Japi berday tú llú
Te vamos a llevar a cenar esta noche, así que no cocines— Karen le dice al otro día antes de irse a trabajar. —Yo voy a estar en casa como a las seis y entonces nos vamos.
—¿Daddy viene con nosotros?— pregunta Kyle.
—Daddy tiene que trabajar—. Karen evita mirar a Kyle. —Seremos sólo nosotros cuatro, ¿okey?
—No tenemos que salir— América dice.
—Claro que tenemos que salir, es tu cumpleaños y debemos celebrarlo.
Todos se van y América se queda sola en la casa, abochornada de haberle mencionado a Karen que hoy es su cumpleaños. Ahora Karen siente que tiene que hacer algo especial para ella.
Hace sus quehaceres domésticos. La casa de los Leverrett, que antes parecía tan imponente, ahora se siente pequeña comparada con otras casas que ella ha visitado. Liana trabaja en una casa mucho más grande y Mercedes también. Pero no tienen que cocinar.
Aunque trató, América no ha podido encontrar las horas extras que Karen afirma que puede conseguir con sólo ser un poco más eficiente. Para América la eficiencia significa hacer el trabajo lo mejor que puede en tan poco tiempo como sea posible. Y ha aprendido que, mientras más eficiente es en un área, como el planchar, más tiempo tiene para hacer lo que ella cree debe hacerse en la casa, tal como raspar el sucio del espacio entre las molduras de las paredes y las orillas de las alfombras de pared a pared.
En los tres meses que ha estado con ellos, Karen y Charlie no han recibido visitas en casa. Han salido a cenar y, un viernes, después de la cena, llegaron unos cuantos amigos y todos bajaron a mirar videos en la sala deportiva.
América siente tensión entre los dos, aunque la disimulan frente a ella y a los niños. La tensión entre ellos es como una marea, a veces fuerte, otras veces casi imperceptible. Pero siempre existe.
En los últimos días, Charlie ha dormido en uno de los cuartos de invitados. Llega tarde a la casa y sube directamente a su oficina y duerme arriba. Una vez los escuchó discutiendo en su cuarto, y al otro día él no se había acostado con ella y el diafragma no había sido utilizado.
Cuando lava las camisas de Charlie, busca rastros del lápiz de labio de otra mujer. Pero sus camisas siguen tan inmaculadas como siempre y América concluye que no es mujeriego, o si lo es, es experto en disfrazarlo. Charlie no le parece a ella el tipo de hombre que tiene cortejas. A los hombres mirones no se les pierde ni una mujer que pasa. América nunca ha sentido que él la está mirando como otra cosa que no sea otra persona en su casa.
Puede ser que yo no sea su tipo, se dice, preguntándose si alguna de las empleadas habrá sido molestada por las señores de las casas donde trabajan. Es un tema que sale en sus conversaciones de vez en cuando. Todas se sienten vulnerables a los avances inoportunos de sus patronos, pero ninguna ha admitido que algo así le haya sucedido.
Mientras está recogiendo en el cuarto de Kyle, América oye sonar el teléfono de su cuarto. Cuando llega a contestarlo, ya han colgado y se para cerca por unos momentos esperando que la persona al otro lado trate de nuevo. Puede ser Paulina o una de las empleadas, para saber si ella viene al parque esta tarde. Cuando el teléfono no suena, vuelve a su tarea. Lo mismo sucede varias veces durante la mañana. Pero no importa cuánto tiempo se quede esperando la llamada, no viene hasta que está muy lejos para llegar a tiempo a su cuarto. Marca el número de Paulina, pero no contestan. Al rato ya deja de correr hacia el teléfono cada vez que suena, pensando que debe de ser una de las empleadas.
Cuando va a buscar a Meghan a la escuela, la nena tiene en sus manos una creación hecha de macarones, cintas y escarcha pegada a un plato desechable.
—Para ti— dice Meghan.
—Es precioso, gracias—. En la orilla del plato desechable, Meghan ha prensado sus manos teñidas con pintura roja. América toca la superficie granosa con su dedo meñique, como para asegurarse de que no se borrará. —Me encanta.
