Aprendiendo sus costumbres
Al otro día, América se levanta temprano y baja a desayunar antes de que la familia despierte. Todavía está oscuro afuera, pero un sol endeble comienza a tocar el paisaje blanco como un amante tímido.
Se sienta con su café y tostada con jalea disfrutando de la casa quieta, deseando que estuviera un poco más cálida, preguntándose a qué hora el Sr. Leverett regresó a su casa. Recuerda haber oido la puerta del garaje subir y bajar en medio de la noche, pero estaba demasiado soñolienta para levantar su cabeza y mirar el reloj al lado de la cama. Su maletín está al borde de la mesa, como si él lo hubiera colocado ahí sólo por un momento.
Ella oye correr el agua arriba, y sabe que los adultos de la familia están despiertos. La Sra. Leverett no dijo si América debe despertar a los niños y no está segura de lo que desayunan, así que recoge un poco la sala informal y el comedor de diario mientras espera que bajen.
El Sr. Leverett es el primero en bajar y parece sorprenderse y alegrarse al verla.
—Buenos días. ¿Cómo estás hoy?— pregunta como si verdaderamente le importara.
—Muy bien, Sr. Leverett, ¿y usted?
—Charlie.
—¿Esquiús?
—Yo soy Charlie en casa, Sr. Leverett en la oficina.
—Ah, sí, gracias Don Charlie.
—No, simplemente Charlie.
—Okei, Charlie—. Ella sonríe. Él es alegre y enérgico, con los movimientos confiados de un atleta. Pero su manera abrupta y los movimientos eficientes parecen estudiados, como si tuviera que recordarse a si mismo que ya es un adulto. —¿Gusta desayuno?
—No, gracias, yo compro café en la estación—. Busca su abrigo en el ropero, ajusta su corbata antes de agarrar su maletín y guantes. —Bueno, que tengas buen día-le desea y no espera que ella le desee lo mismo antes de salir. En un minuto, oye cuando se abre la puerta del garaje y su automóvil se prende.
Arriba, hay mucho corre-corre, y las voces de la Sra. Leverett y de los niños hablando incomprensiblemente rápido. El teléfono suena y alguien lo contesta arriba. América no sabe si debe ayudar a los niños a vestirse, y cuando está a punto de subir a hacerlo, la Sra. Leverett baja corriendo, el teléfono portátil en su oreja, seguida por Kyle y Meghan.
—Okay, chicos, siéntense que nosotras les preparamos el desayuno, ¿okey? Buenos días— dice cuando pasa por el lado de América. Abre y cierra gabinetes frenéticamente, retira fuentes, saca cereal, toma un guineo de la canasta llena de frutas sobre el tope, a la vez que continúa su conversación telefónica.
—Yo hago, no preocupe— América dice, y la Sra. Leverett asiente y se inclina contra la isla, señala el cereal, luego a los niños, y vuelve su espalda para garabatear algo en un pedazo de papel.
América trae todo a la mesa, llena los bols, corta el guineo sobre el cereal, vierte la leche aguachosa.
—Es demasiado— Kyle se queja.
—Leche bueno— América dice suavemente para no interrumpir la llamada de teléfono de la Sra. Leverett. —Crece fuerte.
—Ella puso demasiada leche en el cereal, Mom—. El tono de Kyle sorprende a América. Es un gimoteo que ella no había oído antes.
La Sra. Leverett sube la vista de sus garabatos. —Un minuto— dice en el teléfono, luego viene a la mesa a mirar.-Nosotros sólo usamos una pizca— dice—, nos gusta el cereal crujiente—. Ella regresa al teléfono.
—Yo no me lo como así—. Kyle empuja su bol.
Meghan lo copia. —Ni yo tampoco.
La Sra. Leverett mira hacia América, como esperando que ella diga o haga algo. Lo que América quisiera hacer es enseñarles lo que es respeto a los niños y obligarles a comer su desayuno.
Pero, en vez, sonríe obsequiosamente. —Come ahora, mañana pongo menos.
—Yo no lo quiero-Kyle dice, sin probarlo—, está empapado.
América saca una cucharada de cereal esponjoso. —Es bueno, ¿ves?
La Sra. Leverett cuelga el teléfono, agarra los bols, tira sus contenidos en el fregadero y los llena de nuevo. —América está aprendiendo cómo nos gustan las cosas. No sean groseros con ella, ¿okey?— le dice a los niños mientras les salpica una pizca de leche sobre su segundo bol de cereal. Sin mirar a América, camina hasta el otro lado de la isla para vertirse café.
América se queda al lado de la mesa, sintiendo como que ha fracasado una prueba. Los niños siguen sentados en sus puestos como un príncipe y una princesa, mirando de América a su madre como si ambas los hubieran decepcionado. América toma otro guineo del bol de frutas.
—¿Cómo le gusta, ancho o fino?— les pregunta, sus labios apretados, el cuchillo suspendido sobre el guineo por encima del bol de Kyle. Él la mira, sus ojos fijos en los de ella como si tratara de adivinar sus intenciones. Ella le devuelve la mirada, seria. Él encoge los hombros. Ella corta la mitad del guineo en su bol, y la otra mitad en el de su hermana, en tajadas deliberadamente parejas, ni muy finas, ni muy anchas. Los niños la miran silenciosamente hundir el filo del cuchillo en la fruta firme. Cuando ella termina, los mira a ellos, sus facciones rígidas, en una expresión que desafía quejas. —Comer-les dice suavemente, y ellos llevan el cereal a sus bocas, sus ojos en ella mientras se mueve por la cocina, donde la Sra. Leverett espera que la tostadora suene. —Usted sentar, Missis Leverett-América dice—. Yo traer—. La Sra. Leverett se sienta al lado de los niños, quienes se están comiendo hasta la última pizca del cereal, la leche y el guineo.
—Llámame Karen— ella dice—, nosotros no somos tan formales aquí.
