Las empleadas
Karen Leverett usa ropa interior cara. La primera vez que América organiza su aparador encuentra cinco pares de pantys y tres brassieres con las etiquetas del precio todavía colgando. Cada panty costó quince dólares, cada brassier treinta. Hay quince pantys más de la misma marca y otros doce brassieres. En ropa íntima nada más, América calcula, Karen Leverett gastó no menos de $750, sin incluir el impuesto de la venta. ¿Cuánto, se pregunta, pagará Karen Leverett por la ropa que la gente puede ver?
Uno de los tres roperos de Karen está lleno de trajes sastre para la oficina, en telas y colores moderados. También hay diez blusas de seda y cuatro de algodón, doce vestidos, tres sastres con pantalones, veintitrés pares de zapatos, seis pares de botas. En otro ropero guarda su ropa de vestir, con sus zapatos en combinación adornados con pedrería, carteras minúsculas, dos chales de cachemira y dos abrigos de piel, uno largo y uno corto. Además tiene ropa casual, que guarda en el tercer ropero de su vestidor. Una montaña de jeans, suéteres, jerseys con cuello de tortuga, medias de lana gruesa, cuatro pares de zapatos deportivos, tres pares de zapatos de taco bajo en negro, marrón y verde-aceituna.
—A mí me encanta la ropa— Karen le dijo cuando le enseñó su cuarto vestidor, y America, a quien también le gusta la ropa, se pregunta lo que será vestir pantys de quince dólares y brassieres de treinta. No se pueden sentir tan diferentes, considera, al pasarle los dedos por el encaje delicado, los lacitos, las perlitas entre las copas de los brassieres. Los dobla y los arregla en filas por color, hasta que toda la gaveta parece un brillante arco iris de seda y satén.
Setecientos cincuenta dólares, América murmura, en ropa íntima. Yo tendría que trabajar tres semanas para ganar lo suficiente para aguantarme las tetas y taparme el culo. Karen Leverett debe de ganar mucho dinero en ese hospital donde trabaja.
Examina las cajas de zapatos en el ropero: $260 por un par de sandalias de gamuza, $159.99 por zapatos de lona, $429 por un par de botas. América inspecciona estos objetos en sus manos, acaricia el interior donde los dedos de los pies de Karen han estampado tiernos valles y montes. Se sienten diferente a mis zapatos de veinte dólares, América concluye, pero no tan diferentes. Desempolva y pasa la aspiradora alrededor de los tres roperos, rozándose contra las sedas susurrantes, las lanas cálidas, las pieles que pican. Si se sumara todo lo que cuesta la ropa en este ropero, calcula, sería tanto como lo que cuesta una casa en Vieques. Y hasta puede ser que más. Se para a secarse el sudor de su frente. Una semana de mi trabajo le cuesta el precio de un par de zapatos. Saca la aspiradora del ropero con luz autómatica, cierra la puerta con su cadera. No parece justo, concluye. Cuando mis tres meses de probatoria terminen, América decide, voy a pedir un aumento de sueldo.
—¿Y usted por qué trabaja de interna si es americana?— le pregunta Adela un día cuando están velando a los niños que juegan en el parque.
—Pero yo no soy americana— América protesta—, yo soy viequense, quiero decir, puertorriqueña. Es que los puertorriqueños tenemos ciudadanía.
—Pero ¿no quiere eso decir que es americana?
—No, yo soy puertorriqueña, pero tambien soy ciudadana americana. Quiere decir que no necesitamos permiso para vivir y trabajar aquí.
Adela no entiende la distinción, y hasta que empezó a hacerle preguntas acerca de su status legal, América no había pasado mucho tiempo pensando en eso.
—Entonces, ¿su social es de verdad?
—Sí, lo tengo desde que nací—. Una tarjeta del seguro social legal, la que ella siempre ha dado por hecho, es tan codiciada como una green card, la cual ha oído mencionar pero nunca ha visto.
