Te llaman por teléfono

El día que se van los Leverett, ella limpia la habitación, que se siente diferente. Cada rincón adquiere una importancia que nunca tuvo. El catre donde Meghan dormía se ve más vacío. Las huellas digitales que Kyle ha dejado en el espejo del cuarto de baño parecen puestas allí deliberadamente: un mensaje oculto que ella tiene que descifrar.

Es inexplicable el mucho cariño que le tengo a esos niños; cómo, en tan pocos días, ellos llenaron un lugar en mi corazón que yo ni sabía que estaba vacío. Quizás, se dice, yo sólo estoy buscando un reemplazo para Rosalinda. Pero la teoría le suena como una de las que Cristina Saralegui le propone a las madres afligidas que aparecen en su famoso “talk show”.

Antes de partir, el Sr. y la Sra. Leverett y los niños la encuentran en una de las habitaciones.

—Queríamos despedirnos.

América tiene que tragarse las ganas de llorar. Los niños la abrazan y la besan. El Sr. Leverett le estrecha la mano.

—De verdad que tú hiciste de nuestras vacaciones unas buenas vacaciones—, le dice y le entrega un sobre. Los huéspedes por lo común le dejan una propina encima de un aparador. Recibirla de la mano de él la confunde. No está segura de si debe abrirlo ahora o si sería de mala educación. Hay algo escrito en el sobre, sus nombres en letras de molde, uno debajo del otro. —Escribimos nuestra dirección y número de teléfono— le explica el Sr. Leverett.-Si alguna vez vienes a Nueva York, nos llamas.

La Sra. Leverett la abraza afectuosamente, y cuando se van, América siente celos de su espíritu de familia, de su capacidad de entrar y salir de su vida con tanta facilidad, sin pensar siquiera en lo que ellos significaron en la de ella. Supone que tan pronto se monten en el avión hacia Nueva York, ella pasará a ser simplemente otro de los recuerdos de sus vacaciones. Pero ella desea ser recordada por sí misma, no como una de las caras sonrientes que los turistas ven camino a la playa, o en un restaurante, o silenciosamente empujando por el vestíbulo un carrito con implementos de limpieza.

Con el dinero que se ganó con los Leverett, incluyendo los veinticinco dólares que le dejaron en el sobre, América se da el lujo de reinstalar el servicio teléfonico. La primera persona a quien llama esa Rosalinda. Su conversación consiste más de silencio que de palabras, como si cada palabra estuviese siendo evaluada para buscar significados ocultos e insinuaciones.

—¿Cómo va la escuela?

—Está bien.

—¿Te tratan bien las monjas?

—Son buenas.

—¿Tienes amigas?

—¿Por qué quieres saber?

—Bueno, es un pueblo nuevo y todo...

—Ya conocí algunas muchachas.

—¿Te gustan Tia Estrella y Prima Fefa?

—Son buenas—. Silencio. Silencio. Silencio. —¿Por qué haces tantas preguntas?

—¿Y de qué otra manera voy a saber cómo estás?

—Estoy bien.

—Me quiero asegurar...

—Si necesito cualquier cosa, te llamo.

—¿Nos vienes a visitar, el fin de semana largo quizás?

—Tengo exámenes.

—Quizá sería mejor que yo fuera a verte.

—Si quieres.

—Bueno, pues, cuídate.

—Okei.

—Adiós.

—Adiós.

América cuelga y, en cuanto lo hace, le dan ganas de tirar el teléfono contra la pared del cuarto. Rosalinda debe presentir esta cólera dentro de ella, el coraje que le da bregar con Rosalinda, que se convierte en un anhelo vacío y doloroso de abrazarla estrechamente.

Todas las madres que conoce hablan así de sus hijos, una mezcla de amor y desagrado tiñe sus palabras, una sensación de derrota que acecha bajo la superficie, que nunca surge totalmente, como si la esperanza lo suprimiera. Se imagina que ella también desilusionó a Ester, y concluye que es el destino de las madres el ser continuamente desilusionadas por sus hijos.

Quizás yo espero demasiado, considera, pero dice que no con su cabeza. Yo sólo esperaba que ella hiciera lo contrario a lo que hice yo. Eso no es tan difícil. Ella ve lo que salir encinta a los catorce años ha significado para mí. América se voltea en su cama, le da dos o tres puños a la almohada veces antes de reposar su cabeza.

