Cinco días al mes

Desde que La Casa del Francés está en Vieques, un miembro de la familia de América ha lavado sus pisos, ha tendido sus camas, ha limpiado sus paredes. El primer propietario, el francés cuyo nombre se ha perdido en el tiempo, diseñó la casa cuando todavía era sottero, con los detalles más finos que la época y su billetera podían costear. Él vivió en una cabaña de madera corroída mientras los peones heredados con la hacienda de. un pariente que él nunca conoció, le edificaban la casa. Cuando terminó con su casa, volvió a Francia con la intención de comprar muebles y encontrar una esposa, cosas que él ahora podía permitirse debido a su astuto manejo de las cuerdas de caña de azúcar sembradas en filas largas que se extendían en todas direcciones desde la colina donde estaba su casa de piedra.

Él imaginó a su novia andando entre los cuartos ventilados, atendiendo las flores en el patio central, sin tener que mezclarse con los indígenas oscuros cuya labor hacía posible su fortuna.

Encontró una esposa, y le llenó la cabeza de cuentos de la tierra misteriosa donde ellos harían su vida, la selva en los bordes de los campos, el mar color turquesa a cuya orilla se levantaba un pueblo que él mismo había bautizado Esperanza. Para su excursión de recién casados viajaron por Francia e Italia, comprando muebles, lienzos, porcelana fina, todos embarcados a la casa que él había construido como monumento a su buena suerte y buena administración en el Nuevo Mundo.

Madame trajo a Marguerite, su criada de 16 años, la hija sin padre de la criada de su madre. Después de un largo viaje a través del Atlántico, plagado de tormentas y mares bravos aun en los días soleados, Madame llegó a su hermoso hogar encinta y sufriendo de fiebre. Después de un delirio prolongado, en el cual creía que todavía estaba en Vichy, Madame murió, llevándose al heredero, dejando a Marguerite a la deriva en una tierra nueva donde ni siquiera podía hablar el idioma.

El Francés sufrió su pérdida por muchas semanas, pero pronto descubrió a la dulce Marguerite, quien compartió su duelo y soledad. Tuvieron una hija, Dominique, quien nunca fue legitimada por su padre, que no podía admitir que se había enamorado de la criada de su difunta esposa. Cuando él murió, la hacienda pasó a un venezolano que visitaba la Casa durante los veranos. A Marguerite la retiraron a una cabaña al borde de la hacienda, a una distancia fácil de caminar desde la Casa, donde era el ama de llaves de los nuevos propietarios. A través de los años, la Casa cambió de manos muchas veces, y cada vez una de las descendientes de Marguerite, una mujer con una hija y sin esposo, aparecía en la puerta trasera afirmando ser el ama de llaves. Nadie dudó nunca de su derecho a limpiar los pasillos, mantener el jardín, desempolvar las habitaciones, fregar las tinas, pulir las losas. Don Irving es el último de una larga historia de dueños extranjeros de la Casa, a la que todavía se le llama La Casa del Francés. América es la hija de la tatara-tatara-tatara-nieta de la ingeniosa Marguerite.

América piensa en esta historia mientras pule las losas que las mujeres de su familia han pulido por más de cien años. Esperaba que Rosalinda rompiera con su historia, que se educara, se casara con un hombre rico, como lo hizo Yamila Valentín, y que viviera en una casa donde emplearía a criadas en vez de ser una de ellas.

Sacude su cabeza. Yo no estoy avergonzada de ser una criada. Es trabajo de casa, trabajo de mujer, nada de que avergonzarse.

Nunca ha conocido otra cosa, nunca ha querido aprender mecanografía o trabajar con computadoras, como tantas chicas del pueblo están haciendo. A ella no le da vergüenza decir que le gusta atender una casa, que disfruta de aquellas tareas que son saboteadas en el instante mismo en que alguien entra en un cuarto que ella con tanto esfuerzo ha ordenado. Eso es lo que me gusta de los quehaceres domésticos, dice frecuentemente, siempre hay algo que hacer.