—Si yo fuera americana como usted, podría practicar mi oficio de enfermera. Yo le dije que era enfermera en Guatemala, ¿verdad?
América asiente con la cabeza. Casi cada vez que hablan, Adela menciona que el trabajo que hace ahora es indigno porque en su país ella era enfermera.
Porque en su primer encuentro con Adela no tuvo una buena impresión, América se resistió a llamarla por varios días. Pero al fin cedió, sino por la soledad, por la curiosidad, y decidieron encontrarse en el parque. A través de Adela, América ha conocido a otras mujeres que trabajan en las mansiones y casonas escondidas al final de largos caminos que se iluminan cuando uno entra. Liana, de El Salvador, era cajera en un banco. Frida, de Paraguay, era maestra de escuela. Mercedes, de la República Dominicana, era operadora de teléfono. Las mujeres se ven en el parque, o cuando dejan o recogen a los niños que cuidan en sus casas. Todas tienen algo en común. Todas han entrado a los Estados Unidos ilegalmente y todas se asombran de que ella, una ciudadana americana, trabaje como sirvienta.
—A mí no me molesta el trabajo que hago— América les dice, y ellas parecen horrorizarse, como si la ciudadanía americana incluyera el derecho de aspirar a más. —A mí me gusta atender la casa y me gustan los niños.
—Pero usted puede ser maestra— sugiere Frida.
—A mí no me gusta estar encerrada todo el día— ella protesta—, ni tener a alguien velando todo lo que hago.
—A mí no me importaría atender mi propia casa— dice Liana—. Pero hacerlo para otra persona es algo distinto.
—Es un oficio como cualquier otro— dice América—. No hay nada vergonzoso en eso.
—Yo no dije que me avergonzaba— Adela se defiende.
—Pero es verdad— dice Frida—. Todo trabajo es valioso a los ojos del Señor.
—Pero algunos oficios son más valiosos que otros— Adela insiste—. Puede ser que sea distinto en este país, pero en el mío una enfermera es más importante que una empleada.
Ella no usa las palabras sirvienta ni criada; ninguna de ellas lo hace. Se llaman a sí mismas empleadas, o dicen que trabajan en casas, o se llaman niñeras o nannys, aunque el trabajo doméstico que hacen es tanto como el de cuidar niños.
—Sí, usted tiene razón— dice Frida—. Es así dondequiera.
—Nosotras no tenemos otro remedio cuando llegamos aquí— Adela sigue. —Nosotras tenemos que aceptar cualquier trabajo que encontremos. Pero usted, una ciudadana americana...Y con su buen inglés.
—Mi inglés no es tan bueno.
—Aun así. Usted puede estudiar, aprender otro oficio. Usted no tiene que hacer este tipo de trabajo el resto de sus días.
Puede ser, piensa América al día siguiente mientras le pasa la aspiradora a las alfombras del primer piso, que Adela tenga razón. Yo no soy lo suficientemente ambiciosa. Esas mujeres, viviendo temerosas de ser devueltas a sus países, tienen grandes sueños para sí mismas. Yo no los tengo. ¿Tuve sueños cuando era niña? ¿Quise yo más de lo que tenía? Yo quería mi propia casa, pero todas las mujeres quieren eso. Yo quería un esposo e hijos, muebles bonitos, un carro. Pero no me resultó bien. Yo quería que alguien se ocupara de mí. El quejido de la aspiradora es como un lamento. Eso es todo lo que yo siempre quise. Que alguien se ocupara de mí.
—¿Has pensado en lo que te gustaría ser cuando seas mayor?— América le pregunta a Rosalinda cuando la llama.
—¿Qué clase de pregunta es ésa?
—Es una pregunta normal. El tipo de pregunta que una madre le debe de hacer a su hija.
—Es de ésas que uno le hace a nenes chiquitos.
—¿Es que nunca te he preguntado a ti?
—Yo no sé—. El malhumor en su voz dice que no.