Pero hay esperanza. Rosalinda está en la escuela, tratando de enderezar su camino. ¿Y qué si tuvo relaciones sexuales? La rabia ardiente que hierve bajo su piel estalla y América golpea la almohada, sus puños apretados, una y otra vez, golpea la almohada hasta que queda aplastada en partes, abultada en otras. La tira contra la pared, llora en silencio, las manos apretadas contra su vientre.

Si Rosalinda fuera varón, ella lo llamaría un hombre. Si Rosalinda fuera varón y hubiera tenido relaciones sexuales a los catorce años, habría bromas y miradas maliciosas y orgullo porque su “equipo” funciona. Si Rosalinda fuera varón, América lo perdonaría, porque así son los hombres, criaturas sexuales con un vínculo directo del seso a los cojones.

Es de esperar que los niños sean hombres, pero las niñas se supone que nunca sean mujeres. Las niñas se supone que vayan directamente de la niñez a la maternidad casada sin paradas intermedias, deben de tener más auto-control, no deben permitir que la pasión defina sus acciones, tienen que ser capaces de decir que no y decirlo con la mayor seriedad. Cuando un varón tiene relaciones sexuales, se eleva ante los ojos de la gente. Cuando una hembra hace lo mismo, cae.

Ese fue mi error. Yo caí y nunca salí de eso. América se levanta, recobra su almohada, la arregla, la coloca en su lecho y se acuesta otra vez, de lado, tapándose la cabeza con la almohada. No, yo caí, y permití que Correa me empujara más abajo. Ese pensamiento la asusta, la deja con los ojos abiertos en la oscuridad. Yo lo permití. Lo permití porque es hombre. Por ninguna otra razón. Él no sabe más que yo. Él es más grande y más fuerte y le tengo miedo. Pero yo soy más inteligente. Cierra los ojos y puntos de luz brillante estallan dentro de su cabeza. Sí, bien inteligente que soy, dejando que Correa controle mi vida. ¡Gran sabia que soy!

Se sienta en la cama. Al otro lado de su puerta, una de las estrellas de las telenovelas de Ester grita histéricamente. Los gritos se desvanecen y un locutor le dice a los televidentes que el nuevo y renovado Tide con cloro limpia mejor que todos los otros.

¡Qué estúpidas somos! ¡Todas las mujeres somos unas zánganas! Nos dejamos convencer de que los hombres son mejores que las mujeres. Y se lo hemos enseñado a nuestros hijos y se lo hemos enseñado a nuestras hijas.

Ella deshace su rabo de caballo, quitándose la gomita de un tirón. ¡Ay, Dios Mío! Estoy enloqueciendo. Ya sueno como esas feministas que le dicen a las mujeres que aborten y a cada hombre que limpie la casa. América sacude la cabeza para desenredar su pelo, y deja que le roze los hombros. ¡Si fuera tan fácil! Se recoje el pelo de nuevo en un moño encima de la cabeza. Pagán probablemente dijo la verdad. ¡Yo he escuchado demasiadas conversaciones en La Casa!

—Dersafoncolferie.

—¿Esquiús?—. América está cambiando los manteles en la veranda cuando Don Irving la encuentra.

Él se saca el cigarro de la boca. —Una llamada de teléfono, en la oficina.

—¿Para mí?— Tienen que ser malas noticias. La última vez que alguien la llamó al trabajo fue cuando Rosalinda se desmayó de dolor en la escuela después del almuerzo y tuvo que ser llevada de urgencia al hospital, donde le sacaron el apéndice. Corriendo desde el frente del hotel, a través del patio, bajando los escalones de la terraza posterior, alrededor de la piscina hacia la oficina, se imagina todos los cuadros posibles con Rosalinda en una sala de emergencia en Fajardo. Cuando finalmente llega a la oficina desde donde Don Irving administra La Casa, está sin aliento, su corazón se le quiere salir del pecho está casi llorando.

—¿Haló?

—Hola, ¿América?— Es una voz conocida, hablando inglés.

—Sí.

—Etskrenlevret.

—¿Esquiús?

—Karen Leverett, ¿te acuerdas?, con los niños, Meghan y Kyle.

—Ay, sí, Sra. Leverett. ¿Cómo está?— América se sienta en la silla al lado del mostrador donde los turistas firman sus cuentas de tarjeta de crédito.