Sueña con tener algún día su propia casa, como las de las revistas que los turistas dejan en los zafacones, con alfombras y cortinas, paredes empapeladas y muebles formales. Una casa cuya sala sea tan grande como la casa donde vive ahora, y donde se pongan velas sobre la mesa del comedor en un candelabro ornado, como el que Liberace ponía en su piano.

Tenía una cinta grabada de Liberace tocando su piano, pero se le rompió, y después no pudo encontrar otra. Él aparecía en televisión de vez en cuando, y ésas eran las únicas veces que se sentaba al frente del aparato, embelesada por la música, las melodías que recordaba como acompañamiento a los muñequitos que miraba cuando niña.

No parecen haber pasando tantos años desde que yo miraba los muñequitos en la televisión. Y aquí estoy, una mujer madura con una hija que se cree mujer. Ay, cómo duele ser madre!

América casi nunca escapa de la realidad para sentirse desgraciada, pero está en esos días del mes y no se puede controlar. Por veinticinco días toma una píldora anticonceptiva blanca, y por los próximos cinco las burbujitas plásticas contienen una píldora azul. El día en que las pildoras cambian de color, su personalidad cambia también, de blanca a azul por cinco días. Está segura de que hay algo en la píldora que la deprime, pero el doctor en la clínica de planificación familiar dice que lo está imaginando.

—Entonces debo de haber imaginado que me deprimo cinco días al mes por trece años— le replicó al último doctor con quien habló, y él se rió y le palmoteó el hombro y le dio otra receta para la misma cosa.

Pero algo sucede en esos cinco días. Toda su tristeza e indignación, sus miedos y frustraciones se acumulan durante cinco días del mes, para estallar a la menor provocación, en lágrimas e hipersensibilidad. Correa no se presenta por su casa cuando América tiene la regla. Ester cocina sopas y arroz con leche, que América come con una expresión abstraída, como si estuviera internamente mirando una película de interés turístico. En el sexto día, cuando abre una nueva cajita de píldoras blancas, vuelve a ser la misma, tarareando y cantando como siempre.

Los huéspedes en el cuarto número 8 son bellacos. Han dejado dos condones mocosos y viscosos en el piso, cerca de la cama. Ella los recoge con una toalla de papel y los enrolla en una pelota. No les da vergüenza!, masculla al tirar la porquería a la basura. Eso es algo que nunca ha entendido de los yanquis. Hacen cosas como tirar sus condones usados en el piso, o las toallas sanitarias sangrientas, desenvueltas, en los zafacones. Pero les da un ataque si encuentran un pelo en el desagüe de la ducha, o si el inodoro no está desinfectado. A ellos no les importa exponer a otra gente a sus gérmenes, pero no quieren estar expuestos a los de nadie.

En su genio irritado y quisquilloso, nota cosas que comúnmente pasa por alto, como las toallas mojadas en la cama, las manchas de dentífrico en el espejo y el lavabo. Cuando están de vacaciones, la gente deja su ropa dondequiera, como si supieran que ésta es sólo una situación temporera: no quieren colgar nada en el armario ni guardar sus cosas en las gavetas. Los peores son los que deciden que no les gusta el arreglo de los muebles en las habitaciones. Más veces de las que ella quisiera, América ha entrado en una habitación y ha encontrado el colchón en el piso. Ella sabe que las camas en La Casa no son nada cómodas, pero la gente por lo menos debería devolver los muebles a donde pertenecen.

