No es para siempre

Cuando Ester regresa del trabajo, no hay nada más que limpiar. Hasta los escalones del balcón han sido lavados y pulidos, las arañas ahuyentadas de los rincones a lo largo de los aleros. Una olla de sopa de hueso con bolitas de plátano hierve en la estufa.

—Me perdí mi novela-se queja Ester cuando entra, como si dejar pasar un episodio de su telenovela favorita hiciera gran diferencia.

Saca una cerveza de la nevera cuando pasa a cambiarse de ropa. Ni siquiera nota la expresión melancólica en la cara de América. Cuando sale en un par de pantalones cortos y T-shirt sin sostén, se tira en frente de la televisión y busca canales con el control remoto hasta que encuentra el que quiere. América, que está sentada en el sofá de Correa, no se mueve de su lugar hasta que una mujer aparece en la pantalla, los ojos pintados con rímel, goteando lágrimas que un hombre bigotudo besa con gran ternura. Ester suspira. América se levanta y deja la sala, se sienta en el balcón a mecerse de aquí para á y a esperar a Correa.

Él se aparece con un bollo de pan fresco en una mano y, en la otra, su ropa sucia dentro de una bolsa de lona. Trata de besarla cuando entra, pero ella lo esquiva, agarra su ropa y se va a la cocina a servir la cena. Tan pronto como lo ve, Ester apaga la televisión y se mete en su cuarto, confirmando su papel de amo de la casa, aunque le pertenece a ella. Correa se estira en su sofá, busca su canal y espera que América le sirva.

—¿No vamos a comer juntos?— pregunta cuando ella coloca cubiertos para una persona.

—Rosalinda no ha salido de su cuarto desde esta mañana— le contesta.

Su cara se oscurece. —Prepara la mesa para todos— él refunfuña en su dirección mientras camina hacia la puerta de su hija y le toca duro.-Rosalinda, sal de ahí y ven a comer con nosotros.

—¡Yo no tengo hambre!

—A m ¡ no me importa si tienes hambre o no. Ven acá y siéntate conmigo y tu mamá.

Se oye mucho corre-corre y sopladas de la nariz. —Ya voy.

Correa mira a América con aire de triunfo. Ella le devuelve una mirada de desprecio, pone los cubiertos en la mesa, llama a Ester.-¿Vas a comer con nosotros, Mami?

—No. Yo como más tarde.

Rosalinda se ha maquillado los ojos, que están hinchados y rojos, se ha puesto colorete en las mejillas, ha cepillado su pelo en un rabo de caballo flojo. Correa la mira con una expresión severa mientras ella arrastra los pies hacia la mesa, como si tuviera todo el día. Correa le señala la silla a su lado, de modo que tiene que sentarse entre él y América, atrapada contra el chinero de las puertas de cristal.

América sirve en la sopera de la vajilla y Correa la mira con curiosidad. Ella sirve un cucharón lleno de sopa en cada uno de los platos, dándole el hueso con más carne a Correa.

—¿Dónde está el pan?

—Calentándose en el horno.

Rosalinda clava la vista en su sopa. América coloca el pan caliente en medio tie la mesa. Correa parte un pedazo, se lo pasa a América, corta otro y se lo da a Rosalinda, quien lo ignora.-¡Cógelo!— le gruñe, y ella lo coloca en su plato. Correa muerde un pedazo y vela a su hija mientras mastica, como si estuviera considerando lo que le va a decir. Ella no se mueve. Con los ojos fijos en el dibujo que forman los fideos en el fondo de su plato, Rosalinda parece tan imperturbable como un cemí. Correa la estudia por un minuto, trata de encontrar los ojos de América, menea la cabeza. América evita su Mirada, toma de su sopa delicadamente. El único sonido es el de Correa masticando, su cuerpo inquieto hacienda la silla rechinar y gemir con cada movimiento. Toma unas cuantas cucharadas de sopa, mira a las dos hembras al frente de él, una quieta como una piedra, la otra evitando su mirada a toda costa. Él golpea su mano contra la mesa, se para de golpe, haciendo que su silla se caiga detrás de él.

—¡Maldito sea!— fulmina —¡A cualquiera le da indigestión comiendo con ustedes dos!—. América se pasma, Rosalinda mira a su padre con miedo, pero no se mueve. Correa mira de una a la otra por unos momentos, considerando sus expresiones alarmadas. Sacude su cabeza, como si rehusara escuchar una voz interna, entonces sale a grandes zancadas de la casa, se monta en su Jeep y se va.

América y Rosalinda intercambian una mirada de alivio. La niña agarra su cuchara, la llena de caldo caliente y lo sopla calladamente, como cuchicheándole un secreto que sólo la cuchara debe escuchar. América sigue comiendo. Ester entra riéndose, un plato y una cuchara en su mano.

