El desamor es una emoción transitoria

Hasta hace bien poco la terapia del desamor pasaba por el olvido forzoso. Primero, cobrar conciencia de que todo termina: un árbol, una flor, la vida. La finitud es un atributo básico de la belleza porque únicamente a su vera fermenta la intensidad necesaria para que estalle el placer. La puesta de sol en el Machu-Picchu, antes de que la selva gimiente engulla aquella bola de fuego, pasaría desapercibida si no fuera todo cuestión de minutos. La permanencia banaliza el mundo.

Es sabido, por lo demás, hasta qué punto resulta inútil avivar los resentimientos y el amor propio ultrajado. No sirve de nada confeccionar la retahíla impertinente de sus pequeñeces e indignidades. ¡Qué superfluo atiborrar el consciente de los mil trazos vulgares que, con razón, la definen a ella cuando el inconsciente, a pesar y por encima de todo, la sigue reclamando! ¡Qué pretencioso repetir, como Stendhal, que «las mujeres, con su orgullo femenino, se vengan de los necios con los hombres de espíritu, y de las almas prosaicas con los corazones generosos a golpe de dinero y de bastonazo»!

Aprender, en cambio, a saborear -como el enfermo convaleciente de una enfermedad prolongada degusta los primeros alimentos sólidos- la libertad recuperada. La pasión amorosa es una regresión infantil para la que, al contrario de lo que ocurre con los reencuentros del niño con su madre, no hay refugio ni calma posible. La dependencia del ser amado es igualmente absoluta, pero siendo tan frágil la convicción de las lealtades recíprocas, el alejamiento y la presencia son perfectamente compatibles. La cercanía física no hace mella en la distancia. La duda permanece.

¿Por qué no explorar los resortes que mueven las angustias que emanan del teléfono que no contesta a la una de la madrugada? Ya sé que el sufrimiento no es acumulativo, pero todo el desgarro de la historia, fosilizado a lo largo de millones de años, repleta de dolor, desde los gritos sordos de todos los emparedados hasta la mirada blanca y desorbitada de aquellos a los que sorprendió la caída en uno de los cien mil precipicios apostados como cepos en los caminos de la Tierra, cristaliza en el silencio entrecortado de una docena de señales telefónicas recurrentes sin respuesta.

De la historia del desamor sonsacada al pasado sólo emerge una conclusión irrefutable. Es el único asidero para las almas en zozobra mientras no es demasiado tarde. Es la pista exclusiva en forma de venganza. El desamor está programado, a diferencia de nuestras vidas, para morir. Podrían resucitar los cuerpos según la promesa bíblica, sin que lo hiciera el desamor inerte y frío.

Pero para morir ¿cuándo? Antonio Damasio ha sugerido una nueva terapia: la mejor manera de precipitar el final de una emoción negativa es generando otra emoción de la misma intensidad pero de signo contrario. En lugar de zambullirse en la interpretación minuciosa de la pesadilla, es necesario perseguir el destello de un nuevo esplendor.