hace difícil caminar la corta distancia desde su cama hasta la puerta.

Ambos niños están sentados con las piernas cruzadas en la cama de Kyle, mirando un libro de caricaturas. Cuando ella entra, los dos suben la vista, buscan sus ojos y ven el miedo en ellos.

—Ustedes acuéstense ahora. Es tarde.

Ninguno de los dos se queja. Lleva a Meghan en brazos hasta su cama, la arropa, le pone su conejito en su almohada. —Buenas noches, béibi—. Le besa la frente a la niña y la nena la abraza y la besa y le desea buenas noches.

Kyle se ha acostado solito. Lo arropa con el edredón bien ajustado a su alrededor, le acomoda el osito de manera que su nariz esté fuera, como a él le gusta. —Todavía no estoy cansado— protesta, pero no se mueve, como si comprendiera que es importante para América que él coopere. Deja las dos puertas de los niños abiertas, como hizo anoche, y vuelve a su cuarto, a esperar que el teléfono suene.