Se habrá enterado?

Yo nunca he viajado, piensa América, pero aquí estoy, en un avión sobre el mar rumbo a un país donde se habla un idioma que yo apenas entiendo. Ajusta la almohadita de goma que el auxiliar de vuelo le dio, tira la mantita azul hasta su barbilla. Sabrá él que me fui?

Cada hora desde que salió de Vieques ha sido marcada por esa pregunta. Nos vería alguien cuando Don Irving me llevó al aeropuerto? Ella se fue en la camioneta del hotel, en medio de los turistas, sus ojos alertos al Jeep de Correa en la carretera o estacionado en el lote del aeropuerto. Don Irving esperó hasta que ella abordó el avión. La gente la miraba con curiosidad. Pero ella mantuvo una expresión seria, evitó conversar con nadie, se sentó con sus manos en la falda, preguntándose cómo un avión tan chiquito puede volar tan serenamente sobre el agua. Por dentro estaba rígida de miedo.

Yo tengo sólo una oportunidad de escapar de Correa. Si él me coge, nunca tendré otra. Me matará. O si no, me golpeará hasta que no pueda caminar, entonces me velará más celosamente, hasta que cada aliento mío salga con el permiso de él.

Se siente fuera de peligro en el avión grande que la lleva hacia Nueva York. Ella no conoce a nadie aquí. Casi todos los pasajeros son turistas o puertorriqueños. Personas de edad avanzada, vestidas en colores vivos. Familias con niños chillones. Una mujer vestida de negro, rezando un rosario. En los asientos frente a ella, hombres de negocio trabajan diligentemente en computadoras portátiles, una mujer se pone rolos en el pelo, otra se pinta las uñas. Unos cuantos pasajeros leen. Un joven con una gorra de pelotero ronca dulcemente. Su cabeza rebota en su pecho y se despierta. Mira alrededor, desorientado, y vuelve a dormirse.

América cierra los ojos. Le duele el cuerpo, como si el estar sentada por más tiempo del que recuerda haberlo hecho jamás, la hiciera repentinamente consciente de lo cansada que está. No ha dormido bien desde el día que decidió irse de Vieques. Ha pasado las noches que Correa no vino clasificando sus cosas, decidiendo qué llevar y qué dejar. Se ha traído todos sus retratos de Rosalinda, desde la infancia hasta la foto escolar del año pasado. Tres pares de jeans y T-shirts. Dos vestidos, tres faldas, tres blusas. Sus tenis. Dos pares de zapatos, uno con tacos, el otro bajito. Dos pares de sandalias. Zapatillas nuevas. Cinco camisones, sostenes y pantis. Una sudadera con Minnie Mouse vestida de bailarina. Trae puesto su vestido más bonito, color turquesa con lentejuelas a lo largo del cuello y en los puños de las mangas largas, zapatos azules con imitaciones de diamantes en los tacos altos. Sobre sus hombros lleva un suéter gris con hilos plateados tejidos en la tela. Se sintió como la puerca de Juan Bobo vestida así a las seis de la mañana, pero llegará a Nueva York por la noche y no sabía si tendría una oportunidad para cambiarse de ropa. Ahora desearía haber empaquetado su vestido en un maletín separado. Está arrugado de tanto viajar. Se podía haber cambiado en el cuarto de baño del avión.

La mujer enrolándose el pelo al otro lado del pasillo es una viajera con experiencia. Se montó en el avión vistiendo pantalones cortos, una T-shirt y sandalias. Durante las últimas dos horas, se ha pintado las uñas, se ha maquillado y se ha cambiado de ropa. Se ha puesto un mono con manchas de leopardo, mangas largas y pantalón remangado. Desde el maletín que tiene al frente de ella, ha retirado un par de botas cortas y calcetines marrones. Todo lo que le falta antes de aterrizar es desenrolarse, peinarse y rociar espray por su pelo.

La próxima vez que yo viaje, lo haré mejor, piensa América. Mira por la ventana al cielo arriba, las nubes abajo. No habrá una próxima vez, no mientras Correa viva. Se envuelve más en la manta. Se habrá enterado?

