Una vuelta por el parque

El reloj en la mesa de noche dice las 5:22. —Mañana— América murmura y se yergue en sus codos con la intención de levantarse, pero un dolor de cabeza enceguecedor la hace acostarse de nuevo. Cierra los ojos y entonces son las 8:54. Se encuentra en el cuarto de Elena. Contra la pared, Elena está dormida en lo que América siempre pensó era un sofá, pero, sin su profusión de cojines, ahora ve que es otra camita.

América se mueve despacio, porque no quiere despertar a Elena y porque su cabeza todavía late con cada movimiento que hace. Tiene puesta una T-shirt con lentejuelas que no le pertenece. Abre la puerta y mira a su derecha, hacia la sala, adonde ve a Carmen dormida en el sofá-cama. Sigue de puntillas hacia el baño.

El espejo del botiquín en frente de la puerta la saluda con una imagen que preferiría no haber visto. Su delineador de ojos, su rimel y su sombra se han regado en círculos negros alrededor de sus ojos. El resto de su cara está embarrada de maquillaje, sudor y quien sabe que más. Su cabello, que Rosy había arreglado en cascadas de rizos desde la coronilla hasta sus hombros, es una maraña de enredos y horquillas sobresaliendo por todos lados.

Encuentra la crema Pond’s dentro del botiquín y se embadurna la cara, luego se quita el maquillaje con papel higiénico. Cada paso del papel revela sus inalteradas facciones naturales. Sin lápiz, sus cejas son una linea fina de pelos individuales sobre ojos almendrados color chocolate, los cuales están sanguinolentos. Examina los lados de su nariz larga y bien formada en busca de espinillas, pero no encuentra ninguna. Sus labios, que usualmente pinta con lápiz para hacerlos ver más llenos, ahora se ven secos.

Se enjuaga la cara y mira fijamente sus ojos astutos. ¿Cómo me atreveré a mirar a Darío otra vez?, le pregunta a su reflejo. Casi me le tiré encima. Se sonríe. Creo que lo asusté. Deja escapar una risita. Creo que todavía estoy borracha.

Se quita la T-shirt con lentejuelas y se mete en la ducha. En cuanto la toca el agua, se acuerda que no se ha soltado las horquillas del pelo, así que sale de la ducha, chorreando agua en la alfombra. Rosy parece haber puesto mucho espray en su pelo porque las horquillas están soldadas a los rizos. Deja de tratar de quitárselas y se mete de nuevo en la ducha, dejando que el agua caliente le lave el fijador de pelo, el olor a perfume rancio, la extraña sensación de que anoche pasó por un umbral que nunca antes había cruzado.

—Ay, Tía, ¡qué vergüenza!— América le dice a Paulina más tarde, mientras las dos están sentadas en la mesa de la cocina cortando vegetables y despellejando presas de pollo para hacer sopa.

—No te apures, mi’ja. Todos bebimos demasiado anoche.

—Hice quedar mal a Orlando.

—No, qué va a ser. Él ni se dio cuenta de que nos habíamos ido hasta el final.

—Pero sí impresionaste a Darío— Carmen dice, volviendo del baño.

—¡Ay!— América deja caer su cabeza contra su pecho y su cara se sonroja. Las tres mujeres se ríen.

—¿De que se ríen?— Elena entra de su cuarto todavía vestida con un camisón. Aun acabada de despertar se ve tan fresca como la aurora.

—Yo estaba a punto de describirle a América cómo Darío la sacó del baño de damas y la cargó en sus brazos por las escaleras del club.

—¡No puede ser!

—Ay, Carmen, tú siempre lo exageras todo— Elena regaña a su hermana. —Nosotras te sacamos del baño. Darío sólo te llevó en brazos bajando las escaleras.

—Ay, Dios mío, qué bochorno—. América se cubre la cara con las manos.

—Yo nunca lo he visto guiar tan rápido— añade Carmen y Elena le hace muecas para que no diga más. —Quiero decir, él estaba tan preocupado por ti—. Ella mira a su hermana con una expresión que pregunta “¿Qué dije?”

—Él debe pensar que yo me porto así cada vez que salgo.

—Yo no me preocuparía tanto por lo que él piense—. Carmen se para detrás de América y le soba los hombros. —Créeme, él ha visto peor—. Otra vez Elena le lanza una mirada y de nuevo Carmen no entiende lo que ha hecho mal.

—Basta— Paulina interrumpe. —Váyanse a vestir para que nos puedan ayudar aquí—. Elena y Carmen se vuelven hacia su madre quien, con una mirada, les deja saber que mejor es que dejen a América tranquila.

—Mujeres ya manganzonas y todavía se portan como adolescentes— Paulina refunfuña.

La cabeza de América late de dolor aun después de tres aspirinas y dos tazas de café. Piensa que está sólo media despierta. Sus reflejos son lentos y está consciente de un malestar general, como cuando le dio gripe tres años atrás.

