Din don

El timbre de la puerta de enfrente. Dos tonos, din don, como en los anuncios. En los tres meses que América ha vivido en esta casa, nadie ha timbrado. Ha estado sentada inmóvil en la orilla de su cama al lado del teléfono por tanto tiempo que tiene que pensar en moverse antes de hacerlo. Y entonces corre a lo largo del pasillo, baja las escaleras y se asoma por la esquina del visillo de una de las ventanas de la sala informal a ver quién está tocando el timbre de la puerta de entrada a las diez de la noche de un sábado. Sabiendo quien es, pero deseando que fuese alguien que tiene problemas con su auto y necesita usar el teléfono, o un vecino buscando un gato perdido.

Din don. Es un sonido pausado, una notificatión agradable de que la visita ha llegado.

Correa está parado en los elegantes escalones semicirculares encuadrados por dos columnas. Está parado como si hubiera visitado el lugar muchas veces, ni escondiéndose en las sombras sospechosamente, ni mirando a su alrededor para familiarizarse con la casa.

La puerta no tiene cadena. Si la abre, no habrá nada entre los dos. Se queda con su espalda contra la puerta, agitada, sin saber qué hacer. Din don. Quizás si no contesta, él pensará que no hay nadie en la casa y se irá. Din don dindon.

—¡Mommy!— Meghan está en lo alto de las escaleras del frente.

América sube corriendo en cuclillas. Él no debe oír. Él debe pensar que no hay nadie en la casa. —Shh, béibi, shh. No hagas ruido. América viene.

Din don dindon dindon.

—¿Quién toca el timbre?— Kyle está parado en el pasillo, frontándose el sueño de los ojos.

—No es nadie, vuelve a tu cuarto—. Coge a Meghan en brazos y la lleva a su cama. Kyle la sigue.

—Alguien está en la puerta— dice más fuerte, como si ella no hubiera oído bien la primera vez. Él estira la mano hacia el interruptor para encender la luz.

—No, Kyle, no luces—. Kyle se pasma. Meghan, quien ha estado media dormida, lloriquea. —No hagan ruido— América dice, tirando de Kyle para que esté a su lado. Todos se sientan en la cama de Meghan, ambos niños ahora seguros que algo malo está sucediendo.

Din don dindon dindon. Pún.

—¿Es un ladrón?— Kyle pregunta.

¿Qué hago?, se está preguntando a sí misma. Él está tratando de tumbar la puerta, ¿qué hago? Los cuchillos de Charlie. Tengo que buscar uno de los cuchillos para poderme defender.

—¿Es un ladrón?— Kyle repite. Pero ella no entiende la palabra inglesa.

—¿Berglar? Yo no sé berglar—. América se pone de pie, arropa a ambos niños con el edredón de Meghan. —Ustedes se quedan— les advierte. —No salgan. ¿Comprenden? No salgan afuera—. Ella cierra la puerta del pasillo del cuarto de Meghan, le pone un aparador al frente.

—Tengo miedo— gime Meghan.

—Tú cuidas hermanita— América le encarga a Kyle, quien se ve asustado, pero no lo ha expresado. —No salgan afuera—. Ella camina en puntillas hacia el otro lado del cuarto de Meghan, hacia su sala de juegos.

—¿No debemos llamar a la policía?— Kyle pregunta.

—¿Policía?— se para con su mano en la manija, como si esto fuera un nuevo concepto. —Policía— dice. —Sí, policía. Yo llamo.

Se oye un estruendo, el sonido de vidrio quebrándose. —Ustedes no salgan— le ordena a los niños en voz ronca, tan llena de miedo como los niños. Camina en cuclillas a través del cuarto de juegos de Meghan, cruza el pasillo rápidamente hasta el cuarto de juegos de Kyle, a través de su baño hasta el dormitorio. La puerta está abierta, y ella se asoma al pasillo oscuro. Puede correr a través del pasillo al cuarto de los Leverett y puede llamar, o puede correr a lo largo del pasillo hasta su propio cuarto. Pero entonces tendría que pasar por las escaleras traseras, y ella oye a Correa moviéndose allá abajo. Y estaría muy lejos de los niños en su cuarto. América se recuesta contra la pared, gimiendo. Sus manos están cerradas en puños duros, sus uñas cavando surcos en sus palmas.