—Okei, gracias, Karen—. América sonríe con los labios apretados al poner la tostada al frente de ella. —¿Les gusta más cereal?-le pregunta a los niños, y los dos sacuden sus cabezas al unísono, como títeres. —Prepárense para la escuela —ella les dice y ellos se deslizan de sus sillas y se van.
Karen Leverett sube la vista de su tostada seca. —Yo no debí haberles gritado-dice—, pero tienen que aprender.
América limpia los lugares de los niños, preguntándose que querrá decir Karen y si la entendió bien. Los niños vuelven luchando con sus abrigos y América los ayuda mientras Karen busca su abrigo y sus botas.
—Mañana-Karen dice —vienes con nosotros de modo que puedas aprender la ruta.
—Okei—. América le abotona el abrigo a Meghan hasta el cuello, ajusta su gorro sobre sus ojos. —Nosotras jugamos cuando vuelvas—. Meghan asiente solemnemente.
—Yo tengo que hacer algunos mandados mientras estoy fuera. Estaré de vuelta en un par de horas—. Karen le indica a los niños que caminen al frente de ella y América se para en el umbral para despedirse. Cuando la puerta del garaje se abre, una ráfaga de aire helado le da escalofríos. Los saluda con la mano y cierra la puerta con un estremecimiento.
Nos tenemos que acostumbrar unos a otros, se dice mientras limpia el lugar de Karen. Ellos no están acostumbrados a mi manera de ser y yo no estoy acostumbrada a la de ellos. En el fregadero, los restos del primer desayuno de los niños parece vómito. Deja correr el agua sobre el residuo, empuja las todavía brillantes tajadas de guineo sin tocar en el triturador. Tiene ganas de llorar, y atribuye el impulse súbito a que no le gusta desperdiciar comida.
Le toma una semana el aprender las rutinas de la familia y su papel en ellas. Charlie Leverett deja la casa a la misma hora todas las mañanas, porque tiene que coger un tren, y no vuelve antes de las siete y media de la noche y, a veces, no hasta mucho después de que la familia se ha acostado. Karen Leverett es lenta en prepararse por las mañanas y los niños esperan que ella les ayude a vestirse. Todos bajan las escaleras a la carrera con diez minutos para desayunar. Después de la tercera mañana, América sube tan pronto como Charlie se va, ayuda a vestir a Kyle, ayuda a Meghan, entonces los lleva abajo a desayunar. Cuando Karen baja, ya los niños están casi terminando su desayuno.
—Ustedes comen desayuno bueno-América les dice. —Ustedes crecen grande.
Sus declaraciones les suenan a ellos como mandamientos. A diferencia de su madre, ella no termina cada instrucción con el ¿okey? No espera que estén de acuerdo con ella, espera que la obedezcan. Si discuten, insiste en que no comprende lo que dicen y repite sus instrucciones y ellos hacen como ella dice, porque si no, pone una cara como la mañana en que cortó el guineo como si cada tajada fuese una advertencia.
—Desayuno frío no bueno— ella les dice y al otro día, cuando Karen baja al comedor de diario, los niños están comiendo una olorosa avena caliente con miel y bebiendo una taza de leche caliente endulzada, por la cual América ha pasado una varita de canela para darle gusto.
—Oh, qué rico huele— dice y América le pone un bol lleno al lado de su taza de café.
—Es bueno para usted— dice, y Karen Leverett lo come como si nunca antes lo hubiese probado.
Cuando cierra la puerta detrás de ellos al quinto día, América suspira con satisfacción. Ella está aprendiendo sus costumbres y poco a poco las está cambiando.
Todo en la casa Leverett se hace con máquinas. Algunos de los aparatos los ha usado antes en las casas que limpiaba en las altas colinas de Vieques, otros los ha visto anunciados en las paginas de los especiales que vienen dentro del periódico de los domingos. Pero los Leverett parecen tener más aparatos de lo necesario. Hay tres máquinas para hacer una taza de café. Una para moler los granos y, dependiendo de si ella quiere capuchino o café regular, dos para hacerlo. Hay máquinas para hacer pan, para hacer pasta, para hacer arroz al vapor, para aplastar y tostar sangüiches, para cortar vegetales, para hacer jugo de fruta, para cortar papas. Hay dos hornos regulares, más un horno-tostadora y uno de microonda, una nevera enorme en la cocina, una más pequeña en la sala deportiva, un congelador. Hay máquinas para lavar y secar platos y ropa. Hay máquinas para barrer las alfombras, para encerar los pisos, para aspirar migajas de los muebles. Hay máquinas para cepillar los dientes, para encrespar el pelo, para afeitar piernas. Hay máquinas para remar, para caminar, para subir escaleras. Hay una máquina para planchar pantalones, una máquina de coser, una máquina que chisporrotea vapor para desarrugar vestidos. Charlie tiene una máquina para brillar sus zapatos y Karen tiene una que le echa vapor en su cara. Hay tres computadoras en la casa, un sistema de teléfono con intercomunicador y números programados para la escuela Montessori de los niños, las oficinas de Karen y Charlie, sus “beepers” y los números de teléfono de sus automóviles. Y hay otras máquinas cuyo uso no puede identificar.
—Deben de pagar una fortuna en cuentas eléctricas cada mes— América le dice a Ester cuando la llama el domingo por la mañana. —Por lo menos pagan por mes lo que nosotras pagamos en un año.
—Toda esa electricidad flotando por ahí causa el cáncer.
—¿Quién te dijo tal cosa?
—Dieron un especial sobre eso ...
—Mami, no todo lo que ves por la televisión es cierto.
—¿Por qué van a mentir acerca de algo así?—. Cuando la desafían, la voz de Ester suena como el gimoteo petulante de un niño irritado. —Entrevistaron a una gente que les dio cáncer del cerebro por vivir debajo de cables eléctricos. Y un doctor dijo que podría suceder.
—Bueno, yo no me voy a preocupar por eso.
—Puede ser que sea sólo ciertos tipos de electricidad.
—Hay sólo un tipo ...
—¿Por qué tú siempre me contradices?
