A fuerza de puños

Llueve toda la noche, pero América no se da cuenta hasta la mañana siguiente, cuando sale de su cuarto sin ventanas y siente el aire húmedo y nuevo. Adentro está oscuro, pero una frágil luz gris como neblina se filtra por entre las persianas. América prende la cafetera, pone dos rebanadas de pan blanco en la tostadora y se mete al baño a lavarse la cara y la boca. La hinchazón en su labio ha bajado, pero sus párpados todavía se sienten pesados y los rasguños en sus brazos y hombros le duelen cuando rozan contra su camisón. Cuando vuelve a la cocina, el café está listo, y el pan tostado. Trae su taza y el pan con la jalea de uva a su cuarto, prende la luz y se pone su uniforme entre mordiscos y sorbos. No se maquilla, evita mirarse en el espejo. El radio está sintonizado en una estación que toca salsa y ella tararea los ritmos familiares distraídamente, como si su mente estuviese vacía y su corazón alegre. Ester aparece en la puerta, el pelo desgreñado porque anoche no se lo enroló.

—¿Te vas a trabajar?

—Sí.

—¿Es que no tienes ningún respeto? Tu hija no se sabe dónde anda y tú te comportas como si nada hubiera sucedido.

—Y qué voy a hacer, ¿sentarme en una esquina hasta que aparezca?

—¿Qué dirá la gente, contigo andaragueando por todo el pueblo...?

—Yo no estoy andaragueando, estoy trabajando. Y a mí no me importa lo que diga la gente.

—Eso es lo que tú dices...

—¿Desde cuándo te preocupas tú tanto por la opinión de los vecinos?

Ester exhala su desdén y se retira a la cocina, donde se sirve café. América se peina y se hace una cola de caballo, que amarra con un pasador de pelo en forma de un pez de muchos colores. Dobla su delantal blanco y lo atacuña en su bolsillo, se pone sus tenis con calcetines cortos. Sus movimientos son rápidos y resueltos, con la autoridad de años de práctica. Ester reaparece en la puerta.

—Cuando tú te fuiste, yo te busqué por todas partes.

América la mira. Los ojos de Ester están clavados en el líquido oloroso de la taza amarilla y marrón que sostiene en sus manos, los dedos entrelazados a su alrededor como para calentarla. Su cara, todavía arrugada por el sueño, es suave como la de un niño, pero las líneas diagonales profundas desde su nariz hasta las esquinas de su boca, las patas de gallo rasguñadas alrededor de sus ojos, los surcos grabados entre las cejas pertenecen a alguien que ha vivido duro en sus 45 años. América aparta su vista de la cara de su madre y le pasa por el lado de camino al frente de la casa.

—Mami, tú no tuviste un hombre que te ayudara. Rosalinda tiene a su padre.

—¡Bah!— responde Ester y arrastra sus chancletas hacia la cocina y su cuarto.

América permanece en la puerta, esperando. El momento es tan efímero que se evapora antes de que se dé cuenta que ha llegado y, sin llorarlo, lo deja pasar. Es su baile, un momento fugaz en el cual las dos siguen el mismo ritmo, oyen la misma música, ejecutan los mismos pasos. Pero el baile se hace cada vez más corto y ellas van en direcciones opuestas, hacia los bastidores, a fortalecerse antes del próximo “set”.

América camina en la humedad fresca de una mañana nueva. El agua de lluvia gotea desde las hojas anchas de un árbol de panapén al lado de la casa. Las ramas del rosal se inclinan pesadamente hacia el suelo. Pétalos rojos, anaranjados y amarillos están desparramados por el suelo, y le da pena pisarlos con sus tenis de suelas acanaladas.

La calle se ve lustrosa con la humedad, las cunetas son riachuelos con corrientes, los baches son claros charcos que reflejan un cielo gris. En las entrañts oscuras del ramaje, ranas invisibles cantan alegremente. Los tenis de América Chillan húmedamente contra el pavimento y, cuando entra al camino detrás de La Casa, se le hunden en un lodo arenoso que no es resbaloso, pero que salpica sus piernas mientras camina. Al pasar, una brisa estremece las gotitas de las ramas de los árboles de aguacate y de mangó, que caen sobre ella como agua santa sobre un peregrino. Una neblina sube desde las espesuras verdes donde las enredaderas se han tragado un automóvil abandonado y los restos esqueléticos de una casa deshabitada desde hace años. Más allá hay un montículo que brotó de la tierra aparentemente de un día para otro, sus lados acantilados como un volcán recién nacido consumido por la espesa vegetación. América acelera el paso cuando pasa cerca de él.

