Casi ciega
Tía Estrella y Prima Fefa viven en una casa de concreto en una urbanización a la sombra de un hotel enorme. —Es el hotel más grande en toda la isla— Tía Estrella dice—, la gente viene de todas partes a quedarse ahí.
Tía Estrella está casi ciega, sus ojos enjaulados dentro de gruesos lentes oscuros que no parecen ayudarla mucho. Su pelo es gris, amarrado descuidadamente en la nuca. Está encorvada como una vieja, pero América piensa que sólo le lleva unos diez años a Ester.
—¡Qué sorpresa cuando llamaste esta mañana! Qué bueno que estás aquí—. Tía Estrella conduce a América, quien arrastra su pesada maleta dentro de la casita adornada con rejas pintadas de color amarillo. —Fefa y Rosalinda están en la iglesia, pero ya pronto estarán de vuelta.
América deja la maleta en la puerta de enfrente, contra la pared. Tía Estrella tropieza contra sus propios muebles, empuja el aire en frente de ella rumbo a la cocina. Varias veces América tiene que enderezarla hacia una dirección distinta a la que se dirige, pero Tía Estrella parece necesitar estos errores, como un bebé aprendiendo a caminar.
—Es terrible, sabes, mi vista. Los doctores están preocupados de que me vaya a quedar ciega, pero ya puedo ver un poco mejor que antes. Me estoy mejorando, tú sabes cómo es.
América no puede imaginar cómo debe haber sido su condición si ahora está mejor. Le hace recordar a los niños con los ojos vendados tratando de ponerle el rabo al burrito, dirigiéndose con convicción en la dirección exactamente opuesta a donde deben de ir.
—Siéntate, siéntate— Tía Estrella se dirige hacia la nevera. —Déjame colarnos un cafecito—. Se dirige hacia la puerta del cuarto de baño.
—Yo lo hago— América se ofrece. —Usted siéntese y cuénteme cómo van las cosas con Rosalinda.
—Ay, te lo agradezco, es un tanto difícil, tú sabes. Todavía no estoy acostumbrada. A ser ciega, eso es—. Se quita los espejuelos y los limpia con el ruedo de su falda. Sus ojos son más grandes de lo que América recuerda, grises, velados en las esquinas con una sustancia que parece como niebla gelatinada. —Rosalinda está lo más bien. Debes estar orgullosa de ella. Se va a la escuela todas las mañanas, bien paradita, y vuelve a casa en cuanto terminan las clases—. Tía Estrella se pone sus lentes de nuevo. —Ella ha sido una gran ayuda, tú sabes. Con mi problema y Fefa como es...-La única hija de Tía Estrella nació sorda. —Ella ha aprendido a leer lo que dice Fefa, espera que la veas.
En la casa de Tía Estrella, el café se cuela a la manera tradicional, con un colador de franela negro bien sazonado por el uso. América encuentra lo que necesita fácilmente porque la cocina de Tía Estrella es toda estantería, todo está donde uno lo puede ver, sin tener que abrir y cerrar puertas.
América sirve dos tazas de café caliente y se sienta cerca de Tía Estrella. —Rosalinda necesitaba un cambio— le dice —y yo le agradezco todo lo que ha hecho por ella.
—Ay, nena, no te preocupes por eso. Ella es un encanto. Y tan inteligente.
América toma su café, preocupada de que la pobre Tía Estrella, ciega y confiada, haya confundido a su hija adolescente de genio áspero con otra muchacha.
—Y cómo está Fefa?
Estrella agita su mano como para desechar la pregunta. —Así como siempre.
Desde donde está sentada, América puede ver la puerta de entrada, y cuando se abre, Rosalinda entra, sonriéndole a alguien detrás de ella, aguantando la puerta abierta con gran cuidado de modo que la persona pueda pasar adelante. Es Prima Fefa, quien se ve tan gris y encorvada y arrugada como su madre. Cómo es posible que estas dos mujeres hayan envejecido tanto en sólo catorce años?
Rosalinda ve la maleta nueva contra la pared antes de que se dé cuenta a quién pertenece. Sus ojos se agrandan con asombro cuando ve a América.