—Suenas sin aliento.

—Corrí—. América respira, deja el aire salir lentamente.

—Oh, lo siento. Yo no quise...

Estoy okei ahora. ¿Cómo los niños?

—Están bien, todos estamos bien aquí. ¿Y tú?

—También—. Hay sólo una razón por la cual la Sra. Leverett la llamaría. —¿Ustedes vuelven?

—Oh, no, no— ella se ríe—, ha pasado sólo una semana. Me encantaría poder salir de vacaciones tan seguido.

Se ríe de nuevo, pero América no sabe por qué ya qué no ha entendido todo lo que la Sra. Leverett ha dicho. —Sí— responde.

—América, Charlie y yo hemos hablado...

—Disculpe, ¿Sra. Leverett?

—¿Sí?

—¿Puede usted hablar un poco más despacio?— América se ruboriza. Debe pensar que soy estúpida, se dice a sí misma, y aprieta el teléfono más cerca de su oído. —Lo siento, pero no entiendo el inglés tan bien por teléfono.

—Oh, seguro, lo siento, por supuesto. De cualquier manera, Charlie, el Sr. Leverett, y yo hablamos, y hablamos con Irving. Tú sabes que él tiene una opinión muy elevada de ti.

Sr. Leverett. Hablamos. Irving. Una respuesta es necesaria. —Uhmm.

—Y nosotros, bueno, los niños te adoran. y nuestra ama de llaves, ella era de Irlanda pero tuvo que regresar. Y tenemos que contratar a alguien. Y, bueno, Irving dice que tú necesitas un cambio. Así que queremos saber si tú considerarías dejar La Casa Y venir a trabajar para nosotros aquí.

Niños adoran. Ama de llaves. Isla. Irving. Dejar La Casa. Trabajar aquí. —Lo siento...— El esfuerzo de comprender la ha mareado.

—No tienes que contestar ahora. Puedes pensarlo y llamarme, a cobrar. ¿Tienes el número, no?

—¿El número?

—Nuestro número de teléfono. Si lo perdiste, Irving lo tiene.

—Ah, sí, su número. Lo tengo en casa.

—¡Bien! Llámame el martes si piensas que estás interesada. Así podemos hablar más en detalle.

—Llamar martes.

—Por la noche es mejor. Después de las ocho.

—Martes a las ocho.

—Hablamos entonces. Los niños te envían cariños.

—Okei.

América cuelga. En su mano izquierda todavía tiene agarrado el trapo que estaba usando para enjuagar las mesas antes de ponerle los manteles limpios. Ella cree que sabe lo que la Sra. Leverett ha pedido, pero no está segura. ¿Dejar La Casa para irse a Nueva York? No puede ser.

Don Irving entra, se sienta en la silla de secretaria detrás del escritorio que generalmente ocupa su contable, que hoy está enferma.

—¿Juadiathink?— Sus ojos pardos centellean, como si hubiese oído un chiste muy gracioso y todavía se estuviera riendo.

—¿Usted habló con ella?

—Ella quería saber si tú irías a trabajar para ella en Nueva York.

—¿En Nueva York?

—En su casa, como su ama de llaves y, tú sabes, niñera.

—¿Usted le dijo que sí?

Él se ríe, la chispa en sus ojos lo hace verse más joven. —Yo no tengo nada que ver con eso. Yo le dije que podría ser bueno para ti hacer algo diferente—. Él se inclina hacia ella, baja su voz en tono de confidencia. —Podría ser bueno para ti irte lejos. Tú sabes lo que quiero decir—. Mira vagamente por la ventana.

Ella sigue su mirada, esperando ver a Correa parado debajo del árbol de mangó. Pero él nunca está donde ella espera verlo.

—¿En Nueva York hace frío?

—Por eso es que todos vienen aquí— Don Irving se ríe.

—Yo no sé.

—Si no resulta— él se inclina hacia ella de nuevo—, sabes que siempre tendrás un lugar aquí.

La pone nerviosa tenerlo tan cerca, tan paternal. —Tengo que pensarlo.

Él se inclina hacia atrás, indica el final de la conversación con una palmada en sus rodillas. —Eso es lo que debes hacer-dice y se vuelve hacia el libro mayor en el escritorio.

—Gracias— dice América, pero él no parece oírla.

