Firme pero justa
Todas las mañanas la esquina entre las calles Green y South Moger de Mount Kisco está atestada de hombres esperando a que los recojan para ir a trabajar. Visten jeans y botas de trabajo, muchos tienen sombreros al estilo vaquero y otros llevan termos. Las pick-ups les pasan por el frente a poca velocidad, y los choferes estudian a los peones, quienes giran sus esperanzados ojos en su dirección. Los choferes no salen de sus vehículos. Se asoman por la ventanilla, llegan a un acuerdo y señalan hacia la plataforma detrás de la pick-up, donde los pocos que tienen la buena fortuna de ser seleccionados ese día se sientan para ir al lugar de trabajo. En las tardas, las mismas pick-ups dejan a los hombres en la misma esquina, y ellos se arrastran adoloridos hacia las casas destartaladas en la periferia del pueblo, o hacia los altos edificios de apartamentos a la orilla de lasvías de los trenes.
—Ganan aún menos que nosotras— se queja Mercedes, quien se ha enamorado de un ecuatoriano que ella dice que era contable en Quito. —Si vieran sus manos al final del día. Todas cortadas por las piedras—. Reinaldo ha ayudado a levantar muchas de las cercas de piedra alrededor de las mansiones en el área de Bedford.
—Lo mismo le pasaba a Ignacio— dice Adela —hasta que yo le compré un par de guantes.
Están en la casa de Mercedes, que tiene una piscina interior. Los seis niños que ellas cuidan están chapoteando felizmente en el agua, mientras las empleadas se sientan por las orillas, velándolos y advirtiéndoles que se queden en la parte menos profunda. La única empleada que sabe nadar es América, quien está sentada con los pies en los escalones dentro de la piscina.
—¿Ha tenido Liana noticias de sus nenes?— pregunta América.
—Las últimas noticias fueron de México. El coyote cogió el dinero y los dejó abandonados.
—¿No están viajando solos, verdad?
—El papá de ella los está acompañando. Pero ya está viejito. Se enfermó y ella tuvo que enviarle dinero para un médico—. Adela cierra el botón de su blusa, que se le ha soltado. —Si quieren saber mi opinión, es una locura traer a esos niños.
Como nadie quiere saber su opinión, nadie dice nada. Adela no tiene hijos, así es que le es difícil entender la desesperación de Liana en querer tenerlos cerca. Lo suficientemente desesperada como para arriesgar sus vidas empleando a un coyote para que los pase por la frontera hasta los Estados Unidos.
—Frida y yo fuimos a la iglesia el domingo— Mercedes anuncia. —Prendimos unas cuantas velas para esos pobres nenes.
—Van a necesitar toda la ayuda posible— Adela dice en tono pesimista.
Kyle nada de lo más bien. Los niños menores tienen puestos salvavidas para que se queden en la superficie del agua. Una de las nenas que Adela cuida está yéndose a la deriva. —Quédate en la parte menos profunda, Annie, no te vayas más hondo—. La nena chapotea hacia la orilla.
—¿Y cómo anda su hija?— Mercedes le pregunta a América.
—Está en una obra de la escuela— América contesta y las otras dos asienten con la cabeza. Ella le ha dicho a las otras empleadas que tiene una hija, pero no ha entrado en detalles que no necesitan saber. No ve ningún sentido en contarles que Rosalinda se fugó con su novio, ni que su ambición es ser una vedette. Si alguien le dijera esas cosas acerca de su hija, América criticaría a la madre por ser una descuidada.
Es distinto cuando te pasa a ti, piensa, así que se ha guardado los detalles de su vida. Le ha dicho a las empleadas que es divorciada, sin mencionar que Correa la abusaba. Ni tampoco ha revelado que su madre es alcohólica. Les ha dicho que Rosalinda estudia en una escuela católica, la cual América paga de su salario como sirvienta. Las mujeres saben lo que es sacrificarse por sus hijos y, respetuosas frente a ella, no la importunan pidiéndole más detalles. América se pregunta que dirán cuando ella no está. Todas hablan de las otras cuando no están presentes.