—Yo llamé para decirte que estoy bien y que no te preocupes por mí, y acabamos con una pelea.
—Yo no estoy peleando. Sólo estoy tratando de decirte algo para tu propio beneficio.
—Gracias, entonces—. América arregla las almohadas en su cama, se enrosca en una posición más cómoda. Ni ella ni Ester han mencionado el nombre que cuelga en el silencio entre palabras. Los silencios crecen más largos cuanto más tiempo hablan por teléfono, mientras cada una evita decir el nombre, evita ser la primera en introducirlo en la conversación.
—¿ Hablaste con Rosalinda?— Ester pregunta.
—No, la llamo después. ¿ Y tú?
—Ella se sorprendió al verte.
—Tuve una bonita conversación con ella antes de irme. Puede ser que se venga a vivir aquí...una vez que yo me radique bien—. No preguntará por él, no admitirá ni a sí misma que ha pensado en él, que se ha preguntado cómo él ha tomado su ausencia.
—Todo el mundo habla de cómo tú te fuiste— Ester dice tentativamente, como sondeando una reacción antes de continuar.
—¿Cómo me fui?
—Sin despedirte de nadie.
—Yo le dije adiós a la gente que importaba.
—Están hablando de ti.
—¿Quién?
—Dicen que te fugaste con uno de los huéspedes.
—Mami, eso no me da ninguna gracia.
—Correa vino a La Casa y amenazó a Irving—. Ahora sus palabras salen con una prisa sofocada, como si las hubiera aguantado desde hace tiempo y ya no pudiera más y tuviera que sacárselas de adentro. —Yo me mudé con él un tiempito.
—¿Con quién?
—Con Irving, hasta que Correa se calme un poco. Estoy aquí hoy porque tú dijiste que llamarías. Pagán pensó que sería mejor así.
—¿Pagán? Mami, ¿qué es esto? ¿Está la isla entera metida en este lío?
—Tú no sabes cómo son las cosas aquí.
—Yo sólo he estado fuera una semana. Yo bien sé cómo son las cosas allí. Por eso es que estoy aquí.
—Se enloqueció. Alguien le contó que tú estabas en el aero— puerto y ya estaba llamando a mi puerta antes de que me tomara mi primera taza de café.
—Ay, Dios mío, Mami. ¿Te hizo algo?
—Yo estaba lista, nena, no te preocupes—. Su voz cambia a un gorjeo jovial. —Agarré mi machete ...-Su risa retumba en arranques espasmódicos que la hacen toser. América la imagina, con sus rolos rosados y su camisón arrugado, amenazando a un Correa fuera de control con el machete mohoso que usa para des— yerbar su jardín. América se estremece. —Yo le dije...— Ester se ríe, tose, se ríe de nuevo, incapaz de encontrar las palabras. A pesar de sí misma, una sonrisa juega en los labios de América.
—Dímelo, Mami, ¿qué hiciste?
—Agarré el machete y lo meneé sobre mi cabeza...Ay, Dios mío, ¡si hubieras estado allí! ... Y le dije “¡Te voy a hacer como hizo Lorena!”-Ester se ríe, tose, se da contra el pecho para apaciguar la tos.
América tira una carcajada. —Ay, mi Dios, ¡no!
—Sí, así fue. Le dije que le cortaba el bicho si se atrevía acercarse a mí.
América no se ha reído así desde hace años. Ester también se lo está gozando. Pero América se corta, sus manos aprietan el receptor con tanta fuerza que lo podría aplastar. —Milagro que él no te contestó “Te voy a hacer como hizo O.J.”
Pero Ester no oye su tono solemne, el cambio súbito en la voz de su hija.
—Yo creo que al fin se dio cuenta de que alguien en esta casa está más loco que él—. Ester se ríe de su ingenio, su coraje. ¿Cuánto tiempo habrá fantaseado con confrontar a Correa de este modo?
—¿Se ha aparecido por ahí desde entonces?
Ester para, respira en esfuerzos que marearían a otra persona. —Ay, fue tan cómico. Yo nunca he visto a un hombre tan asustado.
—¿Ha venido, Mami? ¿Lo has visto despues...?
Ester se pone seria de nuevo, pero no cortará la historia. —Muchacha, se fue con el rabo entre las patas y voló a Fajardo, debe haber llegado unos minutos después de que tú te fuiste de la casa de su tía. Regresó a Vieques al otro día, tan borracho que apenas podía estar de pie. Eso es cuando fue a La Casa. Irving hizo que lo arrestaran.
Un dolor constante comienza a machacar contra sus sienes. —¿Él está en la cárcel?
—¡Nah! Pasó una noche allí. Feto dijo que ya estaba de vuelta en el trabajo ayer.
—Eso no termina ahí. Él debe estar planificando algo.
—Él no sabe dónde tú estás. Nadie aquí lo sabe, ni siquiera yo.
—Don Irving sabe. ¡Ay, qué vergüenza!
—Él dijo que te dijera que no te preocupes por nada. Sólo que te cuides bien.
A pesar de sí misma, América comienza a sollozar. —Todos se están portando tan bien conmigo...
—¿Cuándo vas a mandar dinero?
—¿Qué?
—La razón por la que uno se va a Nueva York es para enviar dinero a su familia.
América sonríe entre sus lágrimas. —Te envío un giro tan pronto me paguen.
—Y no te olvides de llamar a Paulina.
—Okei, Mami. Yo la llamo hoy—. El silencio que sigue es como un abrazo.-Yo te llamo la semana que viene.
—Estaré aquí.
—Gracias, Mami.
—Pues, adiós.