—Bueno, pues, ¿tienes alguna idea?— quiere sonar juguetona, quiere hacer como si sólo estuviera tratando de conversar. Pero la naturaleza suspicaz de Rosalinda no lo permite.
—¿Por qué quieres saber de repente?
—Es que se me ocurrió preguntarte, eso es todo—. Aunque no lo quiso decir así, le suena como una disculpa.
Se oye silencio al otro lado, como si Rosalinda estuviese repasando una lista de posibilidades antes de contestar. —No te puedes reír.
—¿Por qué me reiría?— América contesta con una risita.
—Quiero ser una vedette.
—¿Cómo?—. Se le escapa una carcajada, deleitada con el buen sentido de humor de Rosalinda.
—Yo sabía que no debía decírtelo.
Lo está diciendo en serio. Ay, Señor, no es una broma. —No, nena, no, no me mal interpretes. Es que es... Una sorpresa—. A América le aparecen imágenes de mujeres casi desnudas meneando las nalgas al frente de una cámara de televisión y, más arriba de las tetas con lentejuelas pegadas en los pezones, la cara de su hija, maquillada en tonos oscuros, su pelo enmarañado con plumas saliéndole por cada rizo. —Cuéntame más— le dice, con la esperanza de no haber entendido.
—Estoy en una obra y la maestra dice que soy muy buena bailarina. Y Dina dice que tengo el look.
—¿Quién es Dina?
—No la conoces. Es la mamá de mi mejor amiga.
—¿Y ella te dijo que pareces una corista?
—Ella es coreógrafa. Ha trabajado con la MTV y con Iris Chacón.
Las palabras se le escapan a América antes de que se dé cuenta. —Pero esas mujeres son poco más que putas. ¿Cómo se te ocurre...?
—¿Cómo puedes decir eso? Ni la conoces.
—Pero sí sé lo que es una vedette. Yo no soy zángana.
—¡Tú no sabes nada!— Rosalinda cuelga el teléfono de un cantazo.
Esto no puede seguir así. Ella no puede colgar cada vez que no le gusta lo que yo le digo. Una vedette. Quiere ser...Un redoble de risa empieza desde lo más profundo de su vientre y rompe en carcajadas. Así es como se contesta una pregunta como ésa. Tu hija de catorce años aspira a ser una corista. América se ríe sola en su cuarto, una risa profunda que satisface y que le trae lágrimas a los ojos. Así es mi vida. Empiezo con tantas buenas intenciones, y esto es lo que pasa. Se ríe tanto que le duele la barriga. Me enamoro de un hombre y me cae encima en cada oportunidad. Trato de encargarme de mi mamá y bebe hasta que cae rendida. Trabajo como una perra limpiando lo que otra gente ensucia y me pagan menos de lo que gastan en ropa interior. Y mi hija quiere ser una vedette cuando sea mayor. Es muy chistoso. Ahora sé en que estaba Dios pensando cuando me hizo. Mi vida es un chiste. No debo tomarla en serio. Ése ha sido mi error todos estos años. Lo tomo todo muy en serio. Esto es el colmo. Una vedette. ¿Qué dirá Correa cuando lo oiga? Su preciosa hija una vedette que cualquier hombre pueda comerse con los ojos. Es demasiado irónico. Él quizás ni lo note. Puede ser que hasta orgullo le dé.
América se voltea en la cama y la risa se aplaca, reemplazada por la cara sonriente de Correa.
Una mañana, se asoma por la ventana y los árboles muertos tienen vida. Están cubiertos por una pelusa de un verde intenso que, cuando se miran de cerca, son hojas en ciernes. Dos casas más allá hay un patio que parece un mar de narcisos. Los pájaros se persiguen entre los árboles. Los ciervos salen del follaje a comerse los capullos de tulipanes. Los comerciantes, la mujer que ayuda a los niños a cruzar la calle al frente de la escuela, el hombre que trae el propano para cocinar, todos tienen sonrisas en sus caras. América también se encuentra sonriendo por nada.