Una ráfaga de aire frío la saluda cuando sale del avión y la sigue por el túnel hacia la terminal. Nadie la está esperando. La gente se besa y se abraza, se toman de las manos al alejarse del avión. Muchas más personas esperan en áreas discretas presididas por ayudantes uniformados detrás de un mostrador. Los altavoces dan direcciones incomprensibles. Quizás me esperan otro día. Pero el boleto dice hoy.

América sigue a los pasajeros hacia el reclamo de equipaje. Tanta gente, vestidas en botas y abrigos gruesos, gorros estirados sobre sus frentes, guantes que abultan sus bolsillos. América tiembla de frío, su lindo vestido con lentejuelas al cuello y los puños de las mangas es demasiado liviano para la temperatura de finales de febrero.

Hay más confusión donde se reclama el equipaje. La gente se empuja para ponerse primero al frente del transportador que matraquea en curvas sinuosas desde una esquina de la sala a la otra. Las puertas automáticas de salida se abren y se cierran, y cada vez que lo hacen, los dientes de América rechinan por el frío. Un yanqui vestido con un pantalón sudadero y una camisa floreada se sonríe con ella. Ella mira en la otra dirección, ansiosa de encontrar a la Sra. Leverett. La gente choca contra ella con sus bultos y maletas y le piden disculpas, sin esperar su respuesta, como si no les importara.

Ella reconoce su maleta y tiene que empujar entre el gentío para alcanzarla. —Esquiús? Es mía. Esquiús, plis?

La gente le abre paso, pero se amontonan otra vez cuando ha pasado. El hombre con la camisa floreada agarra su maleta, la ayuda a levantarla fuera del transportador antes de que se la lleve otra vez.

—Oomph, es pesada!— dice en inglés al colocarla al lado de ella.

—Gracias— le responde, sonriendo tímidamente, y él la ayuda a halarla lejos del gentío. —Es okei. Yo puedo ahora—. El hombre la hace sentir nerviosa.

—Está loco esto aquí esta noche— dice, y ella asiente como si comprendiera lo que él ha dicho.

—Usted vino en el vuelo de Puerto Rico?— le pregunta.

América repasa la muchedumbre buscando a la Sra. Leverett, hala su maleta como si se estuviera yendo.

—Vino en ese vuelo?— el hombre insiste. Un rastro de alcohol en su aliento flota hacia ella.

—Lo siento. No spik inglis.

Él parece apaciguado, pero no se mueve para irse. —Nadie la viene a buscar?

—Lo siento— ella repite, halando su maleta, su corazón acelerando su palpitar.

—Aquí, América!— La Sra. Leverett la saluda desde el otro lado de la sala.

—Gracias a Dios!— Con esfuerzo, América agarra su maleta. —Gracias— masculla en dirección del hombre mientras hala su maleta hacia la Sra. Leverett. él se inclina hacia ella, un gesto que ella encuentra ofensivo, porque parece mofarse de ella.

—Oh, siento que tuviste que esperar— la Sra. Leverett la abraza rápidamente, se echa dos pasos hacia atrás, la mira de arriba a abajo críticamente. —Qué guapa te ves!— América siente que está vestida con demasiado elegancia, aunque sea de noche, aunque esté en Nueva York. La Sra. Leverett le entrega un abrigo y un gorro. —Aquí tienes éstos. Los vas a necesitar. Está bien frío allá afuera—. Ella nota los zapatos de taco alto con brillantes que América trae puestos. —Esos se van a arruinar. No se me ocurrió traer botas.

El abrigo es abultado, demasiado grande para ella, y si se pone el gorro de lana con rayas multicolores, le aplastará el pelo. Ella lo mete en un bolsillo.

La Sra. Leverett parlotea acerca del frío, el tránsito, algo sobre la cena. —Estoy estacionada al otro lado. Es éste todo tu equipaje?— Ella trata de ayudar a América a cargarlo.

—No se preocupe. Yo la llevo—. América la levanta como si no pesara nada.

Las puertas autom´ticas se abren y América es paralizada por una ráfaga de aire frío. —Ay, Santo Dios!— exclama en voz alta. Deja caer la maleta a su lado y la Sra. Leverett la agarra.

—Déjame ayudarte con esto.

—No, no, Sra. Leverett. Es okei. Yo lo hago—.