América cuelga el receptor y acomoda la espalda contra las almohadas. A Correa no se le apacigua tan fácilmente. Y menos si sospecha que se ha fugado con un amante. ¿Cómo puede haber comenzado ese chisme? Ella no le habló a nadie en la camioneta hacia el aeropuerto ni en el avión. ¿Cómo puede alguien, sabiendo el genio y maltrato de Correa, ser tan cruel como para sugerir que ella viajó acompañada por un hombre? No tiene sentido. Pero no importa. Puede ser que los rumores fueran iniciados por el mismo Correa. Sus celos, su carácter dominante no le permiten aceptar el hecho de que ella lo dejara simplemente porque quería hacerlo. Esto no queda ahí. Ella lo conoce lo suficiente como para temer que tratará de desquitarse de algún modo, sino mediante Ester, mediante Rosalinda. No cabe duda en su mente que Correa no ignorará la humillación pública que le ha ocasionado. Esperará hasta que pueda lastimarla tanto como ella lo ha lastimado a él.
El teléfono de Tía Estrella es contestado al primer timbrazo.
—Rosalinda, soy yo.
—Ay, Mami, ¡él estuvo aquí! Te está buscando.
—Cálmate, mi’ja, él no sabe dónde estoy. ¿Cómo estás?
—Estaba tan enojado. Yo nunca lo he visto así, Mami. Él dijo cosas feas y le gritó a Tía Estrella. Te insultó. Y dijo que él los mataría a los dos. Mami, ¿tú estás con otro hombre?—. Rosalinda está histérica. Las palabras salen de su boca en un torrente interrumpido por sollozos. América traga duro contra la tensión en su garganta.
—Ahora escúchame a mí, Rosalinda, escucha. ¿Estás escuchando, mi’ja?
—Yo nunca lo he visto tan enojado. Me abofeteó...— Hay un suspiro, como si las palabras salieron de su boca contra su voluntad. —Él no lo hizo de maldad, Mami, yo me entrometí.
—No lo defiendas, Rosalinda. Eso no tiene justificación.
—Él te quiere tanto, Mami. No puede aceptar que te ha per— dido.
¿De dónde vienen esas palabras? ¿Ha dicho algo ella, América, que le diera la impresión a Rosalinda de que las pelas tienen algo que ver con el amor? ¿Lo ha creído ella misma?
—Rosalinda, él no me ama—. ¿Por qué es que su garganta se contrae, sus labios tiemblan? —Él no me ama.
—Él dice que jamás permitirá que lo abandones. Él dice que ningún otro hombre puede tenerte.
América cierra sus ojos, como si de esa manera la oscuridad que ella crea fuese más penetrante que la del cuarto de muchas ventanas con cielorrasos sesgados en el que está rodeada de almohadas. —Rosalinda, contrólate. Tienes que prestarme atención—. La niña deja de plañir, pero su resuello acompaña las palabras de América. —Yo no estoy con otro hombre. No creas esos chismes. Yo no sé dónde empezaron, o por qué, pero no son ciertos. ¿Comprendes?
—Sí, Mami.
América se muerde los labios, cambia el teléfono de una mano a la otra. —La manera en que tu papá me ha tratado... no tiene nada que ver con el amor. Es difícil de explicar, pero tú no debes pensar que es así que los hombres muestran su amor.— Su pecho se siente apretado y es difícil respirar. De pronto siente frío, sus dedos están rígidas y sus dientes rechinan como castañuelas. —O que el hecho que yo lo dejara que me golpeara quiere decir que así es como las mujeres muestran el suyo—. ¿Qué quiere decir? ¿Qué quiere decir? ¿Qué quiere decir? Está tan fría que se tiene que tirar la ropa de cama encima y habla con su hija desde la oscuridad debajo del edredón.
Rosalinda solloza, musita en el receptor. —Ajá—. Pero no ha oído nada. —Él cambiará, Mami, si vuelves. Él te ama tanto...él quiere que seamos una familia de nuevo.
—Rosalinda, nosotros nunca hemos sido una familia—. En la oscuridad cada palabra suena como una confesión.
—¿Cómo que no somos una familia? Él no ha vivido siempre con nosotras, pero...pero...pero...
Su voz es baja, confidencial, como si las palabras fueran prohibidas. —Él tiene una familia en Fajardo, Rosalinda, tú lo sabes. Una esposa y niños.
—¿Cómo pueden ellos ser una familia y nosotras no? ¿Sólo porque está casado con la otra mujer? Él se tuvo que casar con ella, pero no la quiere como te quiere a ti. Tú sabes que eso es verdad.
—Ay, Rosalinda, me estás lastimando.
—Él no es un hombre malo, Mami.
—No, mi’ja, no es un hombre malo. Sólo que...No, no es un hombre malo.
Rosalinda habla tan rápido que casi no puede respirar, trata de convencer a su madre con cada argumento que se le ocurre. —Él lloró, Mami. Se sentó en el sofá de Tía Estrella y lloró. Él nunca ha hecho eso, Mami.
Borracho, probablemente, América quiere responder, pero se avergüenza de no darle a Correa el beneficio de la duda. Él no es tan buen actor como para llorar lágrimas de cocodrilo frente a mujeres que lo adoran y la verdad es que a veces a él le da sentimiento. Al final de la película “Terminator II”, cuando el hombre robot se cayó en la tinaja de metal hirviendo, Correa se emocionó y tuvo que secarse las lágrimas. Cuando se prendieron las luces en el teatro, fingió haber dejado caer algo debajo del asiento hasta que recobró su compostura.
—Tu padre es...sentimental...— América sugiere. —A lo mejor se dio cuenta de lo mal que me ha tratado todos estos años.
—Así es, Mami, y él jura que si vuelves cambiará—. Hay esperanza en su voz.
—¿Te dijo él que me dijeras eso?
—No, Mami—. Hay una mentira en su negación.
—Yo no vuelvo—. Sale un grito sofocado por el teléfono, seguido por otro ataque de lágrimas. América no comprende cómo, después de tanto tratar de alejarse de ella, Rosalinda la quiere en su vida.
—Es mi culpa, ¿verdad? Por lo que hice.
Está demasiado caliente debajo del edredón. —Esto no tiene nada que ver contigo, Rosalinda, esto tiene que ver con mi vida.
—Pero si yo y Taíno no hubiéramos...
—Lo que tú y Taíno hicieron fue algo malo...