Debí haberle abierto la puerta. Debí haberle dejado entrar, inventarme cualquier excusa para no irme esta noche. Ay, mi Dios, ayúdame.

Todo está tranquilo abajo. Pudo haber sido su imaginación antes. Quizás, ruega, él rompió una ventana y se ha conformado con eso. Quizás sabe que le va a traer problemas si daña la propiedad de otras personas. Quizás él cree que vino a la casa que no era y ya se ha ido, y está perdido por esas carreteras oscuras. Quizás. Quizás. Quizás. Ella entra al pasillo y corre hasta el dormitorio de los Leverett.

Cuando coge el teléfono, una lucecita verde se enciende, suficiente para ver los números. Nueve once. Karen tiene un marbete pegado a cada teléfono. Emergency 911. Ella tiene que traducirlo al español. Nueve uno uno. Una mujer contesta el teléfono y América susurra.

—Emergencia, por favor, ayúdenme, por favor, emergencia—. Llorando ahora, susurrando una y otra vez —Emergencia, por favor, policía, emergencia.

La mujer al otro lado contesta en inglés. Cuando América cambia al inglés —Plis—, una mano le cubre la boca y la hala del teléfono, y huele su colonia, Brut, y licor, y sudor, y él la está halando lejos, lejos del teléfono, que ahora está hablando en español.

—Tú te crees que eres bien lista— él dice en voz baja. —Te crees que eres la gran cosa—. Él cuelga el teléfono.

—¡Umf!— dice ella cuando él la tira contra la pared. —¡Umf!— cuando se cae sin aliento del puño a su vientre. —¡Umf!— cuando la patea.

—¡Coño, pendeja!

Ella se arrastra de rodillas fuera de su alcance, hacia la puerta abierta del dormitorio. Él la patea en el culo, y ella viene a caer a los pies de Kyle. Kyle está ahí, frente a ella, parado en un rectángulo de luz. Y Meghan está detrás de él. Kyle da un paso hacia atrás y América puede ver la expresión en su cara, el terror, inocente y puro.

—¡Corre, Kyle, corre Meghan, corre!—, les grita. Meghan chilla y los dos niños salen corriendo a lo largo del pasillo.

América se voltea a la misma vez que Correa se mueve torpemente hacia ella. Él debe haber visto a los niños, pero no está interesado en ellos. Le agarra el pelo, la levanta por el pelo hasta su altura, y entonces ella ve un relámpago, el destello brillante de un filo haciendo un arco hacia ella. Su primer pensamiento es que encontró los cuchillos de Charlie. Pero no. Es un cuchillo de cocina, el que ella usa para cortar plátanos cuando hace tostones.

Esquiva el filo que se le acerca y siente fuego en su hombro izquierdo. Hay calor donde el filo entró, no hay dolor, sólo fuego cuando él lo saca y lo alza otra vez. Está tratando de matarme. Me quiere matar. Se olvida de que es más baja que él, que pesa más de cincuenta libras menos que él, que es más débil que él. Lo único que sabe es que Correa, el hombre que profesa amarla, está tratando de matarla. Y en alguna parte de la casa Meghan y Kyle están chillando. Empuja a Correa con toda su fuerza, y se sorprende tanto como él cuando él tropieza hacia atrás y deja caer el cuchillo. En ese instante, ella puede salir corriendo del cuarto, gritando a toda boca.

—Corre afuera, Kyle, corre Meghan, corre afuera. Corre. Corre.

Puede oír a los niños corriendo por la escalera trasera, así que se va por la del frente, porque Correa la está persiguiendo, y no quiere que él se acerque a los niños. No con un cuchillo en la mano. No con la intención de matar. No voy a permitirlo. No me matará. No lo hará.

Alcanza la puerta del frente, pero sus manos están mojadas, mojadas con algo resbaloso, mojadas con sangre, su sangre, y no sabe de dónde sale. Hay sangre en las paredes blancas y en las alfombras y en el piso de madera lustroso donde terminan las alfombras del pasillo.

