Asopao

La mañana del lunes, América espera a que el Explorer de Karen dé la vuelta hacia el camino no pavimentado antes de salir de su cuarto. La cocina está tan desordenada como la primera mañana que la vio, con platos por dondequiera, una caja de cereal seco, bols, cucharas y tazas donde fueron usadas la última vez. América despeja la mesa, lava los platos, se prepara café y tostada. Karen le dijo que los lunes una niñera recoge a Meghan y a Kyle en la escuela y los cuida hasta que ella regresa del trabajo. Aunque Karen no le dijo nada, América piensa que no debe estar allí cuando llegue la niñera con Meghan. De todos modos, si se queda en la casa por mucho más tiempo, va a empezar a limpiar como hizo en la cocina, aunque éste se supone que sea su día libre.

Decide llevarse el carro y explorar un poco más. Sería buena idea, América piensa, ir a la escuela de los niños para asegurarse de que puede llegar sola. Pero esto es sólo una excusa. La verdad es que a América le encanta manejar.

Le gusta estar en control de una máquina tan complicada como un automóvil. Adora el ronroneo del motor, el viento soplando por la ventana abierta. Le gusta que sólo tiene un segundo para mirar las cosas antes de que desaparezcan detrás de ella.

Toma con facilidad los estrechos caminos de muchas curvas. Aprendió a manejar en caminos tan estrechos, de tantas curvas, tan llenos de vegetación a cada lado como éstos. Se para varias veces a mirar las praderas cercadas, donde los caballos pastan plácidamente. A veces puede vislumbrar casonas al otro lado de enormes portones. Se siente agradecida de que los dueños no hayan ocultado estas casas a la orilla del camino detrás de setos o verjas altas. Estaciona el automóvil y las admira desde el otro lado de la calle, imaginándose dentro de ellas.

En Vieques, las casas de los yanquis son de concreto y de cristal, expuestas al sol y a los vientos de la isla. Aquí, las casas están escondidas detrás de matas y árboles, con cortinas que protegen los secretos de la familia contra miradas entremetidas. Piensa en los dueños de estos hogares, en si su riqueza es algo que dan por sentado o si se arrodillan para agradecerle a Dios su buena fortuna, como el Pastor Núñez le sugiere a sus feligreses. En la semana que ha estado con los Leverett, Dios no ha sido mencionado ni una vez, y América se pregunta si la gente rica lo necesita tanto como la gente pobre.

Regresa a Mount Kisco, pero esta vez no sale del carro. Pasando las estatuas de Cristóbal Colón y del indio indiferente, llega a una zona comercial. Por esta calle, recuerda, queda el supermercado donde debe hacer la compra, aunque está segura de que Karen llegó aquí por otro camino. Más allá hay una enorme tienda por departamentos, llamada Caldor. Entra en el estacionamiento, mira por las ventanas, pero no sale del carro, dejando el descubrimiento de lo que hay adentro para otro día.

—Es un trabajo nuevo— Karen le dice le lunes por la noche. —Así que las horas serán un poco locas al principio—. Sentada en el sofá en el cuarto de América, Karen mira a su alrededor a ver si ella ha hecho cambios.

—No preocuparse, yo cuido todo.

Karen le entrega una hoja de papel. América estudia los bloques de colores con los nombres de los niños y el lugar y número de teléfono donde se suponen que ellos estén a diversas horas.

—Este es el horario de Meghan para esta semana. Mañana tiene una playdate con Lauren Ripley.

América levanta la vista del horario. —¿Cómo?

—Meghan— Karen pronuncia lentamente, sus ojos fijos sobre los de América.

—Sí, Meghan. Ella tiene.... No comprendo—. Su cuerpo entero arde de vergüenza.

—Oh— Karen sonríe—, una playdate. Quiere decir que ella va a jugar a la casa de su amiga.

—Ah, sí. ¿Cómo se dice? ¿Plé det?

—Play-date— Karen pronuncia de nuevo. —Play-date.

América asiente con la cabeza. —Plé det— repite en voz baja. —Plé det.

—La niñera de los Ripley las recogerá las en la escuela y traerá a Meghan a casa alrededor de las tres—. Le entrega a América el horario de Kyle.

—Después los dos tienen clases de natación. ¿Te acuerdas de cómo llegar al Health Club?

—Sí—.