—Fiebre de primavera— Karen observa una mañana cuando todos se ríen por nada mientras América sirve el desayuno.
Una noche, Karen se aparece con varios ramos de flores y llenan floreros y ponen flores en el comedor de diario y en la sala, en el cuarto matrimonial, en los cuartos de los niños y hasta en el de América. No tienen olor, lo que América encuentra raro. Estas bellas flores, que duran por días, no huelen a nada.
A Charlie no le gusta la primavera tanto como a los otros. —Alergias— explica una mañana cuando baja, sus ojos hinchados, su voz gangosa.
Es difícil mantener a los niños en la casa. Aunque tienen una estructura con columpios y una chorrera en el patio, prefieren el parque, donde encuentran a otros niños a quienes perseguir, con quienes competir a ver quien puede subir más alto, quien los empuje y a quien empujar en los columpios.
En un día cualquiera, América puede encontrarse con Adela, Mercedes, Liana o con Frida, y a veces con todas. A ella le gustan algunas más que otras. Adela, todavía piensa, es muy confianzuda, y cuando está, América tiene cuidado de no revelar nada que no quiera oír repetido más tarde. Mercedes es joven, alegre, con un sentido del humor vulgar que América admira, aun cuando se pregunta cómo alguien puede ser tan libre. Liana es seria y sombría, y cuando está con ella, América se deprime. Frida es la mayor de todas, cuarentona, con una actitud ecuánime que América encuentra consoladora. Todas han dejado hijos para venir a los Estados Unidos, donde cuidan los hijos de otras personas.
—El mes que viene voy a poder mandarlos a buscar— Liana le dice a Mercedes y a América. —Papá ya arregló todo con el coyote. Van a entrar por México.
—Pero ¿qué va a hacer cuando lleguen?— Mercedes pregunta. —¿A dónde van a vivir?
—En un apartamento en White Plains. Mi hermana Genia los va a cuidar mientras yo trabajo.
Liana no ha visto a sus dos hijos desde que empezaron a dar sus primeros pasos. Ya cumplidos nueve y ocho años cada uno, conocen a su mamá por medio de retratos. Dos veces al mes ella llama a un centro de teléfonos que queda a diez millas de su aldea y habla con sus hijos, y les dice que los quiere mucho y que los va a mandar a buscar. Hasta hace dos meses también hablaba con su mamá, quien le cuidaba a los nenes. Ella murió de una infección en la sangre, y el papá de Liana ahora insiste en que ella vuelva a cuidar a sus hijos o que mande por ellos.
—Y el papá de los nenes, ¿le puede ayudar?— pregunta América.
Liana vino con su esposo, bien casada, ella explica. El único trabajo que ella pudo conseguir fue como sirvienta interna. Él trabajaba para una compañia de jardinería. Como Adela y su esposo, se veían los fines de semana, hasta que Liana se enteró de que él vivía con otra mujer mientras ella trabajaba. —Yo no sé ni por dónde anda— dice ella. Las tres mujeres caen en silencio, rememorando, quizás, la intratabilidad de sus hombres.
—Se va a sentir mejor cuando los tenga cerca— América dice, volviendo la conversación hacia los niños.
—Mrs. Friedland me va a dar dos semanas de vacaciones con paga— Liana añade, y todas murmuran lo generosa que es Mrs. Friedland. —Lo único es que tengo que cogerlas durante las vacaciones de la escuela, cuando toda la familia se va para Disneyworld.
Entonces los murmullos son acerca de lo difícil que será eso, ya que el papá de Liana es un anciano, y los niños todavía están chiquitos, y tienen que viajar por vía terrestre desde El Salvador a través de Guatemala hasta México, y quién sabe cuánto tendrán que esperar a que el coyote los ayude a cruzar hasta los Estados Unidos. El aire se vuelve pesado otra vez.