Sería distinto si Don Irving se molestara en poner las habitaciones más bonitas. Algunas no tienen tela metálica en las ventanas y, de vez en cuando, se oye un chillido anunciando que un huésped se encuentra cara a cara con un lagartijo verde desfilando por la cabecera de la cama. Ningún juego de cama combina. Si una sábana o colcha se rompe o está demasiado ajada por el uso, Don Irving simplemente va al mercado en Isabel Segunda, la capital de Vieques, y compra lo primero que encuentra. A América le irrita que las fundas no hagan juego con las sábanas, y que las toallas sean de tamaños y colores distintos y no peguen con las toallitas. Los muebles no son gran cosa, piezas mal combinadas que Don Irving ha encontrado quién sabe dónde, y los pone dondequiera que hacen falta. Ester dice que, cuando ella era una niña, todavía había magníficos muebles de estilo colonial en la casa, pero se los llevó el último propietario.

América se recuesta contra la pared y aspira unas bocanadas de aire. Está tan cansada! Los cinco días del mes en los cuales se permite estar deprimida son también los cinco días en que siente su agotamiento, los dolores y los achaques causados por horas de levantar cosas del piso, fregar, limpiar, pulir, doblarse y enderezarse numerosas veces mientras arregla el desorden que dejan los turistas.

Le queda una habitación por limpiar antes de volver a su casa. La número 9 tiene que estar lista para nuevos huéspedes. Tomás ha sacado la cuna y ha puesto un catre, sobre el cual América tiende la ropa de cama ajustándola en las esquinas de manera que aguante al niño si éste tiene la mala costumbre de caerse de la cama. El año pasado, una nena se lastimó la cabeza contra el piso de losa y, desde entonces, América enrolla las sábanas de modo que, una vez el niño se mete debajo de ellas, queda pillado contra el colchón. Mejor eso que una conmoción cerebral.

Se endereza, se pone las manos en la cintura y se dobla hacia atrás para estirar la espalda. El movimiento la marea momentáneamente. Se sienta por un minuto, algo que rara vez hace en un cuarto de huéspedes, y sostiene su cabeza en sus manos hasta que le pasa. Luego lleva su cubo, su trapo y sus líquidos de limpieza hacia el armario en el primer piso, donde deja todo en su lugar, de modo que mañana, cuando Ester venga a trabajar, pueda encontrar todo lo que necesita.

Cada paso desde La Casa hacia su propia casa es como si estuviese caminando en un pantano. Sus pies se sienten pesados y parecen resistir el movimiento de sus rodillas tiesas. Así es como debe de sentirse una mosca en un papel matamoscas, piensa, y sonríe de su propio ingenio. Cuando sale por el portón de detrás de La Casa, se encuentra en medio del juego de un grupo de niños. Se arremolinan alrededor de ella, haciéndole perder el balance, de modo que alza sus brazos para estabilizarse, como una funámbula. Los niños se ríen de este movimiento, y una vez más ella sonríe, y ellos piensan que ella les sonríe a ellos. Sus voces alegres se desvanecen al irse corriendo lejos de ella y se meten por un callejón entre. dos casas. Ella los sigue con la vista, recordando su propia niñez en estas calles. Jugaba, se reía, ensuciaba su ropa. Pero le parece que fue hace tanto tiempo! ¿Cuándo —se pregunta— fue la última vez que me reí? Tarda un rato en recordar. Fue en el cine, con Correa. —No terías tan fuerte— él le dijo al oído después de una escena bien cómica, y el resto de la película perdió su humor.

Ay, suspira cuando abre el portón y contempla el túnel de ramas espinosas de rasas que conducen hasta su puerta. Aspira profundamente antes de tirarse por entre las ramas invasoras, evitando las espinas más grandes, cuidadosa de no magullar las flores enormes que se tambalean como embriagadas por su propio perfume.

—Mami— dice América en cuanto entra—, tienes que hacer algo con esas rosas.

—¿Cuál es el problema ton ellas?— Ester pregunta, despertando de su asiento al frente de la televisión.

—Atacan a todos los que entran.

—Está bien— ella dice—, las voy a podar más tarde.