Correa está detrás de ella. Hay carros afuera. Meghan y Kyle están gritando afuera, seguros. Él hunde el cuchillo en su espalda y ella cae contra la puerta. El cuchillo centellea plata y rojo, y en el abrir y cerrar de ojos que él tarda en subirlo, ella se agacha debajo de su brazo, pero con la otra mano él la agarra por el pelo y la empuja contra la pared de la sala informal. Él da la vuelta para estar cara a cara con ella, y ella no lo reconoce. No, éste no puede ser él, no puede ser, sus ojos verdes tan oscuros, tan salvajes. No hay amor en ellos. Es odio lo que ella ve, odio lo que siente cuando usa la última gota de fuerza que le queda para patearlo duro en él único lugar donde está segura de que puede lastimarlo, entre sus piernas peludas. Él se agacha con un grito de dolor, y ella lo patea otra vez, alcanzando su cara esta vez, y él da media vuelta y cae. Se oye un crujido, como el de una rama quebrándose, cuando la cabeza de Correa rebota contra la esquina aguda de la mesa de granito. Ella lo ve caer y quedarse ahí, quieto. Oh, está tan quieto. Su espalda contra la pared, América se desliza hacia el piso y cae cae cae, y hay voces, la voz de Meghan y la de Kyle y la de un hombre gritando —¡Police!— y Correa está tan quieto, tan tranquilo. Su pecho arde, y la casa está llena de gente, hombres con zapatos pesados y no puedo respirar no puedo respirar no puedo respirar.

¿Qué pasó?

Cuando vuelve en sí, huele rosas. Elena está sentada a su lado, leyendo.

—¡Mami!— la voz de Rosalinda viene de su lado izquierdo. Cuando América mira en esa dirección, Rosalinda se tira sobre su madre, sollozando en su pecho.

—Está bien— América murmura, sin estar segura de que sea verdad. —Está bien.

Ahora Elena está parada al lado de ella, acariciándole la mejilla. —Voy a buscar a los otros— y desaparece. Rosalinda todavía llora y América no sabe cómo consolarla, así que también llora.

Los otros vienen. Leopoldo. Paulina. Carmen. Ester. ¿Qué hace Ester aquí? Una mujer con una chaqueta color de rosa les dice que no pueden estar todos en el cuarto a la misma vez, pero nadie se mueve. América no puede detener su llanto, ni Rosalinda tampoco. Paulina también llora. Pero Ester está sonriendo.

—¿Que pasó?— América pregunta, pero aunque sus bocas se mueven, nada de lo que dicen tiene sentido. Cierra los ojos, y cuando los abre de nuevo, está sola. Lo soñé todo, piensa, y cierra los ojos, y entonces Lourdes está sentada en la silla donde estaba Elena, y Rosalinda está parada al lado de una ventana. ¿Estaba esa ventana antes? Es de día y luego es de noche y todos se han ido otra vez. No, no hay una ventana. Me duele el brazo. Tengo un tubo por la nariz. Y entonces vuelve el dia y Rosalinda está sentada en la silla y Ester está sentada al lado de ella.

—¿Qué pasó?

Ester y Rosalinda se miran.

—¿Cómo te sientes?— le pregunta Ester.

—Estoy viva— contesta, y Rosalinda y Ester se miran otra vez. —¿Los niños están bien?

—Están bien. La señora estuvo aquí. Dejó ésto—. Ester señala un arreglo de flores.

—¿Dónde estamos?

—No estoy segura— contesta Ester. —Me traen y me vienen a buscar, así que yo no sé.

¿Cómo te sientes, Mami? ¿Te sientes mejor? —Rosalinda acaricia la mano de América, la que no tiene la aguja del suero.

—¿Qué pasó?— América, pregunta de nuevo.

—¿No te acuerdas?— Rosalinda pregunta sorpendida. —No se acuerda— le dice a Ester, quien está al otro lado de la cama.

—No te preocupes por ahora. Sólo mejórate.

—Quiero saber—. América mira de su madre a su hija. Le están ocultando algo.-Díganme.

—Correa— Ester dice —ya no te va a molestar más.

No, claro que no, ella piensa. Él está en Puerto Rico. Y nosotras estamos... ¿dónde? En Nueva York. Rosalinda solloza otra vez y, como antes, busca el pecho de su madre. Ester se ve más vieja que la última vez que la vio. ¿Cuándo fue eso? Es muy difícil concentrarse. Cierra los ojos y duerme.