—Hola, mujeres— dice Frida, quien acaba de llegar. Unos minutos después, Adela también se une a ellas. Las dos niñas que cuida se van corriendo hacia el tobogán.
—Tengo que conseguir otro trabajo-Adela dice sin saludarlas. —Ya no aguanto más.
—¿Qué pasó?
—Ignacio perdió su trabajo—. Esta no es la primera vez que esto ha sucedido. Ignacio pierde su trabajo casi tanto como trabaja. Con una reserva poco característica en ella, Adela nunca dice por qué, pero América cree que él es un borrachón. —Les pedí un aumento y me dijeron que no. Yo he trabajado con ellos tres años. Se supone que sean más considerados—. Está furiosa. Sus ojos negros están ocultos detrás de un ceño profundo y sus labios están apretados contra su cara, como si estuviera mordiendo y tragándose lo que no quiere decir.
—¿No le dieron ellos un aumento en las navidades?— pregunta Frida. Todas saben lo que las demás ganan. Cuando primero entran en las casas que las otras atienden, miran el tamaño de la residencia, cuántos niños hay, si hay animales, si tienen que cocinar, para entonces comparar sus situaciones. A excepción de América, todas limpian otras casas en sus días libres. Hasta las que tienen hombres tienen que suplementar su sueldo con trabajo adicional.
—Yo he trabajado con ellos tres años— Adela repite—, pero me gano menos que todas ustedes—. Los patronos de Adela, a quienes ella se refiere como Ella y Él, tanto que nadie la ha oído decir sus nombres, no viven en una mansión. Su casa, aunque grande, queda en el pueblo, sin extensos jardines ni boscaje a su alrededor, y no es considerada por las criadas como una casa de gente rica, así como las de los Leverett o la de los Friedland de Liana.
—¿Abandonó su puesto?— pregunta Mercedes con preocupación.
—Estoy desesperada, pero no loca— dice Adela, irritada. Si una de las sirvientas quiere dejar su puesto, primero se lo dice a las otras, por si ellas saben de una situación mejor.
—Yo no he oído de nadie que esté buscando— dice Frida, cuyos contactos se extienden por tres estados, ya que su hermana y su hija trabajan como criadas en Connecticut y New Jersey.
—Lo que yo quisiera conseguir es un trabajo para una pareja. Eso nos resolverá todos nuestros problemas.
—Vamos a ver si alguien conoce de una situación así— dice Liana, cuya hermana Genia trabaja en casas por día, pero de vez en cuando se entera de un trabajo.
La verdad es que ninguna de ellas recomendaría a Adela, quien, han notado, no se esmera tanto como debiera en el cuidado de su casa. También está el problema de su ‘esposo’, a quien nadie ha visto en persona, pero cuyos problemas con los patronos dejan mucho que desear. Adela dice que él es ‘orgu— lloso’, lo que probablemente quiere decir que, como ella, se cree que es muy refinado para el tipo de trabajo que tiene que hacer.
—¿Oyeron lo de Nati?— pregunta Mercedes, y todas vuelven sus ojos hacia ella, agradecidas por el cambio de tema. —La tuvieron que devolver.
—Ay, Señor ¿por qué?— La pregunta de Liana suena como un sollozo.
—Se volvió loca.
—¿Quién es Nati?— América pregunta.
—Era una empleada del perú. Una muchachita— Frida explica—, ¿cuántos años tenía, veintiuno, veintidós?— Las otras asienten con la cabeza a los dos números. —Ella trabajaba para dos hermanos que viven juntos. Dos viejos, solos en esa casona. Ella tenía miedo de que ellos intentaran algo, ustedes saben—. Todas saben.
—Quizás si lo hubiesen hecho, ella no se hubiera vuelto loca— Mercedes bromea, pero nadie se ríe.
—Ellos salían de la casa cuando todavía estaba oscuro y no llegaban hasta las ocho o las nueve de la noche. Ella tenía que limpiar la casa, mantenerle la ropa limpia y cocinarles la cena, eso era todo.