—Yo lo hice solita— Meghan dice—, pero Mrs. Morris me ayudó con las cintas.
—Es muy lindo— América repite y abraza a la niña.
Después del almuerzo, traen a la amiga de Meghan, y mientras América sigue el ritmo de su juego, es molestada por el insistente teléfono. Pero es como si la persona que estuviera llamando la viera entrar, y colgara en cuanto ella llega al teléfono. Cuando es hora de buscar a Kyle, América primero deja a la amiga de Meghan en su casa, luego lleva a los niños al parque. Frida y Mercedes ya están allí.
—La llamé temprano, pero no contestó— dice Mercedes.
—Ya me preguntaba yo quién me llamaba tantas veces.
—Yo sólo llamé una vez— Mercedes aclara, ofendida de que América crea que ella no tiene nada mejor que hacer que llamarla.
—Mi teléfono ha estado sonando como loco y, en cuanto voy a contestar, cuelgan.
—Yo odio cuando eso pasa— dice Frida —pero después me acuerdo que hace año y medio no tenía teléfono.
Mercedes y América se ríen.
—Adela encontró otro puesto— Mercedes les informa.
—¿Tan pronto?
—Esa mujer tiene buena suerte— añade Mercedes. —Una gente con quien ella comparte su apartamento regresan para Guatemala, así es que la recomendaron a ella y a Ignacio. Queda en Larchmont, cerca de la playa y todo.
—Ojalá que él no la haga quedar mal— murmura Frida.
—Es lo que han deseado desde hace tiempo— dice América.
—Sí, pero él está acostumbrado a su libertad— contesta Frida.
—Es distinto para los hombres, el trabajar de interno— agrega Mercedes. —Viven en una casa que no es de ellos y es usualmente la dueña de la casa quien les dice lo que tienen que hacer. A nuestros hombres les gusta llevar los pantalones en la familia.
—En este país no se puede ser muy orgulloso— declara Frida—, hay que hacer lo que se puede. No hay donde acomodar ese machismo—. Mercedes y América se vuelven hacia Frida con una mirada atónita. Frida sonríe tímidamente. —Mrs. Finn me dio un libro. Fue escrito por una latina, y ella habla de lo que nosotras, las mujeres, necesitamos para progresar en este país.
—Usted suena como una feminista— Mercedes dice con una sonrisa. —Cuídese.
—Yo no soy una feminista, pero el libro tiene sentido. Se lo presto si quiere. Es en español.
—No gracias. Yo odio la lectura— Mercedes dice enseguida. —Mejor me llevo estos niños a casa—. Camina hacia hacia el columpio hecho de una llanta, donde Kyle está empujando a los mellizos. —Hasta mañana.
—Me parece raro— América dice suavemente.
—¿Qué?
—Lo que usted acaba de decir, acerca del machismo y el orgullo—. Frida mira a América como si le sorprendiera que alguien estuviera escuchándola. —Yo nunca habia pensado en eso de esa manera.
—¿De qué manera?
—Los latinos inventaron el machismo y yo siempre pensé que era...Sólo la manera en que tratan a las mujeres, posesivi— dad y los celos y eso—. Ella trata de encontrar las palabras apropiadas. —Pero en realidad es acerca del orgullo. Nunca se me ocurrió pensar de esa manera—. América sonríe como apenada, como si Frida supiera la respuesta para una pregunta crucial y ella todavía estuviera adivinándola.
—Hmmm— dice Frida, mirando un pájaro aterrizar en un poste.
—De todas maneras— América dice —debo llevarme a estos niños a casa—. Ella no sabe por qué se siente avergonzada, como si acabara de revelar un gran secreto que se divulgará por todo el pueblo. Luego se da cuenta por qué. No está acostumbrada a hablar con nadie acerca de ideas, nunca ha tratado de entablar conversación con nadie cuando se está discutiendo un tema importante y se deben sondear diferentes posibilidades.