¿Será así cómo se siente Mami después de beber toda la noche? Supongo que así también es como se siente Correa esos días, cuando le preparo caldos de gallina para que se le quite la borrachera.

Sacude la cabeza como para borrar la imagen de Correa borracho. El movimiento la marea. Si Correa la hubiese visto anoche, no estaría sentada aquí hoy. Todos esos hombres, uno tras otro, manoseándola. Unos cuantos susurraron palabras en su oído que no pudo captar, pero de todas maneras entendió lo que le decían. Estaban tratando de levantarme a ver lo que yo hacía, se dice con una sonrisa atónita. Sube la vista hacia Paulina, quien tiene su espalda hacia ella, como si estuviera a punto de compartir ese descubrimiento con su tía. Pero otro pensamiento interrumpe sus intenciones. Me estaban cortejando porque yo estaba sola y nadie me estaba protegiendo. La enerva el pensar en sí misma como presa para los hombres.

—Vamos a caminar, te aclarará la mente— Carmen dice cuando regresa. Lo último que América quiere hacer ahora es moverse, pero Carmen le agarra la mano y la ayuda a ponerse de pie. —Nos vemos más tarde, Ma— le dice a su madre, halando a América, cuyas rodillas tiemblan al descender las escaleras.

—¿A dónde vamos?

—A tomar aire. El apartamento está sofocante.

Caminan en dirección opuesta a la avenida y doblan a la derecha cuando llegan al fin del bloque, hacia una calle sombreada por arboles frente a casas de dos y tres plantas, separadas por veredas de entrada hacia garajes.

—Qué bonito— comenta América.

—La gente cree que todo el Bronx es pobre y destartalado, pero algunos de estos vecindarios viejos están floreciendo—. Carmen camina rápido. América tiene dificultad en mantener su paso, y, después del primer bloque, está sin aliento. Carmen se para en frente a una fila de casas de ladrillos. —Estas casas fueron construidas en los treinta— dice —y aquellas son más nuevas, de los cuarenta, yo creo.

—¿Cómo lo puedes distinguir?— América pregunta.

—Por el tipo de construcción, por los detalles en los marcos de las ventanas y por los aleros del tejado—. Empieza a caminar de nuevo. —Cuando era menor yo quería ser arquitecta.

—¿Y qué pasó?

—Oh, perdí el interés, yo no sé—. Dan la vuelta a la esquina. —La verdad es que lo eché a perder todo porque me enamoré de un hombre que no me convenía.

América la mira, esperando más, pero Carmen sólo se muerde el labio. Mira a América de soslayo y se ríe. —No te asustes. Lo que pasó fue que tuve una aventura romántica con uno de mis profesores y me colgué. Los alemanes siempre han sido mi debilidad.

Se ríe alegremente y América no entiende por qué. Una aventura romántica, piensa, no tiene nada de gracia. Pero si, como Paulina dice, Carmen tiene muchos amantes, quizás las aventuras románticas tienen otro significado, aunque no puede imaginar qué las puede hacer cómicas.

Al final del bloque hay un parque con una cancha de baloncesto. Un juego está en plena actividad, las verjas alrededor de la cancha están abarrotadas de gente aclamando a los jugadores. El patio de recreo está lleno de niños con sus padres. América está segura de que estos adultos son parientes porque se parecen a los niños, no como en los parques que ella frecuenta, llenos de niños blancos cuidados por empleadas latinas o caribeñas.

—Hola, Carmen, hola América—. Janey y Johnny están en la cima del tobogán. Cerca de ellos, Darío está sentado en un banco leyendo el periódico. América se tapa la boca para sofocar un gemido. Él salta de su asiento cuando las ve.

—Te lo juro que yo no tuve nada que ver con esto— Carmen dice en voz baja, luego más alto —saludos a todos—. Ella corre a trote corto hasta el final del tobogán, para coger a Janey cuando se deslice, abandonando a América en medio del patio con Darío avanzando rápidamente hacia ella.

—¿Cómo se siente?— le pregunta en voz baja, y ella desearía estar maquillada para esconder mejor el rubor que le está coloreando sus mejillas.

—Okei.

—No le tiene que dar vergüenza— le dice. —Estas cosas pasan.

América no está segura de qué es lo que esperaba, pero definitivamente no esperaba este perdón preventivo que la hace sentir como que le debe algo a él. —Gracias— le dice.

Se alegra al ver a Carmen y a los niños corriendo hacia ellos, así que no tiene que pensar en nada más que decir.

—Papi, ¿podemos comer un helado?— Janey pregunta y su hermano la apoya.

—Yo invito— añade Carmen.

—Cómo no—. Darío responde, volviéndose hacia América. —¿Le gustaría a usted también?

América le ha estado haciendo muecas a Carmen para indicarle que se deben ir, pero cuando Darío se vuelve hacia ella, dice —No, gracias.

Carmen le sonríe traviesa. —Pues me llevo a los niños, entonces— dice, agarrando a cada uno por la mano y se van.