Un lamento y, por un momento, América espera que Rosalinda cuelgue el teléfono. Pero Rosalinda se queda en la línea, gimiendo en el teléfono, como si alguien la estuviera torturando. Cada sollozo es como una soga que ata a América en nudos, cada palabra, cada aliento de la boca de su hija, apretándola más y más hasta que la sofocan.
—Cometí un error, Mami, ¿entiendes? Fue un error—. Rosalinda grita en el teléfono, de modo que América tiene que separarlo de su oreja y lo aguanta al frente de ella, como si esperara que Rosalinda, chillando, gimiendo, sollozando, fuera a saltar de su interior. Después de unos segundos, Rosalinda sí cuelga, y América se queda mirando fijamente un receptor silencioso.
Está enroscada en su cama, sus rodillas contra su barriga, mirando el teléfono como si estuviera a punto de convertirse en algo vivo. Pero sólo se oye el tono de marcar. Ya es algo, supongo, que Rosalinda admita su equivocación con Taíno. Ella no habia hecho eso antes.
América se voltea en la cama, estira sus piernas, preguntándose en qué punto de la conversación con su hija se enroscó en sí misma, de modo que su lado derecho se le quedó dormido.
Yo no voy a llorar por ella, por él, por nadie. No voy a llorar. Las lágrimas ruedan desde las orillas de sus ojos hacia sus mejillas. Él me ama. Él siempre ha dicho que me ama. Rosalinda también me ama. Y Mami. Pero si me aman tanto, ¿por qué me tratan como si no me amaran? Rosalinda sólo me quiere si la dejo hacer lo que le da la gana. Mami sólo me ama si no me meto en su vida. Correa, me ama, yo lo sé. Pero yo no quiero que me ame tanto. No tanto.
“Si necesita hacer una llamada, por favor cuelgue e intente otra vez. Si necesita ayuda, cuelgue y marque la operadora”.
La voz mecánica repite su mensaje, deliberado, tranquilo, cada palabra pronunciada claramente, de modo que no haya mala interpretación. Ayuda, América cuchichea al colgar. Ayuda.
—Los domingos— Karen Leverett le dijo anoche—, nosotros comúnmente hacemos algo juntos en familia. Vamos de caminata o al museo o a ver una película.
—¿América viene con nosotros?— Meghan le preguntó a su madre.
—Si quiere— Karen dijo, pasándole la mano por la cabeza a su hija. —Los domingos y los lunes son sus días libres.
—Mejor yo me quedo— América dijo.
Karen pareció desilusionada. —Si decides dar un paseo, usa el Volvo.
¿A dónde iría?, América se preguntó a sí misma.
La casa está tranquila. Después de su mañana de llamadas de teléfono, América se alegra de que no haya nadie que vea sus ojos hinchados y su cara triste. Prepara una sopa enlatada de pollo con fideos y dos pedazos de pan tostado y se sienta en el comedor de diario, comiendo y mirando cómo se derrite el hielo que cuelga delalero del tejado. Yo no puedo pasar cada fin de semana así, se dice en voz alta, llorando por la mañana y comiendo sopa enlatada por la tarde. Un cardenal aterriza en la orilla de la terraza. Es el primer rojas pájaro que ha viso desde que llegó a Nueva York. Sus plumas rojas parecen fuera de lugar contra las piedras grises, los montículos blancos de nieve, el ramaje verde melancólico invernal. Se hizo un vestido de ese color un año para su cumpleaños y Correa la obligó a cambiarse de ropa por algo menos llamativo. El color rojo, dijo, es para putas. El cardenal picotea algo en los intersticios de la terraza de laja, alza su cabeza como si alguien lo hubiera llamado, y vuela lejos, su plumaje una racha ardiente contra el paisaje triste.
Cuando América cumplió diecisiete años, Correa le enseñó a manejar. A él siempre le han gustado los carros, gasta todo su dinero y tiempo libre en cacharras que compra por casi nada y que arregla hasta que el motor zumba y el acabado brilla.
Temprano en la mañana de un domingo él la llevó al lote de estacionamiento de la Playa Sun Bay y levantó el bonete de su carro, para ese entonces un Monte Carlo gris. Esto, le dijo, como si estuviera dándole a conocer un secreto maravilloso, es el motor. Le mostró cómo verificar el nivel de aceite del motor y de agua en el radiador. Le demostró cómo raspar granos minúsculos de las conexiones de la batería. Sacó de su camisa un calibre parecido a un lápiz y le mostró cómo leer la presión de las llantas. Las llantas, le dijo, son el único contacto que tienes con la carretera. Las tienes que mantener infladas y verificar frecuentemente que las bandas de rodaje no estén peladas.
Correa la llevó por los estrechos caminos de Vieques y la dejó practicar. Acelera y mantén una velocidad constante, no esperes que el motor te lo pida. No guíes con el pie en el pedal de los frenos o se gastan. Lava el carro por lo menos una vez por semana porque el salitre es malo para el acabado.
Cuando consiguió su licencia, él le dejó su carro para que practicara y se lo regaló cuando compró el primero de sus tres Jeeps. Pero un día, vino a la casa y América no estaba. Ella se había ido sola a Isabel Segunda, a unos veinte minutos al otro extremo de la isla. Cuando regresó sus brazos cargados con la compra de la semana, él le dio una pela porque no le enseñó a manejar para que estuviera vagabundeando por el pueblo. Se llevó el carro y le dijo que no la quería manejando más.
Sentada al volante de la camioneta Volvo color plata de Karen Leverett, América reflexiona que Correa tampoco le enseñó a manejar para que un día estuviera malgastando su tiempo en el camino de entrada de una mansión decidiendo qué hacer con el resto de un domingo nublado en medio de sólo Dios sabe donde.
Se va hacia la izquierda, por el camino no pavimentado. Más allá, tiene que guiar despacio para dejar pasar un grupo de jinetes. Al pie de la colina, toma otra izquierda, hacia las tintorerías y las tiendas gourmet donde Karen le dijo que siempre compra los granos de café y el aceite de oliva extra virgen que le gusta.