Pero la Sra. Leverett, más alta y más delgada que América, es fuerte. Ella alza la maleta y camina rápidamente en la otra dirección. América se mortifica. Ella ha venido a través del mar a ser la ayudante de esta mujer y lo primero que pasa es que no puede ni siquiera llevar su propio equipaje. Qué pensará la Sra. Leverett?

Sus tacones son traicioneros sobre el pavimento resbaladizo. Los gruesos copos de nieve apedrean su cara, se derriten al hacer contacto. Su pelo, rizado y rociado en un peinado de fiesta, está húmedo. Saca el gorro de su bolsillo y lo coloca ligeramente en su cabeza. Pero necesita ajustarlo al casco para que se quede en su lugar, así que tiene que halarlo hasta la frente, espacharrando sus rizos.

—Estamos por aquí— dice la Sra. Leverett, conduciendo a América a través de una calle congestionada con automóviles, autobuses, camionetas y limosinas.

América no puede caminar tan rápido como la Sra. Leverett. Sus pies están mojados por el aguanieve, sus piernas, cubiertas sólo con pantimedias, están entumecidas de frío, especialmente sus rodillas, que se sienten como si necesitaran ser aceitadas. Los huesos de sus manos se sienten quebradizos y los mete en los bolsillos profundos del abrigo, encorva sus hombros como si protegiera su pecho contra un golpe. Nunca había pensado en la nieve excepto como algo que los turistas evitan cuando vienen a Vieques. Pero aquí está, en medio de una nevada, en un lugar del que la mayoría de la gente que ella ha conocido trata de escapar. Qué he hecho?, se pregunta, incrédula de que haya venido desde tan lejos y ya se esté arrepintiendo.

La Sra. Leverett levanta la puerta trasera de un Explorer rojo, lucha un poco con la maleta, pero, con la ayuda de América, logra meterla adentro. Corre hacia el asiento del conductor, le hace una señal con la mano a América para que entre, la puerta está abierta, y prende el vehículo. Se sienta al volante refregándose las manos, soplándoles aire.

—Vamos a dejar que se caliente un poquito.

América trata de abrocharse el cinturón de seguridad, pero sus dedos están tan yertos que no puede hacerlo. La Sra. Leverett se lo abrocha, como si ella fuera una niña.

—Gracias— dice, y nota que todo lo que dice se materializa en chorros de aire nebuloso. La Sra. Leverett platica como si América la comprendiera. La casa. El tránsito. La tormenta. Los niños. Charlie. América asiente de vez en cuando, entendiendo la mayor parte de lo que dice, confiando en que lo que se le escapa eventualmente se repetirá o no es importante. Hay una larga fila de automóviles delante de ellas. Poco a poco, salen del aeropuerto y se encuentran en una autopista bordeada de edificios de tres y cuatro pisos. La nieve cae ininterrumpidamente, como si la ciudad entera fuera a quedar sepultada en agua congelada. Se le ocurre que quizás hay inundaciones cuando la nieve se derrite. Ay, Dios mío, se pregunta de nuevo, qué he hecho? Qué estoy haciendo aquí?

Cuando cruzan sobre un puente, el tránsito disminuye.

—Allá está Nueva York— la Sra. Leverett señala hacia su izquierda. Se ven las siluetas de edificios angulares contra un cielo denso. Luces opacas, como luciérnagas inmóviles, parpadean un mensaje a través de la cortina de nieve.

—Qué lindo!

Los edificios altos parecen agruparse en una parte de la ciudad, a su izquierda, mientras a la derecha, la mayoría de las estructuras son más bajas, las luces menos brillantes. El puente que están cruzando es precioso, pero América no puede disfrutar de su belleza, consciente de que están sobre una superficie resba— losa encima de un río negro. Suspira de alivio cuando llegan a la carretera pavimentada aunque se encuentran haciendo fila frente a una caseta de peaje que está lejos de donde ellas están paradas.

La Sra. Leverett maldice bajito, pero América finge no oír. Se siente mal porque la Sra. Leverett tuvo que salir por ella en este tiempo tan peligroso, pero no cree que el disculparse haga ninguna diferencia, ya que no es su culpa. Pero de todos modos, se siente culpable.