Durante su paseo ayer, América se aseguró de que podía llegar a todos los sitios que Karen espera que conozca, como la escuela de los niños, el Health Club, el supermercado, el salón de karate y de gimnasia donde los niños toman clases.

—Yo estaré en casa alrededor de las siete—. Karen estudia otra hoja de papel con los números de teléfono para ella y Charlie, los de los doctores de los niños, el de la farmacia, los de los abuelos maternos y paternos en Florida, el de una vecina cercana. —Puse uno de éstos al lado del teléfono de la cocina, pero pensé que te gustaría tener uno al lado del tuyo.

América lo pone en la mesa de noche sin mirarlo.

—Y esto— Karen dice, entregándole un folleto— es la guía teléfonica de la escuela, donde puedes encontrar los nombres y números de los amigos de los niños. Yo he marcado los amigos de Kyle en amarillo y los de Meghan en anaranjado.

—Qué bien organizada es usted— América dice con admiración.

—Si no lo fuera, nuestra vida sería caótica.

Quizás ése era mi problema en Vieques, América considera, no estaba lo suficientemente organizada.

—Yo creo que sería mejor si le dieras la cena a los niños temprano, como a las cinco y media, para que no tengan que esperarnos a nosotros.

—Okei.

—Ya sabes cómo conseguirme en caso de emergencia.

—Yo tengo todos sus números.

—Kyle sabe cómo marcar el 911.

—$$$Esquiús?

—Tú sabes, el número de emergencia...

—Oh, okei—. Karen es tan cuidadosa que a América no se le ocurre qué más preguntar que no se haya mencionado ya.

Al salir del cuarto, Karen nota el termostato en la pared. —Te gusta mantener el cuarto caliente.

—Hace frío afuera.

Karen sonríe. —Buenas noches entonces— y cierra la puerta.

El termostato está puesto en la temperatura más alta, cuatro muescas después del número 80 dorado. No lo ha bajado desde que llegó. Es la única habitación en la casa lo suficientemente cálida, y América ahora se pregunta si Karen Leverett la estaba criticando por tener la temperatura tan alta. Después de todo, ellos son los que pagan. Lo baja dos muescas y, al prepararse para dormir, se pone otro par de medias en caso de que le dé frío durante la noche.

La niñera de los Ripley es una joven enérgica con pelo largo rubio y ojos tan claros que parecen no tener ningún color. Con Meghan en su cadera, anda a trote corto hacia la puerta del frente. América las ha estado esperando, preocupada de que si no llegan en los próximos cinco minutos, se le va a hacer tarde para recoger a Kyle.

—Hi— la chica dice animadamente, pasándole a Meghan a América. —Ya comió su merienda. Hicimos dulces de Rice Krispies.

—Oh— América responde.

—Okay, bye— la niñera brinca los escalones y trota hacia el carro donde una nena tan pálida como ella saluda desganadamente con la mano.

—$$$Qué se dice?— América le pregunta a Meghan.

—Gracias— dice, a la vez que el carro de la niñera sale del camino de entrada.

—¿Gozaste mucho?— América le pregunta a la niña, y Meghan asiente con la cabeza.

—Okei, nosotras conseguimos Kyle ahora para nadar—. Ella cierra la puerta del frente y camina alrededor de la casa llevando a Meghan de la mano.

—Yo tengo que hacer pipi— la nena le dice cuando están a punto de montarse en el carro.

—¿Ahora?— América pregunta, algo irritada. Meghan asiente con la cabeza, y América la toma en brazos y corre con ella hacia la casa. —No tenemos tiempo— le dice al abrir la puerta. —Tú haces pipi rápido—. Corre con Meghan hacia el baño en el vestíbulo, la ayuda a quitarse su abrigo para alcanzar los overales que tiene debajo. Se los desabrocha y está a punto de bajarle las pantys a Meghan cuando la nena grita.

—¡Yo lo hago!

—Okei, okei— América sale del baño de espaldas, se para en el umbral a esperarla. Meghan se sienta.

—Cierra la puerta.

—Okei— América la cierra, se para afuera para asegurarse de que Meghan haga correr el agua. Estos americanitos son tan independientes. Recuerda haberle limpiado los fondillos a Rosalinda hasta que cumplió los cuatro años. —Apúrate que vamos tarde— le dice.

