Yo lo mataría

América se encuentra en la cama de Rosalinda, acostada boca arriba, un paño húmedo sobre su cara. Su cabeza está vuelta hacia la derecha, porque, si la mueve. un dolor intenso cerca de su oreja izquierda la hace sentir como si le fuera a estallar. Todo el cuerpo le duele. Trata de mover las piernas y le duelen las caderas. Levanta la mano para quitarse el paño y los brazos y el pecho le duelen. El subir y bajar de su respiración, ahora más rápida que cuando despertó, hace que le duela la barriga y alrededor de las costillas. Abre los ojos. Se sienten hinchados y hasta los párpados le duelen.

Cada movimiento que hace es acompañado por un Ay¡ seguido por otro Ay¡ seguido por muchos más. Logra levantarse y arrastrar los pies paso a minúsculo paso hasta la puerta. En la sala, la televisión está sintonizada en el programa de Cristina Saralegui. El tema, América se entera cuando se tambalea hacia el cuarto de baño, es hombres enamorados de transexuales que esperan su operación. ¿Son estos hombres homosexuales— Cristina le pregunta a su público— si hacen el amor con un hombre, aun cuando el hombre quiere ser una mujer? A América no le importa.

Cuando al fin alcanza la puerta del cuarto de baño, Ester sale volando de la cocina, ávida, parece, por averiguar lo que los invitados de Cristina dicen acerca de su situación.

—¿Qué haces tú fuera de la cama?— Ester le pregunta a América. —Yo te puedo traer todo lo que necesites.

—Ducha— América dice entre dientes, pasándole, disimulando sus quejidos, de modo que Ester no sepa exactamente lo mucho que le duele. Lastima más cuando no puede gemir un Ay¡ con cada paso.

Ella está acostumbrada a evitar el espejo después de las tundas de Correa, pero hoy sí mira. Uno de sus ojos se ve amoratado. América se quita la ropa y encuentra magullones en su abdomen, en sus caderas, en sus brazos. Su sostén ha cortado surcos profundos en su piel alrededor de la espalda y en los hombros. Tiene un enorme chichón detrás de su oreja izquierda. Al levantar la pierna para entrar en la ducha siente más dolor en un nuevo lugar, en su rabadilla, entre sus nalgas. Deja correr el agua tan caliente como la puede soportar, se enjabona lentamente, se sorprende cuando ve sangre y entonces recuerda que tiene la regla. Ay¡, gime otra vez, como si ésta fuese una nueva herida.

Sale del cuarto de baño envuelta en tres toallas. Una alrededor de su cintura, otra cubriendo sus senos, y la tercera sobre su cabeza, como un velo, porque el chichón palpitante le hace imposible envolverla al estilo de turbante. Ester ha servido una sopa de pescado espesa con plátano guayado.

—Me tengo que vestir primero— América murmura cuando pasa, y Ester la mira con resentimiento, como si fuera un insulto el dejar la comida más de un minuto después de que se sirve.

América se viste con ropas que ocultan los cardenales. Escoge un vestido sencillo, con mangas hasta los codos y un escote lo suficientemente alto para que oculte los moretones en su pecho. No puede hacer nada por el ojo amoratado. Y no se puede peinar a causa del chichón, así es que se deja el pelo suelto sobre los hombros, la humedad empapándole el cuello de su vestido.

Duele sentarse. Tiene magulladuras en sus nalgas. Pero se sienta sin quejas, evitando los ojos de Ester al otro lado de la mesa.

—Te hice una cataplasma para ese ojo— le dice Ester, sus labios alargados en una línea recta, de modo que las arrugas alrededor de la boca parecen líneas tenues.

Le duele el cuello cuando baja la vista al plato de sopa. Sus hombros le duelen cuando mueve la cuchara desde el frente hasta el fondo del plato, cuando levanta una hoja de laurel y la aparta. Le duele abrir la boca. Le duele tragar. Le duele cuando el caldo cálido baja por su garganta hacia su estómago. Le duele mirar a su madre.