Los hombres siempre hacen eso. Correa, Feto y Tomás a veces se sentaban debajo del árbol de mangó en el patio de La Casa del Francés y discutían la política y las noticias del periódico. Tenían una opinión acerca de todo, le parecía a ella, y los despreciaba porque casi siempre le sonaban como tres hombres que no sabían nada de nada, haciéndose que sí lo sabían todo para no quedar mal frente a los demás: Pero de vez en cuando entraban en temas que encontraba interesantes. Como cuando discutían el destino de Vieques si algún día la Marina se fuera. Para apoyar sus conclusiones, sacaban argumentos basados en antecedentes históricos y citaban figuras y proyecciones y nombres de personas de quien ella nunca había escuchado hablar. Entonces a ella le encantaba escucharlos, cuando eran serios y apasionados en sus opiniones, cuando las discusiones eran algo más que tres pavos reales tratando de asustarse uno al otro con ojos falsos.
Las empleadas agrupan a los niños que, como siempre, no se quieren ir. A América le gustaría haberle pedido prestado el libro a Frida. Le gustaría aprender algo nuevo, ver la vida desde una perspectiva distinta. Me perdí tanto al salirme de la escuela, se lamenta. Eso es lo que yo le decía a Rosalinda. Ahí es donde ella puede hacer las cosas diferentes de como las hice yo. Yo pude haber hecho algo de mi vida, pude haber aprendido una profesión. Pero nunca pensé tan alto. Nunca tuve sueños de ser una maestra como Frida, o una enfermera como Adela, o una cajera o una operadora de teléfono. Puede ser que ese sea el problema. Nunca he tenido mis propios sueños, así que Mami, Correa y hasta Rosalinda me pisotean. Por lo menos tratan. No me tienen respeto. América menea la cabeza de lado a lado. Yo misma no me he tenido respeto.
El restaurante es grandísimo, en el mismo centro de Mount Kisco. Lo ha pasado muchas veces, pero nunca ha entrado. Están todos sentados en bancos, Karen al lado de Kyle y América al lado de Meghan. Los meseros y los que limpian las mesas son todos latinos. Se hablan unos a otros en español, luego dan la vuelta con una sonrisa sumisa y les toman las órdenes a los clientes en inglés. Ya está acostumbrada a adivinar de donde son por sus acentos. La mesera que los atiende suena y parece guatemalteca, como Adela.
América no sabe qué ordenar. Tiene hambre y es su cumpleaños y le gustaría comerse una langosta como la que vio que una mesera llevaba hace un ratito. Pero no quiere ordenar lo más caro en el menú para que Karen no se crea que se está aprovechando de ella. El menú es suficientemente grande para que América pueda esconderse detrás de sus páginas y ojear lo que se les sirve a los otros comensales, o lo que los meseros llevan en inmensas bandejas. Las porciones son enormes, cada una suficiente para dos o tres personas, cree, y puede ser que Karen cuente con que ella ordene un plato para compartir con los niños. Pero Karen está hablando con los nenes de lo que ellos quieren comer y parece que ya ha decidido lo que ella va a ordenar.
—¿Ves algo bueno?— Karen le pregunta a América.
—Sí, todo se ve bueno— contesta entusiasmada para que Karen sepa que está satisfecha con el restaurante.
—¿Qué crees que te gustaría?
—No sé, hay tantas cosas—. Sabe que hay varios platos de pollo. Y vio lasaña y espaguetis y una sección entera de hamburguesas. Pero su inglés no es lo suficientemente bueno como para entender todo lo que aparece en el menú.
—Las costillas de res son buenas— Karen dice —si te gusta esa clase de comida.
Es obvio que a Karen no le gusta. El mesero pasa con cama— rones cubiertos por una salsita olorosa a ajos. América se pregunta cuánto costará, y pasa el ojo por el menú buscando la palabra “shrimp”, que sabe significa camarones en inglés, pero hay varios platos y no sabe cuál es el que acaba de pasar. Y también nota que los platos con camarones son los más caros.