—Ya— Meghan sale del baño luchando con sus overales.

—Yo ayudo— América se ofrece, pero Meghan le da la espalda y logra abrochar un lado. —Aquí está tu abrigo-América le dice, pero Meghan todavía está luchando con el segundo broche. —Por favor, Meghan, nos tenemos que ir—. Detesta estar rogándole a una niña de tres años. Espera unos segundos, pero Meghan es incapaz de abrocharse.

—Yo hago— América dice, virando a Meghan hasta que están frente a frente, le abrocha los overales y le mete los brazos dentro del abrigo. Meghan se resiste, llorando porque no lo puede hacer sola. —Nos tenemos que ir— América le explica, esquivando las manos de Meghan que tratan de empujar las suyas. —No tenemos tiempo tú hacer tú misma—. Meghan chilla de frustración, pero América está resuelta. La levanta en su cadera y sale de la casa corriendo, Meghan tratando de soltarse con sorprendente fuerza, gritando —Suéltame, suéltame, suéltame—. América la mete en el carro, la pone en el asiento de seguridad infantil con dificultad, ya que Meghan lucha por salirse de él, pateando y chillando que la deje tranquila.

América también está a punto de llorar. Resiente tener que usar su fuerza contra la nena. Al abrocharle el cinturón de seguridad, la niña raspa su cara y América le pega en la mano antes de darse cuenta de lo que ha hecho. Meghan grita aún más duro. América cierra la puerta del carro y se inclina contra él, sus manos sobre su cara. —Ay, Dios mío— murmura entre sus dedos—, le pegué a Meghan. Ay, Señor—. Vuelve en sí, se mete en el carro y mira a Meghan de reojo. La niña todavía llora y lucha por salirse del asiento infantil. América prende el carro, su cabeza zumbando con la certeza de que, si Meghan le dice a su mamá que América le pegó, Karen Leverett la despedirá sin darle una oportunidad.

—Meghan— se vuelve para mirar a la niña—, por favor, deja de llorar. Lo siento. Lo siento mucho—. América estira su mano hacia la de Meghan, pero la niña retira la suya. —Por favor, béibi. América muy triste. Tú perdonas a América, ¿sí?— Meghan calma su llanto. América estira su mano de nuevo y Meghan deja que le toque la de ella. —Yo nunca hago otra vez. Yo prometo, amorcito—. América está consciente del sonido de su voz, del tono mullido y suplicante que Correa usa cuando quiere tranquilizarla. —Yo amo a ti muy mucho— le dice a Meghan, avergonzada de tener que tomar de Correa lo que siempre resintió más. Su uso de la palabra amor como chantaje.

Con Karen y Charlie fuera todo el día y los niños en la escuela, América está en la casa sola casi todas las mañanas y puede arreglar las habitaciones, llenar las lavadoras de ropa y de platos, planchar la ropa de diario de los niños y de Karen y Charlie.

Cuando están en casa los Leverett pasan la mayor parte de su tiempo en la cocina, sus dormitorios, el comedor y la sala informales, así que los otros cuartos no se desordenan tanto y no requieren una limpieza profunda tan frecuentemente. A mediados de la semana siguiente, América ya ha encajado en la rutina. Los niños empiezan sus clases a las ocho y treinta de la mañana y, casi todos los días, Karen los deja en la escuela de camino a su trabajo. Meghan sale más temprano y muchas veces tiene una plé det en casa o en la casa de una amiga.

América se monta en el carro a las once y cincuenta de la mañana y pasa casi toda la tarde conduciendo a Meghan a una plé det, ida y vuelta, recogiendo a Kyle de la escuela, llevándolos a sus clases de natación en el Health Club, Meghan a sus clases de gimnasia, Kyle a karate. Por lo general, no regresan a la casa hasta las cinco de la tarde, cuando América prepara y sirve la cena para los tres y permite que los niños miren media hora de televisión antes de que regrese Karen, lo cual marca el fin de su día de trabajo.

La primera vez que va la supermercado sola encuentra la sección Goya. Cuando Karen llega a la casa, un estante entero en la alacena está lleno de productos que antes no estaban allí.

—¿Qué es esto?

—Adobo, sazón, achiote. No sé decir en inglés. Necesito para cocinar puertorriqueño.