La Sra. Leverett enciende el radio, oprime los butones hasta que encuentra una estación latina. —¡Eso es!-dice con alegría. Un trompetazo seguido por una dulce voz de tenor que canta sobre el amor perdido hace sonreír a América, y la Sra. Leverett también sonríe, como si la música fuera un regalo especial sólo para América.

—¿Cuánto lejos usted del Bronx?-América pregunta, y la Sra. Leverett baja el volumen para contestar.

—Como una hora por tren. ¿Conoces gente allí?

—Mi tía y primos.

—Qué bueno-dice, aparentemente desilusionada con la noticia.

—Yo no veo desde muchos años-América añade.

—¿Es la hermana de tu padre o de tu madre?

—Mi madre.

—¿Todavía está viva?

El corazón de América late violentamente, como si la idea de la muerte de Ester jamás se le hubiera ocurrido. —Sí. Vivo con ella.

—Oh, sí, es verdad, Irving me lo dijo. Tú tienes una hija tam— bién, ¿no?

—Ella vive con tía su papá—. Por favor, no pregunte más. Por favor, déjelo.

—Ella debe ser muy joven. ¿Cuántos años tienes tú?

—Yo treinta en mayo.

—Oh, qué bueno. Entonces te cantamos “happy birthday”.

América sonríe. Sus natalicios han sido ignorados por todos menos por Correa, quien todos los años la lleva a comer langosta y luego a una noche de baile en PeeWee’s Pub. Él siempre le regala algo especial, una cadena de oro, un vestido, una camo cuando la otra se puso demasiado vieja. A ella le gustaría saber lo que él tiene planíficado para su próximo cumpleaños. Un golpe de miedo choca dentro de su pecho. Ay, Dios, ¿sabrá él que me fui?

—¿...su hija?

—¿Mi hija?

—¿Qué edad tiene?

—Oh, ella...-Nunca antes se había avergonzado al decir la edad de Rosalinda, pero ahora se siente absurdamente joven para tener una hija adolescente. —Ella catorce.

—¡Wow!-es todo lo que la Sra. Leverett puede decir.-¡Catorce!-Como si fuera un récord, una sorpresa el que alguien pueda llegar a esa edad. Ella desvía sus ojos del camino por un momento, mira a América como si fuera un nuevo espécimen humano. Se da cuenta de que está mirándola y regresa su vista a la autopista.

—Cometí error-América se disculpa, su cuerpo entero quemándose de vergüenza. —Quince mucho joven tener bebés.

—Sí que es joven-la Sra. Leverett dice, y el resto del viaje las dos mantienen silencio en el vehículo oscuro, rodeadas por más oscuridad, los limpiaparabrisas pulsando al ritmo de la incesante nieve, desentonados con la salsa en la radio.

Me va a despedir, América se apura a concluir. Ella creía que yo era más responsable y ahora sabe lo estúpida que puedo ser. Se encoge dentro del abrigo, ya no tanto contra el frío, sino tratando de ocultarse en él. Se lo debí haber dicho cuando hablamos por teléfono. Debí habérselo mencionado entonces. Ahora tiene una mala opinión de mí, ¡y quién sabe lo que su esposo pensará! Ay, bendito, ¿qué será de mí si me despide?

Es como un viaje hacia la oscuridad, cada ruta que toman tiene menos postes de luz, hasta que llegan a un camino serpenteante y sin luces. Los árboles sin hojas estiran sus ramas hacia la carretera por ambos lados, sus raíces sobresaliendo de los bordes del asfalto esculpido alrededor de ellas como para no perturbar el orden natural. El Explorer se desvía hacia la izquierda, hacia la derecha, hacia la izquierda de nuevo bajo la mano segura de la Sra. Leverett, como si al acercarse a la casa ya no le preocuparan tanto las condiciones resbaladizas de la carretera.

—Casi llegamos-dice, y le da una mirada con el rabo del ojo a América, cuyas manos empuñan el apoyabrazos. —Aquí estamos—. Ella entra por una vía de acceso con luces que se prenden al pasar, una puerta que se abre automáticamente para revelar un garaje esmeradamente organizado, con anaqueles a lo largo de las paredes. Una puerta se abre al fondo del garaje y el Sr. Leverett y los niños salen al umbral. Meghan y Kyle visten sus pijamas. El Sr. Leverett baja y le estrecha la mano a América, pero los niños se quedan en el umbral, brincando, chillando y saludando con sus manos.