—Bueno— dice Darío—, si quiere podemos regresar al apartamento.

—Okei.

Algo bueno de Darío, él camina despacio. Algo malo del paso lento de Darío es que América mentalmente cuenta cuántos bloques tienen que caminar hasta llegar al edificio verde y no sabe qué se van a decir en el trayecto.

—Me alegro que tengamos unos cuantos minutos juntos— Darío confiesa después de un rato, y el corazón de América se agita del miedo, porque cree que él la va a invitar a salir solos. Él se despeja la garganta. —Es un tanto difícil hablar con tanta gente alrededor.

—Sí—. Pasan por el lado de un señor sentado en los escalones de entrada de una casa. Los mira con desprecio y murmura algo bajo su aliento. América y Darío aceleran su paso hasta que están lejos de él.

En la próxima esquina, Darío se para en frente de ella. —Tienes que saber que me gustas...

Tres jóvenes pasan en patines y América usa la distracción para componerse. —Siempre te me quedas mirando— le dice, cuando cruzan la calle.

—Es que eres tan bonita— él contesta, imperturbable.

Ella finge no haber oído. —Y manejas como un loco.

—Gajes del oficio.

Ella sonríe. ¿Cuándo se volvió él simpático?

—Quisiera llegar a conocerte mejor— él dice seriamente —y que tú me conozcas a mí—. Cuando no responde, él continúa. —Yo sé que tú te separaste hace poco...

A ella le suena tan oficial, separada. Suena quirúrgico. Cómo cuando separaron a aquellas dos nenas de la República Dominicana que nacieron unidas por la cabeza.

—Yo no creo...— ella empieza. Le dan la vuelta a la esquina.

—Podemos sólo hablar por teléfono. No tenemos que salir si no te sientes cómoda.

Están al frente del edificio verde. Él la mira con la mayor seriedad, como si cada segundo que ella vacila entre el sí y el no fuese una tortura para él. —Yo te doy mi número— ella dice después de un rato.

La sonrisa en su rostro es tan alegre, tan esperanzada, que la hace reír. Él le abre la puerta de entrada, la sigue por las escaleras hasta el apartamento de Paulina sin parar en el suyo. Cuando entran, Elena y Paulina intercambian una mirada. América encuentra un pedazo de papel al lado del teléfono, rebusca por la mesa en pos de una pluma y al final tiene que usar la que lleva en su cartera. Ella escribe su número, pensando que todavía debe de estar borracha y se arrepentirá en la mañana.

En el tren hacia Bedford, no puede dejar de pensar en este cambio en su vida. A excepción de Correa, ella no ha salido, no ha estado sola con un hombre en quince años. Sólo para hablar, Darío dijo. ¿Harán eso los hombres? No parece posible. Hay demasiado tensión sexual. Pero puede ser que yo piense así. Soy supersensible a causa de Correa. Porque él sospecha tanto de los demás hombres, yo también soy así. Puede ser que sea posible que seamos amigos, aunque yo nunca he visto eso. Mami no tiene amigos. No tiene amigas tampoco. Rosalinda tenía unos cuantos amigos. Pero mira lo que pasó. No, no es posible.

Además, ¿de qué hablarían ella y Darío? Él es tan callado, tan tímido. Aunque los pocos minutos que pasaron juntos él parecía un hombre nuevo, simpático y franco. Puede ser que cuando estemos con la familia él sea más respetuoso, como su papá y Tío Poldo, quienes dejan que las mujeres hablen y hagan todos los planes. Eso debe ser. Él no quiere parecer muy atrevido frente a mis parientes.

La casa de los Leverett está oscura. Ella entra en su cuarto y se prepara para dormir, su mente preocupada con Darío.

¿Sólo para hablar? Yo le puedo contar cuántas camas tendí y cuántos inodoros lavé. América se ríe. ¿Cómo será guiar un taxi en Nueva York? Bueno, podemos hablar de eso. ¿Cuántas personas atropellaste hoy?, América le pregunta al gato blanco en su almohada.

Al darle mi número, lo estoy provocando. Le voy a decir rápidito que sólo quiero que seamos amigos. Así no le dan ideas que no debe de tener. ¡Qué presumida! Sólo porque un hombre quiere hablarme, ya sospecho que tiene otras ideas. Pero así fue como sucedió con Correa. Él empezó hablándome, y cuando vine a ver, me estaba fugando con él. Puede ser que lo mismo le haya sucedido a Rosalinda. Le hablas a un hombre y, cuando se agota la conversación, tienes que encontrar algo para darle picante. Un besito por aquí, un abrazo por allá, y antes de que te des cuenta, ya no estás hablando. Estás oyéndole a él gritándote. No, olvídalo, yo no quiero hablarle a ningún hombre por ahora. Cuando él me llame, le voy a decir sin rodeos que no me llame más. Debo acabarlo antes de que empiece.