Al otro lado de la calle, donde se encuentran las tiendas gourmet, hay un cine pequeño. Casi todo el resto de las tiendas son oficinas de bienes raíces, con fotos de casas de millonarios en las ventanas. Pasa un centro comercial con un supermercado en una esquina y un banco en la otra. Este no es donde Karen dijo que ella debe hacer compras, aunque es el mercado más cerca de la casa. Al lado hay una floristería y un veiterinario, y al doblar la esquina, una estación de gasolina que está abierta las veinticuatro horas del día. Pasa praderas verdes cercadas, donde juegan una yegua y su porto. Más allá, al pie de la colina, estála escuela superior, con sus campos para fútbol y pelota, una charca con patos y una pista de correr. Maneja como si supiera dónde va, bajo el puente de la carretera, pasando una flecha que indica un club de tenis. La carretera de dos carriles continúa después de la escuela de Kyley Meghan hacia una encrucijada al frente de un hospital.
Sigue a mano derecha por la calle principal de Mount Kisco, el pueblo más cercano, a siete millas de donde vive. Estaciona en el primer espacio que encuentra y brinca un charco fangoso hasta la acera limpia de nieve. Ella dejó la casa porque se cansó de estar sola, repasando y reviviendo imágenes inducidas por las conversaciones de esta mañana. Pero se encuentra también sola en una calle cuya arquitectura, carteles y aire frío son extraños. Una vitrina al lado de un estudio de karate anuncia OFICINA HISPANA, y éste es el primer indicio que tiene de que no es la única persona que habla español en Westchester County, Nueva York. La oficina está cerrada, pero por los cristales ve carteles e Perú, Ecuador y Guatemala.
Más abajo, encuentra un restaurante con un nombre en español, Casa Miguel. América se asoma por la puerta y ve una sala oscura, large y estrecha, decorada con sarapes y sombreros con lentejuelas, lleno de yanquis que son servidos por camareros que parecen latinos. Un hombre le pregunta si pueda ayudarla y ella retrocede, diciendo no con la cabeza.
Salones de belleza, un joyero, tiendas vacías con letreros que anuncian SE ALQUILA en las vitrinas. Al frente del cine hay una pizzería llena de niños parlanchines y adultos nerviosos. América apresura su paso.
Al dar vuelta a la esquina, hay un parque pequeño al lado de un arroyo, con una estatua de Cristóbal Colón parado de tal manera que, a primera vista, parece que está orinando. Pero, al acercarse, ve que lo que aguanta es un pergamino. Al otro lado de la calle hay una estatua de un indio emplumado, su cara mirando sobre su hombro izquierdo, aparentemente rechazando a Colón.
Hay parejas que caminan tomadas de las manos. En una esquina hay un grupo de hombres fumando. Cuando pasa, la miran pero no dicen nada. Parecen latinos, pero cuando se acerca, ellos dejan de hablar, así que no está segura. Se sorprende de no oír los piropos tan típicos de los grupos de hombres jóvenes allá en Vieques. Quizás, piensa, no estoy lo suficientemente bien vestida. Tiene puesta su única ropa caliente, jeans, su sudadera de Minnie Mouse, las botas y el abrigo pesado de Karen Leverett. Sus rizos están aplastados bajo el gorro de punto azul. Con razón los hombres no le dicen nada a las mujeres aquí, se dice a sí misma, estudiando la gente que pasa empaquetada en abrigos. No hay nada que ver.
Tanto caminar en el aire frío le da hambre y sigue un aroma de ajo hasta un restaurante chino. El lugar está lleno de clientes que hablan español.
—Buenas tardes— dice la mujer china al otro lado del mostrador.
—Buenas tardes— América responde, sonriendo por la sorpresa de escuchar una persona china hablando español. Detrás del mostrador hay una cocina, en la cual tres hombres con gorros blancos cocinan en enormes woks sobre fuego vivo. Ellos la saludan con la cabeza.
—El menú— dice la mujer, empujando en su dirección el menú en una hoja impresa en caracteres chinos con su traducción al inglés, que a América le parecen tan incomprensibles como el idioma original.
—Gracias—. Mira la lista de platos, tratando de encontrar chow mein, arroz frito y eggrolls, la única comida china que ha comido. Y no está segura de que de verdad fuera comida china, ya que el dueño del restaurante era un viequense que vivió en Nueva York por diez años y que nunca, ella cree, visitó la China. La mujer detrás del mostrador señala unas fotos en las paredes.
—El menú— repite, sonriendo, pero ahora no lo dice con tanta amabilidad al darse cuenta de que América no sabe lo que quiere ordenar.
Entra una pareja y la mujer sonríe y los saluda de la misma manera que saludó a América. Les da un menú y a América se le ocurre que quizás la mujer china sólo sabe suficiente español para saludar y servir a su clientela.
—Número cuatro— América dice, señalando hacia el plato de camarones con langosta, con un servicio de arroz frito y eggroll.
—¿Y para beber?
—Coca-Cola.
La mujer le da un pedacito de papel, una Coke y un sorbeto y le señala una mesa vacía. —Yo llamo el número— dice, e indica los números en el papel en la mano de América, y la mesa nuevamente, como si América no hubiera entendido la primera vez.
Cuando se sienta, la gente en la mesa de al lado la mira. Cuando les devuelve la mirada, el hombre la saluda y la mujer la tasa descaradamente con una advertencia en sus ojos. América abre la lata de soda, mira por la ventana, evitando los ojos de las otras mujeres en el restaurante, que la miran como si ella hubiese entrado allí específicamente para seducir a sus hombres frente a sus propias narices. Este es mi hombre, dice la mirada, no te acerques. Ella ha tenido esa mirada en su cara. Cuando Correa la saca a pasear, es posesiva si otra mujer se acerca. Es la misma mirada que Don Irving tenía en su cara durante los tres meses que Ester vivió con él. Y, ¿quién sabe?, puede ser que la tenga ahora que Ester ha vuelto a su lado.