—Hi, América. Bienvenida, América. ¡Está nevando!-Meghan grita como si lo acabara de notar.

—Adelante. Yo te traigo tus cosas—. El Sr. Leverett saca la maleta, mientras la Sra. Leverett la conduce a la cocina.

—Aquí está América, chicos-la Sra. Leverett le dice a los niños.

—Hola, béibi-América coge a Meghan en un brazo y con el otro abraza a Kyle a su lado. Los niños parecen sorprenderse de su ardor, pero se acomodan contra ella como en un cojín cómodo. —¡Qué casa hermosa!-América exclama y el Sr. y la Sra. Leverett sonríen con placer.

—¿Quieres ver mi cuarto?-pregunta Meghan y Kyle le dice que debe ver el suyo primero.

—No, niños-el Sr. Leverett interrumpe—, América debe de estar cansada de su viaje. Vamos a dejarla descansar ahora y mañana le enseñamos todo.

—Es okei, no estoy tan cansada-ella protesta y el Sr. Leverett parece molestarse. Ella suelta a Meghan. —Pero es mejor mañana cuando no esté oscuro— enmienda. El Sr. Leverett asiente en su dirección.

—Vamos a enseñarle su cuarto a América, ¿o.k.?-La Sra. Leverett sube por una escalera estrecha que da al segundo piso. Los niños la siguen, indican la dirección de sus cuartos cuando llegan arriba. En el vestíbulo, giran a la izquierda por otro vestíbulo, hacia una puerta ancha pintada de blanco con una manija de bronce y una cerradura con llave.

La Sra. Leverett abre la puerta, enciende una luz. El cuarto queda sobre el garaje, con cielorrasos bajos sesgados y buhardillas en dos lados. Una cama doble con un edredón y muchas almohadas está contra la pared más alejada, al otro lado de un área con un sofá al frente de un televisor, una mesa redonda pequeña con dos sillas y anaqueles en la pared. El cuarto está alfombrado de pared a pared, pintado de azul pálido y blanco, con cortinas que hacen juego con la ropa de cama.

—¡Es hermoso!-América exclama, y la Sra. Leverett se calma, una mirada orgullosa en su cara.

—Esta es la llave de tu cuarto— le dice, tomando un llavero de cuero del aparador al lado de la puerta. —Las otras llaves son para la casa y los automóviles. Mañana lo repasamos.

El Sr. Leverett entra con la maleta de América. —¿Cómo te gusta?-le pregunta con una sonrisa.

—Es muy lindo—. América no tiene que fingir entusiasmo. El cuarto es el más bonito en que jamás haya vivido, más grande que la sala de su casa en Vieques.

—La televisión se prende con este control-le muestra Kyle.

—Esta puerta conduce a tu ropero-la Sra. Leverett continúa.

América está mareada. Todavía vestida con el abrigo pesado de la Sra. Leverett, entra en el ropero iluminado, con estantes a cada lado y anaqueles al fondo. La puerta tiene un espejo en el lado interior.

—...y aquí está tu cuarto de baño.

Una tina, inodoro y lavabo que hacen juego, una alfombra pequeña sobre el piso de losa. Otro espejo enorme. Kyle y Meghan la siguen a cada cuarto, se persiguen el uno al otro alrededor de ella.

—¡Esténse quietos!-dice la Sra. Leverett, su espalda hacia ellos, y ellos se aquietan, esperan unos segundos, y luego continúan correteando.

—Bueno, niños-dice con firmeza el Sr. Leverett—, vamos a dejar que América se acomode. Ya la verán en la mañana.

Los niños miran a su padre indecisos, entonces deciden seguirlo.

—Buenas noches, América-repiten obedientemente detrás de su madre.

—Si tienes hambre o sed...-la Sra. Leverett sugiere.

—Yo okei, se lo agradezco-América le asegura. —Buenas noches.

Ellos salen, los niños persiguiéndose el uno al otro por el vestíbulo, su padre gritándoles que dejen de correr.