—Él se la llevó de todas maneras— dice Ester, y América asiente con su cabeza pesada, que le hace doler la espina dorsal desde el cuello hasta la rabadilla.

—Pero ella sabe que yo no la dejé ir— dice, su lengua espesa, cada sílaba es un esfuerzo deliberado que duele.

Al día siguiente le toca el turno de trabajo a Ester. América se queda en la cama por un rato. Los Dolores intensos de ayer han disminuido, mitigados con aspirina y las compresas y ungüentos de Ester. Pero América no puede estar en cama por mucho tiempo porque no está acostumbrada a hacerlo. La hace sentirse peor quedarse allí sin nada que hacer, excepto pensar. Se levanta y hace algunas tareas, evitando hacer movimientos súbitos y el doblarse mucho, el radio sintonizado en una estación de salsa. Si llena la cabeza con música, si canta, es capaz de olvidar todo lo demás, hasta el dolor.

No recuerda cómo llegó al cuarto de Rosalinda después de que se desmayó. Entra en él como si buscara pistas. Las paredes están despojadas de todos los carteles. Manchas cuadradas de pega han teñido las paredes de cemento donde nacieron las fantasías de Rosalinda. América recuerda haber estado tirada en esta cama cuando era una adolescente, mirando los carteles que había arrancado de las revistas o había comprado en los quioscos de las fiestas patronales. Cuando Ester era una adolescente en esta casa, ella también había arrancado páginas de revistas, había pegado en la pared retratos de estrellas de película con ojos intensamente oscuros y grandes bigotes.

Rosalinda ha dejado algunas cosas. Dejó unos sostenes viejos en el aparador. Un peine sin dientes, tres chavitos. Su uniforme escolar cuelga abandonado y triste en un gancho de metal en su ropero. Pero no ha dejado nada más que le recuerde a América su hija. Es como si ella quisiera borrarse de aquí, como si quisiera que nadie supiera que éste era su cuarto, ésta su casa. América se sienta en el borde de la cama como hizo el día en que Rosalinda se fugó con Taíno. ¿Qué sentí yo ese día?, se pregunta a sí misma. ¿Tuve la menor idea de que llegaría a esto? ¿Debí haber actuado yo de otra manera? Recuerda su enojo con Rosalinda por ser tan estúpida, por jugar con su futuro cuando tenía dos ejemplos en casa de todo lo malo que le puede pasar a una niña que no piensa más allá de las promesas vacías de un hombre guapo. ¿Qué más debí yo hacer?, se pregunta. Pero aunque trata, no se sabe contestar.

América se incorpora de la cama con esfuerzo, le da la espalda al cuarto de Rosalinda, como si la respuesta estuviera allí pero no la quisiera saber. Tira la puerta detrás de sí, sorprendida con la satisfacción que le da, sintiendo que el ruido hueco es el punto final de una historia que no sabía que se estaba contando a sí misma. Es su vida, América murmura, irguiéndose, y yo no puedo vivirla por ella.

Pierde dos días de trabajo. La apariencia del ojo amoratado es particularmente fea y es duro peinarse a causa del chichón detrás de su oreja. Ester se queja de tener que trabajar cuatro días seguidos, pero se va de todas maneras.

El sábado, América se levanta temprano, se siente lo suficientemente bien como para mandar a acostar a Ester cuando sale de su cuarto tosiendo y resollando. Camina hacia La Casa, temiendo el día que le espera.

Los otros empleados notan sus moretones pueden adivinar quién se los dio. Ella procura no tener contacto con ellos, ni siquiera almuerza por no tenerse que sentar a enfrentar su escrutinio, la compasión en los ojos de Nilda, el triunfo en los de Tomás y Feto.

Enrojece de vergüenza cuando Don Irving ve su ojo amoratado y aparta su mirada, como si él también se sintiera abochornado. Unos pocos huéspedes notan la magulladura azul y negra, e imagina que algunos deben preguntarse qué le pasó, pero nadie le pregunta, y si lo hicieran, ella mentiría.