Karen examina las etiquetas. Con sus labios fruncidos en un puchero crítico, entrecierra los ojos para leer las letras diminutas de la etiqueta. —Hmmm...

—¿Le gustó alimento en Vieques?

—Comimos mucha fritura— dice como arrepentida.

—El alimento turístico no bueno. Puertorriqueño alimento saludable. Arroz y habichuelas. Usted verá, yo hago para usted—. Mientras habla, América se da cuenta de por qué los vendedores sonríen tontamente al hablar de sus productos y por qué las palabras salen de sus bocas a toda velocidad. No le pueden dar una oportunidad a los clientes de pensar hasta que no hagan la venta.

—Nosotros no comemos mucha carne...

—Yo cocino sin—. Ester, si hubiese oído eso, la miraría con desprecio. Su arroz es salteado en tocino antes de echarle agua hirviendo, sus habichuelas son generosamente condimentadas con trocitos de jamón.

—Pero, ¿si a los niños no les gusta?

—No se preocupe, les gusta.

—Yo no sé— dice Karen tentativamente, todavía leyendo las etiquetas.

—Si ellos no comen, yo hago alimento de americanos.

—¿Piensas cocinar dos cenas a la vez?

—No. Si ellos no comen puertorriqueño, yo hago otra cosa. Pero yo pienso les gusta. En Vieques ellos comieron tostones.

Karen devuelve el tarro de achiote al estante. —¿Qué más comen ustedes aparte de arroz y habichuelas?

—Yo sorprendo mañana, ¿okei? Yo hago algo bueno.

—Pero no te ofendas si no nos gusta.

—Les gusta, no se preocupe.

Al otro día hace un espeso asopao, cuidándose de quitarle el pellejo al pollo para reducir la grasa.

—¿Qué es esto?— Kyle pregunta cuando le presenta una fuente llena de asopao.

—Sopa de papa arroz pollo.

—No parece sopa.

—Come. Es bueno, hace fuerte.

—¡En la mía hay una hoja!— Meghan lloriquea.

—Es hoja de laurel. Da gusto. Yo saco.

Los niños estudian el asopao con duda.

—Ustedes comen todo, yo doy sorpresa.

—¿Qué sorpresa?

—En mi cuarto tengo sorpresa si ustedes comen todo.

—¡Yo quiero mi sorpresa ahora!

—No, Meghan, sorpresa en mi cuarto después si ustedes comen asopao.

—Vamos, Meghan, no es tan malo— Kyle dice, llevándose con la cuchara un chispito a la boca. —Uhmm, es bueno—. Al principio está fingiendo, pero después de la tercera cucharada, lo dice en serio.

Meghan sumerge su cuchara en el caldo y prueba lo que se pega a ella. Hace una mueca. —No me gusta—. Baja su cuchara, cruza sus brazos sobre la mesa y solloza. —Yo quiero la sorpresa.

—Tú eres una gran bebé— Kyle se burla.

—¡Yo no soy un bebé!— ella le grita.

—Deja de molestar a tu hermanita— América le advierte a Kyle. —Venir acá, béibi, no llores—. América trata de cogerla en los brazos, pero Meghan la empuja lejos de sí.

—¡Yo no soy un bebé!

América acaricia su pelo. —No, lo siento, tú no bebé. Tú mi béibi.

Como de costumbre cuando lo que ella dice los confunde, ambos niños la miran como si hubiese perdido la cabeza. Los ojos azules de Meghan se agrandan y Kyle la mira como si tratara de entrar en su seso. —Meghan América béibi, ¿sí?— ella repite, y la nena cae en sus brazos, sepultando su nariz en el pecho de América como si buscara una fragancia perdida. —¿Tú comes asopao América hizo para ti?

—Sabe raro— Meghan insiste, pero con menos convicción.

—Si comes cinco cucharas yo doy sorpresa.

—¿Cinco cucharas?— Kyle resopla.

—Cinco cucharas con sopa adentro— ella se corrige y Kyle se ríe.

—¿Cuántas cucharas como yo?— él pregunta seriamente, y América no comprende que se está burlando de ella hasta que no suelta una carcajada. Entonces cae en cuenta de su error y se ríe con él. Meghan se come una cucharada del asopao.

—Yo comí una cuchara—. La niña dice y Kyle anuncia que él está en su séptima, y contando cucharas, ambos comen su asopao hasta el último grano de arroz.