Ella regresa a la veranda, inquieta tanto por la llamada como por la interferencia de Don Irving. Ella sospecha la influencia de Ester en este asunto. ¿No le sugirió Ester a América que se fuera de Vieques? ¿No le dijo Ester que Don Irving podría ayudarla a encontrar trabajo? Puede ser que los Leverett sean amigos de Don Irving. Quizás él los llamó y les pidió que vinieran a Vieques. A lo mejor el día que le preguntó a América si podía cuidar a los niños María no estaba enferma de verdad. Quizás Don Irving les dijo a los Leverett que la convencieran de irse con ellos a Nueva York. Pero ¿por qué Don Irving haría tal cosa? Él la aprecia a ella y a Ester, pero no cree que él tramaría una jugada tan elaborada.

Correa nunca me dejará ir. Él no me dejará irme de Vieques a trabajar de interna. Como están las cosas, él siempre se la pasa fisgoneando alrededor de La Casa, sospechando de cada hombre cuya cama tengo que tender, cuyas ropas tengo que recoger de dondequiera que las hayan dejado después de una noche en el pueblo.

Nueva York. Es tan lejos. América nunca ha ido a ningún sitio excepto a Fajardo y sólo estuvo allí un mes, escondida en la misma casa donde Rosalinda vive ahora con la tía y la prima de Correa. A ella no le gustó mucho. Es un pueblo grande, más ruidoso y sobrepoblado que Vieques.

Algunos de sus vecinos que han ido a Nueva York dicen que la vida es dura por allá, que los apartamentos están plagados de cucarachas y ratones, que hay tiroteos y venta de drogas en frente de sus puertas. Los que han tenido éxito en Nueva York y regresan a Vieques son unos jodones. La hija de Paulina, Carmen, quien es unos meses mayor que América, es así, siempre criticando a los puertorriqueños, hablando de cómo las cosas serían mejor si la isla fuera un estado de los Estados Unidos.

No, ella no podría vivir en Nueva York. Los turistas que vienen en el invierno se reúnen alrededor del radio portátil en el Bohío a escuchar las noticias, y aúllan y gritan cuando se anuncia el tiempo y está nevando en Nueva York y ellos están en Vieques. América ha visto en las noticias por televisión largas colas de automóviles atascados en amplias autopistas cubiertas de nieve, y los camiones atravesados en carreteras resbalosas por el hielo y gente que se sostienen unos a otros cuando tratan de brincar charcos fangosos con el viento soplando fuerte como un huracán, sus ropas pesadas haciéndoles parecer osos con bufandas. Cuando los turistas de Nueva York se aparecen aquí, se ven pálidos y enfermizos, y tardan unos días en verse saludables, una vez que el sol toca sus mejillas y pueden moverse libremente ya que no están envueltos en tanta ropa. No, yo no puedo vivir así.

Correa nunca dejará que me vaya. Aunque jurara que es sólo por unas cuantas semanas, para ver si me gusta, él no lo permitirá. Una vez, cuando Paulina la visitó y ofreció llevársela de vacaciones por unas dos semanas, dijo que ella no podía ir a ningún sitio sin él. Si él no podía ir, ella no iría. Y él no podía ir y ella no fue.

Él dice que las mujeres puertorriqueñas que van a Nueva York vuelven comportándose como americanas, y a él no le gustan las americanas. —Nuestras portorras— dice él—, las tradicionales quiero decir, saben cómo tratar a un hombre, saben el significado del respeto. Nuestras mujeres— le dice a sus amigos-están bien entrenadas.

Ella se sobresalta ante el recuerdo del entrenamiento de Correa, los puños y las bofetadas, los puntapiés, las violaciones. Es violación, se dice a sí misma, si yo no quiero hacerlo. Ella menea la cabeza de lado a lado. ¡Ay, Dios mío! ¡Esto es demasiado! Se golpea la sien con la palma de su mano, como para ahuyentar los pensamientos.

América termina con las mesas en la veranda, ha desempolvado las barandas, ha barrido y trapeado el piso de losa, espantado las arañas de los rincones. Ahora le trae los manteles sucios a Nilda en la lavandería.

—¿Qué te pasa?— Nilda pregunta.

La pregunta sorprende a América, y ella se mira en el espejito sobre el fregadero, donde su reflejo le devuelve la mirada, un surco profundo entre sus cejas, sus labios tan fruncidos como el culo de un perro. —Estoy bien— dice, borrándose la expresión con la mano.

