El cerebro tiene sexo

En un sentido muy prosaico y cotidiano, ¿es cierto el tópico de que los hombres se orientan mejor y dan muestras de mayor lucidez a la hora de leer mapas urbanos o geográficos que las mujeres? No es mi caso, desde luego. He vivido permanentemente, quiero decir durante años seguidos, en ciudades como Madrid, Barcelona, Ginebra, París, Burdeos, Bruselas, Estrasburgo, Londres, Washington, Los Ángeles y Puerto Príncipe. Digo vivir durante años, no visitarlas con frecuencia. Y me sigo perdiendo en todas ellas.

Es un ejemplo de las enormes dificultades de asignar determinados comportamientos a las diferencias de sexo. No sólo chocamos con múltiples excepciones, sino con factores muy distintos y tan peregrinos como ser netamente más distraído que los demás o manejar el grado de atención para memorizar de distinta forma.

El británico Simon Baron-Cohen, catedrático de psicopatología del desarrollo en la Universidad de Cambridge, es el que ha conferido mayores visos de veracidad a la tesis de que las mujeres barajan el espacio y, por lo tanto, las leyes de la física, con menos soltura que los hombres. Que el cerebro, en definitiva, tiene sexo. Simon Baron-Cohen repite constantemente que sus investigaciones sólo se refieren a promedios; o sea, que nadie intente verificar su hipótesis aduciendo casos individuales.

La hipótesis inicial de Simon Baron-Cohen fue confirmada por Eric R. Kandel, premio Nobel de Medicina (2000) y director del Kavli Institute for Brain Sciences, al descubrir que, en el cerebro de hombres y mujeres, se activan áreas distintas al pensar en el espacio: el hipocampo izquierdo en los hombres y el parietal derecho y la corteza prefrontal derecha en las mujeres. Aceptemos, así, que los enamorados tienen cerebros ligeramente distintos.

Eduardo Punset conversando con Eric R. Kandel, premio Nobel de Medicina.

Los hombres son mejores desentrañando el funcionamiento de sistemas, sobre todo de objetos inanimados, que son más fácilmente predecibles que los sistemas humanos: mecánico, como una máquina o un ordenador; natural como el clima, del que se intentan descubrir normas o leyes que rijan su funcionamiento; abstracto como las matemáticas o la música; o, por último, un sistema que se pueda coleccionar, como una biblioteca o una serie filatélica.

Si a los hombres les interesan más los sistemas, la empatía es una cualidad de la que están mejor dotadas las mujeres. La empatía es la capacidad de reconocer las emociones y los pensamientos de otra persona, pero también de responder emocionalmente a sus pensamientos y sentimientos. Una de las pruebas efectuadas consiste en utilizar fotografías de rostros y pedirle al observador que identifique la emoción expresada. La prueba puede complicarse mostrando únicamente una parte del rostro, Por ejemplo, la zona de alrededor de los ojos. El resultado lo puede adivinar el lector: las mujeres intuyen más fácilmente que los hombres la emoción que trasluce la fotografía del rostro. En promedio, aciertan más las mujeres.

La historia de la evolución tendería a confirmar estos hallazgos en el sentido de que la caza, con su parafernalia de dardos y percepción del espacio, habría seleccionado a los cazadores-recolectores dotados del conocimiento del sistema físico que tal tarea requiere, al tiempo que el cuidado de los niños, asignado al sexo femenino por nuestros antepasados, habría seleccionado aquellos genes dados al reconocimiento de las emociones y estados de ánimo de los demás.

Esto último suponía, en las sociedades primitivas, una ventaja a la hora de cuidar a los niños y de criarlos. Ante un bebé que no puede hablar, hay que utilizar la empatía para imaginar qué necesita. Tener más empatía debió de suponer ser mejores padres: identificar si el niño sufría, estaba triste, tenía hambre, o frío; interpretar sus estados emocionales y cuidarlo mejor. Y cuando un niño está mejor cuidado, sobrevive y perpetúa los genes de sus padres. Así que esto explicaría que la empatía acabara desembocando en una ventaja evolutiva.

Más allá de esos impactos de estructuras cerebrales distintas, se sabe muy poco todavía, como no sea la dificultad de identificar correlaciones entre esas estructuras o el nivel de actividad cerebral y los comportamientos. Las diferencias de sexo son mucho más difusas y oscilantes de lo que a menudo se da a entender porque están en juego, sobre todo, flujos hormonales y químicos no caracterizados, precisamente, por su permanencia o invariabilidad.

Tanto es así que investigaciones muy recientes apuntan a que algunos cambios en las supuestas ventajas o especializaciones de un hemisferio cerebral sobre el otro están relacionadas, temporalmente, con los ciclos menstruales. Lo cual no quita que el mayor grosor en la hembra del llamado cuerpo calloso, la región cerebral que separa los dos hemisferios, le dé una mayor versatilidad que al varón y la posibilidad de atender con más soltura a varios asuntos a la vez.

Se sabe también que las fuertes descargas hormonales que tienen lugar durante el embarazo han marcado diferencias relativas a la orientación sexual y la conducta que tendrá el feto de adulto, pero las pruebas son imprecisas y todavía no concluyentes. La neurocientífica Louann Brizendine, directora de la Women's Mood and Hormone Clinic de la Universidad de California en San Francisco, recuerda que el espacio cerebral reservado a las relaciones sexuales es dos veces y media superior en los hombres que en las mujeres, mientras que en éstas son más numerosos los circuitos cerebrales activados con el oído y las emociones.