—Y no había mucho desorden porque casi nunca estaban— añade Liana.
—Así que Nati estaba solita todo el día en esa casa enorme. No hablaba ni una pizca de inglés. No sabía manejar—. Todas menean la cabeza de lado a lado. —Encerrada allí solita, día tras día, sin nadie a quien hablarle.
—Se volvió loca— Mercedes repite—. En menos de seis meses se puso como una viejita. No se arreglaba, ya que no había nadie para apreciarlo. Hablaba sola. Los viejitos no entendían lo que ella se decía, así que pensaron que estaba hablando español.
—¿Y no trató ella de suicidarse?— pregunta Adela, su ceño todavía fruncido. Mirando hacia América, dice —Una noche los viejitos la encontraron en el piso de la cocina. Se tomó unas aspirinas o algo así que la hicieron vomitar pero no la mataron.
—Así es que la devolvieron— concluye Mercedes.
—Pero ¿nadie trató de ayudarla?— América pregunta.
—¿Qué se podía hacer?— responde Frida, concentrándose en una piedrita atascada en la suela de su zapato de lona.
—Yo la llamé unas cuantas veces— dice Liana—, pero ella siempre se mostró muy reservada conmigo.
—Puede ser que ya estuviera loca cuando vino— razona Adela.
—Pobrecita— murmura América, y las empleadas admiten que sí, es algo muy triste, y que estas cosas pasan y una tiene que vivir sabiéndolo.
La melancolía es fracturada por un grito desde los columpios. Como si fuesen una, las mujeres corren hacia el cuerpo de una niña en el suelo. Su mamá, quien estaba sentada al sol leyendo una revista, la alcanza a la misma vez que Mercedes, quien se arrodilla al lado de la niña a consolarla.
—No la toques— grita la mujer, y Mercedes se pasma. La mujer coge la niña en sus brazos y se la lleva, calmándola. —Está bien. Es sólo una bu-bu. Vamos a conseguir una Band-Aid, ¿okey?
América, Adela, Frida y Liana reúnen a los niños que cuidan, los examinan a ver si tienen golpes en los brazos o en las piernas, aunque ninguno de ellos lloró. Mercedes encuentra los mellizos que ella cuida, los examina, los manda a jugar de nuevo.
—Ya nos vamos— les advierte cuando los niños reanudan su juego.
Las mujeres vuelven a su sitio a la orilla del parque. Se paran juntas, como cinco pájaros en una cuerda, protegiéndose una a la otra.
—¿Qué le pasaba a esa mujer?— Mercedes quiere saber. —Yo sólo estaba tratando de ayudar.
—Una persona que se ha caído no se debe mover por si se ha fracturado un hueso— Adela dice con autoridad.
—Yo no la moví.
—Usted sabe cómo son esas gringas— explica Frida—. Se asustan de cualquier cosita.
Se quedan silenciosas de nuevo, pensando en la misma cosa. La mujer no se asustó por la caída de su nena, sino por ver a una mujer de piel oscura agachada al lado de ella.
—“No la toques”, me dijo, como si yo fuera contagiosa o algo.
—Lo está tomando muy a pecho— Frida tranquiliza a Mercedes frotándole el hombro. —No se vuelva usted loca.
Ellas vieron desconfianza en los ojos de la mujer, el resentimiento. La mirada que dice “¿Por qué no te vuelves al lugar de donde viniste?” sigue a las empleadas dondequiera que van. En las tiendas, los dependientes no las dejan solas, esperando que se roben todo lo que tocan. En las guaguas y los trenes, nadie se quiere sentar al lado de ellas, como si el compartir un asiento fuera una asociación demasiado íntima. En la calle, la gente evita mirarlas, como si el no verlas hiciera que desaparecieran.
—Es como que nos necesitan— Mercedes sigue después de un rato—, pero no nos quieren.