Muchas veces América se siente culpable frente a las otras empleadas. Sus vidas en sus países suenan tan atribuladas. Dos de ellas vienen de campos donde no hay electricidad ni agua corriente. Sus primeros encuentros con hogares norteamericanos fueron chocantes. Los excesos y la manera en que los norteamericanos viven separados de sus familias son una fuente inagotable de discusión entre las empleadas, quienes relatan vidas amarradas al destino de grandes familias que dependen de ellas.
—Los norteamericanos no quieren a sus padres— han concluido, ya que ninguna jamás ha visto a los parientes de sus patronos en sus casas. —Los mandan para la Florida para deshacerse de ellos— es el consenso.
Todas ganan menos de lo que gana ella, aun después de que Karen Leverett le descuenta los impuestos de su sueldo. A ellas se les paga en efectivo y siempre andan temerosas de ser asaltadas porque todos sus ahorros los mantienen en cajas debajo de sus camas o en sus roperos.
—Si abro una cuenta bancaria— Mercedes les dijo —la migra me encontrará y me devolverán.
Ellas despachan casi todo su sueldo a sus familiares por medio de servicios de envío establecidos para ese fin. Y alquilan cuartos para los fines de semana, ya que se sienten incómodas o importunas cuando no están trabajando en las casas donde viven durante la semana.
—Si me quedo ahí— Adela se queja —acabo por trabajar aunque sea mi día libre.
América tiene una cuenta de ahorros, en la cual deposita una cuarta parte de su sueldo. Semanalmente, le envía giros postales a Rosalinda y a Ester y guarda una porción para sus gastos personales, los cuales son pocos, ya que tiene casa y comida con los Leverett. Su sueño es el de tener una tarjeta de crédito para poder comprar lo que necesita sin tener que andar con dinero en efectivo.
—Usted es tan afortunada— las empleadas le dicen —en ser ciudadana americana.
Ellas describen cómo, en sus países, todos sueñan con venir a los Estados Unidos. Cuando les dice que de donde ella viene la gente lucha por independizarse de los Estados Unidos, se sorprenden. —Pero ustedes tienen tantos beneficios por ser americanos— le aseguran.
A veces América se aturde al hablar de estas cosas. Las empleadas describen guerras civiles y matanzas por guerrilleros, sacerdotes corruptos y los incendios de aldeas en la madrugada. Los gobiernos de estos países son brutales y represivos y quien se atreva a quejarse aparece muerto.
En Vieques, las protestas contra la presencia de los Estados Unidos son algo común. De vez en cuando los bombardeos matan una que otra tortuga marina y los residentes se quejan a los representantes de la Marina. O la cooperativa de pescadores burla un bloqueo de la Marina. O la cooperativa de pescadores burla un bloqueo de la playa-blanco cuando pasean sus botes por la misma área donde supuestamente se lleverán a cabo las maniobras de la Marina. Los hombres y las mujeres involucrados en ese tipo de acción son considerados héroes por sus defensores y América los respeta por su devoción por su causa. Antes de conocer a Correa, fue parte de un grupo de estudiantes que preparaba una demostración en frente a los portones de la Base Naval. Pero Correa acabó con eso. —Las mujeres— le dijo— no deben de meterse en la política.
Tantas cosas que yo no hice porque él me dijo que no lo hiciera, América se dice a sí misma de vuelta a la casa de los Leverett. Ni se me ocurrió desafiar sus opiniones, sus reglas. Y nuestra hija es igual. Cerramos nuestros cerebros cuando él habla. Hemos sido tan dóciles como perros fieles. Cómo no se va a aprovechar de eso. ¿Quién no se aprovecharía?
No le ha hablado a Rosalinda en más de un mes. Cada vez que coge el teléfono para llamarla, se arrepiente, creyendo que necesita castigar a su hija por su falta de respeto. Se le ocurre ahora que no le advirtió a Rosalinda que ésta sería la consecuencia de su comportamiento, así que decide escribirle para dejarle saber. Así su hija no se sentirá como que América la olvidó.