Canturreando, América pone en orden los revoltijos grandes y pequeños dejados por gente extraña, cuyas vidas sólo puede adivinar, y que no piensan en ella a menos que necesiten papel higiénico o que no haya suficientes toallas en al baño.

El domingo, Correa aparece cargando una caja de chocolates Fannie Farmer y un teléfono portátil. Después de cada pela, él se aparece siempre unos días más tarde con un regalo en lugar de una disculpa. El tamaño y el costo del regalo va generalmente en proporción con la severidad de la tunda. Algun equipo electrónico típicamente significa que sabe que la ha lastimado de verdad, pero los chocolates siempre quieren decir que ella se lo merecía.

Correa trata de besarla como si su último encuentro no fuera digno ni de pensarse ni de recordarse. América aparta la cara; él espera que ella se comporte con frialdad la primera vez que se ven después de una pela. Pero si le parece demasiado altiva, la acusa de provocarlo, algo que él insiste que quiere evitar.

—Te compré esto en el PX— le dice, como hace cada vez que le trae un regalo. Correa no es un soldado, ni un veterano o un empleado de las fuerzas armadas de los EEUU. Pero de alguna manera, Correa logra comprar en el PX de la Marina. Ella se lo imagina allí, subiendo y bajando por los pasillos, evaluando cada artículo. Una coladora de café por un labio partido. Un hornito-tostadora por un ojo amoratado. Una silla mecedora por una Costilla quebrada que la hizo perder una semana de trabajo.

—Nosotras no tenemos servicio de teléfono— América murmura, y guarda la caja en un estante de la cocina.

—Lo debes conectar— le dice, sacando una cerveza de la nevera— en caso de que Rosalinda necesite cualquier cosa.

Ella lo mira con escepticismo. Él le devuelve la mirada con el ceño fruncido, como advertencia de que ni se le ocurra decir lo que estuvo a punto de decir. América se alegra de que Ester esté con Don Irving. Si estuviera aquí, murmuraría algo sarcásticamente desde una esquina, dirigiendo miradas de desprecio hacia ella. Aun así, América está disgustada consigo misma.

¿Es que yo ya ni me respeto?, se pregunta mientras silenciosamente prepara la cena para Correa. Ella desearía saber, según enjuaga el arroz, lo qué sucedería si le echara veneno de rata. ¿Cambiaría el sabor? Mira debajo del fregadero, pero no encuentra veneno. Hay cloro. Pero el cloro tiene un olor característico que no desaparece si se cocina. Además, sospecha que él tendría que comer mucho arroz con Clorox para que tuviera efecto. Se pregunta si algunas de las yerbas y los condimentos de Ester son venenosos. Pero se imagina que, si lo fueran, Ester los habría usado en Correa hace tiempo. ¿Cuántas veces, se pregunta mientras corta un plátano, tendría que apuñalearlo antes de que muera desangrado? Sacude la cabeza, imaginando las manchas de sangre y lo difíciles que son de limpiar. A lo mejor puedo contratar a un asesino que lo mate, como aquella mujer en los Estados Unidos quien se acostó con su pastor. Se ríe por pensar que tal cosa se pudiera arreglar en Vieques, donde todos se conocen.

Sirve la cena. Puede ser que mientras él duerme yo pueda apalearle la cabeza con un bate. O, mejor, puedo prenderle fuego a la cama. O puedo incendiar el cuarto entero y se sofocará en ese lugar sin ventanas que me construyó. La imagen de Correa boqueando por aire, su cuerpo en llamas, la hace estremecer de arriba a abajo.

Él come con verdadero gusto lo que ella ha preparado, comentando de vez en cuando lo esponjoso que está el arroz, lo bien condimentadas que están las habichuelas, lo tostaditos que están los tostones. Pero América no lo oye. Lo puedo empujar del muelle en Esperanza, piensa. Puedo poner pastillas para dormir en su café. Le puedo cortar los frenos de su Jeep.