Cuando llega a la puerta posterior de La Casa, las paredes palpitan con la respiración pareja de los cuerpos durmientes en los cuartos alrededor del patio central. Las flores en el jardín del centro de La Casa están resplandecientes. Las balaustradas de cemento alrededor de su perímetro parecen soldados diminutos que velan la jaula de los pájaros, que está cubierta con una sábana pára que éstos no se despierten demasiado temprano y molesten a los huéspedes. Se han formado charcos de lluvia en los pasillos alrededor del patio. Arriba, un pedazo de cielo se ilumina desde un gris acero hasta el suave gris purpurino del pecho de una paloma. Y el agua de lluvia gotea en cada roto y fisura, un chismorreo sibilante de reproches y quejas.

América es la primera en llegar al trabajo. Al entrar a la casa, saca su delantal del bolsillo y lo ata cómodamente alrededor de su cintura. Del armario detrás de la cocina, saca un trapo y comienza a secar los charcos en los pasillos, de modo que los huéspedes no resbalen cuando salgan hacia la terraza donde se servirá el desayuno. Pasa el trapo en círculos en la misma dirección que las agujas del reloj, retrocediendo del área que ha secado. Su trapo borra las huellas tenues de los sapos que ocupan estos vestíbulos una vez que las luces se han apagado, después de que el último huésped se ha marchado a su cuarto, agotado por el mucho relajamiento, o demasiado licor, queriendo sólo derrumbarse sobre las sábanas secadas al sol.

A América le gustan estas mañanas tempranas, el olor punzante a sudor de los cuerpos durmientes. E1 susurro de las sábanas cuando la gente despierta. El rechinar de los muelles de las camas. Los ‘Buenos días’ mascullados, los palmetazos de pies descalzos contra la losa de los pesos. Alguien descarga un inodoro. Otra persona abre una ducha. Los vasos tintinean contra la porcelana de los lavabos o contra la repisa de cristal debajo de los espejos. Unas cuantas rasuradoras eléctricas zumban detrás de las puertas de persianas de algunas habitaciones, puertas que se ven tan encantadoras, pero que no dan privacidad. Mientras limpia los pasillos, puede oír todo lo que pasa dentro de cada cuarto. Oye parejas resoplando al hacer el amor matinal apresuradamente, los gemidos de otros cuando se voltean en la cama o cuando intentan levantarse, el crujido de rodillas, pedos matutinos, golpes contra muebles extraños en cuartos oscuros.

Termina de secar el primer piso, exprime el trapo en un cubo y sube hasta el Segundo piso, donde repite el ritual, retrocediendo de la parte que ha secado, alrededor del cuadro de luz y aire, las ramas del emajagua debajo del cual está la jaula de pájaros. Los rayos de sol iluminan las paredes, una luz húmeda que la hace sudar dentro de su uniforme de nylon.

De abajo se oyen chorros de agua y el golpeteo de las ollas que Feto está usando. Con un traqueteo de ruedas chirriando sobre la losa, Feto empuja el carrito de desayuno, Coronado con una jarra de café, tazas y cucharas, hacia la terraza. En minutos los pasillos se perfuman con el aroma de café acabado de hacer y los turistas salen de sus habitaciones. Uno por uno, como si el aroma los llamara, salen de sus cuartos, algunos con el pelo todavía mojado después de una ducha, otros verificando que estén cerrados los botones de sus camisas y las cremalleras de sus pantalones. Desde las habitaciones número 9 y número 12, irrumpen en los pasillos varios niños, perseguidos por padres que les advierten que no corran, que no griten, que no despierten a los otros huéspedes. Al otro lado de la puerta número 7, alguien ronca, silba, ronca otra vez. Desde la habitación número 1, reservada para huéspedes con impedimentos, sale un hombre empujando un andador, seguido por una mujer que camina pesadamente a su lado, de vez en cuando tocando su codo como para ayudarlo a mantener el balance, o quizás el de ella misma.