—Ella no quiso decir nada— Adela protesta—. Usted sabe el miedo que le tienen esas gringas a gente desconocida—. Pero ninguna de ellas está tan dispuesta a apartar de sí la mirada desdeñosa de la mujer, la manera deliberada en que les dio la espalda.
Más tarde, cuando lleva a Kyle y a Meghan a sus clases de natación, América trata de recordar si alguna vez ha visto esa mirada dirigida hacia ella. En Vieques vio algo similar. Los turistas no podían decir “Vete por donde llegaste” porque ellos eran los huéspedes. Pero cree que ellos la veían a ella como otro espécimen. Se sentía como parte del paisaje tropical que ellos vinieron a conocer, algo que miraban miraban con con curiosidad y olvidaban en cuanto regresaban a sus casas.
Pero aquí, se dice a sí misma, no nos pueden olvidar. Estamos por dondequiera y por eso nos resienten. Es incomprensible. Si no fuera por nosotras, ninguna de estas mujeres podría trabajar. Y a sus esposos tampoco les serían tan fáciles las cosas. Si no estuviéramos aquí, ¿quién les limpiaría las mesas en sus restaurantes? ¿Quién cortaría la grama y quién le pondría sus cercas? ¿Quién les limpiaría sus oficinas, les surtiría los estantes de los supermercados, les desinfectaría las habitaciones de los hospitales, les arreglaría sus camas, les lavaría su ropa, les cocinaría sus comidas?
—América, ¿podemos ir a McDonald’s?— Kyle le pide cuando lo pasan de camino a casa.
—No. Comemos en casa después de natación.
—Pero yo tengo hambre ahora— él se queja, y Meghan añade su vocecita hasta que América se siente mal si no vira y conduce hasta el servicarro, donde un muchacho con un acento fuerte les sirve.
—No dejen caer nada adentro del carro— América les advierte, y los niños, acostumbrados a sus reglas, calladamente comen sus Chicken McNuggets y sus papitas saladas, obedientemente usando sus servilletas en vez de los puños de sus camisas para limpiarse la grasa de sus caras.
Verdad que es extraño, se sonríe, entrando en el tráfico. Están aprendiendo tanto de mí. Karen y Charlie casi no los ven, entre sus trabajos y las actividades de los niños los fines de semana. Frida, Mercedes, Liana y Adela también les están enseñando a los niños que cuidan. Todos estos americanitos aprendiendo de nosotras lo que es la vida. Somos de un país distinto, hablamos un idioma diferente del de ellos, pero somos nosotras las que estamos cuando tienen hambre, o cuando dan su primer paso, o cuando nadan solitos del lado poco profundo de la piscina.
En la entrada al Health Club, se une a otras mujeres que caminan enérgicamente con sus niños, tantas madres como empleadas. América reconoce cuáles son las madres porque están vestidas en ropa cara. Ellas abren las puertas como si fuera su derecho, mientras las empleadas parecen estar disculpándose por ocupar espacio donde no deben estar. Las de color, por lo menos. Las blancas se portan como las madres, con la misma confianza y resolución, sin disculpas.
Adela jura que las empleadas blancas ganan más que las latinas y las negras y que trabajan menos. Como amas de llaveniñeras, América y sus amigas están a cargo de la casa y de los niños. Las niñeras europeas y las blancas casi nunca limpian la casa. Por eso es que Frida y Mercedes, Liana y Adela trabajan sus días libres limpiando las casas de gente que tiene empleadas. Casi siempre, las empleadas internas son blancas, como los dueños, y desdeñan a la “mujer que limpia”, quien hace el trabajo que ellas rehúsan hacer.
—Bueno, eso no duró mucho— le dice a Ester, sorprendida de sentirse enojada.
—Irving es un buen hombre, pero yo estoy muy acostumbrada a vivir a mi manera y él también—. Por el sonido de su voz, América se da cuenta de que Ester está bebida. Eso es lo que significa “que está acostumbrada a su manera de vivir.” —Además, alguien tiene que cuidar este lugar. El jardín ya parece una selva.