Querida Rosalinda:
Aquí tienes tu giro. No te he llamado estas últimas semanas porque estoy cansada de que me cuelges el teléfono de golpe cada vez que no te gusta lo que te digo. Si quieres que te llame otra vez, tienes que prometerme que ya no vas a hacer eso. Yo hablo con Mami todas las semanas, así que llámala y dile si estás de acuerdo con esta condición.
Te quiere,
tu Mami.
P.S. Tengo mucho que contarte.
América lleva la carta al correo, orgullosa de sí misma. Está siendo firme pero justa, cree. La idea de escribir esta carta se la dio una psicóloga en la radio quien contesta preguntas en su programa. América está en el carro, manejando hacia o desde la escuela de Kyle y Meghan cuando dan el programa de la psicóloga, así que tiene la oportunidad de escuchar quince o veinte minutos de consejos todos los días. El ser firme pero justa es uno de los consejos que la psicóloga recomienda cuando sus oyentes se quejan de sus hijos.
América ha decidido que uno de sus problemas es que no ha sido lo suficientemente firme. Por ejemplo, la primera vez que Darío llamó tuvo toda la intención de decirle que no llamara más, pero todo lo que le salió fue “Estoy un poco ocupada”, y él se despidió y colgó sin esperar a que ella le dijera lo que estaba haciendo. La segunda vez que llamó no quiso ser grosera, así es que hablaron por unos cuarenta minutos. Ella le contó cuántas camas arregla por día y él le dijo lo aterrador que es ser un chofer de taxi en Nueva York. —Cada pasajero que recoges— le dijo, —puede ser la última persona que veas—. La idea de encarar la murerte todas las noches le resultó tan facinante que le hizo muchas preguntas y él le contó historias de las veces que escapó por un pelo de malhechores. La llamó otra vez al día siguiente y hablaron por veinte minutos. Ella no le dijo que no llamara nunca más y ahora cree que es muy tarde para decírselo.
Tiene que ser firme con Karen. Toda la semana pasada, y casi toda esta semana, Karen ha trabajado tarde en el hospital. Charlie ha estado de viaje, así es que América ha trabajado días de quince horas. Cree que Karen Leverett debe pagarle algo adicional por trabajar más de las ocho horas que le dijo que trabajaría. La verdad es que América está de servicio desde las siete de la mañana y no regresa a su cuarto hasta después de las ocho todas las noches. Eso es más de ocho horas. América espera que Karen esté de acuerdo con ella. Después de todo, una mujer que gasta quince dólares en un par de pantys debe de tener los medios para aumentarle unos cuantos dólares adicionales a la mujer que le cuida a los hijos.
Después de que los niños se han acostado y Karen se ha acomodado en el sofá con sus papeles, América baja de puntillas. Nunca ha tenido que pedir un aummento de salario, así que no está segura de cómo una aborda estos asuntos. Cuenta con ser firme pero justa y que Karen la apoyará.
—Disculpe, ¿Karen?
—Sí, América—. Karen se quita los espejuelos que usa cuando se quita los lentes de contacto.
—Necesito decircle algo.
Karen asiente con la cabeza, no le pide que se siente. América se para al otro lado de la mesa de granito con esquinas agudas, sus manos en sus bolsillos para que Karen no las vea temblar. Respira profundamente. —Yo trabajo duro más de ocho horas todos los días.
Karen se pone tensa, las esquinas de sus labios se aprietan contra sus dientes.
—Yo creo...—. Debes de ser firme pero justa, América se dice a sí misma. —Yo necesito un aumento.
Karen desdobla sus piernas y las dobla de nuevo en la otra dirección. —Sólo llevas tres meses trabajando con nosotros. Te daremos un aumento después de un año, como acordamos—. Karen acomoda sus papeles en el otro lado del sofá.