¿Qué piensa América cuando ve a esta gente saliendo de sus habitaciones vestida en ropas de vacaciones de colores subidos? Piensa que las mujeres son demasiado flacas y los hombres demasiado pálidos, hasta los mismos turistas puertorriqueños. Piensa que gente con suficiente dinero para quedarse en un hotel debe de tener machos otros lujos en sus vidas. Probablemente tienen automóviles del año, mucha ropa, joyas.

Sabe más acerca de ellos de lo que ellos jamás sabrán acerca de ella. Sabe si duermen sosegadamente o si se desvelan, si duermen de un lado o del otro de la cama. Sabe si, cuando la noche tropical se enfría, necesitan otra sábana, o si duermen expuestos al sereno. Sabe la marca de la pasta de dientes que usan y si tienen dentaduras postizas. Sabe si las mujeres tienen la regla. Sabe si los hombres visten calzoncillos cortos o largos, y de qué tamaño. Ha notado que la atraviesan con la vista y fingen no verla. Ella siente que está ahí, sólida como siempre, pero ellos miran a través de ella, como si fuese parte del extraño paisaje al cual han escapado de sus vidas cotidianas. Aquellos que la ven, sonríen cautelosamente y luego apartan su mirada rápidamente, avergonzados, le parece a ella, de haberla visto.

Limpia cada habitación en la misma dirección que las agujas del reloj después de que tiende las camas y recoge las toallas sucias. Primero desempolva, después barre y luego trapea la habitación, entonces desinfecta la ducha, el lavabo y el inodoro. Lava el piso cuando los huéspedes se van, pero sólo le pasa un trapo si la misma gente va a permanecer por unos días.

América verifica que haya suficiente papel higiénico, vacía la basura, arregla las mesitas al lado de las camas.

—Isevridinalrayd?

América salta del susto al oír la voz inesperada. Don Irving está frente a la puerta de la habitación número 9.

—¿Esquiús?

—Yo no te esperaba hoy.

No sabe cómo responder, no sabe se está siendo bondadoso o la está criticando. —Hay mucho que hacer.

—Sí, bien-Don Irving se mete su cigarro en la boca—. Vine a cambiar las bombillas en ese cuarto de baño.

Entra y América lo oye cambiando la bombilla mientras ella desempolva. Usualmente es Tomás el que cambia las bombillas y arregla lo que esté roto en los cuartos. Cuando Don Irving se va, cerrando la puerta detrás de él, América da un suspiro de alivio.

La habitación número 9 tiene un balcón para dormir tapiado con postigos, de modo que es realmente dos cuartos. Comúnmente, se alquila a parejas con niños, porque hay suficiente espacio en el balcón para una cama y una cuna. Esta vez encuentra juguetes desparramados por dondequiera y dos peluches mugrosos en la cama y en la cuna. En el cuarto de baño hay tres biberones. El zafacón está lleno de pañales desechables sucios.

Por la ropa, sabe que son dos varoncitos, menores de tres años quizá. Overoles con caricaturas están doblados sobre el aparador, al lado de varios pares de zapatos de lona. ¡Tanta ropa! En una esquina hay un paquete de Huggies para niños, con unos cuantos pañales limpios sobre la mesita al lado de la cama. También hay una cajita de pañuelitos desechables para limpiar al bebé.

Ella desempolva, notando lo mucho que esta pareja ha traído. Deben haber necesitado una maleta entera para todos los juguetes, los libros, los rompecabezas y las figuras plásticas de criaturas musculosos, como hombres con taparrabos y piel verde. Sobre la mesa de noche más cercana al balcón de dormir, la madre ha dejado un par de pendientes en forma de guineos y una diadema de gamuza morada para recoger el pelo, con las puntas redondas gastadas hasta el plástico. Al lado, donde duerme su esposo, hay un par de lentes con severas monturas negras, un grueso libro de bolsillo ilustrado con un mallete en la portada.