América imagina el jardín ingobernable de Ester, las rosas que atacan a quien entre por el portón, la abundancia de yerbas sembradas en filas retorcidas detrás de la casa, los palos de limón y de toronja, con las espinas más duras y agudas que jamás ha visto. Si ese jardín está peor que cuando ella vivía allí, vale la pena que Ester vuelva a atenderlo.
—¿Se pelearon?
—No— dice Ester—, tenemos un acuerdo. Pero ya no podemos vivir juntos—. Probablemente dejó de beber mientras vivía con Don Irving y ahora ha elegido la cerveza sobre él. Ese es el acuerdo.
América suspira profundamente. —Bueno, tú sabes lo que te conviene. Es tu vida.
—Sí— Ester dice sin amargura—, es mi vida—. América oye el clak de un pote en una mesa. —Correa me vino a ver el otro día.
El efecto en América es instantáneo, familiar: frío, un golpe en su estomágo. En dos meses de llamadas teléfonicas, Ester ha mencionado a Correa sólo una vez, cuando describió cómo lo sacó de su casa machete en mano.
—¿Qué quería?—. Quiere sonar indiferente, sin miedo.
—Dijo que te dijera que él está muy apenado.
—¿Por qué?—. Después del miedo, furia, sólida y roja.
—Sólo que está apenado. Estoy segura de que se imaginó que yo sabía de qué estaba hablando—. Ester chupa su cigarrillo. Un trago. Metal tocando madera. —Yo le dije que tú no quieres saber de él. Él dijo que no te culpaba. Dijo que merece tu desprecio. Dijo que tú eres la mujer más buena del mundo y que él debió de apreciarte más cuando te tuvo.
—Estaba borracho, ¿verdad?
—Yo no digo que estaba caminando derecho, pero sonaba lo más bien—. Como si Ester supiera la diferencia.
—Dijiste que vino a la casa. ¿Y tú no lo amenazaste?
—Sólo quería hablar, a decirme que te dijera que lo siente mucho, eso es todo.
—¿Y tú le creíste?
—Escuché lo que tenía que decir y después se fue. Ni siquiera entró en la casa.
—Por lo menos...
—Él se disculpó, dijo que, después de todo, tenemos que considerar a Rosalinda.
—¿Le has hablado?
—La llamé ayer. Está en una obra en la escuela.
—Sí, ya me contó de eso.
—¿Se pelearon ustedes dos?
—Casi cada vez que llamo me cuelga el teléfono. No puedo decir ni hacer nada que le caiga bien.
—Está pasando por un período rebelde, eso es todo. Ya se le quitará.
—No la voy a llamar en buen rato.
—Mmmm—. Suena como si Ester se estuviera quedando dormida.
—Yo te llamo la semana que viene.
América se recuesta contra sus almohadas, abraza su gato blanco de peluche. Todos parecen estar tan lejos. Ester con su cerveza, Correa en modo conciliador, Rosalinda ensayando su vida como vedette. Todos parecen protagonistas de un cuento, no como la gente que hasta hace dos meses dominaba sus pensamientos y sus acciones. ¿Cuántas veces le cerró Rosalinda la puerta en la cara? ¿Cuántas cajas de cerveza consumió Ester sólo el año pasado? ¿Cuántas veces le cayó Correa encima?
Se sorprende de que esto sea todo lo que recuerda de ellos. El malhumor y la rebeldía de Rosalinda. Las borracheras de Ester. Las pelas de Correa. ¿Es eso todo lo que significan para mí? No personas, sino problemas.
No quiero tener nada que ver con ellos, América le dice al gato. De ahora en adelante sólo voy a pensar en mí misma, lo que yo quiero y lo que necesito. No puedo contar con ninguno de ellos. Con nadie. Estoy sola, y es mi vida, y no voy a dejar que nadie más me la arruine.