La fusión irrefrenable con el otro

Es sorprendente que la mayoría de gente asocie el amor a un resplandor fugaz que ilumina un ansia de entrega y desprendimiento. El amor sería para ellos una conquista reciente del conocimiento, perfumada de un hálito literario. Los homínidos habrían inventado, literalmente, el amor en la época de los trovadores. Pero el amor -entendido como impulso de fusión- es una constante de la existencia, y nunca hubo vida sin amor. El impulso de fusión es una condición inexcusable para sobrevivir.

El gran hito en el camino a la modernidad fue el secuestro de la línea celular germinal, que acantonaría al resto de las células en su actual condición de somáticas, trabajadoras leales y perecederas. En el estatuto de la vida se asignaba en exclusiva la competencia de su perpetuación a las células germinales o, si se quiere, a la sexualidad.

Es verdad que el precio pagado por esa especialización celular es singularmente abusivo. Las bacterias, organismos unicelulares que se reproducen subdividiéndose, no mueren nunca. Un clon es idéntico al siguiente y éste al siguiente durante toda la eternidad. Los organismos multicelulares como nosotros, en cambio, son únicos e irremplazables.

La diversidad y el sexo comportan la individualidad y, por tanto, la muerte. Tal vez porque han sido protagonistas de los dos universos, sucesivamente, los humanos siguen sin estar del todo reconciliados con la idea de que la creatividad individual y el poder de cruzar fronteras desconocidas tenga que ir aparejado con la muerte.