Las hormonas y los circuitos cerebrales del amor

Es lógico aducir que lo que ocurre con los ratones de las praderas puede no tener nada que ver con lo que sucede a los humanos. Tanto más cuanto que, a juzgar por las investigaciones efectuadas, en algún momento de la evolución se produjo una mutación que dejó a los humanos sin el segundo sentido del olfato: el órgano vomeronasal encargado de detectar las señales de las feromonas.

Me encantaría poder ayudar a disipar la inquietud de los lectores remisos a aceptar que existe un gen responsable del comportamiento amoroso, similar a los que diseñan una pierna o un hígado; y todavía me gustaría más que no se quedaran con la sospecha de que el amor moderno obedece a cánones fijados en el resto de los animales hace millones de años.

Pero en conciencia, con la mano en el corazón -y después de innumerables lecturas y conversaciones con los científicos especializados en este tema-, soy incapaz de negar esta sospecha por tres motivos.

Primero. No se ha podido demostrar que los humanos sean insensibles a las feromonas, sino más bien lo contrario, si se concede el valor que merecen a los experimentos de sincronización del ciclo menstrual en mujeres.

Segundo. Enjuiciadas en su conjunto, las nuevas pruebas demostrarían, de manera irrefutable, que comportamientos sexuales innatos tienen una base genética muy fuerte. Cuando se constatan comportamientos innatos, es muy arriesgado descartar que no están modulados por circuitos cerebrales al igual que ocurre con otras partes del organismo.

Tercero. Las investigaciones más recientes corroboran la sospecha de que estos circuitos neuronales del amor existen. Y a ello vamos a dedicar las páginas que siguen.

El lector descubrirá así que el amor entre dos personas tiene igual rango e importancia para la salud y la supervivencia de la especie que otros impulsos como el sexo o la alimentación. Y, de paso, puede encontrar pistas que le ayuden a moverse con más tino por el azaroso camino del amor romántico, vínculos de unión, amor maternal y lazos afectivos. Un camino mucho menos plagado de peligros y accidentes de lo que sugiere la literatura o la propia vida de la gente, cuyo entramado institucional sigue postergando, en su orden de prioridades, responder a la pregunta de por qué somos como somos.

Haciendo el amor se segrega oxitocina, que juega un papel fundamental en la conducta sexual, ya que está presente en todas sus fases: en el enamoramiento, en el posparto y en la lactancia. La leche contiene niveles altos de oxitocina y prolactina, que facilitan el vínculo entre la madre y el recién nacido. Los niveles de oxitocina se disparan en los enamorados y la segregan tanto los hombres como las mujeres al copular. En los primeros, se supone que facilita el transporte de los espermatozoides en la eyaculación. En ambos -tal vez por ello sea la más espiritual de las sustancias químicas, a pesar de estar involucrada en las tareas terrenales de la reproducción sexual- sustenta la fidelidad y la creación de vínculos afectivos en la pareja.

Junto con la vasopresina, ese péptido es un transmisor neurobiológico clave para el amor y la consolidación de la pareja. Según Tobias Esch y George B. Stefano, la vasopresina podría ser responsable del rechazo o la agresión tras la cópula, que algunos identifican con el acto sexual consumado sin vínculo afectivo. Pero la oxitocina actuaría de forma más contundente que la vasopresina.

La testosterona que, en el caso del amor, se comporta de manera diferente según los sexos, constituye un enigma. En el hombre enamorado disminuye, mientras que en las mujeres aumenta. A falta de una explicación científica, el lector le perdonará al autor si agarra por los pelos este dato y lo enarbola -como la pancarta de Raquel en el estadio de fútbol- como prueba concluyente del concepto de fusión entre dos seres que se ha manejado a lo largo del libro. Enamorarse equivale a querer fusionarse con el otro, a borrar las barreras físicas y de género, a igualar a los enamorados reduciendo rasgos típicamente masculinos en el hombre y aumentándolos en la mujer, incluyendo, claro está, un estilo más extrovertido y agresivo, característico de niveles específicos de testosterona.

En cuanto a la dopamina, es fundamental en la biología del amor, particularmente en lo que se refiere a los mecanismos de señalización y placer. Estudios realizados sobre animales indican que la elevada actividad de las neuronas vinculada a la dopamina podría desempeñar un papel determinante en la elección de pareja de los mamíferos. Cuando un ratón de la pradera hembra se aparea con un macho, desarrolla una marcada preferencia por ese macho, y cuando se le inyecta dopamina empieza a mostrar preferencia por el macho que estuviese presente en el momento del experimento, aunque no fuese su pareja.