En otros días del mes, Ester hubiese discutido con América sobre el destino de las rosas. Pero no lo hace durante los días azules de América. Es como si, durante esos cinco días del mes, las personalidades de madre e hija se intercambiaran. Ester, irritable y cabecidura, se vuelve tan dócil como América, quien se viste con el malhumor de su madre.

Ester le sirve un caldo de pescado con bolitas de maíz.

—Rosalinda comió cuando vino de la escuela— Ester le informa, como para evitar que América se preocupe por eso.

América mira en la dirección de la puerta de Rosalinda. —¿Qué estará haciendo ella ahí?

—Decorando— conjetura Ester—, ya ha sacado tres bolsas de basura llenas en las últimas dos horas.

América cabecea. —Me voy a acostar— dice y amontona sus platos sucios en el fregadero.

Rumbo a su cuarto, América se para al frente de la puerta de Rosalinda, escucha la actividad callada adentro pero no toca.

Se mete en su cuarto con la resolución de un oso que se va a hinbernar. Se queda dormida instantáneamente, aunque todavía no está oscuro. Un rato más tarde, oye la voz de Correa detrás de la puerta. Pero no se despierta lo suficiente como para entender lo que dice.

Duerme mal el resto de la noche, despierta varias veces en medio de pesadillas. En una está atrapada en un cuarto lleno de espejos. En otra, está en una balsa que se abalanza hacia cataratas espumosas, con miedo a saltar y con miedo a quedarse en ella. En una tercera pesadilla, busca agujas en el jardín de Ester y las matas de rosa la atacan. Después del último sueño, decide no dormir más. Se baña, hace café, luego se sienta a la mesa a repasar sus revistas hasta que Ester sale de su cuarto a prepararse para ir a trabajar.

—¿Que día es?— pregunta con esperanzas cuando ve a América despierta, y se desilusiona cuando América confirma que es desde luego martes y se tiene que ir a La Casa.

Una vez que Ester se ha ido, América toca en la puerta de Rosalinda.

—Ya es hora de prepararte para la escuela— la llama, en el tono más alegre que puede encontrar. Unos minutos más tarde, Rosalinda sale de su cuarto, pero no está vestida en su uniforme. —¿Por qué no estás lista?— América pregunta, y Rosalinda hace una mueca.

—¿No te dijo Papi? Él me viene a buscar más tarde.

América siente su corazón apretarse. —No— dice—, él no me dijo nada.

—Nos vamos en la lancha de esta tarde— dice Rosalinda con miedo en su voz.

—¿Y cuándo me lo iban a decir? —América pregunta, sus manos en sus caderas.

—Ya hablamos de esto, Mami.

—¿Oh, sí? Todo lo que yo recuerdo es que yo traté de hablar contigo y tú cerraste la pureta en la cara. Me sorprende que esa puerta todavía esté en su quicio.

—Y yo me acuerdo haberte dicho que necesito irme de aquí por un tiempo y tú me diste un sermón.

Paradas cara a cara, Rosalinda es casi tan alta como su madre, de modo que no tiene que alzar su vista hacia ella.

Por un instante, América no sabe qué hacer. Lo que yo diga ahora, cae en cuenta, se recordará el resto de nuestras vidas. Es un alivio cuando Rosalinda es la primera en hablar.

—por favor, Mami déjame ir. Yo te prometo que no haré nada que te abochorne. Por favor, déjame, Mami.