—Yo sé, pero usted dijo yo trabajo ocho horas. Yo trabajo más de ocho horas.
—¿Cómo puede ser? Los niños están en la escuela casi todo el día.
—Yo limpio casa cuando niños en escuela.
—¿Por seis horas? Vamos, América...— Karen menea la cabeza de lado a lado, riéndose consigo misma.
—Es casa grande.
—Pero nosotros no estamos aquí durante el día. Y no hemos recibido visitas hace tiempo. Es sólo la cocina y los dormitorios lo que tú tienes que limpiar. Eso no te puede coger seis horas todos los días.
¿Ha limpiado usted una casa?, América quiere preguntarle, pero sabe que eso sería una falta de respeto. Claro que Karen nunca ha limpiado su propia casa. Para eso son las sirvientas.
—Yo cuidadosa. Muchas cosas delicadas. Y limpio debajo las camas, detrás muebles. Coge mucho tiempo.
—Todavía no puedo creer que necesites seis horas todos los días para limpiar esta casa. ¿Cómo va a ser?— ella juega con sus espejuelos, obviamente ansiosa de volver a su trabajo. —Ya sé lo que puedes hacer. Debes tomar unas horas libres en la mañana, cuando los niños están en la escuela, ¿okey?
No está siendo justa, América se dice a sí misma. —Pero ¿si casa no limpia?
—Estoy segura de que puedes resolver esto, América. Sólo necesitas ser un poco más eficiente, para que puedas sacar el tiempo. Yo sé que tú puedes hacer eso, ¿okey?
—Okei— América dice, no porque esté de acuerdo, pero porque está enojada y no sabe qué hacer con su cólera. Ella empieza a salir de la sala y Karen Leverett canturrea —¡Buenas noches!— en una voz alegre que le hace rechinar los dientes. No le desea buenas noches a Karen Leverett. Es más, le desea una de las peores noches de su vida. América cierra la puerta de su cuarto con llave.
Le hubiese dicho que no son seis horas, fulmina, son cuatro. Tengo que recoger a Meghan de la escuela a las doce. Y le hubiese dicho que lavo y plancho casi toda su ropa. Y que cocino. No le recordé eso.
Se prepara para la cama, pero sabe que no va a dormir bien esta noche. Está muy acongojada. Si me hubiese dado sólo veinte dólares más por semana, yo me contentaría. No tenía que doblarme el sueldo. Sólo veinte dólares más por semana. Eso es menos de lo que ella paga por un brassier.
—Le pedí a Doña Paulina que me dejara venir a recogerte— Darío dice cuando la viene a buscar a la estación.
—Quiero llegar en una pieza— ella le advierte. Todavía está enojada por la conversación con Karen anoche y no se alegra cuando ve la sonrisa ilusionada de Darío.
—Voy a manejar como una viejita— bromea, amarrándose el cinturón de seguridad. —Amárrate— le dice, señalando hacia el cinturón de seguridad del asiento de pasajeros.
—Esto no estaba aquí la última vez, ¿verdad?
—Lo puse ahí para impresionarte—. Le sonríe, apartando sus ojos de la carretera. —¡Ay!— dice, volviendo su atención al frente.
A pesar de sí misma, América sonríe. Debe de estar en drogas, piensa. ¿Cómo más explicar este cambio en su personalidad cuando están juntos?
—Tengo que trabajar esta noche— dice Darío—, pero mañana voy a llevar a los nenes al circo. ¿Has visto un circo?
—No. Eso no lo traen a Vieques.
—¿Te gustaría venir con nosotros?
Piensa unos momentos antes de contestar, no porque no esté segura, sino porque no quiere que él piense que ella está ilusionada con la idea. —Está bien.
—Chévere. Vamos temprano, así que tenemos que salir de aquí como a las nueve de la mañana.
—Okei.