Leen mucho los turistas que vienen a La Casa del Francés. Siempre traen libros abultados. Las portadas de los libros femeninos están decoradas con encaje y flores o hermosas muchachas entrelazadas con hombres guapos, los títulos escritos en letras cursivas. Las portadas de los libros de los hombres son austeras, generalmente tienen sólo en título y el autor en letras de molde, pocos colores, y sin nada de bordes dorados o diseños ornados. A veces traen revistas, y ella ha notado que también parecen ser diferentes para hombres y mujeres. La portada de una era Sólo un fondo blanco con un enorme signo de dólar en rojo. Las revistas de las mujeres traen fotos de estrellas de cine o de niñas adolescentes con labios carnosos y piel suave entre las tetas. Cuando los huéspedes las tiran, América recoge las revistas y las trae a su casa para estudiar las modas, las cenas perfectas y los consejos de cómo redecorar la casa. En una, decoraron una sala cubriendo las paredes, las ventanas y los muebles con sábanas blancas. A América le parecía una casa abandonada, protegida contra el polvo, fantasmal y poco acogedora.

—Bizzzz...Eres un avión....Bizzzz....ratatatá...— La puerta se abre de repente y entra un hombre cargando un niño en sus hombros. —Oh, ¡disculpe!— dice en inglés.

—Es okei— ella dice—. Yo termino más tarde...

—No, no, no se preocupe. Siga trabajando. Nosotros sólo necesitamos cambiar un pañal apestosito.

El hombre pone al niño en la cama, le hace cosquillas con una mano, mientras con la otra alcanza un pañal limpio de la caja en la mesita. —Qué peste, sí, viene de ti. Apestas...— E1 nene goza con las tonterías de su papá y se ríe.

—Yo apesto...sí, apesto....

América mira de reojo mientras el padre diestramente pone un pañal limpio debajo del sucio, enjuaga las nalgas de su hijo con un pañuelo desechable mojado que saca de una cajita plástica, le quita el pañal sucio y le sopla la barriguita mientras le ata las cintas engomadas.

—¡Listo!—. Levanta al niño de la cama, lo cuelga de su hombro como un saco de maíz. —Ya terminamos— dice y le da palmaditas a las nalgas enguatadas de su hijo. —Hasta luego— le dice a América, y se va.

Mientras el hombre le cambiaba el pañal al bebé, América tuvo que contenerse para no ofrecerse a hacerlo. Los movimientos del hombre eran seguros, como si lo hubiese hecho muchas veces, pero aun así, no podía evitarlo: ella quería cambiarle el pañal al bebé.

Si Rosalinda está encinta, habrá un bebé en la casa. América está segura de que su hija volverá a su casa antes de que nazca un bebé. Yamila y Roy no van a sacrificar a su único hijo por Rosalinda. ¿Qué madre le haría eso a un muchacho de dieciséis años? Si Rosalinda fue lo suficientemente estúpida como para quedar encinta, tendrá que ser responsable por sus acciones. Como dijo Ester:-Tendiste tu cama, ahora acuéstate en ella.

Un dolor pesado se forma en el pecho de América. Ella no aprendió del error de Ester, ¿por qué espera que Rosalinda haya aprendido del de ella? Quizás es una maldición en su familia. Así como Ester dejó a su madre por un hombre que le prometió Dios sabe qué, América se fue, a la misma edad, con Correa, cuyas promesas ella ni recuerda. Quizá no hubo ninguna. Quizá, cuando una tiene catorce años, las promesas no son necesarias, sólo la necesidad insistente de estar con un hombre de una manera distinta a la que una puede estar con su madre o sus amigas. Quizá, cuando una tiene catorce años, no corre hacia algo, una corre lejos de lo que tiene. Quizá todas las niñas pasan por esta fase, pero algunas nunca actúan según sus instintos. América no sabe. América no tiene la menor idea de lo que ella hizo para hacer que Rosalinda hiciera lo que ha hecho. O qué hizo Ester que le hizo a ella fugarse con Correa, volver a la isla y permanecer siendo su mujer durante todos estos años, a pesar de que él la ha traicionado una y otra vez.

¿Será mi culpa?, ella se pregunta, pero no se puede contestar. Ella le ha dicho francamente que espera que Rosalinda no repita sus errores, que ella debe educarse y hacer algo con su vida. Rosalinda siempre ha parecido entender lo que América le dice, ha parecido compartir los sueños de América para ella, ha parecido tener sueños propios. América mueve la cabeza de un lado al otro, como tratando de entender el porqué de la aventura de su hija. Yo he tratado de criarla lo mejor que pude, se asegura a sí misma. Hice todo lo posible para asegurarme de que ella tendría una vida mejor que la mía. ¿Qué pasó?