—Parecías enojada.

—No, no estoy enojada. Sólo un poco cansada. Hasta mañana.

América siente los ojos de Nilda sobre ella. ¡Entrometida! Siempre metiéndose en los asuntos de la gente. Si me voy a Nueva York, no se lo diré a nadie. No me presentaré en el trabajo un día y una semana después recibirán una tarjeta con un retrato de un rascacielos o algo así. Nadie tiene que saber mis asuntos. Es mi vida.

América se para en medio del camino, donde los dos árboles forman una bóveda sobre el suelo guijarroso. Nadie tiene que saber. Ella sacude su cabeza, sigue caminando. Una culebra cruza en frente de ella, lenta y sinuosa, despreocupada. América se paraliza, vela la culebra sesear a través de la parte arenosa del camino, dejando un tenue rastro de su forma, sutil pero inconfundible. Salta por encima de donde la serpiente cruzó, como para no perturbar su firma. Camina de prisa hacia su casa, preguntándose si es mala o buena suerte o si no tiene ninguna importancia el que una serpiente se te cruce delante.

—Lo estás considerando, ¿verdad?

Ester y América están frente a frente, comiendo arroz con calamares y amarrillos fritos.

—Supongo que sí.

Ester mastica por un minuto, gesticula con su tenedor. —¿Y qué vas a hacer con Rosalinda? ¿Te la llevas?

—Yo creo que es mejor si la mando a buscar después de que yo esté bien ubicada por allá.

—¿Y esa gente va a querer a tu hija en su casa?

Se le ocurre a América que la Sra. Leverett no le ha preguntado si ella tiene hijos. Quizás no le importa. O quizás Don Irving le habló de Rosalinda. —Puede ser que yo pueda alquilar un cuarto para las dos cerca de donde trabajo.

Ester toma otro tenedor lleno de arroz, mastica cuidadosamente, mira su plato, separa los minúsculos tentáculos grises, los distribuye de modo que cada vez que llene el tenedor mezcle un pedazo de carne con el arroz. América se le queda mirando, esperando la pregunta inevitable, sabiendo que está escondida en una esquina mental de Ester, pero que ella teme articularla, o quizás prefiere que América diga algo.

—Si tú tambien quieres venir— América dice—, puedes.

Ester la mira, los ojos lagrimosos, América no está segura si por el licor o la emoción. —Nah. A mí no me gustan las ciudades— dice, como si hubiese viajado extensamente.

—Pero quizás te gustaría visitar. No has visto a Paulina hace anos.

—Bah!— Ester mueve su tenedor como si fuera una vara mágica y todas las cosas que a ella no le gustan fueran a desaparecer con el movimiento. —¿Y Correa?— Es una amenaza, no una pregunta como si Ester estuviera probando su resolución.

—Él no tiene que saber dónde estoy— dice América, centelleando los ojos, repitiendo las palabras de su madre de unas semanas antes.

Ester le dirige una sonrisa pícara. Todavía queda una pizca de niña en ella, América nota. Todavía queda brío.

—Yo no se lo voy a decir— responde ella con una risita. — Pero no me digas dónde vas a estar, por si acaso él...— Ester se atiborra la boca con un tenedor lleno de arroz como para callarse a sí misma.

—Él no se atrevería a hacerte nada, Mami. Él nunca ha tratado, ¿verdad?

Ester menea la cabeza de lado a lado. —Amenaza.

—Vamos a decirle a Odilio que ponga el ojo por ahí. Ésta es tu casa. Si él trata cualquier cosa, tú puedes mandarlo a arrestar.

Ella se pregunta de dónde vienen estas palabras. ¿Arrestar a Correa? Cinco veces el oficial de policía Odilio Pagán se ha aparecido en su casa en medio de una pela porque los vecinos se han quejado de sus gritos. Cinco veces Rosalinda se ha parado en el balcón gritándole a su padre que deje de aporrear a su madre. Cinco veces Odilio Pagán ha luchado con Correa hasta sacarlo afuera, le ha dicho que lo tiene que llevar a la cárcel. Cinco veces América ha corrido detrás de ellos y le ha dicho a Odilio que suelte a Correa, que él no hizo nada, que los moretones en su cara y brazos fueron infligidos por ella misma. Me caí de una silla cuando estaba colgando las cortinas. Me caí por las escaleras en La Casa. Nosotros sólo estábamos discutiendo. Los vecinos no se deben de meter en lo que no les importa. Y tú, Rosalinda, América le ha gritado a su hija, regresa a tu cuarto y deja de estar trayéndole problemas a tu papá.