Él le abre la puerta de entrada del edificio verde y, en el espacio confinado del vestíbulo, siente lo cerca que están, casi tan cerca como cuando bailaron. Él parece también sentirlo y se acerca lo suficiente para besarla, pero a último momento se arrepiente, mete la llave en la cerradura de la puerta de adentro y la deja pasar.
—Nos vemos— le dice, la expresión atormentada volviendo a su cara.
—¿No vas a subir?
—Tengo que trabajar—. Él inclina la cabeza y desaparece por la puerta de la calle.
América se queda en el pasillo por unos segundos. Aunque en realidad no quiere tener nada que ver con los hombres, éste no es tan malo como los otros. Como el otro, se recuerda a sí misma cuando sube las escaleras. No todos son como Correa.
Janey y Johnny están tan emocionados que Darío tiene que repetirles varias veces que si no dejan de saltar en el asiento trasero van a regresar a la casa y olvidarse del circo. Los niños se calman por un minuto, pero luego empiezan de nuevo, incapaces de sentarse quietos.
América está tan emocionada como ellos. Nunca ha ido a Manhattan y, cuando se lo dijo a Darío, él dijo que la llevaría por la ruta pintoresca. Condujeron por la orilla de un río, luego entraron al centro de la ciudad.
—Esto es Times Square—. Darío manejó despacio por la ancha avenida con edificios altos hasta el horizonte y enormes carteleras publicitarias alumbradas. Detrás de ellos, los carros tocaban las bocinas insistentemente y los choferes de taxi los miraban con desprecio.
—Encima de ese hotel— Darío señaló —hay un restaurante que da vueltas, así que se puede ver toda la ciudad.
América no puede imaginar cómo un restaurante da vueltas y todavía está tratando de entenderlo cuando llegan al Madison Square Garden. Hacen fila con millares de personas esperando la entrada. Los vendedores ofrecen globos, piraguas, algodón azucarado, pretzels calientes, espadas plásticas que se iluminan, peluches. Todo lo que ven, Janey y Johnny lo quieren y Darío se para en casi todos los quioscos para comprárselos.
—Ya sé que los consiento demasiado— se disculpa ante América, quien no ha dicho ni una palabra.
Sus brazos llenos de cuanta chuchería hay, al fin llegan a sus asientos y los niños se las pasan todas a Darío y a América, porque no hay donde ponerlas. Sus asientos están en el pasillo bastante cerca de la pista central.
América, no menos que Janey y Johnny, está fascinada con todo lo que ve. Madison Square Garden es el lugar más grande que jamás ha visto. La música sale de algún sitio en lo alto, ahogando los sonidos de los niños que chillan de alegría por las bufonadas de unos payasos que corren por las tres pistas.
En cuanto se sientan, el lugar se oscurece y un hombre anuncia el comienzo del espectáculo. Los focos de luz se concentran en una esquina donde hay dos aberturas del tamaño de las puertas de los garajes. Un desfile de animales, acróbatas y payasos le da la vuelta a las tres pistas. Hay elefantes y tigres en jaulas. Caballos que parecen miniaturas. Camellos con bridas doradas. Payasos que corren de arriba a abajo por los pasillos haciéndoles muecas a los niños. Un payaso se le sienta en la falda a una señora. Otro besa a un hombre. Y un tercero le da un pañuelo a un nene, y cuando sigue caminando, le salen del bolsillo más de cien pañuelos amarrados al primero.
Después del desfile, tres mujeres hacen maromas desde sogas suspendidas de América no sabe dónde. Un hombre musculoso aguanta toda una familia de contorcionistas en sus hombros. Dos muchachos hacen acrobacias en sus bicicletas. Los trapecistas dan vueltas en el aire, se agarran por los manos y luego rebotan de una malla cerca del suelo. Es lo más maravilloso que América jamás haya visto. Cuando se prenden las luces y se pone de pie para salir, Darío le dice que es sólo un descanso y que hay más.