—Mañana— América dice —comemos tenedores—. Y la risa de los niños es como música en sus oídos, las fuentes vacías lo más lindo que ha visto desde que se fue de Vieques.

La promesa de una sorpresa después de la cena funciona. Comen asopao, o arroz con habichuelas, espaguetis al estilo puertorriqueño, con mucho ajo y no tan viscoso como el de Karen. Cada noche después de la cena, los dos suben a su cuarto y ella finge estar en busca de una sorpresa y al fin sale con un puñado de M amp;M’s o unos besitos de chocolate, que ellos se comen sentados frente al televisor en su cuarto. Después, los hace cepillar sus dientes para que su madre no vea las manchas de chocolate cuando regrese del trabajo.

Otro día de esa semana, América tiene hambre alrededor de las diez de la noche y baja a buscar algo que comer. Pensaba que todos estaban dormidos pero, cuando llega al último escalón, Karen sale de la sala informal en sus zapatillas de garras de oso y su sudadera.

—Oh, eres tú..$$$

—Lo siento. ¿La asusté?

—No, todo está bien... Yo sólo... estaba tan tranquilo aquí. Buenas noches—. Karen vuelve a la sala informal y se sienta en el rincón del sofá donde, a juzgar por todos los papeles y libros esparcidos a su alrededor, ha estado trabajando.

América se lleva una manzana a su cuarto. Charlie no vino a cenar esta noche ni la noche anterior. En los diez días que América ha trabajado aquí, él sólo ha venido a cenar tres veces. Los otros días, ha oído la puerta del garaje debajo de su cuarto subir y caer después de la madrugada, pero al otro día, cuando él baja, se ve tan fresco y listo como si hubiese dormido diez horas.

Karen también trabaja duro. Se queda despierta hasta tarde casi todas las noches, leyendo en el sofá, aunque tiene una oficina en el tercer piso y otra en el hospital donde trabaja. Casi todas las mañanas baja con el teléfono portátil pegado a la oreja, garabateando notas mientras toma la primera de sus tres tazas de café antes de llevar los niños a la escuela.

¿Se divertirán? Dos de las noches que ha estado aquí, Karen le ha dicho que va a cenar con Charlie en la ciudad. Regresan tarde en la noche y, al otro día, la ropa de cama está más arrugada que lo normal y hay leves manchas en el medio, donde ninguno de los dos duerme. Se pregunta si Karen, quien es tan organizada, planea hacer el amor igual que planea el juego de los niños, y luego se reprende por ser irrespetuosa.

América no ha tenido relaciones sexuales en más de dos semanas. La última vez que vio a Correa fue cuando vino a la casa después de una noche de jugar dominós y de beber con sus amigos. La despertó de un sueño profundo con su aliento caliente en su cuello y sus manos subiéndole el camisón. —Béibi-siseaba—, béibi.

Sus senos se sienten rebosantes, como cuando primero amamantó a Rosalinda y producía más leche de lo que la niña podía mamar. Correa desaguaba sus senos entonces, y en los días que él no venía, tenía que halarlos hasta su boca para mamárselos ella misma o le dolían. Cierra sus ojos e imagina un amante tocándola como ella se está tocando, sus pezones firmes y erguidos, una almohada entre sus piernas. Un amante que cuchichea “béibi, béibi” en su oído. Un amante que se parece, se siente y la toca igual que Correa lo hace cuando no está enojado, cuando es dulce y cariñoso.

Ella sólo ha tenido un amante, pero él ha sido como dos: el hombre áspero y violento que la golpea, y el amante tierno y dulce que jura que la adora. Esta noche, se aferra a la última imagen, como si la otra no existiera, como si su violencia fuera algo del pasado, una aberración, una falla de juicio, una parte de su naturaleza que él no puede controlar. Esta noche las pelas se olvidan, mientras recuerda sus manos grandes sobre sus senos, el peso de sus caderas contra las suyas, sus labios carnosos sobre los de ella. En los segundos cuando su cuerpo serpentea de lado a lado contra el colchón, cuando pierde control sobre sus pensamientos, forma su nombre como si él fuera una divinidad. Pero luego pasa y, en en la pesadez antes del sueño, sus manos, que por un momento eran como las de él, se transforman en puños y flota en la oscuridad maldiciendo su nombre.