—Los varones son más fáciles de criar que las hembras— Nilda declara entre bocados de arroz con jamón. —Los muchachos no son tan caprichosos como las muchachas y son más sinceros. Las nenas tienen un carácter más engañoso.

América come su almuerzo bajo un árbol de mangó detrás de la cocina, sentada en un banco de madera que Don Irving puso para que los empleados tomaran sus descansos y comieran su almuerzo.

—Yo no sé de eso— dice Feto, que es padre de seis hijas. —Es una lotería. Algunos niños son fáciles y otros no lo son. No tiene nada que ver con su sexo.

Todos mastican silenciosamente, considerando lo que Feto ha dicho. Desde que se sentaron a almorzar, la conversación ha dado vueltas alrededor de hijos e hijas, sus méritos y desventajas, pero nadie se ha atrevido a preguntarle a América acerca de Rosalinda.

—Algo se puede decir acerca de las hembras— dice Tomás, quien vive con las suyas en una casita rodeada de exuberantes jardines—, las hijas nunca dejan a sus padres.

Todos miran hacia América.

—O, si lo hacen— enmienda Nilda—, siempre vuelven a sus casas—. Todos asienten con la cabeza.

—Buen provecho— América se levanta y lleva el resto de su almuerzo a la cocina. Cuando está raspando las sobras en el cubo, Nilda sube las escaleras a la cocina.

—No era por ofender que estábamos hablando— Nilda se disculpa.

—No me ofendí— ella responde secamente.

—No son tantos los temas sobre los que podamos conversar aún cuando nos conocemos desde tanto tiempo.

—No se preocupe—. América sabe que todos piensan que ella es una presumida y echona. Que cuando llega al trabajo con moretones en su cara y brazos es porque se lo merece. Que Correa tiene que controlarla con puños porque si no ella sería demasiado orgullosa.

Ella ha oído a los hombres hablar de cómo un macho tiene que enseñarle a su mujer, desde el principio, quién es el que se lleva los pantalones en su casa. Especialmente hoy en día, cuando las mujeres se creen que pueden dirigirlo todo. Hasta Feto, quien es padre de seis hijas, dice que un hombre tiene que enseñarles a las mujeres cómo le gustan las cosas, y si la única manera en que ella puede aprender as a fuerza de puños, pues entonces a puños debe enseñarle. Tomás dice que él no cree en darle a las mujeres con los puños. Una mano abierta, dice él, es suficiente. Un hombre que golpea a una mujer con sus puños, dice él, se está aprovechando.

América no habla mucho a la hora del almuerzo. Cualquier cosa que ella diga puede llegar a los oídos de Correa, quien juega dominós con estos hombres. Y frecuentemente, Correa es parte de sus conversaciones. É1 almuerza en La Casa tres o cuatro veces por semana, y se sienta con los hombres al otro extreme de la mesa mientras ella y Nilda se amontonan en la otra esquina, fingiendo no oírlos.

América saca su cubo a sus trapos y vuelve adentro. Ya casi ha terminado con las habitaciones en la casa y ha bajado la ropa de cama sucia y las toallas usadas a la lavendería, donde Nilda las lavará y las colgará a secar al sol. Es viernes, un día ajetreado, con turistas llegando y marchándose. La mayoría de los turistas de Nueva York se van temprano, en la lancha de Fajardo a las 7 de la mañana, o en uno de los vuelos hacia el aeropuerto internacional de San Juan. Hay una pausa en el entra y sale después del almuerzo, pero el ajetreo empieza de Nuevo antes de la cena.

La mayoría de los turistas llegan cansados pero ilusionados. Si nunca han visitado La Casa del Francés, quedan impresionados por la arquitectura colonial, la ancha veranda alrededor de la casa, los pisos de mosaico pintoresco, las hamacas colgadas fuera de los cuartos en el primer piso, sillas de mimbre con el olor a cañas de las Indias, mesas forjadas en hierro, con jarros llenos de flores sobre su superficie cubierta por paños de colores vivos.