Ella lleva a Janey al baño, donde tienen que esperar en una fila larga. Luego todos van a comprar perritos calientes y palomitas de maíz y helado. Cuando vuelven a sus asientos, ven más payasos, un hombre que hace que unos tigres salten por un aro con fuego, una mujer que hace que unos caballos bailen, un hombre que se dobla en posiciones imposibles. Cada uno de los doce elefantes levanta sus inmensas patas delanteras encima del que está al frente hasta que forman una fila de elefantes en dos patas. Salen un hombre que come fuego, payasos en zancos, una mujer que da vueltas de una soga que agarra con sus dientes suspendida de lo alto.
—¿Te gustó?— Darío le pregunta cuando siguen a la muchedumbre hacia la calle.
—¡Estuvo maravilloso!— América dice en la misma voz emocionada de Janey y Johnny. —¿Verdá que estuvo bonito?— se vuelve hacia los niños, abochornada de sentirse como una nena que nunca ha visto nada, que nunca ha viajado, que no sabía que había tantas maravillas en el mundo.
El lunes, cuando arregla los cuartos de Kyle y de Meghan, América encuentra souvenirs del circo y quiere saber si los Leverett estuvieron cuando ella estuvo.
—Fuimos el sábado— Kyle le informa cuando ella le pregunta —y vimos los elefantes de cerca.
—Yo también— América dice.
—Pero nosotros logramos tocarlos— dice Meghan.
—¿De veras?
—Después del circo Daddy nos llevó a donde tienen los elefantes y los tigres— Kyle añade.
—Pero no tocamos los tigres— dice Meghan solemnemente.
—No, asustan— América le dice al servirle a Meghan una porción de papas majadas con plátanos.
—Daddy conoce al payaso principal— dice Kyle—, por eso pudimos ir donde se visten y eso—. Él mira a su plato. —¿Qué es esto?
—Papas puertorriqueñas— América contesta. Ella ha aprendido que no le puede dar mucha información sobre lo que les sirve. Si menciona algo más raro que la sal, los niños no quieren comer.
—Me gustan— dice Meghan.
—¿Los payasos?
—No, las papas puertiqueñas—. Meghan se ríe con deleite. —América es cómica.
—Quizás debo ser payaso en el circo— le contesta, haciendo una mueca tonta. Los niños se ríen y se hacen muecas entre ellos y hacia ella. —Yo también. yo también. Soy un payaso en el circo— cantan.
—Okei— América dice. —No más juego. Coman ahora. Si comen todo, les doy sorpresa.
Ella puede contar con que Darío llamará entre las nueve y las once todas las noches, dependiendo de su turno de trabajo. La enfada que hasta se alegra de antemano esperando sus llamadas. De todos con quienes habla por teléfono, él es la única persona que de verdad la escucha sin darle consejos ni colgarle el teléfono de golpe.
—Era distinto trabajar en La Casa— ella le dice—, trabajaba menos horas, por lo menos.
—¿Tienes suficiente privacidad?
—Tengo mi propio cuarto con su baño, pero si me da hambre a mitad de noche, me siento incómoda con bajar a buscar algo que comer.
—¿Por qué?
—No sé. Me siento...como que no es mi casa. Una vez salí de mi cuarto cuando todos se habían acostado y en cuanto salí al pasillo ya Charlie estaba preguntando quien andaba por ahí—. Ella se ríe. —Por poco me da un ataque del susto.
—A que lo asustaste a él también.
—Puede ser—. Hay silencios en sus conversaciones, momentos en que ella no sabe qué decir y repasa su día a ver si ha sucedido algo interesante.
—Janey recibió un cien en un examen.
—Es una niña inteligente.
—Johnny también lo es, pero él no tuvo exámenes esta semana.
—Kyle, el nene que yo cuido, recibió su cinturón anaranjado en karate.
Ella nunca le ha preguntado acerca de su difunta esposa y él nunca le ha preguntado acerca de Correa. Ella nunca le ha preguntado acerca de su uso de drogas y él nunca ha mencionado el problema con Rosalinda. Es como si hubiese un portón de entrada a la vida del otro que ninguno de los dos quiere abrir todaviá.