—Ustedes de veras saben cómo sacarlo de quicio— se ríe entre cucharadas. —Es impresionante lo bien que las dos saben hacerlo.

América y Rosalinda se miran una a la otra. Por primera vez en días, América ve la más minúscula de las sonrisas pasar por la cara de su hija.

Al otro día, cuando América sale a preparar su desayuno, Rosalinda está sentada a la mesa, vestida en su uniforme de escuela, leyendo un gran libro de la historia de Puerto Rico como si estuviera posando para un retrato.

—Ya hice el café— dice.

América entra al baño. A ella no le gusta cuando Ester o Rosalinda o Correa trastornan su rutina matutina. A ella le gusta hacer el café. Ester lo hace demasiado cargado y Rosalinda demasiado ralo. A ella le gusta tener la casa tranquila mientras se viste, se peina y se maquilla entre sorbos de café y mordiscos de tostada. Es su hora privada, y le molesta cuando su día comienza con conversación, o una variación de su baile mañanero entre el cuarto, la cocina y el baño.

—Debería enviar una nota para tus maestros— le ofrece cuando pasa hacia su cuarto.

Rosalinda hace una mueca de dolor. —Yo creo que toda la isla se ha enterado de por qué yo no fui a la escuela.

—Bueno, déjame saber si la necesitas.

América entra a su cuarto a vestirse. Es bueno que Rosalinda vaya para la escuela sin tener que recordárselo. América no tiene ganas de pelear con ella de nuevo. Pero su estómago se revuelve y su cara se enrojece al imaginar a Rosalinda enfrentándose a las otras estudiantes, algunas de ellas vistiendo su ropa y sus prendas. Algunas la despreciarán, cuchichearán con las demás niñas tapándose con las manos, mirando furtivamente hacia Rosalinda. Comentarán acerca de Taíno, preguntarán por él al frente de ella, mencionarán su nombre en la conversación cuando ella lo pueda oír. Las maestras tratarán de ser bondadosas, fingirán que nada ha pasado porque, cuando una niña se fuga con su novio, es asunto de familia, no de la escuela. Rosalinda quedará separada de todas sus amistades, será tema de los chismes, la fastidiarán los otros estudiantes, vivirá en el ostracismo. América la imagina parada solita en el patio de la escuela, rodeada por una multitud de adolescentes, los muchachos haciendo gestos obscenos, las maestras mirando en otra dirección. América está temblando. Sale de su cuarto, nerviosamente envolviendo una goma alrededor de su rabo de caballo.

—¿Quieres que te acompañe a la escuela?— América le ofrece, su voz quejumbrosa. Rosalinda la mira como si estuviera loca.

—¡No!

—Pero nena...

—Se reirán de mí si me presento allá con mi mamá.

Se reirán de las dos. América se acuerda de que sus amigas procuraban no tener nada que ver con ella después de que regresó con Correa, recuerda cómo las vecinas halaban las manos de sus hijas, miraban en otra dirección si la veían andando hacia ellas. Su barriga era un símbolo de todo lo malo que le podía pasar a sus hijas. Una niña de catorce años, quien debería estar en la escuela, ¡encinta! Las oyó chismeando acerca de ella y de Ester. Decían que Ester era una descuidada porque no pudo prevenir que su hija se fuera con un hombre. Decían que todas las mujeres de su familia eran flojas. Que nunca hubo, en su memoria, un esposo en esa familia, sólo muchachas, niñas criando niñas, nunca varones, nunca hombres. A ella le dijeron esas cosas después de su metida de pata. Es sólo después que una comete un error que la gente empieza a señalar su inevitabilidad.

—Eres muy valiente— le dice a Rosalinda, y ella sube la vista de su libro.

—¿Cómo?

—El regresar a la escuela. El continuar con tu vida. Eso requiere mucho valor.

—¿Y qué otra cosa puedo hacer?

—Rosalinda, yo te dije eso con buena intención, no para empezar otra pelea.

—Sí, pero suena como si significara otra cosa.

—Significa nada más que lo que dije. No va a ser fácil para ti regresar a la escuela hoy.

—Bueno, pues no puedes ir conmigo.

—¡No es por eso que lo digo!— América no puede evitar la irritación en su voz. —Si me necesitas, ya sabes dónde estoy.

—Sí, ya sé dónde estarás—. Rosalinda pasa la página de su libro, como si hubiese estado leyendo todo el tiempo, y no mirando a su madre deseando que desapareciera.

América camina hacia La Casa del Francés. Tiene ganas de llorar y se palmotea en un costado, como para atraer la atención lejos de su cabeza, donde palabras y miradas y memorias se esconden como gusanos en abono, ocultos en la oscuridad hasta que un rasguñito los manda retorciéndose hacia la superficie.