Cinco veces Odilio Pagán la ha sacado aparte, le ha dicho que es su derecho hacer que Correa sea arrestado. Cinco veces ella ha dicho no, no fue nada, es que él está borracho. Tú sabes como él se pone cuando bebe. Incontables son las veces que Odilio Pagán le ha dicho que ella es una tonta por dejar que Correa la trate así. Y muchas otras veces América ha deseado no tener tanto miedo de lo que Correa le haría si ella lo denunciara, si le ocasionara la vergüenza de pasar una noche en la cárcel.

Ester sonríe tristemente, toda la travesura de los últimos minutos totalmente disipada. —Sí, claro. Lo puedo mandar a arrestar.

Escribe sus preguntas en un pedazo de papel de libreta que dobla y guarda en su sostén. ¿Cuánto voy a ganar por semana? ¿Cuántas horas trabajo? ¿Que días? ¿Me dan vacaciones? ¿Tengo mi propio cuarto, o tengo que dormir con los niños? Escribe las preguntas según se le ocurren, sin saber si las preguntará, usándolas para organizar sus pensamientos, para concentrarse en el trabajo, no en la oportunidad.

¿Tengo que cocinar? ¿Tengo que planchar? ¿Me pagan cuando ustedes se van de vacaciones con los niños? La lista crece según pasan los días. Se encuentra añadiendo más cosas a la lista, lo que debe de traer, lo que debe de dejar. Cuáles direcciones debe de llevar, cuáles números de teléfono. A quién conoce en Nueva York a excepción de su tía Paulina y sus primos. El papel, plegado y llevado debajo de su seno izquierdo, se amarillenta con el sudor, las letras se destiñen hasta que se ven borrosas, fuera de foco, los pliegues comienzan a rasgarse en los bordes. ¿Cuánto dinero tengo ahorrado? ¿Cuánto dejaré para que Mami pague las cuentas de agua y luz? La dirección de Rosalinda y de Tía Estrella con el número de teléfono. El tamaño de zapato y de vestido de Rosalinda para enviarle regalos. El tamaño de zapato y de vestido de Ester. Sus cumpleaños. La lista crece, y pronto tiene que escribir en los márgenes, alrededor de los bordes, entre artículos que ya enumeró, como si se le hubiesen olvidado la primera vez.

Correa viene tres veces en una semana, y ella esconde el papel debajo del colchón, en el lado en que ella duerme, bien adentro, donde no hay posibilidad de que se vea una esquina, que él descubra que le ha ocultado algo. Él le da una pela porque hay sólo tres latas de la marca de cerveza que a él le gusta, menos de las que el se bebe en una noche. Tiene relaciones sexuales con ella, sexo rápido y amargo que la envía a la ducha mientras él duerme.

Correa no viene el martes. América llama a Karen Leverett. Sí, vengo, le dice después de que hace todas las preguntas que se siente cómoda haciendo, y la Sra. Leverett suena tan contenta que América está segura de que ha tomado una buena decisión. Tacha las preguntas que hizo y agrega más cosas a su lista. La Sra. Leverett le enviará un boleto. Saldrá dos semanas después del domingo que viene. Se lo dirá a Don Irving mañana. Ester trabajará su turno en La Casa, en caso de que no resulten las cosas y América necesite regresar. Su estómago se agita al pensar en su regreso. Correa la matará por traicionarlo. Cueste lo que cueste, ella no puede volver.

Ester llevará la maleta de América a la casita de Don Irving detrás de las matas de pabona y todos pensarán que se va a vivir con él de nuevo. Temprano en la mañana, Don Irving llevará a América al aeropuerto y, por primera vez, América se montará en un avión. Volará a Fajardo primero, visitará a Rosalinda antes de ir al aeropuerto internacional de San Juan. So Correa viene el sábado por la noche, le complicará el plan, pero aún así cree que conseguirá irse. Él está acostumbrado a que ella salga temprano las mañanas en que trabaja. Él no se dará cuenta de que ella se ha ido de la isla hasta que no pase por lo menos un día. Y para entonces estará en Nueva York. En una vida nueva. Empezando otra vez.