América envuelve a su hija en sus brazos y la aprieta contra sí, como si al hacerlo Rosalinda nunca más pensara dejarla. Controlando sus propias lágrimas, siente los sollozos de su hija desgarrar la parte más profunda de sí misma, la parte que sostuvo a esta niña, que la llevó por nueve meses, que las vincula de mujer a mujer. Abraza a su hija furiosamente, abarcando todo lo que era, es y será. Esta niña, esta mujer, su niña, una mujer. América la suelta, besa su cara veteada de lágrimas, como hacía cuando Rosalinda se lastimaba y necesitaba que le aseguraran que el dolor no duraría. Y la misma cancioncita que le cantaba vuelve a su memoria, y la canta suavemente mientras retira con dulzura los mechones de pelo de la cara de su hija. Sana, sana, colita de rana, si no sana hoy sanará mañana. Rosalinda escucha a su madre, no con la entusiasmada confianza de la niña que sabe que sólo Mami puede hacer que todo salga major, sino con la certeza de que Mami muchas veces hace que todo salga peor.

América espera a Correa en el balcón. La lanche sale a las tres, así que, para ellos poder cogerla, Correa tiene que venir a buscar a Rosalinda no más tarde de las dos y media. Ella no le hizo ninguna promesa a Rosalinda, no le dio permiso para que se fuera, y no tiene ninguna intención de permitir que Correa se la lleve. Yo nunca le he hecho frente a él, se dice a sí misma, pero esto yo no lo permitiré. Él no me quitará a mi hija. Aunque me mate, no se la llevará. Se mece de aquí para allá, fortaleciéndose para el momento en que Correa entre por el camino regado con pétalos de rosas.

Se le olvidó, piensa, que yo no trabajo hoy. Él planificó llevársela cuando yo no estuviera aquí, de modo que no supiera que se había ido hasta que no regresara a casa. Rosalinda esperaba escabullirse de aqu$$$ como se fugó con Taíno.

Se guisa en su propia furia, creando escenarios para Correa y Rosalinda que la harían reírse de su tontería si se detuviera a pensar lo inverosímil que son. Ella ha tenido el mismo horario de trabajo desde hace años. No es probable que Correa se olvide de su paradero de un momento a otro. Rosalinda guarda el horario de América y de Ester pegado a su pared, con números de teléfono de La Casa y de la línea privada de Don Irving, y tiene otra copia en su libro de tareas de la escuela. Es imposible que ambos hayan olvidado que América no trabaja los martes ni los miércoles. Si América se detuviera a pensar, se preguntaría por qué Correa eligió justo el día de la semana en que ambos saben que ella de seguro está en casa.

Cuando el Jeep de Correa da la vuelta a la esquina, ella pierde un poquito de su determinación. Él estaciona al frente de la casa, la ve sentada en el balcón. Su ceño arrugado debilita la confianza de América. Debió haberlo esperado adentro.

En los segundos que él tarda en caminar alrededor del vehículo y abrir el portón, las emociones de América corren del miedo a la indignación, al resentimiento, al miedo de nuevo. Él no le presta atención a las ramas espinosas que lo rozan al pasar. Su paso airoso de caderas flojas no altera su ritmo ante ningún obstáculo. Hasta los tres peldaños del balcón parecen más bien diseñados para ayudarlo que para impedirle su avance hacia ella.

—¿ y a tí qué se te ha perdido acá afuera?— le pregunta, mirando hacia la acera vacía, hacia su Jeep que brilla en el sol del mediodía, hacia la vegetación marchitada por el calor en el jardín y al otro lado de la calle.

Ella entra a la casa sin una palabra. Él la sigue. La puerta de Rosalinda chilla al abrirse y ella se asoma con una pregunta en su rostro.

—Quédate ahí— América le ordena. La puerta se cierra al instan te.

—¿Que te pasa a ti?— le reclama Correa, sus ojos vivaces, mirando de América a la puerta de Rosalinda y hacia América otra vez.

—Yo creo que tú sabes— América se estremece cuando oye lo débil que suena su voz, menos segura de lo que sonaba cuando repasaba posibles escenarios en su mente. Se alegra de estarle dando la espalda y de que él no pueda verle sus ojos asustados.

Lo oye suspirar profundamente, como si estuviese tratando de decidir lo que va a decir. —América— pronuncia su nombre suavemente, como un suspiro, como si estuviera cansado. —Tú sabes que esto es lo mejor que podemos hacer por ahora. Ella necesita descansar de todo esto.