Será posible, América se pregunta, el amar sin poseer. ¿Será posible amar sin preocuparte de que la próxima persona que pase por la puerta se va a llevar a tu amante con una mirada?
Llaman su número, en español, y recoge su orden, paga y se sienta en la mesa sola, rodeada de parejas que hablan un español distinto al que siempre ha oído, pero español no obstante. Y a ella le gustaría hablar con esta gente en su lengua, le gustaría averiguar de dónde vienen, y si están acostumbrados a este clima frío y si viven en este pueblo o, si como ella, lo visitan en su día libre. Pero la expresión en las caras de las mujeres la desalientan. Ella es una mujer sola, lo que la hace sospechosa para las demás. Come su comida china, que está rica, en silencio, evitando los ojos oscuros de los otros comensales, velando a los transeúntes por la ventana, sintiéndose tan sola como jamás se ha sentido en su vida.
Cuando regresa a la casa, América marca el número de teléfono de Estrella, esperando que Rosalinda se haya tranquilizado y esté en condiciones de hablar con ella. Le gustaría disculparse con Rosalinda por haber sonado como si hubiera estado a punto de sermonearla sobre Taíno. Lo que estaba a punto de decircle a su hija era que, aunque lo que hizo fue algo malo, ésa no fue la razón por la cual América decidió dejar a Correa. Debí hacerlo hace tiempo, pero no sabía cómo, ni que podía. Pero América va a tientas formulando las palabras, insegura de cómo contestarse sus propias preguntas, temerosa de que las de Rosalinda, más exigentes serán, serán aún más difíciles de contestar. Es un alivio cuando el teléfono suena ocupado.
Supongo que el hecho de que Rosalinda se fugó con Taíno tuvo algo que ver con mi decisión, se admite a sí misma, el saber que yo hice todo lo que pude por ella y que, al fin y al cabo, no importó. Esta manera de pensar le sube la temperatura, así es que se pone su ropa de dormir, aunque recién son las seis de la tarde. Quizás no debo llamarla, quizás es ella quien debe de llamar, quien debe disculparse por haber colgado con tanta falta de respeto. Entonces se acuerda de que Rosalinda no tiene su número de teléfono.
Marca de nuevo. O Rosalinda está hablando por teléfono con su papá o ha decolgado el teléfono por despecho. Piensa que es más probable que Rosalinda y Correa estén hablando por teléfono acerca de ella, entonces decide que está siendo paranoica. Pero entonces los recuerda sentados en el sofá allá en casa, cuchicheando hasta que ell entró, silenciándose el uno al otro con una mirada misteriosa que ni siquiera intentaron ocultar. ¿De que lado está Rosalinda?
La puerta del garaje sube y baja. Los Leverett deben haber regresado de su domingo familiar. Los oye pasear por la cocina y el comedor y por un momento considera bajar a ayudarles a preparar la cena o lo que sea que están haciendo. Pero es su día libre.
Se enrosca más debajo de su edredón. Si el teléfono todavía está ocupado la próxima vez que marque, América se dice a símisma, no voy a intentar más. Espera quince minutos, marca de nuevo, cuelga el teléfono de golpe cuando oye el zumbido insistente. Ahora está convendica de que Rosalinda ha dejado el teléfono descolgado. Debo sentirme culpable por haber mencionado a Taíno. Debo olvidarme que pasó lo que pasó. Bueno, pues quiero que sepas algo. Nunca lo voy a olvidar. Nunca. Tendiste tu cama, le dice a su hija a través del mar, ahora acuéstate en ella.
Hace su última llamada del día.
—¿Tía Paulina? Es su sobrina, América.
—Ay, nena, ¡qué sorpresa! Un momentito—. En una voz más alta, despegada del teléfono, dice:-Bajen la voz, es América. ¿Cómo estás, mi’ja?
—Lo más bien, Tía. ¿Recibió mi carta?
—Sí, mi’ja, pero no me diste una dirección o un número de teléfono... ¿Ya estás en Nueva York?
—Sí, vine la semana pasada.
—¿De verdad?
—Estoy trabajando con una familia.
—Sí, nos contaste eso en tu carta. ¿Dónde queda la casa?
—El pueblo se llama Bedford.
—Yo no sé dónde es. No te me retires, un momentito—. El receptor suena como si ella lo hubiese puesto sobre una mesa. La voz de Paulina suena distante y apagada al hablar con lo que parecen ser muchas personas. América no oye bien lo que se está diciendo, pero le suena como que ellos están tratando de determinar dóne está ella y si alguno de ellos ha oído mencionar el sitio. Paulina coge el teléfono de nuevo. —Leopoldo sabe donde queda ese pueblo.
—¿Cómo está Tio Poldo?
—Ay, mi’ja, igual que siempre. Todos estamos igual, gracias a Dios. ¿Y tu mamá?
—Está bien. Les manda recuerdos.
—¿Cuándo es tu día libre? ¿Nos puedes venir a visitar?
—Yo estoy libre los domingos y los lunes.
—Bueno, pues ven la semana que viene. La familia se reúne aquí todos los domingos y así puedes ver a tus primos.
—Sí, me gustaría verlos.
—Poldo te puede ir a buscar.
—Yo creo que hay un tren de acá.
—Qué bueno será verte, mi’ja. Hace años.
—Sí, Tía.
—Déjame anotar tu número para devolverte la llamada. Nos acabamos de sentar a comer...
—Lo siento, yo no sabía...
—No te preocupes, nena, ¿cómo lo ibas a saber? Aquí encontré una pluma. No, ésta no escribe. No te me retires—. América la oye rebuscando, luego pidiéndole a alguien si tiene una pluma. Luego pregunta si hay papel por algún sitio, y varias voces contestan, y hay un susurro y Paulina regresa al teléfono, pero esa pluma tampoco funciona y tiene que encontrar otra y, al fondo, la gente se ríe.
