La lotería genética
El amor es el asunto que precedió a todos los demás en la historia de la vida. Hace más de tres mil quinientos millones de años, lo primero que hizo para sobrevivir el primer organismo unicelular fue atisbar, soltando las señales químicas adecuadas, si había alguien más a su alrededor con quien fusionarse.
En la raíz del impulso de fusión y, por lo tanto, del amor no se encuentra -a diferencia de lo que airea la extensa literatura sobre la materia- la necesidad de entrega y sacrificio, sino la de sobrevivir a la soledad y al abandono impuestos por el entorno.
El amor, entendido como instinto de fusión, precede, pues, a la existencia del alma y de la conciencia, al resto de las emociones e impulsos, al poder de la imaginación y al desarrollo de la capacidad metafórica, de fabricar máquinas y herramientas, al lenguaje, al arte y a las primeras sociedades organizadas. Cuando no había nada, ya funcionaba el instinto de fusión con otros organismos. Ya existía la prefiguración del amor moderno.
Los genes determinan la conducta potencial y el entorno puede modelar la práctica del comportamiento amoroso. El hecho es que la parte más importante de la vida no roza el dominio de la conciencia ni por asomo. ¿Tan extraño resulta, pues, que el comportamiento amoroso esté anclado, cuando no programado, en gran parte, en el subconsciente?
Por primera vez disponemos de una explicación biológica del comportamiento social y emocional. El concepto del amor se está arrancando, así, del dominio de la moral para inscribirlo en el de la ciencia.