Cuando entran en la casa, se asombran al descubrir el patio central con las macetas de flores, el árbol de emajagua, los pájaros de muchos colores que cantan dentro de una gran jaula. Don Irving Saluda a sus huéspedes en la terraza de atrás, sentado en un sillón de caña de Indias, con el espaldar en forma de un rabo de pavo real. Siempre viste de blanco, parece un personaje de película: alto, de pelo blanco, bigote blanco, un sombrero de paja que cubre sus ojos color de avellanas bajo severas cejas blancas. A América, se le parece al actor mexicano Anthony Quinn, y durante los diez años que ella ha trabajado para él, ella siempre espera que hablará español cuando abra la boca, pero él nunca lo ha hecho.

Cuando ella baja a devolver las cosas de la limpieza, don Irving está en la cocina, hirviendo agua en la antigua estufa de seis hornillas que data de los días cuando el hotel era la casa más lujosa en la isla, el hogar de los propietarios de millares de acres de caña de azúcar sembrados en largas hileras hasta la orilla del mar.

—¿Cómo van las cosas?— le pregunta.

—Okei— ella contesta, mientras enjuaga su cubo en la pila detrás de la cocina.

—Any word from your daughter?

A ella le suena como una palabra larguísima que jamás ha oído: eniwoidfromerdora. —¿Esquiús?

—Yerdora. ¿Eniwoidfromeryet?

—Lo siento— ella responde en inglés, ruborizada de vergüenza. —No comprendo.

—No te preocupes—. Don Irving vierte agua hirviendo sobre la bolsita de té en el fondo de la taza grande que siempre lleva en su mano, en la que se toma su té sorbo a sorbo durante el día. Se despide y regresa adentro de la casa.

América ha trabajado para Don Irving desde que él compró la casa y lo que quedaba de la hacienda para convertirla en un hotel. Ella y Ester fueron las primeras camareras que trabajaron en el lugar y ella ha aprendido un poco de inglés oyéndolo hablar a él y a sus huéspedes. É1 nunca ha aprendido español, y habla como si no le importara, como si la persona a quien se dirige fuese la que tuviera que entender lo que él dice. Cuando empezó a trabajar para él, América se desvelaba todas las noches, pensando en las conversaciones que compartían, las cuales consistían en él hablando sin parar ni para tomar aire y ella sacudiendo la cabeza para arriba y para abajo, o interponiendo un “okei” de vez en cuando para no parecer estúpida.

Ester, quien tiene mucho menos paciencia que América, le contestaba en español, y se hablaban el uno al otro en sus idiomas, sin que América supiera si alguno de los dos entendía lo que se estaban diciendo. Llegaron a ser amantes y, por un tiempo, Ester vivió con él en la casita que hizo construir a la orilla de la hacienda, en un claro cercado con matas de pabona. Pero ella lo dejó después de dos meses, afirmando que había vivido sin hombres por tanto tiempo que ya no podía vivir con ellos. De vez en cuando, todavía se juntan, siempre en la casita de él, porque Ester dice que no comparte su lecho con nadie.

Debido a que Ester y Don Irving son amantes, América tiene una relación más familiar con él que los otros empleados. É1 ha venido a cenar a su casa, hasta ha tenido unas cuantas conversaciones con Correa sobre la manera en que trata a América. No cambió a Correa, pero América siempre le ha agradecido que por lo menos trató.

Los otros empleados resienten el hecho de que América parece tender el apoyo de Don Irving y no ve que Ester es un fracaso como camarera. Ella trabaja en el hotel dos días por semana, y en los otros cinco días, América hace el trabajo de las dos, limpiando los cuartos de baño que Ester no limpia, desempolvando los rincones que ella descuidó, poniendo papel higiénico de más en los baños, de modo que haya suficiente para los dos días en que Ester trabaja y se le olvida.

América termina de arreglar todas las habitaciones, tarareando un bolero o una balada salsera, en apariencia, con el corazón alegre. Los turistas de La Casa del Francés que se molestan en mirarla son saludados con una sonrisa amable y astutos ojos del color del chocolate que parecen bailar bajo espesas pestañas negras.

—La gente de esta isla es tan amistosa— se dicen unos a otros, y la olvidan en el instante que pasan al brillante sol tropical, la tarde zumbando con colibrís que le chupan la vida a los corazones de las flores.