—¿Quizás te gustaría pollo?— pregunta Karen y América estudia los precios después de la palabra “chicken”—. Son más bajos que los que siguen a “shrimp”.
—Okei-dice, apareciendo de detrás del menú—, pollo.
Un mesero pasa con otro plato de langosta, éste con camarones al lado.
—Quizás preferirías langosta— sugiere Karen, siguiendo su vista.
América se pone roja. —No, no. Pollo okei.
—Pero es tu cumpleaños. Tienes que ordenar algo especial— Karen insiste con una sonrisa exhortadora.
—Sí, América— interrumpe Kyle—, llú it lobster— dice, imitando su acento. Todos se ríen y Meghan también decide que ella puede imitar a América.
—Tú comes langosta— le dice, no tan buena imitadora como su hermano.
—Está decidido entonces— dice Karen. —Langosta—. Y todos ríen y América siente alivio al no tener que protestar, ya que eso es lo que quiere y ellos insistieron.
—¿Un vaso de vino con tu cena?— Karen pregunta.
—Oh, no gracias, no bebo.
—¿Nunca?
—No, nunca— dice, su cara caliente.
Una vez tomadas las órdenes, los niños hablan acerca de su día en la escuela y en el parque. Karen trata de incluirla en la conversación, pero los niños tienen la intención de dirigir toda la atención de su madre hacia ellos, así es que la cena progresa como si América no estuviera, a excepción de las veces que ayuda a Meghan a cortar su hamburguesa, o cuando Kyle derrama su bebida y tiene que pararse a buscar a la mesera y un trapo para limpiar la mesa.
De postre, Karen ordena bizcocho de chocolate y el de América viene con una vela. Le cantan Feliz Cumpleaños y otras personas en las mesas cercanas se unen a la canción, lo que América encuentra mortificante, porque todos se dan vuelta para mirarla y se siente como una tonta cuando trata de soplar la vela y sigue prendida hasta que se gasta.
Regresan a la casa y ella ayuda a los niños a prepararse para irse a acostar. Cuando Karen los lleva a su dormitorio a leerles un libro, ella se dirige al cuarto suyo, sintiéndose mareada, como si hubiese aceptado el vaso de vino después de todo. El teléfono está sonando, pero cuando llega a cogerlo, ya han colgado. Frustrada, patea el piso. Se desviste y llena la tina de agua caliente para un baño, luego hala el cordón del teléfono lo más que puede, hasta el frente de la puerta del baño. Pero no se puede relajar en la tina, esperando que el teléfono suene a cada minuto, y cuando no lo hace, maldice en voz baja, enojada consigo misma cuando debería de estar enojada con la persona que llama. Alguien toca en la puerta y se oyen cuchicheos y risitas afuera de su cuarto. América se pone una bata y abre la puerta.
—Se nos olvidó darte esto—. Karen y los niños, en sus pijamas, están aguantando una caja grande. Entran simulando una ceremonia, los niños riéndose, aguantando las esquinas de la caja como si tuviera algo frágil adentro.
—Yo ayudé a empacarlo— dice Meghan, cuando ponen la caja en el sofá.
—Qué amable, estoy tan sorprendida— dice a punto de llorar, avergonzada y complacida, sin saber por sus expresiones si es de verdad o una broma.
—Ábrelo— dice Karen, mirándola con una sonrisa, a la expectativa.
Ellos la observan mientras suelta el lazo apretado y lucha con los muchos trozos de cinta adhesiva que aguantan las esquinas del papel de regalo. El teléfono suena.
—Yo lo contesto—. Antes de que América lo pueda evitar, Kyle coge el teléfono.
—Leverett residence— contesta como se le ha dicho que debe hacer. Espera. —No hay nadie— dice, irritado, y cuelga el teléfono.
—Puede ser que pensaran que tenían el número equivocado porque no contestó la voz de América— Karen sugiere.
—Yo no sé— dice América, perpleja de que quien llamó col gara tan irrespetuosamente.
—Abre el regalo, abre el regalo— Meghan canta, y América rompe el papel y encuentra otra caja, decorada con las manos de los niños y “Feliz Cumpleaños” en los garabatos de Kyle.