América da la vuelta para mirarlo a la cara. —¿Desde cuándo eres tú un experto en lo que Rosalinda necesita?

—América— dice, con los labios apretados—, deja eso.

—¿Deja eso?— La cólera reemplaza al miedo. Los quince años que pasó estudiando los genios de Correa, su lenguaje corporal, el tono de su voz, anticipando cómo se comportaría la próxima vez que lo viera, vuelan por la ventana en las alas de su furia por tener que ceder una vez más. Quince años de negociar consigo misma precisamente cuán lejos iría para evitarse una paliza desaparecen en el instante en que lo oye diciéndole ‘deja eso’, como si ‘eso’ fuera insignificante, como si ‘eso’ no incluyera todos los momentos en esos quince años en los que ella ha ‘dejado eso’. —No! —grita—, yo no voy a dejar eso. No lo voy a dejar—. Y se tira contra el, golpeando sus puños contra su pecho, arañando sus mejillas bien afeitadas, gritando lo más fuerte que puede —No!No!No!No!

La sorpresa de Correa dura menos que un pestañear de sus ojos verdes. Sus brazos musculosos se contraen, sus manos alcanzan las de ella después de que sólo dos o tres rasguños han enrojecido su piel. Se la quita de encima con un empujón y con la otra mano la agarra antes de que ella se caiga contra el tablillero con la bailarina y el pastor que toca la flauta. Una vez que está de pie, todavía arañandolo, él la mira por un instante, y antes de que sus manos pudieran cubrirse el rostro, le da dos bofetadas. Un puño en el estómago le corta la respiración. América cae al piso, donde él la patea, primero con el pie derecho, luego con el izquierdo.

—Zángana, estúpida, carajo¡— gime tan dulcemente que podría estar llamándola beibi, beibi.

Ella yace en el piso, ciega de lágrimas, sus manos sin saber dónde ir, dónde cubrir su carne de la bota dura de él. Pero él no la patea más. Se para ante ella, mirándola retorcerse, mientras Rosalinda le tira por la manga de su camisa.

—Déjala, Papi, déjala¡— Rosalinda grita. Él la empuja como si ella fuese una mosca zumbándole alrededor de la cabeza, y la niña cae con estrépito contra la puerta abierta de su cuarto, rueda por el piso y se agacha contra lo que viene.

—Levántate— le ordena a América. Ella se incorpora dolorosamente. Él le ofrece su mano para ayudarla a levantarse, pero ella la abofetea, y él la patea otra vez. —Levántate¡— le grita. Ciegamente, ella se tira contra él, tumbándolo. Él cae encima de ella, maldiciendo. Ella lo patea, pero él es demasiado pesado para ella y sus patadas no tienen mucho efecto, excepto el enojarlo más. Su aliento sale rápido y caliente. Él la inmoviliza bajo su cuerpo, la agarra por el pelo y le golpea la cabeza contra las losas del piso. Rosalinda está encima de ellos ahora, gritando, tirando de su padre, el maquillaje que tan cuidadosamente se aplicó hecho una grostesca máscara de manchas y rayas. Los gritos de Rosalinda penetran a América. Los gruñidos de Correa son salvajes, como los de un animal. Ella sigue lanzándole puñetazos, pateándolo, sin saber si sus golpes lo alcanzan, pero sintiédose satisfecha con el esfuerzo. Rosalinda y Correa se gritan y se pelean. Ella los siente luchando, oye sus gritos repetirse monótonamente, como si en vez de estar siendo sujetada contra el piso por un gran peso, estuviese nadando en una piscina inmensa, donde cada sonido es una mera vibración. Pero luego ya no oye nada. Está flotando en un témpano de hielo una isla oscura, con un centelleante cielo rojo y el tono sostenido y seco de truenos distantes.