Es un alivio cuando se van. América quiere explorar el cuarto sin sentir los ojos de ellos esperando su reacción. No quiere parecer una jíbara que nunca ha visto roperos del tamaño de cuartos y puertas que son espejos. No quiere que la vean cuando se quita los zapatos y frota los dedos de sus pies congelados en la alfombra cálida, o cuando se tira de espaldas sobre el edredón suave, su cabeza contra las almohadas esponjosas. Alguien llama a la puerta.

América se sienta, endereza el lecho. —¿Sí?

La Sra. Leverett abre la puerta y se para en el umbral. —Se me olvidó mostrarte el termostato—. Se inclina hacia adentro, manipula un disco en la pared al lado de la puerta. —Si te da frío, subes la calefacción aquí. ¡Qué descanses bien!-Y desaparece.

América se para al frente del disco. No está segura de qué fue lo que la Sra. Leverett hizo, o por qué, pero un cacareo mullido sale desde el zócalo. Ella lo toca y lo siente caliente. Oh, okei, se dice a sí misma. Se quita el abrigo, abre la puerta del ropero, que hace encender una luz adentro. Coloca el abrigo en un gancho, luego no puede decidir en qué lado del ropero colgarlo, decide hacerlo a mano derecha cuando sale. Su maleta está en el medio del cuarto, donde el Sr. Leverett la dejó.

Lo primero que retira es su peluche blanco en forma de gato con ojos azules. Lo acomoda contra las almohadas. Hay un teléfono en la mesita al lado de la cama, con tono de marcar, y también hay un radio-despertador. Trata de sintonizar la radio, pero no puede conseguir una estación. Sólo son las 9 de la noche, pero se siente como si fuera más tarde. Como si días en vez de horas hubiesen pasado desde que se fue de Vieques.

Saca su ropa de la maleta, cuelga todo en el ropero, donde ocupa muy poco espacio. Se alegra de haber traído sus cosméticos y artículos de tocador, porque de camino a la casa no vio tiendas. No vio nada desde que dejaron la ciudad y la Sra. Leverett indicó una señal que decía Westchester County, New York. Puede ser que las tiendas cierren durante una tormenta de nieve, pero entonces se hubieran visto letreros o algo así. América no quiere pensar que tengan que ir a la ciudad a hacer compras.

Se quita el maquillaje, cepilla su pelo, se pone un camisón. Las toallas en el cuarto de baño son gruesas y suaves. El cuarto es tan tranquilo que le da miedo. Va a la ventana, sube la pantalla y se asoma. ¡Está tan oscuro afuera! La nieve flota en copos gruesos, se acomoda en valles y montículos blancos misteriosos, alrededor de un rectángulo enorme, sobre una casita con un tejado puntiagudo, y más allá, la oscuridad es sólida. América tirita. Su camisón de algodón no es lo suficientemente caliente. Apaga las luces, se mete debajo del edredón, golpea las almohadas con sus puños para darles la forma que le gusta, decide que hay demasiadas y desliza unas cuantas desde la cama hacia el piso.

Ve estrellas. Cierra los ojos, los abre, y todavía ve estrellas, reluciendo pálidamente sobre su cama. Enciende la lámpara a su lado. Una constelación de estrellas plásticas está pegada al cielorraso. Apaga la luz y mira las estrellas sobre su lecho, las cuenta, considera que hace años que no ha estado acostada boca arriba mirando estrellas. Rendida en su cama, el suave edredón como una nube, la tierra se mueve, no, ella se mueve, cayendo, cayendo, cayendo, hacia un lugar oscuro blando y cómodo con estrellas que brillan en lo alto, estrellas verdes, como sus ojos, verdes. Sus ojos. Él está tan enojado. Me va a golpear. ¡No, Correa! ¡No! Se despierta y se encuentra sentada, sus brazos alrededor de su cabeza. Tarda un rato en comprender dónde está. Está tan quieto, tan oscuro. Nadie la oyó gritar. Se acuesta de nuevo. Todo es tan extraño y tranquilo, tantas estrellas en el cielo. Tan frío. Estoy en Nueva York. No en casa. Él me está buscando. Ya sabe.