—¡Ábrela!— gritan los niños, y cuando lo hace encuentra otra caja, no tan decorada, y dentro de ésta, otra caja más. Kyle y Meghan se lo gozan todo. América se ríe con ellos, aunque de verdad no cree que es tan gracioso. Karen la observa con una sonrisa distraída.
Ella abre la cuarta caja y encuentra mucho papel alrededor de una sudadera decorada con dos gatitos jugando con una bola de hilo.
—Sabemos que te gustan los gatos— Karen mira el gato blanco en su cama.
—Es muy bonita— dice, sacándola y poniéndosela contra el pecho.
—También trae pantalones— anuncia Meghan, rebuscando por el papel. —Aquí están.
Los jeans que combinan tienen unos gatitos en los bolsillos de atrás. —¡Es bello!— exclama América con más entusiasmo.
—Si no te queda, podemos cambiarlo por otro tamaño— ofrece Karen.
—Me queda. Es perfecto.
—Qué bueno. Okey, niños, ya es hora de acostarse—. Karen parece tener prisa por salir del cuarto.
—Muchas gracias—. América besa a los niños cariñosamente, los lleva hasta el pasillo. Se siente incómoda al frente de Karen, como si el darle las gracias no fuese suficiente y le debiese algo más.
—Feliz cumpleaños— dice Karen, y América de nuevo se lo agradece, sin saber qué más decir, avergonzada, humilde.
Cuando está sola en su cuarto, se prueba el set de sudadera y jeans, que le queda a la medida. Parece ser buena tela y la marca lo identifica como de Lord & Taylor, que ella sabe que es una tienda cara. Es algo que Karen jamás se pondría, y la emociona el saber que Karen lo seleccionó con tanto cuidado que hasta el tamaño es perfecto.
—Te llamo porque es mi cumpleaños y tú no me puedes llamar a mí. Se me ocurrió que me querrías felicitar.
—Feliz cumpleaños— Ester concede.
—Me llevaron a comer langosta y me dieron un regalo.
—Qué amables.
—¿Has hablado con Rosalinda?
—Me llamó pidiendo tu número. Cuando le dije que no lo tenía, no me creyó.
—¿Cómo lo sabes?
—Me colgó el teléfono.
—Yo no puedo creer que el teléfono esté todavía en una sola pieza con Rosalinda colgando de golpe cada vez que lo coge.
—¿La vas a llamar?
—Quizás.
—Es tu hija. No debes guardar rencor—. Ester es muy experta en dar consejos que no sigue.
—Ahorita la llamo. Y si me cuelga el teléfono, no la voy a llamar más.
—Sonaba como si estuviera molesta.
—Ya mismo la llamo.
—Está bien. Feliz cumpleaños, entonces.
América ha tenido un buen día hasta ahora y la idea de llamar a Rosalinda y enmarañarse en otra pelea teléfonica no le hace ninguna gracia. Paulina la llamó para desearle un feliz cumpleaños y le prometió que lo celebrarían este fin de semana. Entonces Darío llamó y hablaron por media hora. Ella no le dijo que era su cumpleaños, porque no quería que él se sintiera obligado a darle un regalo. América apaga todas las luces en su cuarto, menos la de la lámpara de la mesa de noche. Quiere acomodarse antes de llamar a Rosalinda, quiere calmarse. Se promete que va a escuchar y no va a decir nada sin antes pensarlo por unos segundos por lo menos. El teléfono suena.
—Japi berday tú llú...
América se pasma.
—Japi berday tú llú.
Él canta suavemente, como si hubiese otra persona en el cuarto a quien no quiere molestar.
—Japi berday, dir América.
Ella cuelga como si el teléfono le estuviese quemando los dedos y se cubre la cara con las manos, como no queriendo ver el cuarto de muchas ventanas, los techos inclinados, las estrellas verdes y pálidas sobre su cama. —Ay, Señor. Él sabe donde estoy— murmura una y otra vez. —Ya sabe donde estoy.