—Mami!— Rosalinda corre hacia su madre, la abraza con una emoción que América no había sentido en ella en meses.
Ella abraza a su hija, pecho con pecho. Rosalinda es la primera en soltarse. Prima Fefa se lanza hacia América, la besa húmedamente en la mejilla. Ella gesticula, estira su pelo, hace una forma de reloj de arena con sus manos, besa las yemas de sus dedos. Rosalinda interpreta.
—Ella dice que te ves lo más bien, Mami, pero recuerda que tu pelo era más oscuro.
—Lady Clairol— América pronuncia claramente hacia Fefa, y Fefa se ríe, un sonido gutural distante, como una tos sofocada.
—Por qué no le enseñas tu cuarto a tu Mami?— Tía Estrella sugiere, y Rosalinda se aterra por un segundo, pero entonces lleva a su madre al fondo de la casa.
El cuarto está bien ordenado, una pared está adornada con sus carteles viejos, un poco andrajosos por el viaje en la lancha. Es el mismo cuarto donde Correa y América se quedaron, el cuarto de costura de Estrella, las paredes con anaqueles donde ella amontona rollos de tela, hilos e implementos de coser. Las telas son antiguas, con patrones que ya han pasado de moda. Una sección de anaqueles está cargada con las pertenencias de Rosalinda.
—Qué haces tú aquí?— La pregunta comienza inocentemente, pero ya en la última sílaba llega a ser una acusación mientras la cara de Rosalinda se oscurece de sospecha.
—Te quería ver. Te acuerdas que te dije que vendría un día de éstos?
—Pero tú no dijiste nada cuando llamaste la semana pasada.
—Decidí venir anoche—. Ella trata de ignorar la mirada fija de Rosalinda, su esfuerzo por leer en las facciones de América algo que no se ha dicho.
—Te pintaste el pelo rubio.
—Lady Clairol— América dice como cuando Fefa le preguntó, pero Rosalinda no se ríe. —Necesitaba un cambio.
—Por qué la maleta?
América se sienta al borde de la cama de Rosalinda, estira su vestido sobre sus rodillas, como si tratara de planchar las arrugas.-Yo me voy por un tiempo.
—A dónde?— Es casi un grito lagrimoso. América piensa que oye miedo en él.
—A los Estados Unidos.
Rosalinda abre la boca, pero no le sale ningún sonido; como si hubiera sido golpeada por un objeto sólido invisible, sus ojos sorprendidos, su cuerpo rígido.
—Tu papá no lo sabe—. América tiene que decírselo todo ahora, mientras Rosalinda no habla ni discute. —Él no debe saber nada. Yo ya no puedo aguantar su abuso. Si me quedo, me va a matar— ella mira su falda de nuevo, hala el vestido más abajo de sus rodillas, le estira el ruedo hasta que está tieso.
—Mami, no digas eso—. Rosalinda se tira contra su madre, la abraza como para protegerla.
América levanta la cara de Rosalinda, busca sus ojos, trata de mantener su voz imperturbable, sin miedo. —Me entiendes? Es importante que él no sepa dónde yo estoy, Rosalinda.
—Yo no se lo voy a decir, Mami. Yo sé cómo él es.
—Te voy a mandar dinero. Te llamaré tan pronto como pueda. Pero no te voy a dar mi dirección o número de teléfono.
Rosalinda se asusta. —Y si sucede algo? Y si necesito comunicarme contigo?
—No me asustes Rosalinda. Yo necesito que tú te cuides y que te portes bien—. Le besa la coronilla. —Yo te mando a buscar si quieres vivir...— levanta la cara de Rosalinda otra vez y busca sus ojos-...si quieres vivir conmigo de nuevo.
Rosalinda la abraza más estrechamente. —Yo no quiero que tú pienses que yo ya no te quiero, Mami—. Tan dulce, tan dulce y gentil, como una niñita otra vez, su hijita.
—Yo lo sé, mamita—. Se abrazan sin lágrimas, creando calor en el espacio entre sus cuerpos, en la brecha que las separa. Una distancia lo suficientemente amplia como para contener a cualquiera de las dos o, para mantenerlas juntas si cada una se acercara un poco. América es la primera en soltarse.