Al otro extremo, América se siente excluída. Paulina, tres años mayor que Ester, ha estado casado con el mismo hombre por más de treinta años. En sus cartas y conversaciones durante sus raras visitas a Vieques, Paulina presume de su familia. Sus tarjetas de Navidad siempre son un retrato de Paulina y Leopoldo rodeados por sus hijos. Aun de adultos, Carmen, Orlando y Elena han posado para el retrato, como si el no hacerlo pudiera echarle “mal de ojo” a la imagen de una familia unida. En su pared de memorias, Ester tiene una progresión de la vida de su hermana, desde su retrato de bodas, hasta fotos de Paulina y Leopoldo con Carmen, y tres años después, Orlando, Carmen sonriéndole al bebé, y seis años después de eso, Paulina con Elena en su falda, con Orlando y Carmen a cada lado de ella, sonriendo angelicalmente mientras Leopoldo, parado detrás de todos, se ve tan orgulloso como el único gallo en el patio. En años recientes, la tarjeta de Navidad de la familia ha incluido también a la esposa de Orlando, Teresa, y a su hija, Edén.
Cuando Paulina al fin regresa al teléfono con una pluma que escribe y un pedazo de papel limpio, América le da el número y cuelga con muchas disculpas por haber interrumpido la reunión familiar.
Le habría gustado que la invitaran para mañana, lunes. No puede pasar otro día en Mount Kisco siendo velada por mujeres que no sueltan a sus hombres.
Pero si la hubiesen invitado, no se atrevería manejar el carro de los Leverett hasta el Bronx. En la semana que ha vivido en Westchester, ha oído mencionar al Bronx tres veces. La primera vez fue cuando le preguntó a Karen a qué distancia queda el Bronx de su casa, y Karen pareció hacer una mueca, pero estaba oscuro en el carro y es posible que América no viera bien. Luego, unos días más tarde, vio las noticias mientras se preparaba para acostarse y enseñaron unos rascacielos en el Bronx que el reportero dijo se habían convertido en el hogar de unas mil familias rusas. Ella se sorprendió de esto, porque las únicas personas del Bronx que ella ha conocido eran puertorriqueñas. Ninguno de los huéspedes en La Casa del Francés era del Bronx. Pero muchos de los parientes de sus vecinos, como su tía, vivieron en el Bronx, y por eso siempre había pensado en el Bronx añade una dimensión nueva, como cuando se enteró de que Rubén Blades era panameño.
Anoche, las noticias desde el Bronx no fueron tan buenas. Alguien trató de robarle el auto a un policía franco de servicio. Tanto el asaltante, que resultó herido, como el policía que lo baleó tenían apellidos hispanos. Pero el asaltante no parecía puertorriqueño, ni se parecía a la gente que vio hoy en Mount Kisco. Se pregunta de dónde viene la gente que vive en el Bronx, a excepción de Puerto Rico y Rusia.
—Oh, es como unas Naciones Unidas aquí-Paulina le dice cuando le devuelve la llamada más tarde. —Nosotros vivimos en un barrio italiano y unos pocos bloques más allá es mayormente judío. El barrio puertorriqueño es un poco más abajo, pero nosotros nos mudamos de allí hace años.
—¿Viven ustedes lejos de donde yo estoy?
—Poldo dijo que estás más o menos a una hora de aquí. Mi’ja, ¡estás en medio de la nada!
—Aun así, me gusta. Es bonito y tranquilo.
Es como Vieques, entonces. Puede ser que a ti no te guste el Bronx porque es demasiado vivo—. Paulina nota lo que ha dicho. —Pero no es para decir que la gente aquí es desordenada. Nosotros vivimos en un vecindario muy bonito de gente trabajadora.
—Si voy el próximo fin de semana...
—No hay peros, mi’ja. Tienes de venir.
América sonríe. —Cuando vaya el fin de semana que viene, ¿puede usted llevarme a comprar ropa más caliente?
—Sí, por supuesto. Pero ¿por qué gastar dinero? Nosotras tenemos abrigos y suéteres que te podemos dar. Tú conoces a mis hijas. Siempre tienen que tener lo último, así que me dan lo que ya no se ponen a mí. Lo que no quiere decir que a mí me queden. Ya tengo casi cincuenta años, tú sabes.
—Usted siempre nos envió cosas tan lindas.
—Bueno, yo siempre digo que no tiene sentido guardar más de lo que es necesario.
—Mami nunca desecha nada. Todavía tiene el vestido que se puso para la boda de usted y Tío Poldo.
—Ay, mi’ja, mi hermana siempre ha sido así. Siempre almacenando. Tu abuela, que en paz descanse, se pasaba detrás de ella tratando de convencerla de que botara botellas vacías y tucos de lápices y cosas así. Pero Ester siempre ha sido una coleccionista. Hasta guardó tu ombligo desde que tú naciste—. Paulina se ríe, un sonido claro y aniñado que trae una sonrisa a los labios de América.
—Yo lo sé y también el de Rosalinda—. En su altar, Ester tiene dos pequeños tarros cubiertos con el nudo umbilical de ella y de Rosalinda flotando en un líquido amarillento. —Yo no sé por qué ella hace eso.
—¿Quién sabe por qué la gente hace lo que hace? Debe de ser la manera en que Dios nos hace interesantes el uno al otro. Imagínate lo aburrida que sería nuestra vida si todos fuéramos iguales.
En verdad, América piensa al prepararse para dormir, sería muy bonito si todos fuéramos iguales, si todos tuviéramos las mismas cosas y nos pareciéramos y no tuviéramos que preocuparnos si aquél es más guapo o aquélla tiene un carro más lujoso. El pastor Núñez predicó sobre ese tema, pero no recuerda su conclusión. Algo acerca de que nosotros somos todos iguales ante los ojos de Dios y en el Día del Juicio Final. Arregla sus almohadas antes de apagar la lámpara. Ese es el problema con la religión. No se puede obtener una respuesta directa hasta que te mueras, cuando la pregunta ya no importa.