Cuando vuelve del trabajo esa tarde, Correa y Rosalinda están sentados uno al lado del otro en el sofá, hablando. Cuando entra, se quedan en silencio, sin molestarse en disimular que lo hacen por ella. Como de costumbre cuando Correa está en la casa, Ester no está por ningún sitio. América cruza hacia su cuarto a cambiarse de ropa y Rosalinda se mete en el suyo. Correa sigue a América a su alcoba. Se tira boca arriba en la cama, su cabeza sobre el peluche inclinado contra la cabecera.

—No espacharres mi gato— dice ella, sacándolo de debajo de él.

—Tú quieres a ese gato más que a mí— responde él como en broma, pero con un poquito de resentimiento.

Ella lo arregla, lo pone sobre su aparador.

—¿De qué hablaban ustedes cuando yo entré?

Él suspira, fija la vista en el cielorraso. —Rosalinda quiere vivir con Tía Estrella y Prima Fefa.

—¿En Fajardo?

—Allá es donde viven.

—Pues, no puede—. Lo dice como si Correa no tuviera nada que ver en la materia.

—Yo le dije que tú nunca estarías de acuerdo con eso.

—Eso no es lo que ella me dijo a mí.

Él se incorpora, se inclina en un codo. —Quizás sea mejor para ella que viva en otro sitio por un tiempo.

—¿Desde cuándo sabes tú lo que es mejor para ella y lo que no lo es?

—Yo soy su padre...

Ella tiene muchas respuestas a esa afirmación, todas comienzan con “qué tipo de padre...”, pero se contiene. Cuando Correa está tan tranquilo, tan bien controlado, es porque está esperando cualquier cosita queella diga o haga para estallar, de modo que será culpa deella si sale magullada e hinchada.

—Este es su hogar. Ella debería quedarse con nosotras. Nosotras podemos velarla mejor si se queda aquí

—Ese es el problema. Ella dice que tú ya no confías en ella, y que tú y Ester se pasan espiándola a ver lo que está haciendo. Ella quiere estar donde nadie le esté recordando lo que ella y Taíno hicieron.

Una furia blanca hirviente se precipita por su espinazo hacia la coronilla de su cabeza, donde se prende y la quema. No puede respirar, está sofocada por una pena salvaje que corroe su ser desde la parte más profunda de su matriz. Le da la espalda a Correa, se agarra del pilar de la cama como si ésta la conectara a la tierra, como si eso evitara que se consumiera en cenizas. No hay nada que ella pueda decir o hacer para impedir que esto suceda. La aventura con Taíno es el evento alrededor del cual girará todo en la vida de Rosalinda, para el cual no hay buenas respuestas, ni buenos sentimientos, ni buen camino. Es la rabia lo que la hace llorar, el saber que ha perdido a su hija, la certeza de que Correa se la llevará aun cuando América no dé su permiso. Él le va a mostrar a América quién manda aún en su casa. Si se resiste, la magullará y la golpeará. La insultará y hará que Rosalinda la odie más de lo que ya la odia. Su impotencia la enfurece. América no quiere darse por vencida, no puede dejarse vencer una vez más por Correa. Pero el miedo a sus puños duros mitiga su furia y se inclina contra el pilar de la cama sollozando, deseando haber nacido hombre para poder pelear con él y tener la posibilidad de ganarle.

Correa trata de tocarla, una de esas veces cuando sus lágrimas lo vuelven cariñoso. Ella sacude su cuerpo, le gruñe, lo empuja inútilmente, siempre protegiendo su cara de su beso o de su puño, cualquiera que venga.

—No es para siempre, América— él trata de tranquilizarla con una mentira. —Sólo déjala vivir por un tiempito fuera de aquí y estará de vuelta en un par de meses.

Ella grita desde lo más profundo de sí misma, como si el dolor que sintiera no fuera simplemente el de perder a su hija. Como si estuviera llorando por ella misma, por el día en que perdió a su madre, y por el día en que Ester perdió a la suya, y por todas esas mujeres en su familia por generaciones incontables, hijas que dejan a sus madres tan pronto como sus senos crecen y el calor entre sus piernas llega a ser insoportable. Madres que miran a sus hijas con resentimiento, viendo en ellas su propia traición, como si fuera evitable, como si un pene anónimo, colgando entre piernas velludas, no las esperara alrededor de los rincones más oscuros de cada una de sus vidas.

América llora y Correa permanece impotente a su lado, incapaz de confortarla o alentarla, rondándola como un insulto. Él es silenciado por su sufrir, por un dolor que jamás conocerá, nitrata de comprender, ni puede.